Volví a ver a Sosia Camilina. Me pidió que me reuniese con ella. Por descontado que acudí. Fui en cuanto pude.
Para entonces el verano estaba a punto de alcanzar al otoño. Aunque los días parecían igualmente largos y ardientes, al caer el sol la brisa se enfriaba más rápido. Fui al campo a celebrar la fiesta de la vendimia, pero mi ánimo no estaba para festejos y volví a casa.
No había podido apartar de mi mente los cerdos de plata. El rompecabezas seguía acuciándome y ni las iras por la forma en que Décimo Camilo me había utilizado lograban alterarlo. Cada vez que nos veíamos, Petronio Longo me preguntaba si había averiguado algo más. Conocía mi estado de ánimo, pero el asunto lo cautivaba demasiado para mostrarse discreto. Empecé a eludirlo, lo cual me deprimió aún más. Por si eso fuera poco, el mundo entero estaba pendiente de Vespasiano, nuestro flamante emperador. No tenía posibilidad de cotillear en la barbería o en los baños, en el hipódromo o en el anfiteatro sin sentir un arrebato de malestar porque lo que había averiguado me carcomía.
Permanecí oculto durante seis o más semanas. Desperdicié casos de divorcio, ignoré mandatos judiciales, olvidé las fechas de las apariciones ante el tribunal, me desgarré los tendones en el gimnasio, insulté a mi familia, di esquinazo al casero, bebí en exceso, comí muy poco y renuncié definitivamente a las mujeres. Si en alguna ocasión fui al teatro perdí el hilo de la trama. Hasta que un día Lenia me arrinconó.
–¡Falco! Tu amiguita ha estado aquí.
Por costumbre pregunté: ¿cuál de ellas? Todavía me gustaba insinuar que cada tarde me acosaban varias acróbatas tripolitanas medio desnudas. Lenia sabía que yo había renunciado a las mujeres: echaba de menos el taconeo de sus sandalias y las risitas en la escalera cuando las hacía entrar. También añoraba los chillidos de indignación que mi madre soltaba a la mañana siguiente cuando las barría junto con el polvo.
–La señoritilla de buena casta, la de los brazaletes. La dejé mear en la cuba de blanqueo y luego subió a escribir una nota… Subí la escalera en un abrir y cerrar de ojos. Llegué al apartamento sin resuello y con la boca seca. Mi madre había estado en casa y encontré una pila de túnicas remendadas, el dibujo de un carro que mi sobrina había hecho en una tablilla y un mújol en un plato cubierto. Los aparté mientras buscaba la nota. Estaba en mi dormitorio. Pensar que Sosia había estado allí me produjo una angustia extraña. Había dejado el mensaje obre mis poemas, bajo el brazalete de azabache que yo ya conocía. Me pregunté si se había dado cuenta de que «Aglaia, diosa radiante» se refería a ella. Las chicas de todas mis odas se llaman Aglaia porque el poeta no debe abandonar sus defensas.
Sosia me había dejado una tablilla separada de uno de los cuadernos de cuatro páginas, en la que había escrito con un estilo caligráfico redondo digno de alguien que no escribe con frecuencia:
Didio Falco: Sé de un sitio donde tal vez guarden los cerdos de plata. Si le muestro el lugar podrá reclamar la bonificación. ¿Podemos vernos en el Mojón dorado dentro de dos horas? Si está muy ocupado, iré en su nombre y ya veremos…
Bajé dominado por el pánico.
–¡Lenia! Lenia, ¿a qué hora estuvo…? Me esperaban tranquilamente al pie del último tramo.
¡Esmaracto!
Por debajo de mí se movieron las sombras y sus pies desnudos no hicieron el menor ruido en los escalones de piedra: eran los gladiadores del casero y venían a buscar los alquileres atrasados.
