VIII

Gocé de una recepción en el puesto de guardia, cortesía de un edil llamado Atio Pertinax. Supuse que, si la suerte me abandonaba por completo, me llevarían a la cárcel de Tulliano o incluso a Mamertina. Pero me acompañaron en tropel hacia el este, hasta el Primer Sector. Esa actitud me sorprendió porque hasta aquella mañana nunca había tenido tratos con nadie en el Sector de la Puerta Capena. Me sorprendió haber ofendido a las autoridades en tan poco tiempo.

Si detesto a un tipo de personas por encima de todas las demás es a los ediles. En beneficio de los provincianos diré que en Roma los pretores se ocupan de la ley y el orden; son senadores con antigüedad que se eligen de a seis por vez y que se dividen entre sí los catorce distritos. Cada uno dispone de un subalterno que hace el trabajo pesado y ésos son los ediles, políticos jóvenes y temerarios que ocupan sus primeros puestos públicos y se entretienen antes de acceder a mejores cargos que les facilitan mayores sobornos.

Gneo Atio Pertinax era un ejemplar típico de su especie: un cachorro de pelo corto que subía a ladridos por la escala política, regañaba a los carniceros para que mantuviesen limpios los escaparates y que me las hacía pasar canutas. Hasta entonces nunca lo había visto. En retrospectiva sólo recuerdo un fondo gris lavado, a medias oculto por un haz de luz solar cegadora. El gris puede tener que ver con un recuerdo perdido. Creo que tenía los ojos claros y la nariz recta. Estaba al final de la veintena (era apenas más joven que yo) y su naturaleza rígida quedaba reflejada en su jeta de estreñido.

Asimismo, había un hombre mayor en cuyas ropas no había púrpura -no era senador- que se quedó en el banquillo y no abrió la boca. Poseía un rostro fofo y vulgar y una cabeza calva y vulgar. En mi experiencia hay que prestar atención a los que se sientan en los rincones. Pero antes que nada tuve que intercambiar algunas chanzas con Pertinax.

–¡Falco! – ladró luego de unos breves preliminares para establecer mi identidad-. ¿Dónde está la chica?

Yo tenía un profundo resentimiento contra Atio Pertinax, pero entonces aún no lo sabía.

Pensaba en cómo responder de una manera lo suficientemente descortés cuando Pertinax ordenó al sargento que me ayudara. Hice hincapié en que yo era un ciudadano nacido libre y en que dar un puñetazo a un ciudadano suponía una afrenta a la democracia. Así fue como constaté que Pertinax y sus matones no habían estudiado ciencias políticas: se dedicaron a apalear a la democracia sin remordimientos. Yo tenía derecho a apelar directamente al emperador, pero me di cuenta de que intentarlo podía abolir mi futuro.

Si hubiese pensado que Pertinax se mostraba tan violento por afecto hacia Sosia me habría resultado más llevadero, pero no teníamos en común sentimientos de camaradería. El incidente me preocupaba. El senador podía haber recapacitado, cancelar nuestro contrato y denunciarme al magistrado, si bien Décimo Camilo me había parecido un hombre blando y sabía (más o menos) dónde se encontraba la señorita desaparecida. Por eso aguanté hasta el final, magullado pero digno.

–Devolveré a Sosia Camilina a su familia cuando ésta me lo pida y le advierto, Pertinax, que haga lo que haga… ¡no la entregaré a nadie más!

Vi que su mirada se desviaba hasta el patatero del banquillo. El hombre lucía una sonrisa glacial, pesarosa y tolerante.

–Gracias -dijo el de la sonrisa-. Me llamo Publio Camilo Meto y soy el padre de Sosia. Supongo que ahora puedo hacerle algunas preguntas.

Cerré los ojos. Era la verdad y nada más que la verdad: nadie me había dicho cuál era la relación entre el senador y Sosia. Ése debía de ser el hermano pequeño, el que vivía en la desapacible casa contigua. Por lo tanto, mi cliente sólo era tío de la chica. Todos los derechos de propiedad correspondían al padre.

Como suele decirse, en respuesta a nuevos interrogatorios accedí a llevar al padre y a sus agradables amigos hasta el sitio donde estaba Sosia para que la recogieran. Al llegar a la lavandería, Lenia se asomó, intrigada por el sonido irregular de infinidad de pasos. El hecho de verme detenido no la sorprendió.

–¿Falco? Tu madre dice… ¡Oh!

–¡Quítate de en medio, vieja sucia! – gritó el edil Pertinax y la arrojó a un lado.

Para salvarlo de la indignidad de que una mujer lo estrujase hasta convertirlo en pulpa de fruta, intervine amablemente:

–¡Lenia, ahora no tengo tiempo!

Después de veinte años de escurrir togas chorreantes, Lenia poseía una fuerza sorprendente. Pertinax habría salido muy malparado. Lamenté que se salvara. Me habría gustado sujetarlo mientras Lenia lo ponía de vuelta y media. Me habría gustado hacerle daño con mis propias manos.

Para entonces el ímpetu de la llegada nos arrastró escaleras arriba. Fue una visión fugaz. Entramos atropelladamente en mi apartamento, pero Sosia Camilina no estaba.