VI

El senador Décimo Camilo Vero vivía en el Sector de la Puerta Capena. Como la Puerta Capena era el distrito contiguo al mío fui a pie. Durante el trayecto me crucé con Maya, mi hermana pequeña, y con al menos dos mocosos de las ramas de nuestro árbol genealógico.

Algunos investigadores dan la sensación de ser hombres solitarios. Tal vez sea este el punto donde yo fallé. Cada vez que seguía subrepticiamente los pasos a un funcionario adúltero de túnica brillante me bastaba con alzar la mirada para ver a uno de esos enanos limpiándose los mocos en el brazo y berreando mi nombre desde la acera de enfrente. En Roma yo era un burro marcado. Debía de estar emparentado con la mayoría de los que vivían entre el Tíber y la Puerta Ardeatina. Tenía cinco hermanas, la pobre chica con la que mi hermano Festo no tuvo tiempo de casarse, trece sobrinos, cuatro sobrinas y varios más notoriamente en camino. Sin contar con lo que los abogados llaman herederos en cuarto y quinto grado: los hermanos de mi madre, las hermanas de mi padre y todos los primos segundos de los hijos del primer matrimonio de los padrastros de las tías de mi abuelo. También tenía madre, aunque procuraba ignorarlo.

Saludé con la mano a los mocosos. Intentaba llevarme bien con ellos. Uno o dos son muy agradables. Además, apelo a estos chiquillos ingeniosos para que no pierdan de vista a los adúlteros cuando me voy a las carreras.

Décimo Camilo poseía una mansión en su propia parcela en medio de apacibles calles interiores. Había adquirido el derecho de extraer agua directamente del viejo acueducto Claudio, en la Vía Apia. No lo acuciaba la necesidad económica de alquilar las estancias de la fachada como tiendas ni la planta superior como alojamientos, aunque compartía esa parcela envidiable con el propietario de la casa contigua, idéntica a la suya. Deduje que ese senador no era desaforadamente rico. Como el resto de los mortales, el infeliz luchaba por mantener el estilo de vida digno de su rango. La diferencia entre él y el resto de los mortales consistía en que Décimo Camilo Vero tenía que ser millonario para haber accedido al Senado.

Como me disponía a visitar un millón de sestercios arriesgué el pescuezo poniéndome en manos de la navaja de un barbero. Llevaba una gastada toga blanca con los agujeros ocultos en los pliegues, una túnica corta y limpia, mi mejor cinturón con la hebilla celta y botas marrones. La importancia de un ciudadano libre queda de manifiesto por la longitud de su séquito de esclavos… En mi caso, ninguno.

Aunque en las cerraduras de la casa del senador había escudetes nuevos, un portero avergonzado con un feo golpe en el pómulo se asomó por la mirilla enrejada y abrió la puerta en cuanto tiré de la cuerda de la gran campana de cobre. Esperaban a alguien. Probablemente a la misma persona que el día anterior había atizado al portero y se había llevado a Sosia.

Atravesamos la entrada de mosaicos negros y blancos, con su fuente chisporroteante y su desconchada pintura de cinabrio. Camilo era un cincuentón tímido que acechaba en la biblioteca, en medio de una maraña de papeles, un busto del emperador y una o dos lámparas de bronce dignas de admiración. Parecía normal, pero no era así. Lo prueba el hecho de que se mostrara amable.

–Buenos días. ¿En qué puedo servirlo?

–Me llamo Didio Falco. Señor, aquí tiene mis credenciales.

Le entregué uno de los brazaletes de Sosia. Era de azabache de Britania, material que embarcan en la costa noreste, y estaba tallado en piezas entrelazadas, como los dientes de una ballena. Sosia me había contado que se lo había enviado su prima. Conocía el estilo por la temporada que pasé en el ejército, pero lo cierto es que en Roma escaseaban.

El senador lo examinó con delicadeza.

–¿Puedo preguntar de dónde lo sacó?

–Del brazo de una jovencita decorativa que ayer rescaté de las garras de dos energúmenos que se dedican a robar.

–¿Está sana y salva?

–Sí, señor.

Tenía tupidas cejas encima de unos ojos correctamente separados que me miraron de frente. El pelo se le erizaba a pesar de que no lo llevaba muy corto, lo que le confería un aspecto alegre y juvenil. Noté cómo se armaba de valor para preguntarme qué quería. Puse cara de servicial.

–Senador, ¿quiere que la traiga?

–¿Cuáles son sus condiciones?

–Señor, ¿tiene idea de quién la raptó?

–Ni la más remota idea. – Si me hubiera dado cuenta de que mentía, habría admirado la forma convincente en que habló. Tal como sucedieron las cosas, su insistencia me gustó-. Por favor, dígame cuáles son sus condiciones.

–Sólo es por curiosidad profesional. La he ocultado en un lugar seguro. Soy investigador privado. El capitán de la guardia del Decimotercero, Petronio Longo responde por mí.

El senador se estiró hacia el tintero y tomó notas en el margen de la carta que estaba leyendo. Eso también me gustó. Tenía la intención de comprobar lo que le había dicho.

Sugerí, sin presionarlo, que si estaba agradecido tal vez quisiera contratarme para ayudarle. Se mostró pensativo. Le di una idea general de mis tarifas y añadí algo por su rango ya que me llevaría más tiempo si constantemente tenía que llamarlo «señor». Se mostró reticente, supongo que porque no quería que rondara a la chica, aunque al final acordamos que le aconsejaría sobre la seguridad de la casa y que estaría atento a cualquier información sobre los secuestradores.

