Asistí al funeral. En mi oficio es una deferencia tradicional. Petronio me acompañó.
De acuerdo con la costumbre la ceremonia tuvo lugar al aire libre. Salieron en procesión de casa de su padre y llevaron a Sosia Camilina, que lucía guirnaldas en los cabellos, en un féretro descubierto. La incineración tuvo lugar en las afueras de la ciudad, en la vía Apia, cerca del mausoleo familiar. Prescindieron de plañideras profesionales. Jóvenes amigos de la familia portaron el lecho fúnebre.
Soplaba un viento de los mil demonios. La hicieron cruzar Roma durante el día, en medio de música de flautas y lamentos, lo que trastocó el discurrir de las calles en la ciudad. Al llegar a la pira, construida como un altar con madera sin desbastar y con hojas oscuras entrelazadas en los lados, uno de los jóvenes porteadores tropezó. Me adelanté para ayudar, pero no la miré. El féretro era tan ligero que prácticamente salió volando de nuestras manos cuando lo elevamos.
La oración fúnebre que pronunció su padre fue escueta, casi fugaz. Me pareció justo. Su vida también había sido breve. Lo que Publio Camilo dijo aquel día fue simple y, sencillamente, la verdad:
–Sosia Camilina era mi única hija. Era justa, reverente y obediente y la arrancaron del mundo antes de que llegara a conocer el amor de un marido o de un hijo. Oh, dioses, recibid con bondad su joven alma… -Desvió formalmente la mirada y con una tea encendió la pira-. ¡Sosia Camilina, hola y adiós!
Nos dejó rodeada de flores, pequeños dijes y dulces aceites. Los presentes lloraron, yo entre ellos. Las llamas perfumadas chisporrotearon. En un fugaz momento la entreví en medio del humo. Nos había dejado.
Petronio y yo habíamos soportado ese ritual infinidad de veces. Nunca llegó a gustarnos. Yo estaba que trinaba cuando nos hicimos a un lado.
–¡Esto es indecente! ¡Recuérdame una vez más qué demonios hago aquí!
Petro respondió en voz baja y soltó la perorata para serenarme:
–Estamos por solidaridad oficial. Y por la desesperada esperanza de que el maníaco que buscamos aparezca. Fascinado por su crimen, hace alarde de su máscara de orate ante el mausoleo…
Mantuve mi cara de circunstancias y me burlé:
–Se expone al escrutinio curioso en el único sitio donde sabe que hay incómodos representantes de la ley deseosos de tener la oportunidad de echar a correr tras cualquier asistente no invitado cuyos ojos muestran una expresión peculiar…
Petro me tomó del brazo.
–Por si lo has olvidado, te recuerdo que en la familia podríamos detectar un estado de ánimo que no cuadra.
–Podemos descartar a la familia -afirmé.
Petronio enarcó las cejas. Había delegado esa delicada cuestión en el pretor para que un magistrado -un hombre que ocupaba la misma posición que la familia- hundiera su limpio zapato en el estiércol. Sospecho que Petro supuso que yo estaba demasiado apenado para tomarlo en consideración. Pero había evaluado el papel de la familia.
–Las mujeres no son lo suficientemente fuertes ni bastante altos los niños. Décimo Vero cuenta con cincuenta miembros del gobierno, cuya palabra para mí no vale un comino, y con el viejo esclavo del mar Negro que le limpia las botas, cuya palabra para mí es válida, dispuestos a jurar que estaba en el Senado. Publio hablaba de buques mercantes con el ex marido de la hija de su hermano… Petro, dicho sea de paso, esto excluye al ex marido aun antes de que nos tomáramos la molestia de incluirle entre los sospechosos.
Lo había comprobado. Conocía vida y obra de parientes de cuya existencia tanto el senador como su hermano se habían olvidado.
