Flavio Hilaris organizó mi traslado al oeste, gesto que consideré correcto de su parte hasta que me di cuenta de por dónde iban los tiros: me envió por mar. Poseía una residencia en el corazón de la costa sur y una finca con una casa de verano privada aún más hacia occidente, para trasladarse entre sus propiedades había comprado un queche celta al que jocosamente llamaba su yate. Esa vieja y robusta cáscara de nuez plagada de lapas no era precisamente lo más adecuado para sol de agosto en el lago Volsini. Probablemente a Hilaris le pareció una buena idea, pero más tarde tomé mis propias disposiciones.
Me dejaron en Isca, a ochenta millas romanas de las minas, lo cual estaba bien: no tenía sentido desembarcar directamente del queche de Flavio Hilaris, casi con un portaestandarte que proclamara «espía del procurador». Conocía Isca. Tengo la superstición de que, si conoces el terreno, te sientes más seguro cuando te zambulles en un remolino.
Desde mi estancia en Isca hacía diez años se había producido un reagrupamiento militar. De las cuatro legiones originalmente desplazadas a Britania, la Decimocuarta Gemina estaba actualmente en Europa, pendiente de la decisión de Vespasiano sobre su futuro: había participado activamente en la guerra civil… en el bando contrario. La Novena Hispana estaba en pleno traslado hacia el norte, a Eboraco; la Vigésima Valeria se había lanzado hacia las montañas de occidente mientras mi vieja unidad, la Segunda Augusta, avanzaba rumbo a Glevo, a horcajadas de los tramos superiores del gran estuario del Sabrina. Su tarea actual consistía en contener a los oscuros miembros de las tribus silures y en prepararse para la siguiente avanzada hacia el oeste en cuanto se sintiese en condiciones.
Para mí Isca sin la Segunda semejó una ciudad abandonada. Me pareció extraño volver a ver nuestro viejo fuerte y más extraño aún encontrar todas las puertas abiertas, los graneros vacíos, revueltos talleres apiñados en las encrucijadas y a un magistrado autóctono enseñoreándose en casa del comandante. Tal como esperaba, detrás del fuerte, pasados los cobertizos y las tiendas, se encontraban los minifundios de los Veteranos que se retiraron mientras la Segunda estaba en Isca. También es mala suerte aceptar una concesión de tierras para vivir cerca de tus compañeros y verlos partir a un nuevo fuerte situado a ciento sesenta kilómetros. De todos modos, el matrimonio con nativas haría que algunos permaneciesen. Excluí la posibilidad de que algunos continuaran en esa provincia repugnante porque les gustaba el clima o el paisaje.
Yo confiaba en los veteranos. Confiaba en el hecho de que aquí estarían, junto al fuerte de la Segunda… y en el hecho de que la Segunda va no estaba. Era probable que pudiera encontrar un compinche con ganas de seguirme si le ofrecía aventuras.
Rufrio Vitalis era un ex centurión que moraba en una pequeña casa con pasillos de piedra de una granja de tierra roja acurrucada ante la hosca amenaza de los páramos. Todos sus vecinos eran ejemplares canosos que cultivaban la tierra con un estilo semejante. Lo vi en medio del caserío, topé adrede con él y aseguré conocerlo más de lo que en realidad lo conocía. Estaba tan desesperado por oír noticias de Roma que en el acto nos convertimos en viejos amigos.
Era un hombre que se mantenía en forma, fornido y muy apto, de mirada alerta y mentón con barba gris en un rostro correoso. Procedía de una familia campesina de la Campagna. Hasta en Britania trabajaba al aire libre con los brazos desnudos; rebosaba tanta energía que podía darse el lujo de ignorar el frío. Antes de retirarse había servido treinta años… cinco más de los necesarios porque después de la insurrección a los hombres experimentados que estaban en Britania les ofrecieron reengancharse a un precio privilegiado. Siempre me asombra lo que la gente es capaz de hacer por una paga doble.
