Pensé que estaba otra vez en las minas.
No, en otro mundo. Yo había dejado las minas, pero ellas nunca dejarán de estar en mí.
Estaba tendido en una cama alta y dura de una pequeña habitación cuadrada del hospital de los legionarios. A veces serenas pisadas recorrían la larga galería que rodeaba el patio del fondo del bloque de la administración. Reconocí el desagradable olor de la antiséptica trementina. Percibí la presión tranquilizadora de un vendaje firme y bien hecho. No tenía frío. Estaba limpio. Reposaba serenamente en un sitio tranquilo en el que se ocupaban de mí.
A pesar de todo, estaba aterrorizado.
Me había despertado el toque de trompeta en las murallas, el son que anunciaba la guardia nocturna. Se trataba de un fuerte. Yo podía hacer frente a un fuerte. A mis oídos llegaron los graznidos rencorosos de las gaviotas. Debía de estar en Glevo. Glevo se alzaba sobre el estuario. En ese caso Helena lo había conseguido. Yo llevaba horas dormido en la nueva y extensa base que albergaba el cuartel general de la Segunda Augusta. La Segunda. Yo pertenecía a esta legión: estaba en casa.
Tuve ganas de llorar.
–Cree que ha vuelto al servicio militar activo -comentó la voz secamente divertida del procurador Flavio.
No le vi. Yo era un tronco derribado que flotaba en una sopa de cebada tibia, aunque apenas podía mover los brazos y las piernas porque tropezaba con los granos; me habían atiborrado de zumo de adormidera para calmar el dolor.
–Marco, descanse. He recibido el informe que me envió a través de Vitalis. A decir verdad, ya he tomado medidas. ¡Ha hecho un buen trabajo!
Gayo, mi amigo; mi amigo, el que me envió allá…
Me debatí bruscamente, pero alguien me sujetó del brazo.
–¡Cálmese! Todo ha terminado. Está a salvo.
Helena, su sobrina, mi enemiga. Mi enemiga, la que vino a sacarme de allá…
–Falco, quédese quieto, no monte tanto jaleo…
La previsible dureza del tono de Helena me acompañó a través del delirio. Para un esclavo liberado la tiranía puede resultar extrañamente reconfortante.