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Petro y yo franqueamos una entrada azulejada entre una cuchillería y una quesería. Subimos la escalera que nacía delante del elegante apartamento de la planta baja, ocupado por el ocioso liberto que era dueño de todo el bloque (y de varios mas… ¡vaya si saben vivir!). Nos encontrábamos en un edificio gris y desconchado que se alzaba detrás del Emporio, ni muy lejos del río ni tan cerca como para que en primavera se inundase. Aunque era un barrio pobre, todas las columnas del lado de la calle estaban cubiertas de enredaderas verdes, gatos lustrosos dormían en las jardineras y los bulbos estivales alegraban los balcones; siempre había alguien que se ocupaba de barrer la escalera. A mí me parecía un sitio acogedor, pero hacía mucho que lo conocía.

En el rellano del primer piso aporreamos una puerta de color rojo ladrillo, una puerta que yo mismo había pintado sometido a presión, y una pequeña esclava desamparada nos hizo pasar. Nos abrimos paso hasta la estancia en la que sabía que estarían todos.

–¡Ajá! ¿Las bodegas han cerrado temprano?

–Hola, mamá -la saludé.

Mi madre estaba en la cocina y controlaba a la cocinera, lo que quería decir que la cocinera brillaba por su ausencia y que, con ayuda de un cuchillo afilado, mamá le hacía rápidamente algo a una verdura. Se rige por el principio de que si quieres que las cosas se hagan bien tienes que hacerlas tú mismo. Estábamos rodeados por los críos de otros, con sus mandíbulas de acero clavadas en hogazas de pan y frutas. Nada más llegar vi a Sosia Camilina sentada a la mesa de la cocina y zampándose un trozo de pastel de canela con una fruición que me demostró que se sentía a sus anchas, algo que le suele ocurrir a todo el mundo en casa de mis padres.

¿Dónde estaba mi padre? Más valía no preguntar. Cuando yo tenía siete años papá salió a jugar a las damas. Debe de ser una partida muy larga porque todavía no ha vuelto.

Besé a mi madre en la mejilla cual un hijo obediente, con la esperanza de que Sosia me viera, y fui recompensado con un golpe de colador. Mamá saludó a Petronio con una afectuosa sonrisa. (¡Un muchacho tan bueno, una esposa tan laboriosa, un puesto estable y tan bien remunerado!)

Victorina, mi hermana mayor, estaba en casa. Petronio y yo nos replegamos. A mí me aterrorizaba que Victorina me llamase Problema en presencia de Sosia y no supe por qué Petronio estaba tan preocupado.

–Hola, Problema -me saludó Victorina. Luego se dirigió a Petronio-: ¡Hola, Prímula!

Actualmente Victorina estaba casada con un yesero, pero en algunos sentidos no había cambiado nada desde los tiempos en que, cuando éramos críos, se había convertido en la tirana del Decimotercero. Aunque por aquel entonces Petronio no nos conocía a los demás, sabía de la existencia de Victorina como todo el mundo en varios kilómetros a la redonda.

–¿Cómo está mi sobrino preferido? – pregunté, porque mi hermana sostenía en brazos a su último vástago.

El mocoso tenía la cara arrugada y la mirada llorosa de un viejo centenario. Me miró con evidente desdén por encima del hombro de Victorina; aunque apenas gateaba ya sabía reconocer a un impostor.

Victorina me dedicó una mirada de hastío. Sabía que mi corazón pertenecía a Marcia, nuestra sobrina de tres años.

Mi madre calmó a Petronio con un cuenco de uvas pasas mientras le arrancaba indiscreciones sobre sus relaciones conyugales. Logré hacerme con una rodaja de melón, pero el hijo de Victorina se aferró al otro extremo. Poseía la fuerza de un luchador de Livorno. Forcejeamos unos minutos y cedí ante el mejor. El cabroncete arrojó el melón al suelo.

Sosia lo miraba todo con sus ojos enormes y solemnes. Supongo que nunca había estado en un sitio en el que ocurrían tantas cosas en medio de un afable caos.

