A medida que regresaba a casa, las calles se tornaron más bulliciosas con los pregones de los mercaderes, el batir de los cascos y el tintineo de los arneses. Un chucho negro con el pelaje sucio y lleno de pegotes me ladró como loco cuando pasé por la panadería. Al darme la vuelta para mentarle a su madre mi cabeza chocó con una sucesión de jarras que un ceramista había colgado de una cuerda con la intención de demostrar, a modo de publicidad, que sus obras podían soportar los golpes; por fortuna, yo también tenía la cabeza dura. En la vía de Ostia me vi zarandeado por vendedores de cintas y lacayos de librea carmesí, pero me desquité aplastando los dedos de los pies de algunos esclavos. Cerca de casa vi que mi madre compraba alcachofas con ese gesto de labios apretados que indica que está pensando en mí. Me oculté tras unos barriles repletos de bígaros y retrocedí para no tener que averiguar si mis suposiciones eran correctas. Al parecer mamá no me vio. Todo iba bien: había trabado amistad con un senador, tenía un contrato amplio y, lo mejor de todo, a Sosia.
Fui bruscamente arrancado de mi ensueño por dos matones cuyo saludo me obligó a gemir de dolor.
–¡Ay, por las barbas de Poseidón! – chillé-. Oídme, chicos, sólo ha sido un error. Decidle a Esmaracto que le he pagado el alquiler a su contable…
No los reconocí, aunque conviene saber que los gladiadores no le duran mucho a Esmaracto. Si no logran escapar, mueren inevitablemente en el circo. Y si no llegan al circo es porque mueren de hambre, pues para Esmaracto una dieta de entrenamiento se compone de un puñado de lentejas de color amarillo claro en montones de agua sucia de la bañera. Supuse que ésos eran los últimos matones que mi casero había sacado del gimnasio.
Mi suposición era errónea. Para entonces el codo del primer matón aplastaba mi cabeza. El segundo bajó el rostro y me sonrió; tuve una visión lateral de los protectores de mejillas de un casco último modelo y del conocido pañuelo escarlata que llevaba al cuello. Esos desgraciados eran militares. Pensé apelar a mi condición de antiguo soldado, pero dado mi historial en la legión no era probable que se dejasen impresionar por un marginado de la Segunda Augusta.
–¿Te remuerde la conciencia? – preguntó a gritos la cara que me observaba de soslayo-. ¿Hay algo más que te preocupe…? ¡Didio Falco, quedas detenido!
Que me detuvieran los chicos de rojo me resultó tan familiar como si Esmaracto me hiciese cosquillas en busca de dinero. El más corpulento de los dos intentaba arrancarme las amígdalas con la tenaz eficiencia con que un pinche de cocina pela guisantes. Le habría pedido que me dejara en paz, pero su admirable técnica me había dejado sin habla…