Estuvimos un rato en una bodega intercambiando chismes. Cuando me llevó a su casa no me sorprendió ver que vivía con una nativa mucho más joven que él. Es lo que los veteranos tienen por costumbre. Ella se llamaba Truforna. Era una mujer informe e incolora, un buñuelo harinoso con los ojos de color gris claro, pero pensé que en una casucha allende el mar cualquier hombre se convencería de que Truforna era bien proporcionada y pintoresca. Rufrio Vitalis la ignoró y la mujer se desplazaba por la casa sin dejar de observarlo.
Rufrio Vitalis y yo seguimos hablando en su casa. Empleamos un tono sereno para no alarmar a Truforna. El ex centurión me preguntó para qué había ido a Britania. Le mencioné el robo. Mencioné el aspecto político, aunque sin decir cuál, y él no me pidió precisiones. Cualquier soldado raso que llega a centurión antes de retirarse tiene suficiente experiencia como para dejarse entusiasmar por la política. Rufrio quiso conocer mi estrategia.
–Entrar, investigar qué pasa y salir. – Me miró incrédulo-. No tiene nada de gracioso, pero es cuanto puedo hacer.
–¿El procurador te puede introducir?
–¡Lo que me preocupa es la salida!
Volvió a mirarme. Compartíamos una gran desconfianza hacia la clase administrativa. Entendió por qué quería elaborar mi propio plan, contar con alguien de confianza capaz de tirar de la cuerda en cuanto yo se lo pidiese.
–Falco, ¿necesitas un compañero?
–Sí, pero no sé a quién recurrir.
–¿Qué te parezco yo?
–¿Qué será de tu granja?
Se encogió de hombros. Era asunto suyo. No se anduvo con rodeos:
–Te hacemos entrar y te hacemos salir. Y después, ¿qué?
–¡Rayo de sol, después vuelvo corriendo a Roma!
Había picado. Habíamos hablado de Roma hasta que el corazón se le pegó a las costillas. Preguntó si existía la posibilidad de que alguien me acompañase durante el regreso y me ofrecí a incluirlo como encargado del equipaje de Helena Justina. Con la mirada velada nuestros ojos abarcaron a Truforna.
–¿Qué pasará con ella -murmuré en voz muy baja.
–No tiene por qué enterarse -declaró Vitalis con un exceso de confianza.
Pensé: -¡Oh, centurión! De todos modos, ese capítulo no era de mi incumbencia.
Como conocía la región, dejé que Rufrio Vitalis elaborase el plan.
Una semana después llegamos a las minas de plata de Vebioduno, Vitalis a lomos de un poni, con los cueros y las pieles de un cazador de recompensas y yo corriendo detrás con mis harapos de esclavo. Dijo al capataza del contratista que recorría los desfiladeros de piedra caliza y acorralaba a los fugitivos de las cuevas. Les arrancaba los nombres de los propietarios de los que habían huido y devolvía su desdichado contrabando a cambio de una recompensa. Como yo me había negado a decir a quién pertenecía después de alimentarme durante tres semanas, Vitalis había perdido la paciencia y quería refrescarme la memoria con una temporada de trabajo duro en las minas.
Rufrio Vitalis adornó descaradamente la explicación que habíamos acordado, entre otras cosas -en cuanto estuve firmemente sujeto con grilletes- golpeándome hasta rajarme la mejilla y arrojándome a la pila de estiércol de cerdo de un aldeano desdentado. Mi hosca mirada al caer fue tan auténtica como el olor. En Vebioduno, Vitalis afirmó que cabía la posibilidad de que hubiese asesinado a mi amo porque no estaba dispuesto a reconocer quién era. Este certificado adicional de buena conducta fue un lujo del que podía haber prescindido.
–Lo llamo Alegre porque no lo es. No permita que se escape. Volveré cuando pueda y ya veremos si está dispuesto a hablar.
El capataz siempre me llamó Alegre. Nunca lo estuve.