Al día siguiente fui a ver al senador. Después del encuentro con Frontino, tuve que hacer la visita por la tarde; más vale pasar por alto los detalles de la resaca matinal. Pasé casi toda la mañana en la cama, aunque de vez en cuando sufrí espasmos debidos a los retortijones. Me presenté en casa del senador después del almuerzo y me enteré de que sufría una ligera indigestión. Yo padecía indigestión grave y no había podido hacer frente al almuerzo.
Entré por asalto. El senador empezaba a deducir mis estados de ánimo por la forma repentina en que me presentaba en su santuario. Ese día aparecí como el malo de una representación y reí con una malicia que estaba dispuesto a compartir con el público. Camilo Vero tuvo la bondad de desechar el papeleo y de permitirme soltar mi pintoresco parlamento.
–¡De los lingotes de plata no sé nada, pero he topado con todo un complot! Señor, me ha mentido. Ha dicho más mentiras que una puta enferma en el templo de Isis y con fines muchos menos válidos, pero lo ha hecho con la misma habilidad.
–¡Falco! ¿Me permite que le dé una explicación?
No se lo permití, al menos me debía un discurso rimbombante. Mi profunda agitación lo hipnotizó.
–¡Lo siento, senador! No me ocupo de faenas políticas, me parece que los riesgos no merecen la pena. Mi madre sacrificó un hijo a Vespasiano en Galilea, yo soy el único superviviente… ¡y estoy más que satisfecho de seguir con vida!
El senador se mostró irritable. Evidentemente pensaba que yo despreciaba los aspectos políticos del caso. Puesto que yo creía que era él quien los minimizaba nos convertimos en jugadores de damas que llegan a un punto muerto.
–¿Quiere ver asesinado a Vespasiano? ¡Vamos, Falco! ¿Quiere que el país vuelva a hundirse en una guerra civil? ¿Quiere ver el imperio en ruinas? ¿Quiere ver más luchas, más incertidumbres, más sangre de romanos vertida en las calles de Roma?
–Hay quienes cobran un alto salario por proteger al emperador -dije resentido-. ¡Y quiere que me la juegue a cambio de mentiras y promesas!
De pronto perdía la paciencia. Yo no tenía futuro en semejante situación: me habían engañado, habían intentado usarme. Hombres más inteligentes que el senador me habían confundido con el payaso de una farsa campestre; hombres más inteligentes que el senador se habían percatado del error. Me serené y puse fin a esa ridícula pieza de teatro.
–A Vespasiano no le gustan los confidentes y a mí me desagradan los emperadores. ¡Pensé que usted era de fiar, pero cualquier infeliz puede liarse y cometer un error! Adiós, señor.
Salí furioso. El senador me dejó partir. Ya había notado que Décimo Camilo Vero era un hombre sagaz.
Cruzaba colérico el patio de la fuente farfullante cuando oí un siseo.
–¡Falco! – Era Sosia-. ¡Venga al jardín y hablaremos!
Aun cuando hubiese estado empleado por su tío, habría sido incorrecto chismorrear con la jovencita de la casa. Procuro no irritar a los senadores entrometiéndome con las personas que están a su cargo en el patio de sus casas, donde los criados se enteran de cuanto ocurre. Si hablaba con Sosia -algo que estaba obligado a hacer porque su egregia persona me había dirigido la palabra-, tendría que ser una charla rápida. Y debíamos permanecer en el patio. Rasqué con el tacón el suelo de mármol.
–¡Por favor, Didio Falco!
La seguí por puro despecho.
Sosia me condujo a un patio interior que hasta ese momento no había visto. La sillería de un blanco cegador competía con el frío verdinegro de los cipreses recortados. Había palomas que se arrullaban y una fuente de mayor tamaño que funcionaba correctamente. Un pavo real graznó detrás de una de las urnas cubiertas de líquenes, entremezclados con majestuosas azucenas. Era un lugar fresco, bonito y tranquilo, pero no me dejé arrastrar hasta la sombra de la pérgola ni apaciguar. Sosia tomó asiento; me quedé de pie y la miré cruzado de brazos. Hasta cierto punto hice bien; por mucho que sentí la tentación de deslizar un brazo en torno a sus hombros, yo mismo me negué esa posibilidad.
Sosia llevaba un vestido rojo con el dobladillo adornado con una trenza color ciruela. La vestimenta recalcaba la palidez de su piel bajo los colores artificiales con que se untaba. Se inclinó hacia mí con el rostro fruncido y preocupado y durante unos segundos se convirtió en un ser menudo y triste. Pareció pedir disculpas en nombre de su familia y cuando intentó convencerme se mostró más sincera que nunca. Alguna vez alguien le había enseñado el arte de la persistencia.
