Ya era bastante pesimista antes de mi confrontación con la bruja colérica de Helena Justina. El regreso sería largo y a través de territorio bárbaro, razón por la cual comprendí por qué el senador estaba tan interesado en proporcionarle escolta profesional… aunque después del fracaso con Sosia Camilina parecía absurdo que me hubieran elegido. Yo deseaba serle útil, pero nada más conocer a la malhumorada hija del senador la perspectiva de un contacto estrecho con ella se me volvió amenazadora. En otro tiempo entenderme con ella habría sido un reto, pero ahora estaba demasiado afectado por la muerte de Sosia y no era capaz de reunir las energías necesarias. Sólo el hecho de que Décimo Camilo Vero me caía bien me dotó de paciencia para hacer frente a la situación.
La noche en que nos conocimos se me escaparon las mejores cualidades de Helena Justina… si es que las tenía. Por razones que no fui capaz de desentrañar, desde el primer momento me desdeñó. Yo era muy de tolerar la grosería, pero tuve la impresión de que la joven era rebelde con sus tíos.
No tardó en regresar. Sospeché que no soportaba perderse la oportunidad de encontrar más elementos para despreciarme. Cuando volvió a irrumpir la ignoré. Es la mejor actitud que puede adoptarse ante las personas insensibles.
De todas maneras, sentía curiosidad. El hecho de renunciar a las mujeres no te obliga a dejar de mirarlas. Helena Justina poseía una naturaleza despiadada y una hermosa figura; me gustó la forma en que se recogía el pelo. Noté que la niña de la familia Flavio corría de inmediato hacia ella y no son muchos los que podemos encantar de esa forma a una criatura. Ahí estaba la célebre prima de mi alma perdida.
Aunque sus padres eran hermanos no se parecían en nada. Helena Justina tenía veinticinco años y parecía una mujer dueña de sí misma. Brillaba con una llama potente y serena a cuyo lado la inmadura Sosia habría resultado caprichosa. Era todo aquello en lo que Sosia prometía convertirse y en lo que ahora jamás se convertiría. La detesté por eso y ella se dio cuenta: me guardaba un profundo resentimiento.
Siempre que estoy en una casa extraña procuro amoldarme. Aunque estaba molido de cansancio, seguí sentado. Poco después Elia Camila se disculpó y abandonó la estancia, llevándose al bebé y a la nena. Vi que mi anfitrión seguía a su esposa con la mirada y unos minutos más tarde salió. Helena Justina y yo nos quedamos a solas.
Sería exagerado decir que nuestras miradas se cruzaron. Ocurrió que la miré porque es lo lógico cuando un hombre está a solas con una mujer en una habitación tranquila. Helena Justina me clavó la mirada. No supe por qué.
Me negué a hablar y la sierpe que el senador tenía por hija me recriminó:
–Didio Falco, ¿no cree que este viaje es un esfuerzo inútil?
Instalado en el taburete, apoyé los codos en las rodillas y esperé a que se explayase. La obstinada interrogadora ignoró mi curiosidad.
–Tal vez -repliqué finalmente. Miré fijo al suelo. Como la confrontación continuó en silencio, añadí-: Mire, su señoría, no le preguntaré qué le pasa porque, sinceramente, no me interesa. Las mujeres desagradables son uno de los gajes de mi oficio. He venido a un sitio que detesto a cumplir un recado peligroso porque es el único lance que su padre o yo podemos intentar…
–¡Sería un buen discurso si saliera de boca de un hombre honrado!
–En ese caso, es un buen discurso.
–¡Miente, Falco, no dice más que mentiras!
–Tendrá que explicarse. Me considera inútil y no puedo impedirlo, pero estoy haciendo cuanto está en mis manos.
–Me gustaría saber si cumple el contrato sólo por los beneficios o si se trata de un sabotaje deliberado -se mofó la hija del senador con su actitud carente de atractivo-. Falco, ¿es un traidor o se limita a perder el tiempo?
O yo era muy torpe o ella estaba loca.
–Le agradecería que me explicara qué quiere decir -pedí.
–Sosia Camilina vio entrar en una casa que conocía a uno de sus secuestradores. Me lo contó en una de sus cartas… aunque no me dijo de quién era la casa. Dijo que se lo había contado a usted.
–¡No! – exclamé.
–Sí.
–¡No! – Estaba horrorizado-. Tal vez se propuso decírmelo…
–No, en la carta asegura que se lo dijo.
Los dos callamos.
Algo había salido mal. Sosia era caprichosa, emotiva y, pese a su inexperiencia, tan brillante como el oro escita. No pasaría por alto algo tan importante; estaba muy orgullosa de sus descubrimientos e impaciente por comunicármelos. Me puse a pensar a toda velocidad. Cabía la posibilidad de que hubiese escrito otra nota pero, en ese caso, ¿dónde estaba? Cuando la encontraron llevaba encima dos tablillas de su cuaderno, había dejado una tercera en mi apartamento y no había motivos para suponer que utilizase la cuarta para algo más trascendental que escribir en su casa la lista de la compra. Había algo que no encajaba.
–Pues no, señora, tendrá que aceptar mi palabra.
–¿Y por qué tendría que aceptar su palabra? – preguntó Helena Justina con actitud.
–Porque sólo miento si es rentable.
Su rostro se demudó en una mueca de dolor.
–¿Le mintió a Sosia? ¡Ay, mi pobre prima! – Le dediqué una mirada que durante unos segundos la sorprendió, aunque era como intentar serenar a un buey desbocado ofreciéndole un puñado de heno-. ¡Sólo tenía dieciséis años! – exclamó la hija del senador como si eso lo explicara todo.
Su comentario me permitió saber qué era lo que Helena Justina imaginaba que yo había hecho y por qué mostraba tanto desdén hacia mí.
Exasperada, Helena Justina se incorporó de un salto. Al parecer le gustaba abandonar las estancias veloz como el rayo. Al pasar me dio secamente las buenas noches, lo que me sorprendió.
Permanecí un rato en el taburete, asimilando con cautela los sonidos de esa casa extraña. Aunque procuré no pensar en Sosia porque estaba tan cansado que me resultaba insoportable, me sentí agobiado por los problemas, desesperadamente solo y muy lejos de casa.
Yo tenía razón: en Britania nada había cambiado.