XXVI

Desde el campo de los alrededores las mesetas resultan engañosas. Las cumbres de caliza en las que se encuentran las minas de plomo no parecen más hostiles que las cuestas bajas características del sur de Britania. Sólo cuando te acercas directamente desde el sur o el oeste los riscos pelados aparecen de pronto ante ti y no se parecen en nada a las delicadas ondulaciones de las lomas. En el lado sur se encuentran los desfiladeros: cuevas antiguas y aguas imprevisibles que se hunden bajo tierra o crecen en una avenida feraz cuando llueve repentinamente. En el límite norte, más apacible, pequeños caseríos se adhieren a las laderas empinadas, a los que se suman precarias rodadas que serpentean en los contornos de las tierras de pastoreo.

Desde el este da la impresión de que el terreno apenas se eleva. La ruta de las minas no está señalizada; todo el que va a cumplir con un asunto oficial llega con un guía. El asentamiento está escondido adrede para los visitantes casuales.

Si se llega desde la frontera, se ve que los bosques y las tierras de labranza desaparecen casi imperceptiblemente. Casi sin darte cuenta pierdes de vista el campo que se extiende a tus pies y la carretera atraviesa una meseta fría y sin rasgos distintivos. Sólo conduce a las minas: en esa zona no hay nada más. Recorrer su pelada longitud se convierte en una experiencia solitaria. Toda la región muestra cierta tendencia al gris, como si el ancho estuario del Sabrina hiciese sentir constantemente su encrespada presencia, incluso tierra adentro. Esa carretera estrecha y elevada recorre decididamente a lo largo de dieciséis kilómetros el afloramiento de piedra caliza y a cada metro el vacío del paisaje y los ramalazos del viento llenan de melancolía el espíritu del andante. Incluso en verano la larga meseta es azotada por vientos desolados Y ni siquiera entonces existe la llamarada del sol, sólo las nubes distantes y superpuestas que empañan incesantemente el desolado paisaje.

Trabajé tres meses en las minas de plomo. Fue la peor época de mi vida después de la insurrección.

Logré pasar por todas las secciones de la mina. De las vetas y fosas a cielo abierto en las que era materialmente arañado del suelo, el mineral entraba en las pilas de arcilla para la primera fundición -es el trabajo más abrasador del mundo-, de allí ascendía a los hornos de copelación, en los que los encargados de los fuelles se esforzaban por calentar la plata para extraerla al rojo blanco de los bloques refinados. En esa sección me afané primero en los fuelles y luego estuve de recogedor, sacando del horno enfriado la plata al final del día. Para los esclavos recoger el metal era el mejor trabajo. Con un poco de suerte y los dedos escaldados podías conseguir una o dos gotas para ti, lo que te iluminaba el cerebro: ¡la fuga!

Cada día tenía lugar un registro corporal, pero encontramos la forma de que no nos descubrieran. Ocasionalmente ahora me despierto, sentado en la cama y envuelto en un sudor asfixiante. Mi esposa dice que no emito el menor sonido. Los esclavos aprenden a encerrarse en sus pensamientos.

Sería fácil decir que sólo la muerte de Sosia me mantuvo en el camino. Sería fácil pero insensato. Ni siquiera pensé en ella. Recordar su resplandor en ese agujero letal me habría producido una agonía aún mayor. Fue la pura autodisciplina lo que me obligó a seguir a medida que avanzaba centímetro a centímetro en mi investigación.

De todas maneras, la mente olvida.

En la jornada del esclavo no hay tiempo para el ocio del recuerdo. No teníamos esperanzas de futuro ni memoria del pasado. Nos levantábamos al alba, mejor dicho, cuando aún no había clareado. Bufábamos soñolientos sobre los cuencos con gachas servidos por una mujer mugrienta que, al parecer, jamás dormía. Marchábamos en silencio por el asentamiento cerrado mientras el aliento nos envolvía como si fuese nuestro propio fantasma. Nos ataban con cadenas sujetas a anillas en el cuello. Uno o dos afortunados cubrían sus sucias cabezas con gorros. Jamás tuve gorro, jamás me sonrió la fortuna. Avanzábamos penosamente hasta las explotaciones en esa hora en que la luz fría se compone de entusiasmo y presagios a partes iguales, en que el rocío empapa tus pies y cada sonido retumba en el aire durante kilómetros. Nos desencadenaban y empezábamos a trabajar. Cavábamos todo el día y hacíamos una pausa en la cual nos sentábamos con la mirada hueca, ensimismado cada uno en su alma perdida. Cuando oscurecía y ya no se veía nada esperábamos cabizbajos como animales extenuados a que volvieran a encadenarnos. Regresábamos andando. Nos daban de comer. Dormíamos. Al día siguiente despertábamos cuando aún era noche. Y vuelta a empezar.