Tengo un acuerdo con el fabricante de capas del segundo piso por el cual, ante una emergencia, puedo atravesar su vivienda, saltar por el balcón hasta el porche contra incendios y dejarme caer a la calle. Ya había pasado delante de la puerta del apartamento del fabricante de capas. Di media vuelta. La puerta se abrió. Salió alguien que no era el inquilino,
Acababan de salir del malsano gimnasio de Esmaracto y lucían el disfraz de luchadores al completo. Por debajo de mí los llamados esbirros resplandecían untados de aceite por encima de los cintos, con los brazos derechos acolchados Y cubiertos de anillos metálicos de la clavícula al puño y los sólidos yelmos de alta cimera con forma de peces enroscados y burlones. Cuando me di la vuelta, por encima de mi cabeza vi a dos hombres ligeros que reían a carcajadas y que sólo vestían túnicas, si bien cada uno llevaba enroscada en el brazo una red diabólica: eran los retiarios de Esmaracto.
Retrocedí.
–¡Didio Falco! ¿A qué vienen tantas prisas?
Reconocí al que había hablado. Mejor dicho, reconocí su físico. Se agazapó ligeramente en posición de combate, una figura sin rostro tras la rejilla del yelmo. Debí de lanzar una exclamación. –
¡Oh, no! Por todos los dioses, ahora no, ahora no…
–¡Falco, tiene que ser ahora!
–No es posible, ay, no es posible…
–Claro que es posible. Mostrémosle…
Los retiarios arrojaron sus redes sobre mi cabeza.
Mientras me debatía inútilmente en dos círculos de tres metros formados por cuerdas cortantes supe que sería mucho peor que si los matones del edil vinieran por mí. Si Esmaracto pretendía salirse con la suya, esos individuos me ablandarían como a un pulpo en las rocas de la playa. Si había encontrado un nuevo inquilino para el sexto piso, yo podía darme por muerto. Sería espantoso. Mi único consuelo consistía en que no me enteraría de nada en cuanto lograra desmayarme y en que, tal vez, nunca recobraría el conocimiento.
Creo que eran cinco, pero parecían más. Puesto que los retiarios no podían circular por las calles con sus tridentes claveteados, los esbirros se habían presentado con sus espadas de madera para prácticas. Mientras me debatía en medio de las redes me apalearon sistemáticamente hasta que me perdí en una polvareda de sonidos desarticulados.
Recobré el conocimiento. No habían debido de encontrar nuevos inquilinos. Tal vez habían oído hablar de lo que era vivir en un apartamento de Esmaracto. El despacho seguía siendo mío y empecé a recuperar el sentido. Pero no estaba en mi habitación, sino en otra parte.
Me sentía desesperadamente fatigado. El dolor me acariciaba empalagoso como el néctar derramado; después giré en un torrente de sensaciones y un ruido feroz que surgió de la vorágine.
–¡Ha vuelto en sí! ¡Falco, di algo! – ordenó Lenia.
Mi cerebro murmuró palabras, pero no percibí sonido alguno porque mi boca como una pelota de algodón no se movió.
Si a ese Falco le dolía tanto como a mí, me compadecía de él. Me había ausentado del mundo treinta segundos o tal vez cien años. Dondequiera que hubiese estado me encontraba mejor que aquí y deseaba regresar.
–¡Marco! – Ya no era la voz de Lenia-. Hijo, no hagas esfuerzos, no digas nada.
Lenia había llamado a mi madre. ¡Santo cielo!
Lentamente se solidificó la mancha roja que tenía detrás de los párpados. Poco a poco el pobre infeliz al que llamaron Falco y yo nos fundimos en uno.
–Esto es…
¿Quién había hablado? ¿Falco o yo? Me parece que él. Aliviada, mi madre exclamó con tono de reproche:
–¡Ésta es la razón por la que la gente paga el alquiler!
Lenia se inclinó sobre mí, con su cuello arrugado como el de una descomunal lagartija.
–¡Quédate quieto! – ordenó.
Me incorporé.
Mi madre ayudó. Habría dado lo que no tengo por volver a acostarme, pero el brazo de mamá en mi espalda me mantuvo erguido como la vara de madera de un titiritero.
Mamá me alzó la cabeza y me sujetó de la barbilla con el gesto firme y neutro de una vieja enfermera. Me trata como un caso perdido. Me habla como si fuese un delincuente juvenil. La pérdida de mi valiente hermano nos quema como el ajenjo en la garganta, es un reproche eterno. Ni siquiera sé qué me reprocha y sospecho que ella tampoco lo sabe.
