XXX

Volví a recuperar el conocimiento.

El opio había dejado de surtir efecto. En cuanto me moví, el dolor me abrumó. Una túnica roja abrochada en un hombro con la serpiente y el báculo de los médicos se cernió sobre mí y se alejó en cuanto le miré a los ojos. Reconocí la ausencia total de un comportamiento correcto hacia el paciente: debía de ser el jefe de enfermeros. Los estudiantes estiraban el cuello tras ese hombre como patitos atemorizados que empujan a la pata madre.

–¡Hipócrates, dígame la verdad! – bromeé.

Los médicos nunca dicen la verdad.

Me hizo cosquillas en las costillas como mi cambista que cuenta en el ábaco. Aullé, pero no porque sus manos estuviesen frías.

–Veo que le sigue molestando… durará varios meses. Ya puede prepararse para sufrir fuertes dolores, aunque no tendrá problemas graves si no enferma de pulmonía… -La idea de que yo pudiese contraer una pulmonía pareció decepcionarle-. Se trata de un ejemplar demacrado y corre el peligro de sufrir gangrena en esta pierna. – Se me cayó el alma a los pies-. Es aconsejable amputar mientras le queden fuerzas. – Le miré con tal expresión de congoja que pareció animarse-. ¡Pero podemos darle algo! – consoló a sus oyentes.

¿Sabíais que la parte principal de la formación de un médico consiste en aprender a hacer caso omiso de los gritos:

–¡Será mejor esperar a ver qué pasa! – logré balbucear.

–Su jovencita me pidió que… -Habló con tono respetuoso, probablemente impresionado por haberse topado con alguien que tenía modales aún peores que los suyos.

–¡No es mía! ¡No me insulte! – exclamé furibundo y me molesté por lo de la muchacha como modo de combatir lo que el médico acababa de decir. De todos modos, no me quedaba más remedio que afrontarlo-: Haga lo que tenga que hacer… ¡quíteme la Pierna!

Volví a dormirme.

El médico volvió a despertarme.

–Flavio Hilaris quiere hablar urgentemente con usted. ¿Le parece bien?

–El médico es usted.

–¿Qué quiere que haga?

–Que me deje en paz.

Volví a dormirme.

Nunca te dejan en paz.

–Marco… -dijo Flavio Hilaris.

Quería que le contara nuevamente todo lo que sabía de la mina y que ya le había transmitido a través de Rufrio Vitalis. Era un hombre demasiado amable para decir que me tomaba formalmente declaración por si yo moría durante la intervención… pero lo comprendí.

Le dije cuanto sabía, absolutamente todo con tal de que se fuera.

Con respecto a la conspiración, Gayo me contó que el contratista Trifero se negaba a hablar. Estábamos en lo más profundo del invierno y la nieve se acumulaba en las colinas. No existía la menor posibilidad de seguir a los carros que giraban hacia el sur… porque ningún carro se desplazaba y probablemente no se moverían durante muchas semanas. Gayo haría encerrar a Trifero en una celda y le abandonaría. Volvería a interrogarle en cuanto pudiese contar con mi colaboración. Yo pasaría la convalecencia en las aguas termales sagradas… si es que sobrevivía.

Estuvo un buen rato junto a mi lecho y me asió la muñeca. Parecía alterado. Dijo que había comunicado a Roma que debían pagarme el doble. Sonreí. Después de treinta años de servicio Gayo tendría que haber sabido que ni siquiera valía la pena intentarlo. Recordé que mucho tiempo atrás había pensado: ¡podría ser él! Volví a sonreír.

Una vez más me quedé dormido.

El matasanos se llamaba Simplex. Cuando se presentan por su nombre ya sabes que el tratamiento propuesto es, en el mejor de los casos, una apuesta drástica y, en el peor, muy doloroso.

Simplex había estado en el ejército durante catorce años. Era capaz de calmar a un soldado de dieciséis años con una flecha en la cabeza. Sabía curar ampollas, tratar la disentería, limpiar los ojos e incluso ayudar a nacer a los hijos de las esposas que, según se suponía, los legionarios no tenían. Estaba harto de esas tareas. Yo me había convertido en su paciente favorito. Además del maletín con espátulas, escalpelos, sondas, tijeras y fórceps, poseía un mazo brillante y lo bastante grande como para hundir estacas de vallado. En cirugía se utilizaba para amputaciones y servía para introducir el cincel a través de las articulaciones de los soldados. Simplex también contaba con el cincel y la sierra: una bolsa con todas las herramientas habidas y por haber, extendidas en una mesa contigua a mi cama.

Me drogaron, pero no lo suficiente. Flavio Hilaris me deseó suerte y abandonó mi habitación. No se lo reprocho. Si no hubiese estado atado a la cama y si cuatro soldados de caballería de metro ochenta y expresión severa no me hubieran sujetado de los hombros y de los pies, yo también habría salido corriendo tras el procurador.

En medio del embotamiento producido por las drogas vi que Simplex se acercaba. Yo había cambiado de idea. Ahora sabía que el galeno era un maníaco del bisturí. Intenté hablar, pero no salió sonido alguno. Hice un esfuerzo por gritar.

Otra persona también gritó: una voz de mujer.

–¡Deténgase inmediatamente! – ordenó Helena Justina. No me había enterado de su llegada. No sabía que estaba en mi habitación-. ¡No tiene gangrena! – vociferó la hija del senador. Daba lo mismo donde estuviese: parecía que siempre perdía los estribos-. Suponía que un médico militar lo sabe… porque la gangrena presenta un olor característico. ¡Es posible que los pies de Didio Falco huelan a queso, pero no están podridos! – Era una mujer maravillosa. Un investigador en aprietos siempre podía contar con ella-. Tiene sabañones. En Britania no es tan raro… ¡lo único que necesita es un puré de nabos caliente! Estírele la pierna tanto como pueda y déjelo en paz. ¡El pobre ya ha sufrido bastante!

Me desmayé de alivio.

En dos ocasiones intentaron estirarme la pierna. La primera vez mordí el trozo de tela en medio de un silencio conmocionado mientras lágrimas ardientes surcaban mis mejillas. La segunda vez sabía qué me esperaba; la segunda vez chillé como un energúmeno.

Alguien sollozó.

Me atraganté y antes de que me ahogara una mano -que probablemente pertenecía a uno de los pesos pesados que me sujetaban- me quitó de la boca el trozo de tela. Estaba bañado en sudor. Alguien se tomó la molestia de secarme la frente.

Simultáneamente una bocanada de perfume penetrante se abrió paso a través de mis sentidos, tan maravilloso como el bálsamo real preparado para los reyes partos con las esencias de veinticinco aceites puros. (Nunca había estado en Partia, pero cualquier poeta ocasional conoce a sus pelilargos monarcas; siempre vienen a cuento para alegrar una oda blandengue.)

Aunque no fuera bálsamo real, era un perfume maravilloso. Recuerdo que pensé alegremente que algunos de esos guardias de noventa y cinco kilos no eran lo que parecían…