–¡Hola, Falco!

–¡Hola, Sosia!

Sonreí con una actitud que parecía cubrir su cuerpo de oro líquido. Mi madre y mi hermana cruzaron una mirada burlona. Puse un pie sobre el banco, junto a Sosia, y le dirigí una lasciva mirada de reojo hasta que mi madre se percató.

–¡Quita tu maldita bota del banco!

Quité mi bota del banco.

–Pequeña diosa, tenemos que hablar a solas.

–¡Necesites lo que necesites, puedes hablarlo aquí! – puntualizó mi madre.

Más sonriente de lo que a mí me parecía adecuado, Petronio Longo tomó asiento a la mesa y apoyó la barbilla sobre las manos mientras aguardaba a que yo tomase la palabra. Todos se dieron cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que me proponía decir.

En diversas ocasiones anteriores féminas indignadas me habían descrito la expresión de mi madre al encontrar en mis aposentos a alguna señora pintarrajeada y de faldas perfumadas. A algunas no volví a verlas. Pero quiero ser justo con mi madre: mis conquistas incluían crasos errores.

«¿Qué pasa aquí?», había espetado mamá a Sosia cuando la encontró durante mi charla obligada con Pertinax.

«Buenos días», replicó Sosia. Mi madre se sorbió los mocos. Se acercó al dormitorio, descorrió la cortina y sopesó el estado del catre de campaña.

«¡Vaya, vaya! ¡Ya veo qué pasa! ¿Es usted una clienta?»

«No estoy autorizada a decir nada», respondió Sosia.

Mi madre añadió que ya se ocuparía ella de juzgar qué estaba autorizado y qué estaba prohibido. Hizo sentar a Sosia y le dio de comer. Mamá tiene sus métodos. Poco después le había arrancado toda la historia. Preguntó qué pensaría su noble madre y Sosia tuvo la insensatez de responder que no tenía una noble madre. Mi propia y tierna progenitora quedó horrorizada.

«¡En ese caso, puedes venir conmigo!»

Sosia comentó que se sentía segura. Mi madre la miró de pies a cabeza y Sosia se fue con ella.

Bendito sea Petronio, que intervino para sacarme del atolladero.

–¡Jovencita, ha llegado la hora de que la llevemos a casa!

Le conté a Sosia que el senador me había contratado y dio a mis palabras más importancia de la que tenían.

–¿Entonces le ha dado una explicación? Al principio pensé que mi tío Décimo se mostraba demasiado cauteloso… -Sosia calló y se abalanzó acusadora sobre mi-: ¡Pero si no sabe de qué estoy hablando!

–Cuéntemelo -propuse con toda delicadeza.

Quedó muy perturbada. Dirigió sus ojazos hacia mi madre. Todo el mundo confía en mamá.

–¡No sé qué hacer! – se desesperó la joven.

–A mí no me mires, nunca me entrometo -replicó mi madre roncamente.

Lancé un bufido. Mamá lo ignoró y Petro dejó escapar una ahogada carcajada.

–Venga ya, niña, háblale de tu caja en el banco. Lo máximo que puede hacer es robártela -dijo mamá.

¡Qué prodigio de confianza! No la censuro. Por alguna razón peculiar, Festo, mi hermano mayor, se convirtió en héroe militar. Y con eso yo no puedo competir.

–Tío Décimo oculta algo muy importante en mi caja del banco en el Foro -murmuró Sosia con expresión de culpa-. Soy la única persona que sabe el número que permite abrir la caja. Aquellos hombres me llevaban al Foro.

La miré rígido y la hice sufrir. Al final me dirigí a Petronio y lo abordé de hombre a hombre.

–¿Qué te parece? No tenía la menor duda de cuál sería su respuesta.

–¡Vayamos a echar un vistazo!

Sosia Camilina se portó como una buena chica, aunque intervino para avisarnos que necesitaríamos una carretilla si pretendíamos trasladar el botín.