III

Después del ajetreo del Foro y del barullo de las plazas romanas mi apartamento era un bendito remanso de silencio, aunque llegaban débiles ruidos de la calle y ocasionalmente se oían los gorjeos de los pájaros a través de los techos de tejas rojas. Vivía en la última planta. Como les ocurría a todos, llegamos con la lengua fuera. La muchacha se detuvo a leer mi placa de cerámica. Era una placa innecesaria, pues nadie sube seis pisos sin saber a quién va a ver, pero me había compadecido de un viajante de comercio que subió para convencerme de que la publicidad contribuiría al incremento de mis actividades. No hay nada que contribuya al incremento de mis actividades, pero esto es harina de otro costal.

–M. Didio Falco. La M significa Marco. ¿Puedo llamarlo Marco?

–No -repliqué.

Entramos.

–Cuantos más escalones, más bajo es el alquiler -expliqué con ironía-. Vivía en el tejado hasta que las palomas se quejaron de que daba mala reputación a sus tejas…

Yo vivía a mitad de camino del cielo. La chica estaba extasiada. Acostumbrada exclusivamente a cómodas extensiones a nivel del suelo, con sus propios jardines y acceso a los acueductos, sin duda no percibía las desventajas de mi nido de águila. Yo temía que los cimientos cedieran y que seis plantas se derrumbaran en una bocanada de polvo de yeso o que una noche ardiente no despertase cuando sonara la alarma de los vigilantes contra incendios, con lo cual me freiría en mi propia grasa.

La muchacha enfiló hacia el balcón. Le concedí unos segundos y salí a reunirme con ella, realmente orgulloso de mi panorámica. La vista era fabulosa. Nuestro bloque se alzaba lo suficiente sobre el Aventino como para ver los edificios vecinos en dirección al puente Probo. La vista alcanzaba a varios kilómetros, cruzando el río y el Sector del Trastevere hasta el monte Janículo y la zona rural de la orilla oeste. Por la noche era insuperable. En cuanto los carros de reparto interrumpían su barahúnda, los sonidos se tornaban tan intensos que oías el agua que acariciaba las márgenes del Tíber y a los centinelas del emperador afilando las lanzas a tus espaldas, en el monte Palatino.

La joven aspiró a fondo el aire tibio cargado de olores urbanos: de tiendas de comida, de fabricantes de velas y el soplo aromático de los pinos de los jardines públicos del monte Pinciano.

–Cuánto me gustaría vivir en este lugar… -La muchacha debió de reparar en mi expresión-. ¡Me desprecia por ser una mocosa consentida! Supone que ignoro que no dispone de agua, de calor en invierno ni de un horno adecuado, por lo que tiene que comprar las comidas en una tienda de las que preparan pasteles calientes… -Tenía razón, había dado por sentado que no lo sabía. Bajó la voz y me lanzó a bocajarro-: ¿Quién es usted?

–Ya lo ha leído: Didio Falco -respondí sin dejar de mirarla-. Soy investigador privado.

La muchacha evaluó mi respuesta. En un primer momento no supo a qué atenerse y luego exclamó agitada:

–¡Trabaja para el emperador!

–Vespasiano detesta a los informantes. Trabajo para tristes hombres de edad madura convencidos de que sus perversas esposas se van a la cama con los aurigas y para otros sujetos aún más lamentables que saben que sus esposas se acuestan con sus primos. A veces trabajo para mujeres.

–Si no es demasiada indiscreción de mi parte, ¿en qué consiste su trabajo para las mujeres? – Reí.

–En aquello por lo que pagan. – Lo dejé estar.

Entré en casa, guardé varias cosas que prefería que ella no viese y me dispuse a preparar la cena. Un rato más tarde la joven me siguió y echó un vistazo al cuchitril que Esmaracto me alquilaba. Por lo que cobraba era una afrenta… aunque lo cierto es que yo rara vez le pagaba.

Disponía de una habitación exterior en la que un perro podría darse la vuelta siempre y cuando fuese flaco y metiera el rabo entre las patas. Una mesa coja, un banco sesgado, un estante con cacharros, una bancada de ladrillos que yo utilizaba como horno, una parrilla, vasijas de vino (vacías), cesta para la basura (llenísima). Una salida al balcón para cuando te hartabas de pisotear las cucarachas en el interior, más una segunda abertura tras una cortina de rayas vivas y acogedoras… que conducía al dormitorio. Ella tal vez lo percibió porque no preguntó nada.

