XXVII

Conducir parecía bastante fácil. Utilizábamos mulas en lugar de bueyes porque atravesábamos las colinas. Cada carretada contenía cuatro lingotes. Eran un peso muerto y su transporte se hacía diabólicamente lento.

Yo viajaba detrás del guía de la comitiva. Se justificaban diciendo que los nuevos no conocían el camino. En realidad, era una precaución contra las fugas hasta que demostrabas que eras un tipo de fiar.

Nadie que trabajase como esclavo en las minas llegaría a ser jamás un tipo de fiar. De todas maneras, para entonces yo había aprendido a mostrar que era tan digno de confianza como cualquier esclavo.

Existía un último control para impedir que alguien robase el botín del imperio. Al salir de las minas pasábamos delante del fuerte, donde los soldados contaban hasta el último lingote y redactaban un manifiesto. Este documento acompañaba a la plata hasta su llegada a Roma. Existía un buen camino para salir de Vebioduno: la carretera que retornaba a la frontera. Todos los carros capaces de trasladar lingotes debían pasar por esa carretera porque las encrucijadas eran demasiado estrechas e irregulares para soportar su peso. Eso significaba que cada lingote que salía de las minas quedaba registrado en un manifiesto oficial.

Nuestro destino era el puerto militar de Abona. Para llegar al gran estuario le volvíamos la espalda: conducíamos quince kilómetros hacia el este hasta la carretera de la frontera, la seguíamos rumbo norte hasta los manantiales sagrados de Sul y volvíamos a avanzar hacia el oeste por otro tramo, rodeando el tercer lado de un cuadrado. Digamos que en total cubríamos treinta millas romanas. Pesadas barcazas subían por el estuario en busca le los lingotes, que trasladaban a través de los dos promontorios y luego, bajo la vigilancia de la flota de Britania, por el canal para cruzar al continente. El grueso de la plata viajaba hacia el sur a través de Germania y su ruta quedaba garantizada por la abundante presencia militar.

Yo ya conocía Abona.

Nada había cambiado. Era el sitio donde Petronio Longo y yo antaño pasamos dos años lloviznas en un puesto aduanero. Seguía allí, guarnecido aún por soldados adolescentes con la tintura brillante en sus capas recién estrenadas, soldaditos que se pavoneaban como señores y que no hacían caso de los patéticos esclavos que producían los tesoros del imperio. Los soldados tenían las caras fruncidas y les moqueaban las narices pero sabían contar, a diferencia de los chivatos de nuestras minas. Controlaban el manifiesto y contaban minuciosamente los lingotes a medida que los introducían en el depósito; cuando las barcazas llegaban para recogerlos, al sacarlos volvían a contarlos. Que los cielos ayudaran al contratista Trifero si alguna vez los números no cuadraban.

Siempre cuadraban. No podía ser de otra manera. Conducíamos los carros a lo largo de la carretera que se alejaba de Vebioduno y poco antes de llegar a la frontera principal parábamos un rato en una aldea de la meseta para que los conductores hicieran sus necesidades. Nos deteníamos en la aldea tuviera o no alguien alguna necesidad.

Falsificaban el manifiesto durante el rato que pasábamos allí.

Ahora el fin del suplicio estaba a la vista.

Después de tres viajes logré desplazarme lo suficiente por la hilera de carros para ver qué ocurría en cuanto abandonábamos el conjunto de chozas de zarzo donde un empleado corrupto amañaba los documentos. Cuando la hilera principal giraba hacia el norte en la frontera, los dos últimos carros ponían silenciosamente rumbo sur. Quizá parezca absurdo que los ladrones utilizasen la carretera militar, pero era una vía rápida y en buenas condiciones que comunicaba con todas las cabezas de playa de la costa sureña. Sin duda los transportes regulares que pasaban semana tras semana eran jovialmente saludados por cualquier destacamento con el que se cruzaban. El traslado de la Segunda Augusta a Glevo demostraba a las claras que ese sector de la carretera ya no estaba severamente vigilado.

Volví a sentirme en forma. Tenía un objetivo claro: ganar la confianza imprescindible para que me encomendaran la conducción de uno de los carros que iban al sur. Me desesperaba averiguar a dónde se dirigían. Si descubríamos el puerto de embarque podríamos señalar con exactitud la nave que trasladaba a Roma los cerdos robados; la nave… y a su propietario, que sin duda formaba parte de la conspiración.

Tenía edad suficiente para reconocer que existía el riesgo de que los nervios me traicionaran. Después de tres meses de trabajo duro, malos tratos y la peor dieta del imperio, me hallaba en baja forma tanto física como mental. Hay que reconocer que un reto obra maravillas. Recuperé la capacidad de concentración y sometí mis nervios a un severo control.

Pero no tuve en cuenta los designios de los hados.

A finales de enero se presentó la oportunidad. La mitad de los trabajadores estaban confinados en las barracas de los esclavos, fingiéndose enfermos… algunos tan eficazmente que se dieron por vencidos y murieron. Los que seguíamos en pie nos sentíamos fatal, pero el esfuerzo de aguantar merecía la pena porque había raciones adicionales. La comida era repugnante, pero ayudaba a combatir el frío.