Lo único que yo no había hecho era conocer personalmente al ex marido de Helena Justina. Ni siquiera me había tomado la molestia de preguntar su nombre. Lo exculpé por dos motivos. El servicial esclavo limpiabotas del mar Negro me había dicho dónde estaba. Además, el marido de Helena había logrado divorciarse. Yo había visto suficientes matrimonios para creer que, por regla general, las partes en cuestión estaban mejor cuando ponían término a su unión formal. Y si el marido de Helena coincidía conmigo, evidentemente se trataba de un hombre sensato.
No creáis que mi incondicional compañero de tienda de campaña se quedó de brazos cruzados. Petronio se coló en la plantilla del pretor local. Se volvió indispensable para el edil a cargo del caso (afortunadamente no se trataba de Pertinax; ahora estábamos en el distrito octavo, en el Sector del Foro romano). El propio Petro dirigió el registro de todas las tiendas y casuchas de la calle de la Pelusa. Averiguó que el almacén donde encontraron a Sosia pertenecía a un anciano ex cónsul llamado Caprenio Marcelo, que agonizaba a causa de una enfermedad de lento desarrollo en una finca situada a ochenta kilómetros al sur de Roma. El pretor habría aceptado que la agonía era una coartada, pero Petronio hizo el viaje de ida y vuelta para cerciorarse. Caprenio Marcelo no podía ser al asesino: sufría demasiado incluso para ver a Petro de pie junto a su lecho.
Aunque cuando llegarnos el almacén estaba desocupado tuvimos la convicción de que había sido utilizado. En el patio encontramos huellas del paso reciente de un carro. Cualquiera que supiese que el propietario estaba enfermo pudo instalarse en secreto. Era evidente que más tarde lo desalojaron.
Durante el funeral no hubo incidentes. No reconocimos a ningún malhechor. Petronio y yo nos sentimos fuera de lugar.
La familia más próxima esperaba para recoger las cenizas y había llegado el momento de la partida de los demás asistentes. Antes de irnos hice un esfuerzo y me acerqué al desconsolado padre de Sosia Camilina.
–Publio Camilo Meto.
Era la primera vez que lo veía desde el encuentro con Pertinax. Se trataba de un tipo de hombre del que es fácil olvidarse: el rostro terso y oval tan poco expresivo, la mirada perdida con un indicio de justificado desprecio. También fue prácticamente la única ocasión en que lo vi con su hermano. Publio parecía mayor en virtud de su calva, que ese día llevaba cubierta mientras celebraba el oficio Cuando se volvió para evitarme, reparé en que su perfil presentaba un aspecto apuesto y decidido que en el de Décimo brillaba por su ausencia. Al alejarse dejó una débil estela de olor a mirra y vi su anillo de oro tallado, en el que estaba engastada una enorme esmeralda, ligeros toques de vanidad de solterón que hasta entonces no habla percibido. Mi sensación de estar fuera de lugar se acrecentó cuando reparé en esos detalles tan nimios.
–Señor, supongo que no quiere saber nada más de mí. – Su expresión me demostró que estaba en lo cierto-. Señor, le prometo, del mismo modo que se lo prometo a ella, que averiguaré quién mató a su hija. Cueste lo que cueste y lleve el tiempo que lleve.
Me miró como si hubiera perdido el habla. Julia Justa, la esposa de su hermano, me tocó suavemente el brazo. Aunque me dirigió una mirada de desaprobación, me mantuve en mis trece. Publio era el tipo de hombre a quien el dolor lleva a esbozar una amable sonrisa, aunque su amabilidad encubría una dureza que yo nunca antes había visto.
–¡Ya ha hecho lo suficiente por mi hija! – exclamó-. ¡Váyase! ¡Déjenos en paz! – Su tono tajante se convirtió casi en un grito.
Desentonaba. Hay que reconocer que el lucero del alba se había apagado para los dos y que yo estaba ahí y le vapuleaba. Como Publio no sabía a quién culpar, me responsabilizaba a mí.
