Al día siguiente, Flavio Hilaris me expuso su plan.
Intranquilo en esa casa extraña, me había levantado en cuanto sus habitantes comenzaron a moverse. Me puse cuatro capas de túnicas y bajé cauteloso la escalera. Un esclavo de tos seca me señaló el comedor, en el que un murmullo de voces graves se interrumpió en cuanto entré. Elia Camila me saludó con su sonrisa desbordante.
–¡Ya está aquí! ¡Ha bajado temprano a pesar de que anoche llegó tan tarde!
Estaba en pie, a punto de ocuparse de las faenas domésticas, pero antes de salir me preparó la vajilla del desayuno. La informalidad imperante en la casa de ese funcionario me desconcertó.
Con la servilleta a modo de babero, el propio Hilaris me pasó la panera. Helena, la mujer con cara de gruñona, estaba en el comedor. Casi esperaba que se retirase recatadamente con su tía, pero se quedó con expresión de pocos amigos y con las manos entrelazadas alrededor de una copa. No era precisamente una flor recatada.
–Como estuvo estacionado aquí supongo que está al tanto de los últimos acontecimientos -se apresuró a decir el tío de Helena, un individuo resuelto que iba al grano en cuanto contaba con público.
Adopté la expresión modesta de quien está al día.
Por suerte el procurador estaba habituado a iniciar las reuniones con una síntesis de las últimas noticias. Le costaba acercarse a la mesa del comedor sin pedir una lista con los precios actualizados de las verduras de la estación. Él mismo me puso al día:
–Como sabe, los metales preciosos fueron el motivo principal del sitio a Britania. Tenemos fundiciones de hierro en los bosques del sudeste, organizadas por la armada según su estilo vulgar. – En el fondo, Hilaris era hombre del ejército, pensé y sonreí-. Hay oro en las montañas occidentales más lejanas y algo de plomo en el distrito central de las cumbres, aunque la producción de plata es baja… las minas de primera categoría se encuentran en el sudoeste. En otro tiempo la Segunda Augusta las administraba directamente, pero eso se acabó durante el proceso por el cual fomentamos los gobiernos autónomos de las tribus. En todas las minas tenemos fortalezas para contar con una supervisión general, si bien delegamos la administración cotidiana a contratistas locales. – Procuré no partirme de risa ante la forma evidente en que el procurador disfrutaba de su trabajo. ¡No era de extrañar que la clase dirigente no se lo tomase en serio!-. En las colinas de Mendip actualmente la concesión está en manos de un contratista llamado Claudio Trifero, que retira su porcentaje y envía el resto al erario. Es un britano. Lo haré detener en cuanto me entere de cómo roban y trasladan los lingotes.
Acabé de desayunar y para facilitar la digestión me senté con las piernas cruzadas. Flavio Hilaris me imitó. Tenía la expresión contraída de quien sufre de cálculos y que, sea por ansiedad o por reparos, nunca tiene tiempo de que el médico le examine.
–Falco, su trabajo consistirá en investigar el robo. Quiero colocarlo en las minas, introducirlo entre la mano de obra…
–¡Yo había pensado en un puesto administrativo!
Lanzó una despectiva carcajada.
–¡Están todos ocupados por los torpes sobrinos de los senadores que han venido a cazar jabalíes…! Oh, Helena, disculpa.
En tanto hija de un senador, la joven podría haber puesto reparos, pero se limitó a esbozar una sonrisa irónica. Y yo me inquieté.
Mi nuevo trabajo exigía resistencia. Las minas funcionan con los criminales de más baja estofa. Las cuadrillas de esclavos trajinan de sol a sol, es un trabajo duro y, pese a que las vetas de lomo de las colinas de Mendip están muy próximas a la superficie, lo que a esas minas les falta en peligro físico queda compensado por la espantosa desolación de la región.
–Falco, ¿está pensando en su golpe de buena fortuna? – preguntó Flavio.
–Francamente, preferiría sentarme vestido de etiqueta y sin parasol en un anfiteatro achicharrado por el sol, en el que los porteros te quitan las jarras de vino y los músicos están de huelga, para asistir durante cinco horas a una obra griega inaudible. ¿A quién debo agradecer estas deliciosas vacaciones de invierno? – pregunté quisquillosamente.
Hilaris dobló la servilleta.
–Me parece que la idea se le ocurrió a Helena Justina.
No tuve más remedio que sonreír.
–¡Que los dioses protejan a su señoría! Supongo que se ocupará de dar una explicación a mi anciana y canosa madre cuando se me quiebre la espalda y me entierren en un pantano. Señora, ¿responde ante las Furias al infligirme esta severa venganza? Helena Justina miró su copa y no respondió. Logré atraer la mirada sorprendida de su tío, que dijo sucintamente:
–Helena Justina sólo responde ante sí misma.
En mi opinión, ése era su problema. Decirlo no habría servido de nada y no me interesaba criticar a Décimo, su padre. Ningún hombre es totalmente responsable de las mujeres de su casa. Es algo que supe mucho antes de poseer mis propias mujeres.