–Por si está acostumbrada a banquetes que duran toda la noche y que abarcan siete platos, desde huevos con salsa de pescado encurtido hasta sorbetes que se mantienen helados en pozos abiertos en la nieve, le advierto que los martes mi cocinera va a visitar a su abuela.

Yo no tenía cocinera ni esclavos. Mi nueva clienta se mostró alicaída.

–Le ruego que no se preocupe. Ya comeré cuando me lleve a casa…

–De momento no irá a ninguna parte -la puse sobre aviso-. No se moverá de aquí hasta que yo sepa a qué la devuelvo. ¡Y ahora a comer!

Tomamos sardinas frescas. Me habría gustado darle algo más estimulante, pero la mujer que se ocupaba de dejarme las comidas había traído sardinas. Preparé una salsa fría dulce para alegrar el pescado: miel, una pizca de esto, una espolvoreada de aquello, ya sabéis. La muchacha me observó como si en su vida hubiese visto a alguien moliendo en el mortero apio de montaña y romero. Tal vez era así.

Fui el primero en acabar la cena, apoyé los codos en el borde de la mesa y contemplé a la jovencita con expresión sincera, de las que despiertan confianza.

–Y ahora cuénteselo todo al tío Didio. ¿Cómo se llama?

–Helena.

Estaba tan ocupado fingiendo una expresión sincera que se me pasó por alto el rubor de la joven, rubor que debió indicarme que la perla de esa ostra era falsa.

–Helena, ¿conoce a esos bárbaros?

–No.

–¿De dónde se la llevaron?

–De nuestra casa.

Solté un silbido. Esa respuesta era toda una sorpresa.

Al recordar la joven se indignó y se mostró más locuaz. Se la habían llevado en pleno día.

–¡Tocaron la campana con todo descaro, pasaron delante del portero, me arrastraron hasta una silla de manos y echaron a correr calle abajo! Al llegar al Foro el gentío les obligó a aminorar la velocidad, así que me apeé de un salto y huí.

Era evidente que la habían amenazado lo suficiente para que no gritase, si bien no bastó para sofocar su espíritu.

–Tiene idea de a dónde la llevaban.

Replicó que no.

–¡Le ruego que no se preocupe! ¿qué edad tiene?

Tenía dieciséis años. ¡Por Júpiter!

–¿Está casada?

–¿Parezco una mujer casada?

¡Parecía una mujer que muy pronto estaría casada!

–¿Su padre tiene algún proyecto matrimonial en ciernes? ¿Le ha echado el ojo a un militar bien educado que acaba de regresar de Siria o de Hispania?

Aunque la idea pareció interesarle, meneó la cabeza. Yo veía un motivo más que suficiente para secuestrar a esa beldad. Intensifiqué mi expresión inspiradora de confianza.

–¿Últimamente algún amigo de papá se la ha comido con los ojos? ¿Su madre le ha presentado a algún joven y elegante hijo de sus amigas de la infancia?

–No tengo madre -me interrumpió serenamente.

Se produjo una pausa mientras yo analizaba esa forma extraña de expresarlo. La mayoría de las personas dirían «Mi madre ha muerto» o algo semejante. Deduje que su noble progenitora gozaba de una salud excelente, que probablemente la habían pescado en la cama con un lacayo y que se había divorciado en medio de la deshonra.

–Le ruego que me disculpe, pero se trata de una pregunta profesional -la tranquilicé-. Dígame, ¿Tiene algún admirador en concreto del que su familia no sabe nada?

De pronto la muchacha se echó a reír.

–¡Vamos, déjese de tonterías! ¡Le aseguro que no hay nadie de esas características!

–¡Es usted una joven muy atractiva!¡ -insistí. Me apresuré a añadir-: Le garantizo que conmigo está a salvo.

–¡Es evidente! – se burló.

En esta ocasión sus enormes ojos pardos bailaron de excelente humor. Azorado comprobé que me estaba tomando el pelo.

En parte era una fanfarronada. Se había llevado un susto de muerte y ahora intentaba mostrarse valiente. Y cuanto más valiente se mostraba, más hermosa resultaba. Cargados de picardía, sus bellos ojos miraron los míos, lo que me provocó graves problemas…

En ese preciso momento sonaron pisadas en el pasillo y apalearon la puerta con esa arrogancia indiferente que sólo corresponde a una visita de los representantes de la ley.