XXI

Como me dirigía al oeste, en mi pasaporte decía que iba al este. Después de pasar siete años en el ejército no era sorprendente.

Había preparado un viaje tranquilo, durante el cual pasaría unos días a solas en Londinio para aclimatarme. El capitán del puerto de Gesoriaco debió de hacer señales al puerto de Dubris en cuanto me vio. Londinio estaba al tanto de mi llegada aun antes de que abandonase la Galia. Un enviado especial se golpeaba las botas forradas en piel en el muelle de Rutupie, listo para librarme de cualquier dificultad en cuanto cayese del barco.

El enviado del procurador era un decurión que había asumido el cumplimiento de misiones especiales en la forma pomposa en que estos héroes suelen acometerlas. Aunque se presentó, era un sujeto antipático, de cara grasienta y pelo lacio cuyo nombre olvidé de buena gana. Pertenecía a la Vigésima Valeria, una legión de próceres aburridos que se habían cubierto de gloria sofocando la insurrección de la reina Boadicea. Ahora el cuartel general de esta legión daba a las montañas de Viroconio, al otro lado de la frontera, y el único detalle útil que logré arrancarle fue que, pese a los esfuerzos de sucesivos gobernadores, la frontera seguía en el mismo sitio: la vieja carretera diagonal de Isca a Lindo, más allá de la cual la mayor parte de la isla aún estaba fuera del control romano. También recordé que las minas de plata estaban del otro lado de la línea.

En Britania nada había cambiado significativamente. La civilización coronaba la provincia con una capa de cera sobre el bote de ungüento de un boticario… Era fácil hundirla con el dedo. Vespasiano había enviado abogados y eruditos para convertir a los miembros de las tribus en demócratas a los que pudieras invitar a cenar sin correr riesgos. Abogados y eruditos tendrían que ser muy buenos. Rutupie mostraba todas las huellas de un puerto imperial, pero en cuanto nos desplazamos por la carretera de abastecimiento situada al sur del río Támesis volví a ver la vieja escena de casuchas redondas ennegrecidas por el humo en medio de diminutas parcelas cuadradas, ganado arisco que se movía bajo cielos siniestros y la clara sensación de que podías viajar durante días por las lomas y a través de los bosques hasta encontrar un altar consagrado a un dios cuyo nombre pudieras reconocer.

Cuando por fin llegué a Londonio encontré un campo de ceniza de olor acre, en el que los cráneos de los colonos masacrados se apilaban como guijarros en una torrentera atascada y enrojecida. La ciudad se había convertido en la nueva capital administrativa. Entramos por el sur. Encontramos un puente impresionante, embarcaderos bien hechos, almacenes y talleres, tabernas y baños: no había un solo madero que tuviese más de diez años. Percibí olores conocidos y exóticos y durante los primeros diez minutos oí hablar en seis lenguas. Pasamos delante de un solar pelado y negro destinado a convertirse en palacio del gobernador y, más adelante, por otro gran espacio en el que se alzaría el foro. Por todas partes se estaban construyendo edificios del gobierno, en uno de los cuales -un ajetreado complejo financiero con galerías que daban al patio y sesenta despachos- moraban el procurador y su familia.

Las habitaciones privadas del procurador poseían un deprimente estilo britano: patios cerrados, estancias exiguas, un pasillo oscuro, corredores sombríos que olían a cerrado. En ese ámbito se movían personas de caras y piernas blancas, en medio de suficiente vajilla aretina y cristalería fenicia para volver soportable la vida. Había murales en sangre de buey y ocre, con los ribetes de cigüeñas y hojas de parra realizados por un yesero que, con un poco de suerte, hacía veinte años había visto una cigüeña y un racimo de uvas. Llegué mediado octubre y en cuanto franqueé la puerta percibí el calor abrumador de la calefacción instalada bajo el suelo.

Flavio Hilaris salió de su despacho para saludarme personalmente.

–¿Didio Falco? ¡Bienvenido a Britania! ¿Qué tal el viaje? ¡Ha tardado poco! Pase y hablemos mientras suben su equipaje.