–Quizá sea correcta su idea de mantener oculta a Sosia Camilina -opinó-. ¿Está en un lugar respetable?

–¡Señor, mi propia madre ha supervisado el escondite!

Era verdad, mamá registraba regularmente mis aposentos en busca de mujeres disolutas. A veces las encontraba y en otras ocasiones lograba llevármelas a tiempo.

El senador no era tonto. Tomó la decisión de que alguien me acompañara para comprobar que la moza estaba a salvo. Intenté explicarle que no era conveniente. En la tienda de comida de enfrente había visto a unos matones desarrapados que observaban a cuantos entraban en su casa. Nada indicaba que estuvieran relacionados con Sosia y quizá sólo fueran rateros oportunistas que habían escogido un mal día para preparar un robo. Fuimos a echar un vistazo porque el senador me llevó de paseo por su propiedad.

La puerta principal disponía de una segura cerradura de madera con llave giratoria de hierro, de quince centímetros de largo y tres muescas, amén de cuatro cerrojos de bronce, una mirilla de inspección con una corredera pequeña e ingeniosa y un madero de encina maciza que por la noche se encajaba en dos soportes perfectamente empotrados. El portero vivía en un chiribitil lateral.

–¿Le parece adecuado? – inquirió el senador.

Lo miré de arriba abajo y mi escrutinio incluyó al duende soñoliento que hacía de portero, el idiota pasmado que había dejado entrar a los raptores de Sosia.

–¡Sí, señor! El sistema es excelente, de modo que le daré un consejo: ¡úselo! – Me percaté de que tomaba buena nota de lo que le decía.

Le pedí que observara por la mirilla para ver al par de azotacalles que remoloneaban en la tienda de comida.

–Esos me vieron llegar. Saltaré por la pared del fondo y así tendré la oportunidad de inspeccionar la parte trasera de la casa. Envíe un esclavo al puesto de guardia local y haga detener a esos dos por perturbar el orden público.

–Pero si no están…

–Lo estarán -aseguré-. Lo estarán en cuanto el pelotón del pretor se disponga a detenerlos.

Se dejó convencer. Es tan fácil manejar a los dirigentes del imperio…

El senador habló con el portero, que puso cara de disgusto pero salió a cumplir el recado. Pedí a Camilo Vero que me mostrara los aposentos de la planta alta y diez minutos después, cuando bajamos, volví a asomarme y comprobé que un animado grupo de soldados se alejaba calle abajo, llevándose a los mirones de la tienda de comida con los brazos cruzados a la espalda.

¡Es muy tranquilizador comprobar que se obtiene una respuesta tan inmediata cuando un ciudadano acaudalado presenta una queja ante un magistrado!

Pese a todo el hierro forjado de la puerta principal, en la parte posterior había siete entradas distintas al jardín y ninguna disponía de una cerradura mínimamente correcta. La puerta de la cocina se abrió en cuanto introduje la llave de mi casa. Ninguna ventana contaba con barrotes. El balcón que rodeaba la planta alta daba acceso a toda la casa. El elegante comedor decorado en azul ahumado disponía de endebles puertas de fuelle que forcé con un mosaico afilado que encontré en un arriate, ante la mirada atónita del secretario del senador. Se trataba de un delgado esclavo griego de nariz ganchuda y con el típico aire de superioridad que los secretarios griegos exhiben desde la cuna. Le dicté unas cuantas instrucciones.

Llegué a la conclusión de que me gustaba dictar. También disfruté de la expresión del griego cuando sonreí, me despedí, trepé a un reloj de sol, busqué un punto de apoyo en la hiedra y me erguí por encima de la medianera para observar la casa contigua.

–¿Quién vive aquí?

–El hermano pequeño del amo.

Como yo también pertenecía a la categoría de los hermanos pequeños, comprobé con regocijo que el joven Camilo tenía dos dedos de frente. Había instalado sólidos postigos de pizarra en todas las ventanas y los había pintado de verde malaquita oscuro. La fachada de ambas casas estaba revestida con bloques corrientes de lava y el primer piso se sustentaba en delgadas columnas de vulgar piedra gris. El arquitecto había sido manirroto con los hastiales de terracota moldeada, pero se le acabaron los fondos para gastos accesorios cuando llegó el momento de adornar la planta baja con las habituales estatuas de gráciles ninfas en paños menores. Los jardines estaban decorados con endebles emparrados, aunque las plantas rebosaban salud. A uno y otro lado de la medianera se había aplicado el mismo contrato de construcción. Era difícil explicar por qué la casa del senador exhibía una sonrisa accesible y tolerante mientras que la residencia de su hermano resultaba formal y fría. Me alegré de que Sosia morara en la casa de la sonrisa.

Contemplé durante un buen rato el hogar del hermano, sin saber a ciencia cierta qué buscaba. Me despedí del griego con un ademán y caminé por la medianera hasta el otro extremo. Bajé negligentemente de un salto.

Quedé cubierto de polvo, me torcí la rodilla y aterricé en el callejón que se abría detrás del muro del jardín del senador. Sólo Hércules sabe por qué lo hice, pues había una entrada para carros de reparto con una puerta del todo correcta.