En ese momento pareció creer en mí. Con un tono que hizo penetrar la sensatez en la papilla que otrora había sido mi cerebro, mamá dijo:
–¡Marco! Estoy preocupada por la chica. Leímos la nota que te dejó. Le pedí a Petronio que la buscara, pero deberías ir tú…
Llegué al Foro en parihuela, trasladado a hombros en medio de la multitud como un burdo eunuco con más dinero que buen gusto. Nos abrimos paso a codazos hasta el Mojón dorado, punto desde el que parten todos los caminos del Imperio. Pensé en Sosia, que esperaba para reunirse conmigo en el corazón del mundo. Pero de ella no había señales. Uno de los agentes de Petro me pasó el mensaje de que me reuniese con el capitán en la calle de la Pelusa. El agente aguardó porque esperaba a alguien más. Partí a pie.
Mientras buscaba el callejón adecuado me topé con varios alcantarilleros que, como suelen hacer, hurgaban una boca de acceso. Trabajaban con más energía de la habitual. Arrojaban frenéticamente cemento en el pozo y por ningún lado vi una calabaza con vino a modo de refresco.
Les dirigí la palabra con la formalidad que reservo para los especialistas:
–Lamento interrumpiros. ¿Por casualidad habéis tenido un segundo para ver a Petronio Longo, capitán de la guardia aventina?
El capataz me obsequió con su filosofía de la vida:
–Escucha, centurión. Cuando después de cinco siglos el gran desagüe mezcla la vía Sagrada con la mierda, los peones que apuntalan las alcantarillas tienen cosas mejores que hacer que censar a los transeúntes.
–Gracias por todo -respondí amablemente.
Para variar, la añagaza dio resultado.
–Está detrás de los almacenes de pimienta -dijo el capataz a regañadientes-. Hay todo un grupo de imbéciles levantando polvo.
Ya había salvado la mitad de la distancia mientras expresaba a gritos mi agradecimiento.
No era necesario darse prisa.
La calle de la Pelusa se encuentra en el flanco sur del Foro, próxima a los mercados de especias. Era un ejemplo de esas callejas empinadas y tortuosas que salen de nuestras vías principales; apenas alcanzaba el ancho suficiente para el paso de un carro, estaba cubierta de barro seco y atiborrada de palos rotos y desperdicios. Los postigos colgaban de los goznes de las ventanas de los edificios que se inclinaban y ocultaban el cielo. Se percibía el olor a rancio típico de los degenerados que por las noches ocupaban ese territorio. Un gato maulló desesperado cuando pasé por ahí. Era el tipo de lugar donde te preocupas si ves que alguien se acerca… y te preocupas si no aparece nadie. Me pareció un pálido final para las majestuosas caravanas que atravesaban medio mundo con los tesoros de Arabia, India y China para venderlos en Roma.
El almacén que yo buscaba parecía abandonado; vegetación frondosa atascaba las ranuras de la entrada y en la puerta un carro destartalado mantenía el equilibrio sobre un eje. Encontré a Petronio Longo y a doce hombres más en un patio. Incluso antes de franquear la entrada las voces de los profesionales acongojados me advirtieron de lo que podía esperar. ¡Conocía tan a fondo ese tono mortecino! Petro vino hacia mí dando grandes zancadas.
–¡Marco!
Perdí toda esperanza y toda duda.
Petro llegó a mi lado y me aferró las manos. Sus ojos aletearon sobre mis heridas, pero estaba demasiado preocupado para reparar en ellas. Nunca llegaría a endurecerse. Mientras otros se sientan ante una bandeja de ostras y se muestran cínicos por nada, Petronio Longo se limita a esbozar su sonrisa pausada y tolerante. Se volvió al percibir un movimiento y me rodeó con el brazo, incapaz de explicarme lo que había sucedido. Daba igual. Yo ya lo sabía.
La habían encontrado en el interior del almacén. Llegué en el momento en que la retiraban, de modo que fue entonces cuando la vi por última vez. Su vestido blanco pendía como una madeja de lana sobre el brazo del agente de cara circunspecta y su cabeza colgaba hacia atrás de una manera inequívoca: Sosia Camilina estaba muerta.