Era un hombre activo que irradiaba simpatía; le admiré porque había aguantado casi treinta años al servicio del gobierno. Su pelo castaño y crespo estaba cortado corto para perfilar una bonita cabeza y tenía los dedos de las manos delgados y firmes, con las uñas bien cortadas y limpias. Lucía un ancho anillo de oro: el distintivo de la clase media. En mi condición de republicano desprecié su rango, si bien desde el primer momento me pareció una bella persona. Su error consistía en que hacía su trabajo a conciencia y, para colmo, se lo pasaba en grande. La gente le quería, pero para los jueces convencionales no eran ésos los signos de una «buena mentalidad».

Hilaris utilizaba como despacho público adicional la estancia que los funcionarios de obras públicas habían destinado a su despacho privado. Además del sillón de lectura deformado por el uso, el procurador disponía de una mesa con bancos en donde podía celebrar reuniones. Abundaban las palmatorias, encendidas porque ya era tarde. Los secretarios le habían dejado solo, sumergido en las cuentas y en sus pensamientos.

Me sirvió vino. Pensé que era un gesto amable para que me sintiese cómodo. Sobresaltado me dije que tal vez pretendía que bajase la guardia.

Nuestra entrevista se celebró con extenuante minuciosidad. En comparación con Hilaris, mi cliente Camilo Vero no era más que una ciruela pocha. Ya había borrado de mi lista de sospechosos al procurador (era demasiado obvio), pero el hombre sacó a colación al emperador para mostrarme con quién se identificaba.

–No hay nadie mejor para el imperio… ¡lo cual es toda una novedad para Roma! El padre de Vespasiano era un funcionario de finanzas de rango medio y ahora Vespasiano es emperador. Mi padre era funcionario de finanzas… ¡y yo también lo soy!

Le tomé simpatía.

–Señor, no es exactamente así. ¡Usted es un distinguido ciudadano en una provincia nueva y prestigiosa y su emperador le considera un amigo! En Britania, con excepción del gobernador, nadie tiene más categoría que usted. La máxima posición que ocupó su padre fue la de recaudador de impuestos de tercera clase en una ciudad de mala muerte de Dalmacia…

Lo sabía porque había hurgado en sus antecedentes antes de emprender el viaje. Hilaris comprendió que lo había investigado y sonrió. Yo también.

–Y su padre era subastador… -espetó.

Mi padre desapareció hace tanto tiempo que los que lo saben se cuentan con los dedo mano.

–¡Y es probable que aún lo sea! – reconocí taciturno.

El procurador no hizo ningún comentario más sobre el tema. Era un hombre amable que, antes de que yo viajara a su provincia se había ocupado de averiguarlo todo sobre mí.

–Falco, en lo que a usted se refiere estuvo dos años en el ejército y cinco más cumpliendo la función de lo que las legiones llaman un explorador… el tipo de agente militar que los miembros de las tribus cuelgan por espía…

–¡Si los atrapan…!

–Pero nunca lo atraparon… Le dieron la baja por invalidez, se recuperó muy pronto, tan rápido que suena a práctica deshonesta, y entonces inició su trabajo actual. Según mis fuentes tiene una reputación sombría, aunque sus clientes hablan bien de usted. – Puso boca de piñón y exclamó-: ¡Algunas mujeres adoptan una expresión extraña cuando hablan de usted!

No me molesté en contestarle.

Por fin Hilaris planteó la cuestión que habíamos eludido desde el comienzo de la entrevista:

–Didio Falco, usted y yo servimos en la misma legión. – El procurador de finanzas en Britania sonrió.

Yo ya lo sabía. Él tenía que hacerse cargo de que yo lo sabía.

Nos separaban veinte años. Habíamos estado en la misma legión y en la misma provincia. Hilaris sirvió cuando la gloriosa Segunda Augusta estaba formada por las mejores tropas de las fuerzas que invadieron Britania. Vespasiano fue su comandante…, así se conocieron. Yo serví en la Segunda en Isca, en los tiempos en que Paulino, el gobernador de Britania, decidió invadir Mona -la isla de los druidas- para limpiar definitivamente ese nido de ratas alborotadoras. Paulino nos dejó en Isca para que le cubriéramos las espaldas y nuestro comandante formó parte de su cuerpo de asesores. En consecuencia, tuvimos que aguantar a un incompetente prefecto de campaña llamado Poenio Póstumo, que consideró la insurrección de la reina Boadicea como «una mera riña local». Cuando llegaron las frenéticas órdenes del gobernador, en las que informaba a este gilipollas que los icenos habían trazado una línea de sangre por todo el sur, Póstumo se negó a marchar -fuese por terror o por un nuevo error de cálculo- en lugar de volar en auxilio del asediado ejército de operaciones. Yo serví en nuestra legión cuando su glorioso nombre apestaba.