Había caído una ligera nevada y se dudaba de que fuese posible enviar los transportes semanales. El tiempo mejoró y tuvimos la impresión de que el frío del invierno aún estaba por llegar. Enviaron una expedición organizada a último momento y formada por una dotación improvisada. Hasta el guía de la comitiva era un sustituto. A mí me asignaron al anteúltimo carro. Aunque nadie dijo nada, ya sabía qué significaba.

Desfilamos ante el fuerte. Un decurión poco metódico y con los ojos inflamados por la fiebre de las marismas salió a sellar nuestro manifiesto. Reanudamos la marcha. Hacía tanto frío que nos proporcionaron capas de fieltro áspero con capuchas puntiagudas; incluso llevábamos manoplas para que nuestras manos ateridas pudiesen sujetar las riendas. Al llegar a las planicies el viento nos azotó desde un cielo bajo y encapotado, tironeó de nuestra vestimenta y nos golpeó tanto que entrecerramos los ojos, mostramos los dientes y gemimos a causa de los padecimientos. La oscura hilera de carros avanzó por esa vía solitaria; cayó por una pendiente en la que las mulas resbalaron en medio del aguanieve y tuvimos que desmontar para guiarlas, empujándolas por una empinada ladera en medio del frenético ulular del viento. Serpenteamos por otro tramo de paisaje gris, en el que asomaron los poco elevados montículos circulares donde yacían enterrados olvidados monarcas nativos para perderse nuevamente en medio de una bruma fina y atormentadora.

Cuando hicimos el alto para que falsificaran el manifiesto todos estábamos tan ateridos que, para variar, supervisores y esclavos se fundieron en una misma agonía. El empleado corrupto tuvo problemas: dentro de la choza estaba demasiado oscuro y cuando se asomó a la puerta vio que el viento soplaba intensamente. Esperamos una eternidad al abrigo de los carros, penosamente agazapados en nuestros míseros refugios para protegernos del viento. Habíamos tardado el doble de lo habitual en llegar a la aldea y el cielo mostraba un ominoso color gris amarillento que presagiaba nieve.

Por fin nos dispusimos a reanudar la marcha. Faltaban tres kilómetros para el desvío de la frontera. El guía de la comitiva me guiñó el ojo. La hilera de carros siguió avanzando. Con semejante peso, ponerse en marcha siempre era difícil para las mulas y aquel día en que la carretera estaba en tan pésimas condiciones se molestaron más que de costumbre. Mi mula deslizó sus herraduras por el aguanieve que casi ante nuestros ojos se convertía en hielo. Las bestias se hundieron espantadas y uno de los ejes del carro se atascó: estaba congelado. Las trabadas ruedas traseras se deslizaron de lado, el eje se partió, una rueda se soltó, de pronto una esquina del carro se hundió, las mulas protestaron y se encabritaron, yo me incorporé… y segundos después caí de bruces en la carretera, mi carga se deslizó por un declive, el carro destrozado quedó ladeado, una mula resultó tan maltrecha que tuvimos que sacrificarla y la otra rompió los tirantes y escapó al galope.

Por alguna razón todos me echaron las culpas.

Se produjo una larga discusión sobre mi carga desbaratada.

Trasladarla a Abona suponía volver a corregir el manifiesto, para no hablar del problema de tener que acarrear los lingotes adicionales, es decir, cinco por carro. Además, los lingotes que yo llevaba eran especiales: cerdos robados para vender a desconocidos, cerdos robados que aún contenían plata. ¡No podían retornar a Abona! El otro carro que se dirigía al sur jamás podría trasladar ocho lingotes. Después de interminables e inútiles disputas que suelen tenerse con los que no están acostumbrados a resolver problemas, para no hablar de que estábamos al aire libre en un día encapotado y bajo un frío espantoso, se decidió dejar mi carga allí y llevarla de contrabando a Vebioduno durante el viaje de regreso.

Me ofrecí voluntariamente a quedarme con la carga.

En cuanto se fueron el silencio se tornó insoportable. Las pocas chozas de los nativos eran utilizadas en verano por los pastores y ahora estaban desocupadas. Contaba con un refugio, pero cuando el mal tiempo arreció me percaté de que mis compañeros podrían retrasarse si nevaba mucho. Podía quedar aislado y sin sustento durante varios días. De las mesetas llegó un velo de lluvia tan delgado que no se aposentó ni cayó, aunque se adhirió a mi rostro y a mis ropas cuando me asomé. Por primera vez en tres meses me encontré totalmente solo.

–¡Hola, Marco! – dije como si saludase a un amigo.

Me puse a pensar. Habría sido la ocasión para emprender la fuga, pero el único motivo por el que me habían dejado solo consistía en que, en lo más profundo del invierno, las mesetas quedaban totalmente aisladas. Quien intentase huir sería encontrado en primavera junto al ganado congelado y las ovejas ahogadas. Tal vez lograse llegar a los desfiladeros, pero allí no se me había perdido nada.

Seguía deseoso de averiguar cómo embarcaban los lingotes.