Ése no era el motivo. Desentonaba porque Publio Camilo Meto parecía ese tipo de personas a las que el dolor obliga a alcanzar un rígido dominio de sí mismas. Semejaba un hombre capaz de quebrarse, pero todavía no; de quebrarse, pero no en público; de quebrarse, pero ni aquí ni ahora. Antes había sido tan persuasivo…, esa pérdida lo había destrozado.
Lloré a su vibrante hija con una sinceridad equivalente a la suya. Por el bien de ella me dolí por su padre. Por el bien de ella le hablé con el alma en vilo:
–Señor, compartimos…
–¡Falco, no compartimos nada!
Publio Camilo Meto se alejó.
Vi la forma en que la macilenta esposa del senador -que había asumido la tarea de guiar al hermano de su marido a lo largo de ese día terrible- lo llevaba hacia la pira. Los criados reunían a los niños más pequeños. Los esclavos de la familia se habían agrupado. Antes de marcharse, varios hombres importantes estrecharon la mano del senador y siguieron con mirada acongojada los pasos de su hermano.
Sabía que podía establecer contacto con el senador. Con Publio, su hermano pequeño, yo daba palos de ciego, pero con Décimo podía hablar. Por eso esperé.
Los hermanos habían compartido la vida de Sosia y ahora compartían su pérdida. Décimo se hizo cargo de la situación. Publio sólo fue capaz de mirar los restos óseos que reposaban sobre la pira funeraria. Mientras el padre de Sosia se mantenía solo y apartado, su tío se dispuso a verter el vino para apagar los rescoldos. Al verle los deudos se alejaron. Décimo hizo un alto en la tarea porque quería intimidad.
Con la actitud de aquel que en un funeral realiza amables movimientos para permitir que los extraños le ofrezcan sus condolencias Décimo se acercó a Petronio Longo: el reconocimiento de la burocracia. A tres pasos de nosotros el senador habló con voz muy grave. Su cansancio se abrió paso a través de mi fatiga.
–Capitán, le agradezco su presencia. ¡Didio Falco! Dígame, ¿está dispuesto a continuar con el caso?
No armó jaleo ni aludió a que yo había roto el contrato. Un servidor no tenía escapatoria.
–¡Seguiré indagando! – repliqué con auténtica amargura-. El equipo del magistrado se ha dado de narices contra la realidad. En los almacenes no había nada. Nadie vio al autor, no hay nada que identifique su pluma. Sin embargo, con el tiempo los cerdos de plata nos guiarán a él.
–¿Qué piensa hacer? – preguntó el senador, con el ceño fruncido.
Percibí que Petronio cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro. No habíamos hablado del tema. Hasta entonces yo no había estado seguro de lo que haría. Sosia ya no estaba. Mi mente se despejó. Existía un camino claro. Y en Roma ya no había nada para mí: ni hogar, ni placeres, ni paz.
–Señor, Roma es excesivamente grande y la punta de nuestro ovillo se encuentra en una pequeña comunidad de una provincia que se halla bajo estricto control del ejército. Allí tiene que ser mucho más difícil ocultar los nudos. ¡Si habré sido imbécil! Debí irme mucho antes.
Petro, que había odiado aquel sitio con toda su alma, ya no pudo permanecer callado:
–¡Vamos, Marco! Por todos los dioses…
–Me refiero a Britania -confirmé.
Britania en invierno. Corría octubre y tendría suerte si lograba llegar antes de que la travesía se volviese impracticable. Britania en invierno. Como ya había estado, sabía que era espantoso. Las tenues brumas que se adhieren a tu pelo pegajosas como colas de pescado, el frío que se te cuela en hombros y rodillas, las neblinas de mar y las ventiscas procedentes de las colinas, los terribles y oscuros meses en los que el alba y el crepúsculo se vuelven indiscernibles.
Daba igual: ya nada de eso me importaba. Cuanto más salvaje, mejor. Ya nada importaba.