–¡Usted no tuvo la culpa! – opinó afablemente mi nuevo colega, que parecía haberme adivinado el pensamiento.

No dije nada.

Después de aniquilar a los rebeldes y de que se supiera la verdad, el corto de entendederas de nuestro prefecto de campana tropezó con su propia espada. Nos ocupamos de que fuese así. Pero primero nos obligó a abandonar a veinte mil camaradas en territorio abierto, sin provisiones y sin posibilidades de retroceder, enfrentados a doscientos mil celtas vocingleros. Murieron ochenta mil civiles mientras nosotros sacábamos brillo a nuestros tachones en los cuarteles. Podríamos haber perdido a las cuatro legiones destinadas en Britania. Podríamos haber perdido al gobernador. Podríamos haber perdido la provincia.

Si una provincia romana hubiese caído durante una insurrección autóctona dirigida por una simple mujer, todo el imperio habría podido estallar en mil pedazos. Podría haber sido el fin de Roma. Esa insurrección de los britanos fue lo que aquel cretino designó como «riña local».

Después fuimos testigos de las atrocidades de los bárbaros. Vimos Camuloduno, donde los aterrorizados habitantes se habían calcinado unos en brazos de otros durante los cuatro días que duró el infierno del templo de Claudio. Nos atragantamos con el polvo negro de Verulamio y Londinio. Bajamos a los colonos crucificados en sus solitarias fincas rurales; cubrimos de tierra los esqueletos calcinados de los esclavos ahorcados. Contemplamos conmocionados y horrorizados las mujeres mutiladas que, cual harapos carmesíes, colgaban de las ramas de las arboledas paganas. Entonces yo tenía veinte años.

Por eso abandoné el ejército a las primeras de cambio. Lograrlo me llevó cinco años, pero jamás me arrepentí. Decidí trabajar para mí. Nunca más confiaría mi persona a las órdenes de un individuo tan criminalmente inepto. Nunca más formaría parte de las instituciones que delegan el mando en seres tan incompetentes.

Flavio Hilaris no dejó de observarme durante mi evocación.

–Nadie llegará a recuperarse plenamente -reconoció con voz embargada.

Su expresión también se había ensombrecido. Mientras el gobernador Paulino espantaba a las tribus de las montañas, Hilaris buscaba cobre y oro. Ahora se ocupaba de las finanzas. Ocupaba el segundo puesto administrativo en importancia, por debajo del gobernador. Una década antes, en los tiempos de la insurrección, Gayo Flavio Hilaris había tenido un cargo de menor rango: era el procurador a cargo de las minas de Britania.

¡Podía ser él! Mi agotado cerebro no cesaba de repetir que este hombre inteligente de sonrisa despejada podía ser el bellaco que yo había ido a buscar. Entendía de minas y estaba en condiciones de amañar los papeles. En todo el imperio no había nadie mejor situado.

–¡Debe de estar muy cansado! – dijo suavemente. La verdad es que me sentía vacío-. Se ha saltado la cena. Enviaré algunas vituallas a su habitación y le recomiendo que antes pase por nuestros baños. En cuanto haya cenado me gustaría presentarle a mi esposa…

Aquéllos fueron mis primeros tratos con los diplomáticos de clase media. Hasta entonces se me habían escapado por la sencilla razón de que llevaban vidas tan carentes de engaños que no despertaban la malsana atención de nadie y de que jamás necesitaban mis servicios. Había supuesto que me tratarían como a un criado, pero acabé alojado de incógnito en los aposentos privados del procurador y recibiendo una acogida digna de un huésped de la familia.

Por fortuna mi equipaje incluía una muda de ropa correcta.