Dejó de llover. Bajó la temperatura. Decidí actuar. Me agaché, aferré un lingote por vez y me alejé tanto como pude a través de la pendiente, distanciándome de la carretera. Cavé un hoyo en la tierra empapada. Entonces me apercibí de que sólo uno de los lingotes portaba los cuatro sellos que utilizábamos para saber que aún contenía plata. ¡Trifero timaba a los conspiradores, que intentaban sobornar a los guardias pretorianos con plomo para tuberías! Me acuclillé. Si nos ocupábamos de que la guardia pretoriana se enterase de cómo eran las cosas, los conspiradores se verían en figurillas y Vespasiano estaría a salvo.

Enterré los cuatro lingotes. Señalicé el lugar con un montón de piedras. Me dispuse regresar andando a las minas.

Me aguardaban doce kilómetros, distancia de sobra para convencerme de que era un imbécil. Con tal de mantener los pies en movimiento sostuve un largo coloquio con mi hermano Festo. No es que sirviera de mucho: Festo también opinó que yo era un imbécil.

Ya sé que parece raro hablar con un héroe difunto, pero Festo era el tipo de personaje mágico cuya charla te hacía sentir delirante incluso en vida. En medio de la inmensidad, bajo un cielo abotargado, ese hombre aterido que avanzaba a duras penas por una oscura meseta a fin de regresar por su propio albedrío a una dolorosa esclavitud sintió que la charla con Festo fue más real que su mundo hostil.

Medio día después, en el último tramo, abandoné la carretera y tomé un atajo para evitar una curva. Las calzadas romanas son rectas a menos que haya una razón, como la que explicaba la enorme curva que eludí: salvar las hondonadas y los pozos de una mina agotada. Al avanzar a través de lanzas de helechos secos que me llegaban al pecho el suelo desapareció. Mis pies resbalaron en el terreno cubierto de fina escarcha, salí disparado boca arriba y acabé en el fondo de uno de los pozos. Al descender me torcí el tobillo de forma extraña. Al principio no me dolió. Cuando intenté salir del pozo el dolor lacerante me comunicó sin dilación que me había roto un hueso de la pierna. Festo insistió en que era algo que sólo podía pasarme a mí.

Me acosté de cara al cielo congelado y le canté cuatro verdades a mi heroico hermano.

Sobre llovido, mojado: empezó a nevar. Reinó un profundo silencio. Si me quedaba allí moriría. Si moría allí tal vez expiara lo que le había ocurrido a Sosia pero, aparte del informe que había intentado hacer llegar a Hilaris -si es que Rufrio Vitalis lo había encontrado y se las había ingeniado para volverlo inteligible-, no lograría nada más. Y morir sin contar mi historia despojaría de sentido a cuanto había padecido.

La nieve siguió cayendo con cruel serenidad. Mientras caminaba había entrado en calor y nada más acostarme noté cómo bajaba la temperatura de mi cuerpo. Hablé, pero nadie me respondió.

Es mejor intentarlo, aunque se fracase. Me entablillé la pierna como mejor pude. Encontré una vieja estaca y la até con la trenza de pelo de cabra que había utilizado como cinturón. No era nada del otro mundo, pero me mantuvo en pie… me mantuvo apenas en pie.

Avancé a trompicones de regreso a Vebioduno. No serviría de nada en Vebioduno, pero no tenía otro sitio al que ir.

Mucho después alguien -una mujer que conocí- me preguntó por qué no me refugié en la fortaleza. No lo hice por dos motivos… mejor dicho, por tres motivos. En primer término, aún abrigaba la esperanza de averiguar a dónde enviaban los cerdos robados. En segundo, un esclavo delirante y esquelético que saliera de los páramos y afirmara ser el representante personal del secretario de finanzas en un asunto que afectaba al emperador, sólo podía esperar una paliza. En tercer lugar, no todos los confidentes son perfectos: esa salida ni se me ocurrió.

Estaba aterido y agotado, azotado por el viento por dentro y por fuera. Mi cerebro desvariaba de desilusión y dolor. Me dirigí a las minas. Entré cojeando en las excavaciones en curso y me derrumbé ante Cornix, el capataz. Cuando le dije que había abandonado cuatro lingotes robados lanzó un rugido y aferró unos de los puntales que solíamos usar para reforzar una saliente. Abrí la boca para decir que había enterrado los cerdos en lugar seguro. Antes de pronunciar palabra y a través de la nieve que me pegaba los párpados vi que Cornix balanceaba el puntal en dirección a mí. Me dio en pleno diafragma y me partió varias costillas. La pierna me falló, el entablillado se deshizo y al caer perdí el conocimiento.

Cuando me tiraron en una celda recobré lo suficiente el sentido para oír que Cornix decía:

–¡Que se pudra!

–¿Y si se presenta el cazador de recompensas?

–Nadie querrá reclamar a este pusilánime. – Cornix lanzó una chirriante carcajada-. Si alguien pregunta, diremos que ha muerto… ¡Pronto pasará a mejor vida!

En ese momento supe realmente que jamás volvería a Roma.