He hablado de nosotros. Ellos eran criminales, prisioneros de guerra (en su mayoría britanos y galos), esclavos fugitivos (sobre todo celtas de diverso tipo, pero también otros: sardos, africanos, hispanos, licios). Desde el principio no tuve necesidad de representar. La vida que llevábamos me convirtió en uno mas: me creí esclavo. Estaba magullado, con los músculos desgarrados, el pelo revuelto, los dedos lacerados, cortados, ampollados y ennegrecidos, y sucio de mi propia mugre y de la de los demás. Me picaba todo. Me picaban zonas del cuerpo donde hacer llegar los dedos para rascarme era todo un desafío. Apenas hablaba. Si articulaba palabra lanzaba improperios. Mi cabeza llena de sueños se había vaciado como un absceso por el castigo de esa vida. Un poema me habría producido un desorbitado desprecio, como la cadencia sin sentido de una lengua extranjera. Estaba orgulloso de poder maldecir en siete idiomas.

Durante la temporada que fui recogedor entreví resquicios de un delito organizado. De hecho, en cuanto identifiqué los indicios, comprobé que la corrupción era tan amplia a lo largo y a lo ancho del sistema que era difícil distinguir las míseras cantidades de las que se apoderaba cada individuo del gran fraude que sólo podía organizar la administración propiamente dicha. Todos lo sabían. Nadie hablaba. Nadie hablaba porque en cada fase el responsable implicado se quedaba con su parte. A partir de ahí corría el riesgo de que lo declarasen culpable de un delito merecedor de la pena capital. (Existían dos tipos de castigo: la ejecución o la esclavitud en las minas. Cualquiera que hubiera vivido en Vebioduno y hubiese visto la situación en que estábamos sabía que la ejecución era el sino preferible.)

A finales de diciembre, como regalo de las bacanales, Rufrio Vitalis se presentó muy próspero y con un látigo de cuero encajado en su enorme cinto marrón para averiguar si yo ya había descubierto lo suficiente y si podía sacarme de allí. Al verme en ese estado de embotamiento, su rostro límpido se puso serio.

Me sacó del horno y condujo cierta distancia rodada abajo, simulando que me golpeaba con el látigo. Nos agazapamos en un lecho de helechos húmedos donde era harto improbable que alguien pudiese oírnos.

–¡Falco, creo que tienes que salir en seguida de este sitio!

–Todavía no, es prematuro.

Para entonces yo había caído en un estado de ánimo apático. Ya no creía en que saldría de ese infierno. Sentía que mi vida consistiría para siempre en moverme a trompicones en torno al horno de copelación cubierto sólo con un taparrabos, con el pelo rapado y rizado en mi cabeza sucia y las manos descarnadas y enrojecidas. El único reto se reducía a saber cuántos trocitos de plata lograría arañar para mí. Mis fuerzas mentales y físicas estaban tan agotadas que casi había perdido el interés por las causas que me habían llevado a la mina. Digo casi, no del todo.

–Falco, ¿te has vuelto loco? Seguir con esto es un suicidio…

–Eso no cuenta. Si abandono prematuramente me será imposible seguir viviendo. Vitalis, tengo que terminar… -Empezó a protestar, pero le interrumpí apremiante-. Me alegro de verte. Necesito sacar información de contrabando por si jamás tengo la oportunidad de presentar un informe completo.

–¿A quién va dirigida?

–Al procurador de finanzas.

–¿A Flavio Hilaris?

–¿Le conoces?

–Le conozco. Dicen que es un buen tipo. Oye, amigo, no disponemos de mucho tiempo. Si me quedo demasiado levantaré sospechas. Le buscaré. Dime qué tengo que decirle.

–Debería estar en su finca en las proximidades de Durnovaria. – Gayo se había comprometido a instalarse allí, a una distancia razonable por si yo me las ingeniaba para enviar mensajes-. Vitalis, dile lo siguiente: la corrupción es escandalosa en todos los niveles de la mina. En primer lugar, cuando los lingotes en bruto salen de la fundición para la copelación, los cuenta un chivato que, en realidad, no sabe contar. Hace marcas en una madera de cuentas, pero a veces «se olvida» de incorporar una muesca. De modo que lo que el contratista Trifero declara al erario como producción total está falsificado desde la base.

–¡Ajá! – Vitalis soltó esa exclamación como un hombre que cree haber oído casi todo y que no se sorprende al enterarse de un nuevo truco.

–En segundo lugar, cada día se retiran algunos lingotes en bruto del horno de copelación. La cantidad pone los pelos de punta, pero supongo que se ha incrementado gradualmente a lo largo de muchos años. En consecuencia, la producción de plata por lingote parece inferior a la real. Supongo que en tiempos de Nerón la producción decreciente se explicó en Roma como variaciones geológicas en el mineral extraído. Por aquel entonces todo era muy relajado y por si a Vespasiano se le ocurre que alguien controle las cantidades, actualmente se acostumbra añadir algunos lingotes ciertas semanas y decir que el mineralogista ha encontrado una veta más productiva.

–¡Qué detalle!

–Ya lo creo, hablamos de expertos. ¿Podrás recordar este galimatías?

–Lo intentaré. Falco, confía en mí. ¡Adelante!

–De acuerdo. Hablemos de los lingotes de plata pura que se obtienen en el horno de copelación. Algunos se traspapelan. Los consideran pérdidas naturales. – Rufrio Vitalis volvió a lanzar una exclamación admirativa-. Una vez extraída la plata de las barras de plomo, se las devuelve para una segunda fundición…

–¿Y eso para qué sirve?

