XIII

Llevé a Sosia Camilina a su casa en una silla de manos. Había espacio para los dos; la chica era diminuta y eran tan contadas las ocasiones en que yo podía permitirme comer lo suficiente que los porteadores nos permitieron subir a ambos. Permanecí en silencio un buen rato y Sosia se lanzó a parlotear en cuanto se dio cuenta de que ya no estaba enojado con ella. La escuché sin oírla. Era muy joven para quedarse callada luego de llevarse una buena sorpresa.

Toda la familia Camilo empezaba a darme en el hígado. Ninguno de sus miembros decía algo veraz o completo, a no ser que se tratara de un comentario que yo prefería dejar correr. El contrato abierto me había conducido a un callejón sin salida.

–¿Por qué está tan callado? – preguntó Sosia a bote pronto-. ¿Le gustaría quedarse con el cerdo de plata? – No dije ni pío. Como era obvio, pensaba en el modo de organizar el robo-. Falco, ¿alguna vez tiene dinero?

–A veces.

–¿Y qué hace con él?

Le respondí que pagaba el alquiler.

–¡Me lo imaginaba! – exclamó con fingida seriedad. Me observaba con sus ojazos inquietantes. Su expresión se convirtió en un reproche enternecedor ante mi actitud escurridiza. Me habría gustado decirle que no era aconsejable que mirase de ese modo a los hombres con los que se encontraba a solas, pero callé porque preví las dificultades que tendría para hacerle entender los motivos-. Didio Falco, ¿qué hace realmente con el dinero?

–Se lo doy a mi mamá. Por mi tono de voz no tuvo la certeza de que estuviese diciendo la verdad y así era como me gustaba que se sintiesen las mujeres: inseguras.

Por aquel entonces opinaba que el hombre jamás debe decir a las mujeres en qué gasta el dinero. (Por supuesto, corrían los días anteriores a mi boda y a que mi esposa situara el asunto en su justa perspectiva.)

Lo que realmente hacía con el dinero en aquella época era, en ocasiones, pagar el alquiler. (Eran más frecuentes las veces en que no lo pagaba.) Después de restar gastos ineludibles enviaba la mitad a mamá y daba el resto a la joven con la que mi hermano no tuvo tiempo de casarse antes de que lo mataran en Judea y a la hija de cuya existencia no tuvo tiempo de enterarse.

Pero nada de eso era asunto que le incumbiera a la sobrina de un senador.

Entregué a la muchacha a su tía, que se mostró muy aliviada.

A mi juicio, las esposas de los senadores se dividen en tres categorías: las que se acuestan con senadores, aunque no con los mismos con los que están casadas; las que se acuestan con gladiadores, y las pocas que se quedan en casa. Con anterioridad al gobierno de Vespasiano las mujeres de las dos primeras categorías abundaban. Después, hubo muchas más porque, cuando Vespasiano se convirtió en emperador, Domiciano el cachorrillo permaneció en Roma mientras su padre y su hermano mayor estaban de campaña por el este. Y Domiciano tenía la idea de que había que seducir a las esposas de los senadores para convertirse en césar.

La esposa de Décimo Camilo pertenecía a la tercera categoría: se quedaba en casa. Ya lo sabía, pues de lo contrario habría oído comentarios acerca de ella. Era tal como esperaba: brillante, nerviosa, de modales impecables, rebosante de joyas de oro… Una mujer bien tratada y con el rostro aún mejor conservado. Miró a Sosia y a continuación sus sagaces ojos negros se clavaron en los míos. Era el tipo de matrona sensata que un solterón podría considerarse afortunado de encontrar en el caso de que le presentaran un hijo ilegítimo que no estaba en condiciones de ignorar. Me di cuenta de las razones por las que el estupendo Publio dejaba allí a su Sosia.

Julia Justa, la esposa del senador, recobró a su sobrina perdida sin armar jaleo. Más tarde, en cuanto el sosiego volviera a la casa, le haría algunas preguntas. Era el tipo de mujer razonable y de mérito que tiene la desgracia de haberse casado con un hombre que se mete en la circulación de dinero ilegal. Un hombre tan inepto que contrata a su propio investigador para que lo ponga al descubierto. Fui a la biblioteca y abordé a Décimo sin previo aviso.

–¡Sorpresa! ¡Un senador que en lugar de coleccionar sucias antigüedades griegas se dedica a lingotes artísticamente grabados por el gobierno! Señor, ya tiene bastantes problemas, ¿para qué me ha contratado?

Durante un breve instante Décimo adoptó una actitud recelosa, pero en seguida se aclaró. Supongo que los políticos se acostumbran a que la gente los tilde de mentirosos.

–Falco, pisa terreno peligroso. En cuanto se serene…

Yo estaba totalmente sereno… furioso, pero lúcido como el cristal.

–Senador, el cerdo de plata tiene que ser robado y yo no le considero un ladrón. Además -añadí con tono de mofa-, si se hubiera tomado la molestia de robar plata britana, habría sido mucho más cuidadoso con su botín. ¿Cuál es su participación en este asunto?

–Es oficial -replicó, pero se lo pensó mejor. Hizo bien porque no le creí-. Bueno, semioficial. Seguí sin creerle y contuve una risilla.

–¿Y semicorrupta?

Hizo caso omiso de mi franqueza.

