Si alguna vez se os ocurre visitar Britania, os aconsejo que no os toméis la molestia.
Si no podéis evitarlo, comprobaréis que esta provincia se encuentra allende la civilización, en los reinos del viento del norte. Si vuestro mapa de cuero tiene los bordes gastados no la encontraréis, en cuyo caso lo único que puedo decir es que correréis mejor suerte. Dejar Britania debió de ser la razón por la que el viejo Bóreas sopló hacia el sur hasta destrozarse las mejillas.
Mi excusa que Camilo Vero me había enviado para acompañar de regreso a Roma a su hija Helena Justina después de la visita que había hecho a su tía. De hecho, el senador parecía sentir más cariño por su hermana pequeña, la tía de Britania. Cuando hablamos murmuró:
–Falco, escolte a mi hija si ella está de acuerdo. Queda en sus manos discutir los detalles con Helena.
Por la forma en que lo dijo supuse que la joven poseía una mente independiente. El senador se mostró tan indeciso que le pregunté sin ambages:
–¿Desatenderá sus consejos? ¿Acaso su hija es una persona difícil?
–¡Ha tenido un matrimonio desdichado! – dijo el padre a la defensiva.
–Lo lamento, señor. Estaba demasiado inmerso en mi propio dolor por Sosia para enredarme con problemas ajenos, si bien es posible que la pena me volviera más compasivo.
–El divorcio fue una buena solución -añadió brevemente y dejó claro que la vida privada de su noble hija no era un asunto a discutir con gente de mi condición social.
Yo había cometido un error: el senador quería a Helena, pero francamente la temía… incluso en aquella época, antes de que yo lo viviera, ya pensaba que engendrar una hija podía trastornar a cualquiera. Desde el instante en que las maliciosas comadronas depositan en tus manos un minúsculo ser rojo y arrugado y te exigen que le des un nombre, sobre ti cae como la plaga una vida llena de pánico…
No era la primera vez que hacía frente a mujeres testarudas. Me figuré que unas pocas palabras firmes de mi parte pondrían a Helena en su sitio.
Viajé a Britania por tierra. Puesto que personalmente lo odiaba, no habría sido capaz de enviar a alguien a que recorriese por mar toda esa distancia: atravesar las Columnas de Hércules y salir al bravo Atlántico rodeando Lusitania y la Hispania tarraconense. Cruzar directamente desde la Galia ya es asaz espantoso.
Se hizo cuanto era posible por allanar mi viaje al exterior: dinero en abundancia y un pase especial. Dilapidé el dinero en chucherías y comilonas. El pase tenía una firma tan parecida a la del emperador que los perros dormidos de los puestos fronterizos se cuadraron y se deshicieron en atenciones. Mi mayor preocupación era la pérdida del apartamento, pero resultó que durante esta misión de altos vuelos cobraría un anticipo de mis honorarios. El elegante contable griego del senador arreglaría cuentas con Esmaracto…, una confrontación que lamenté perderme.
Mamá me comunicó despectivamente que, de haber sabido que volvería a Britania, habría conservado la bandeja que le traje de regalo la primera vez que estuve allí. Se trataba de un objeto tallado en esquisto color gris jabonoso que procedía del centro de la costa sur. Al parecer, ese material requiere que se lo aceite constantemente. Como yo lo ignoraba, no le dije nada a mamá y la bandeja se desintegró. En opinión de mamá, debía buscar al buhonero y exigirle que me devolviese el dinero.
Petronio me dejó un par de calcetines que formaban parte de su viejo equipo britano. Nunca tira nada. Yo había arrojado los míos a un pozo de la Galia. De haber sabido que realizaría este penoso viaje, me habría zambullido detrás de los calcetines.
Durante el viaje tuve mucho tiempo para pensar.
Pero pensar no me permitió avanzar. Probablemente eran muchos los que querían ver destronado a Vespasiano. En los dos últimos años cambiar de emperador era una moda. Cuando los paralizadores conciertos de Nerón perdieron su atractivo para los ricachones sin oído de las butacas de platea este emperador se suicidó y padecimos una desbandada general. Primero apareció Galba, un autócrata chocheante de Hispania. A continuación Otón, que como había sido chulo de Nerón se consideraba su legítimo heredero. Luego Vitelio, un glotón prepotente que bebió con tan riguroso estilo como para soportar los vaivenes de su cargo y que, como recompensa, vio cómo ponían su nombre a una receta de puré de guisantes.