–Lo he oído todo. ¡Falco, no puede permitir que asesinen a Vespasiano, será un buen emperador!
–Tengo mis dudas -comenté.
–No es cruel ni está loco. Lleva una vida austera. Trabaja infatigablemente. Aunque es mayor, tiene un hijo talentoso…
Sosia habló con convicción. Creía en lo que decía, pero yo sabía que semejante argumento no era producto de su pensamiento. Me sorprendió que el emperador contase con ese apoyo noble porque no tenía ninguno de los atributos tradicionales: nunca un miembro de la familia de Vespasiano había ocupado un alto cargo. No se lo reprochaba porque en la mía pasaba lo mismo.
–¿Quién le proporcionó esa información? – pregunté indignado.
–Helena.
Helena. La prima que había mencionado. La hija del senador, la misma de la que el pobre memo del marido había tenido la enorme suerte de divorciarse.
–Comprendo… ¿Cómo es la famosa Helena?
–¡Helena es maravillosa! – exclamó Sosia. En seguida añadió con la misma certidumbre-: A usted no le caería bien.
–¿Por qué lo dice? – Me reí.
Sosia se encogió de hombros. Aunque yo no conocía a la prima, me había caído mal desde el momento en que Sosia utilizó su nombre para encubrir su identidad cuando no confiaba en mí. De hecho, mi única queja real contra Helena consistía en que, en mi opinión, ejercía una enorme influencia sobre Sosia Camilina. Y yo prefería influir personalmente en Sosia. Deduje que, de todos modos, Sosia estaba equivocada. Por regla general las mujeres me gustaban. Y si Helena se sentía protectora hacia su parienta más joven, según deduje, lo más probable era que yo no le cayera bien a ella.
–Le escribo -explicó Sosia como si hubiese adivinado lo que discurría por mi cabeza.
No abrí la boca. Estaba a punto de irme. Ya no había nada más que hablar. Me erguí, a medias consciente de los olores puros de las flores estivales y del perezoso reverbero del calor en las piedras.
–A Helena se lo cuento todo.
Lleno de inquietud la miré con amabilidad. Por extraño que parezca, te sientes más incómodo cuando no tienes nada que decir que cuando estás disimulando un acto descaradamente escandaloso.
Como permanecí callado, Sosia siguió hablando. Era su única costumbre chocante: nunca cerraba el pico.
–¿Dice en serio que se va? ¿No volveré a verle? Quisiera decirle algo. Marco Didio Falco, hace días que me pregunto cómo…
Había utilizado mi nombre de pila. Nadie lo hacía. Su tono respetuoso se me volvió insoportable. Estaba inmerso en una auténtica crisis. Mi ira se desvaneció.
–¡No diga nada! – exclamé apremiante-. Sosia, le aseguro que cuando hacen falta días para componer el guión lo mejor que puede hacer es mantener la boca cerrada. La muchacha titubeó.
–Usted no sabe…
En mis ratos de ocio escribía poemas; había muchas cosas que nunca llegaría a saber, pero ésta la reconocí en el acto.
–¡Claro que sí, Sosia, lo sé!
Durante un fantástico instante me sumergí en un sueño en el cual introduje a Sosia Camilina en mi vida. Volví a la realidad. Sólo un botarate intenta franquear de esta manera las barreras de clase. Un hombre puede comprar su ingreso en la clase media o hacer que le concedan el anillo de oro por los servicios prestados al emperador (sobre todo si se trata de servicios dudosos), pero mientras el padre y el tío de la muchacha supieran lo que se llevaban entre manos -y el tío debía saberlo porque era millonario-, incluido el extraño problema de que no tuviera madre, Sosia Camilina sería utilizada de tal modo que mejoraría su situación y la cuenta bancaria de su familia. Nuestras vidas jamás convergerían. En el fondo Sosia lo comprendió porque, a pesar de su muestra de coraje, se miró los dedos de los pies metidos en las sandalias anudadas y doradas, se mordió el labio y aceptó lo que le dije.
–Si le necesito… -empezó a decir en voz baja.
Por mi propio bien me apresuré a replicar:
–No me necesitará. En su vida plácida y protegida jamás necesitará a alguien como yo. ¡Además, Sosia Camilina, realmente yo no la necesito!
Salí deprisa para no ver su expresión.
Volví andando a casa. Roma, mi ciudad, la ciudad que hasta entonces había sido un consuelo infalible, se tendió ante mí como una mujer sigilosa y bella, exigente y gratificante, eternamente seductora. Y por primera vez en la vida no me dejé seducir.