–Para retirar otras impurezas antes de trasladarlas y ponerlas en venta… Mars Ultor, Vitalis, no nos liemos con tecnicismos. ¡Tal como están las cosas ya son bastante complicadas! Sin duda Hilaris conoce los procedimientos… -Rufrio Vitalis hizo señas para que me calmara. Yo sudaba a causa del esfuerzo de comprobar que le contaba todo. Fruncí el ceño y proseguí-: Después de la segunda fundición desaparecen más lingotes… ¡aunque su valor se ha reducido tanto que se considera que esta última sisa al sistema carece de refinamiento! Al parecer se lo permiten a los capataces como privilegio para mantenerlos satisfechos.

Guardé silencio. Estaba tan poco acostumbrado a enumerar detalles de forma ordenada que había quedado agotado. Noté que Vitalis me observaba atentamente, aunque después del primer intento no hizo más sugerencias de devolverme antes de tiempo a la civilización. La elección de mi camarada había sido inteligente; me percaté de que Vitalis comprendía las implicaciones de lo que acababa de explicarle.

–Falco, ¿cómo lo consiguen?

–Se trata de una comunidad totalmente cerrada en la que no se permite la presencia de forasteros.

–Pero hay un asentamiento de paisanos…

–En el que cada panadero, barbero y herrero que se instala tiene autorización y está concretamente para abastecer a las minas! Todos son humanos y nada más llegar los sobornan.

–¿Y a qué creen que juegan los jóvenes soñadores del fuerte?

Sobre el asentamiento se alzaba una pequeña fortaleza, una avanzadilla de la Segunda Augusta que, supuestamente, supervisaba las minas. Sonreí a Vitalis por esa suposición que había echo y que inmediatamente descartó: aquí toda disciplina militar se maleaba.

–¡Habla el centurión que hay en ti! Nadie puede culparlos. Es obvio que todas las operaciones son inspeccionadas…

–Pues deberían cambiar regularmente a los oficiales y a la tropa…

–Y lo hacen. He visto varios destacamentos que bajaron del fuerte para echar un vistazo. Me figuro que el hecho de que los lingotes parecen iguales los confunde: ¿cómo pueden comprobar que los que les muestran contienen o no plata?

–¿Cómo se puede comprobar?

–¡Ahí está la madre del cordero! Los lingotes robados antes de la copelación llevan un sello especial: T CL TRIF escrito cuatro veces.

–Falco, ¿has visto esos lingotes?

–Los he visto aquí… ¡y dile al procurador Flavio que he visto otro igual en Roma!

Ese lingote seguía sumergido en la cuba de blanqueo de Lenia.

¡Roma! Antaño había vivido en esa ciudad…

Nuestra conversación llena de altibajos estaba a punto de interrumpirse. Mi vida actual me había enseñado a oler problemas en el viento, como si fuese un ciervo en el bosque. Toqué el brazo de Vitalis para avisarle y nuestros rostros cambiaron de expresión.

Io, Vitalis. ¿Este infeliz ha reconocido algo?

Era Cornix.

Cornix era un capataz fornido y asqueroso, un verdadero especialista a la hora de someter a tortura a los esclavos. Se trataba de un sádico con hombros como losas y la jeta veteada como un trozo de carne por su vida depravada. Se había metido implacablemente conmigo desde que llegué, pero en su cerebro de mosquito manaba barro suficiente para mostrarse cauteloso en el caso de que un día yo retornase a una vida anterior y decidiera hablar. Vitalis se encogió de hombros.

–Nada. Está más cerrado que las cintas del delantal de una doncella. ¿Lo dejo otra temporada? ¿Le resulta útil?

–Jamás ha servido para nada -mintió Cornix.

No era cierto. Me había hecho trabajar como a una bestia y ahora estaba demacrado a pesar de que cuando llegué estaba bien alimentado y fuerte. Miré el suelo con el ceño fruncido mientras Vitalis y Cornix simulaban negociar.

–No lo pierda de vista -Rufrio Vitalis apremió desdeñoso al capataz. Permanecí en pie con expresión lastimera-. Unas semanas más de niebla y escarcha aquí arriba y suplicará con tal de volver a casa. Pero en su estado actual no me darán mucho por él… ¿No puede engordar un poco a este cabrón? Estaría dispuesto a partirme con usted cualquier recompensa…

Al oír ese comentario estimulante, Cornix accedió rápidamente a trasladarme a una tarea más ligera. Cuando Vitalis se marchó, haciéndome una ligera inclinación de cabeza como única despedida posible, terminó mi turno de recogedor y me dispuse a convertirme en conductor de carros.

–¡Alegre, hoy es tu día de suerte! – se burló Cornix-. ¡Te propongo que lo celebremos!

Evitar el privilegio de ser elegido como compañero de los escarceos sexuales de Cornix había consumido hasta entonces buena parte de mi ingenio.

Le dije al muy bestia que me dolía la cabeza y recibí una violenta andanada de patadas.