Todos esos cambios en sólo doce meses. Daba la impresión de que cualquiera medianamente educado y con sonrisa de vencedor podía convencer al imperio de que el púrpura era el color que mejor le sentaba. Una vez destruida y apaleada Roma surgió el viejo y astuto general Vespasiano, que poseía la gran ventaja de que nadie sabía mucho sobre él para bien ni para mal y de que tenía un cómplice impagable en su hijo Tito, que aprovechó la gloria política del mismo modo que un terrier sujeta a una rata…
Mi hombre, Décimo Camilo Vero, opinaba que la oposición a Vespasiano debía aguardar a que Tito regresara de Judea. El propio Vespasiano estaba sofocando la rebelión judía cuando accedió al poder. Retornó a Roma convertido en emperador y, con su extravagancia habitual, dejó que Tito rematara tan popular misión. Eliminar a Vespasiano sólo serviría para que su genial primogénito heredara antes el imperio. Domiciano, su hijo más joven, era un peso ligero y, si no se bajaba simultáneamente del caballo a Vespasiano y a Tito, toda conspiración contra ellos estaba condenada al fracaso. Por lo tanto, para resolver el misterio yo disponía de tanto tiempo como Tito para tomar Jerusalén… aunque, a juzgar por lo que Festo me había dicho antes de desperdiciar su vida en Belén, Tito conquistaría Jerusalén con dos sacudidas de la cola de un centauro. (Tito había estado al mando de la Decimoquinta Legión, en la que sirvió mi hermano.)
Ésa era la situación. Cualquiera con categoría y dinero suficientes para convertirse en emperador podía tratar de sacudir del olivo a la nueva dinastía. El Senado contaba con seiscientos miembros. Podía ser cualquiera de ellos.
No pensé que fuese Camilo Vero. ¿Se debía a que lo conocía? En tanto cliente el pobre zoquete parecía más humano que los demás (pero debo reconocer que no era la primera vez que me dejaba engañar por las apariencias). Aunque fuese un buen tipo quedaban quinientos noventa y nueve.
Tenía que tratarse de alguien que conocía Britania o que conocía a alguien familiarizado con ese territorio. Había transcurrido un cuarto de siglo desde que Roma invadió esa provincia y, dicho sea de paso, hizo famoso el nombre de Vespasiano. Desde entonces innumerables almas valientes habían avanzado penosamente hacia el norte para cumplir su turno de servicio al imperio, en su mayoría hombres de brillante reputación que quizás ahora se habían vuelto ambiciosos. El propio Tito era un caso demostrativo. Lo recordaba como el joven tribuno militar al mando de los refuerzos desplazados desde el Rin para reconstruir la provincia después de la insurrección. Britania suponía una prueba de actitudes sociales. A nadie le gustaba, pero en el presente ninguna de las familias romanas de pro carecía de un hijo o de un sobrino que no hubiese pasado una gélida temporada en los pantanos de los confines del mundo. El hombre que buscaba podía ser cualquiera de ellos.
Podía ser alguien que había estado de servicio en la Galia del norte.
Podía ser un miembro de la flota del Canal de la Mancha.
Podía ser cualquiera que poseyese algún tipo de barco. Uno de los mercaderes que transportaba cereales britanos a las bases militares del Rin. Alguien que importaba cueros o perros de caza a Italia. Un exportador de cerámicas y vino. O, conociendo a los mercaderes, un turbio consorcio.
Podía ser el gobernador provincial de Britania.
Podía ser su esposa.
Podía ser el hombre a cuyo encuentro iba, Gayo Flavio Hilaris, el cuñado del senador, que a la sazón era procurador de finanzas, después de haber elegido vivir los últimos veinte años en Britania, elección tan excéntrica que sugería que Hilaris huía de algo (a menos que estuviese loco perdido…).
Cuando llegué al océano de Britania se me habían ocurrido tantos disparates que la cabeza me daba vueltas. Me detuve en los acantilados del extremo de la Galia, contemplé los albos corceles que salvaban al trote esas aguas agitadas y me sentí aun peor. Dejé de lado el problema mientras hacia des esfuerzos por no marearme mientras el barco se aprestaba a cruzar el estrecho. No sé por qué me tomé esa molestia, ya que siempre me mareo.
Tras cinco infructuosos intentos por abandonar el puerto de Gesoriaco logramos salir a alta mar y para entonces mi único deseo era regresar.