–Falco, tengo que hacerle una confidencia. – La rancia máscara de las confidencias de esa familia me importaba un rábano-. El lingote apareció luego de una refriega callejera y fue entregado en el despacho del magistrado. Conozco al pretor de este distrito. Suelo cenar con él y su sobrino le ha dado un puesto a mi hijo. Como es lógico, hablamos del lingote.

–¡Ah, una charla entre amigos!

Al margen de lo que el senador hubiese hecho, yo me mostré inaceptablemente descortés, considerando su posición. Su paciencia me sorprendió. Lo estudié con atención y vi que me observaba con la misma concentración. De haber sido otro tipo de hombre, yo habría sospechado que buscaba algún favor.

–Mi hija Helena llevó una carta a Britania… donde tenemos parientes. Mi cuñado es el secretario britano de finanzas. Le escribí…

–¡Ya lo veo, todo queda en familia! – Volví a mofarme.

Había olvidado que esa gente puede llegar a ser muy exclusivista: grupúsculos de amigos de confianza en todas las provincias, de Palestina a las Columnas de Hércules.

–¡Falco, por favor! Mi cuñado Gayo llevó a cabo una mínima auditoría. Descubrió que en las minas britanas había pérdidas constantes al menos desde el año de los cuatro emperadores. ¡Falco, se trata de un robo a gran escala! En cuanto lo supimos quisimos garantizar la seguridad de las pruebas y mi amigo el pretor recabó mi ayuda. Lamento decir que utilizar la caja del banco de Sosia Camilina fue una idea genial de mi parte.

Le hablé del nuevo escondite. Se demudó. Petro había llevado el cerdo de plata a la lavandería de Lenia. Lo habíamos ingresado en la cuba de blanqueo, repleta de orina.

El senador no hizo el menor comentario sobre el hecho de que le hubiéramos birlado ese objeto ni acerca de su ácido escondite. Me ofreció algo mucho más peligroso.

–¿Está ocupado en este momento? – Yo nunca estaba ocupado. No era tan buen investigador-. Dígame, Falco, ¿le interesa ayudarnos? No podemos confiar en los engranajes oficiales. Hay alguien que ya se ha ido de la lengua.

–¿Es alguien de la casa?

–En casa jamás se ha mencionado el lingote. Llevé a Sosia a que lo depositara sin darle razones Y le prohibí hablar del tema. – Hizo una pausa-. Es una buena chica. – Lancé un gesto de retorcido reconocimiento-. Falco, reconozco que no tuvimos cuidado hasta que consideramos las repercusiones de los hechos, pero no podemos arriesgarnos más si hay filtraciones en la organización del pretor. Usted parece la persona idónea para este trabajo… semioficial y semicorrupto…

¡Viejo y sarcástico cabrón! Fui consciente de que el senador poseía una vena ligeramente perversa. Era más listo que el hambre. Sin duda sabía qué me preocupaba. Se pasó la mano por la mata de pelo erizado y añadió sin tenerlas todas consigo:

–Hoy tuve una reunión en palacio. No puedo decirle nada más, pero después de Nerón y de la guerra civil es necesario reconstruir el imperio y el erario necesita esos lingotes. Durante nuestras charlas surgió su nombre. Tengo entendido que su hermano… -Mi cara se puso rígida-. ¡Discúlpeme! – exclamó bruscamente con ese tono preocupado que suele adoptar el aristócrata oportunista, tono del que jamás me fío del todo. Era una disculpa y la ignoré. No estaba dispuesto a que esos encopetados mentaran a mi hermano-. Bueno, ¿le interesa? Mi jefe abonará sus tarifa habituales… – ¡supongo que ya las ha inflado! Y si encuentra la plata desaparecida tendrá una bonificación más que generosa.

–¡Me encantaría conocer al jefe! – espeté-. Es posible que no compartamos los mismos criterios sobre las bonificaciones. Décimo Camilo se apresuró a replicar:

–¡El criterio del jefe sobre las bonificaciones es cuanto obtendrá!

Acepté el encargo aunque sabía que significaba trabajar para un presumido secretariado de escribas sobresaltados que, a la mínima, reducirían mis emolumentos a la mitad. Supongo que me trastorné. De todas maneras, el senador era tío de Sosia y su esposa me inspiraba compasión.

Había algo en el caso que no cuadraba.

–A propósito, señor, ¿puso tras de mí a un lince astuto que responde al nombre de Atio Pertinax?

Décimo Camilo pareció enfadarse.

–¡No!

–¿Tiene Atio Pertinax vínculos con su familia?

–No -respondió impaciente y se contuvo. Aquí había mucha trastienda-. Una ligera relación -se corrigió y aclaró deliberadamente su expresión-. Tiene relaciones comerciales con mi hermano.

–¿Le dijo a su hermano que Sosia estaba conmigo?

–No tuve oportunidad de comentárselo.

–Pues alguien se lo dijo porque pidió a Pertinax que me de tuviera.

El senador sonrió.

–Le pido mil disculpas. Mi hermano se ha preocupado desesperadamente por su hija. Se mostrará encantado cuando sepa que la trajo.

Todo quedaba aclarado. Como Petronio Longo había dicho que conocían mi descripción, cualquier edil podía seguirme los pasos. Pertinax y Publio me tomaron por un maleante. El hermano mayor Décimo había olvidado informar a su hermano pequeño Publio de que había contratado mis servicios. No me sorprendí. Al fin y al cabo, procedo de una familia numerosa. Hubo montones de cosas que Festo nunca se acordó de decirme.