II

Afortunadamente, Esmaracto estaba a punto de irse. Oculté a la chica en el pórtico de un tejedor de cestas mientras me agachaba detrás de ella y me anudaba las tiras de la bota izquierda.

–¿Quién es? – murmuró la joven.

–Sólo una mancha de barro local -repliqué.

Le ahorré mi perorata sobre los magnates de la propiedad en tanto parásitos de los pobres, pero me entendió.

–¡Es su casero! ¡Qué percepción!

–¿Se ha largado?

La joven confirmó la partida de mi casero. Como no estaba dispuesto a correr riesgos añadí:

–Cinco o seis gladiadores enjutos le pisaban los talones.

–Llenos de ojos morados y vendas sucias.

–¡Entonces, adelante!

Nos abrimos paso entre las prendas mojadas que Lenia había puesto a secar en la calle, apartamos las caras cuando aletearon sobre nosotros y entramos.

La lavandería de Lenia. El vapor nos aplastó. Los críos lavanderos golpeaban la ropa con los pies, sumergidos en tinas de agua caliente hasta sus rodillas pequeñas y agrietadas. Se oía un ruido ensordecedor -palmear la ropa blanca, golpearla y aporrearla, los calderos que entrechocaban- en medio de una atmósfera cerrada y retumbante. La lavandería ocupaba toda la planta baja y se desbordaba hasta el patio del fondo.

La negligente propietaria nos recibió con expresión de mofa. Probablemente Lenia era más joven que yo, pero aparentaba cuarenta años, con su cara demacrada y el vientre fláccido que se derramaba sobre el borde de la cesta que portaba. Mechones de pelo rizado escapaban de la cinta incolora que rodeaba su cabeza. Al ver a mi bella acompañante lanzó una estridente carcajada.

–¡Falco! ¿Tu madre te permite jugar con niñitas?

–Es muy decorativa, ¿no te parece? – Adopté una expresión cordial-. Es una ganga que conseguí en el Foro.

–¡No melles su bonito barniz! – Lenia se burló de mí-. Esmaracto te dejó un mensaje: o pagas, o sus pescadores te meterán los tridentes en las zonas sensibles.

–Si quiere estrujarme la bolsa tendrá que presentarme un informe por escrito. Dile…

–¡Díselo tú mismo!

Lenia, que instintivamente estaba dispuesta a favorecerme, se mantenía al margen de mi batalla con el casero. Esmaracto le dedicaba ciertas atenciones que de momento rechazaba porque prefería mantener su independencia, si bien no se cerraba ninguna puerta porque Lenia era una buena mujer de negocios. Esmaracto era un mal bicho. A mi juicio, Lenia estaba chalada. Le había dado mi opinión y me había replicado que yo ya sabía de los asuntos de quién debía ocuparme. Volvió a dirigir su mirada inquieta a mi acompañante.

–Es una nueva clienta -me jacté.

–¡No me lo puedo creer! ¿Te paga por tu experiencia o le pagas por sus encantos? Ambos nos volvimos para examinar a mi damisela.

Lucía una fina túnica interior blanca sujeta a lo largo de las mangas con broches de esmalte azul y por encima un vestido sin mangas tan generosamente largo que lo había recogido sobre el cinto de hilos de oro entrelazados. Además de las anchas bandas de bordados de dibujos en el cuello y el dobladillo y las anchas tiras que cubrían la parte delantera, cuando Lenia entrecerró sus ojos llorosos me di cuenta de que admirábamos una tela de calidad. Mi diosa lucía en cada orejilla aretes de alambre adornados con minúsculas cuentas de cristal, un par de cadenas al cuello, tres brazaletes en el brazo izquierdo, cuatro en el derecho y diversos anillos con forma de nudos, serpientes o aves con los largos picos cruzados. Podríamos haber vendido sus galas juveniles por una cifra superior a la que yo había ganado el año pasado. Era mejor no pensar cuánto pagaría el dueño de un lupanar por esa moza tan guapa. Era rubia. Mejor dicho, ese mes era rubia y, puesto que no provenía de Macedonia ni de Germania, debió de contar con la ayuda del tinte. Era un buen trabajo. Por mí mismo no me habría enterado, pero Lenia me lo explicó más tarde.

Llevaba el pelo rizado en tres bucles sedosos y gruesos, agrupados y atados a la nuca con una cinta. La tentación de deshacer ese lazo me acució como una picadura de avispón. Llevaba afeites. Era algo a lo que yo estaba acostumbrado porque mis hermanas se pintarrajeaban como estatuas recién doradas. Mis hermanas son sorprendentes, aunque como obras de arte dejan mucho que desear. Lo de la joven era mucho más sutil, estaba logrado de una manera invisible, aunque la carrera bajo el calor había manchado tenuemente un ojo. Los tenía pardos, separados y tiernamente cándidos. Lenia se hartó de mirarla mucho antes que yo.

–¡Corruptor de menores! – me espetó Lenia sin rodeos-. ¡Deja tu colaboración en el cubo antes de subir con la chica!

No se trataba de la petición de una muestra médica por el hecho de que Lenia me considerara enfermo en virtud de la corrupción de menores, sino de una invitación claramente hospitalaria y con alusiones comerciales.

He de dar una explicación sobre el cubo y la cuba de blanqueo. Mucho después le describí la situación a una mujer que conocía a fondo y hablamos de lo que utilizan los lavanderos para blanquear la ropa.

–¿Ceniza de madera destilada? – preguntó dubitativa mi amiga.

Utilizan ceniza. Y también emplean carbonato de sosa, tierra de batán y blanco de Hispania para las túnicas brillantes de los candidatos a las elecciones. Pero las prístinas togas de nuestro imperio magnífico son eficazmente blanqueadas con orina que se obtiene de las letrinas públicas. Siempre presto a aprovechar formas nuevas y fáciles de obtener dinero, el emperador Vespasiano impuso una tasa a ese antiguo comercio con desperdicios humanos. Aunque Lenia pagaba dicha tasa, por principio siempre que podía incrementaba sus existencias a cambio de nada. La mujer a la que se lo había contado comentó con tono frío:

–Supongo que en la época de las ensaladas, cuando todo el mundo come remolacha, la mitad de las togas del Foro adquieren un delicado tono rosa. ¿O las aclaran?

Me encogí de hombros deliberadamente. Habría pasado por alto este detalle desagradable pero, como luego se verá, la cuba de blanqueo de Lenia fue decisiva para el caso.

Como moraba en la sexta planta de un bloque que no estaba mejor equipado que otros tugurios de Roma, hacía mucho tiempo que el cubo de Lenia se había convertido en un amigo. Con amabilidad Lenia dijo a mi acompañante:

–Querida, las muchachitas lo hacen detrás de las barras de carda.

–¡Lenia, no incomodes a mi delicada clienta!

Me ruboricé en su nombre.

–A decir verdad, salí de casa deprisa y corriendo…

Delicada pero desesperada, mi clienta salió disparada tras las barras donde colgaban la ropa seca de los hombros, atravesada por postes, para rascarla con cardas que peinaban la pelusa. Mientras esperaba, llené mi cubo habitual y hablé con Lenia del calor, como suele hacerse. Cinco minutos después el tema estaba agotado.

–¡Falco, piérdete! – gritó una cardadora mientras miraba entre las barras. Ni señales de mi clienta.

De haber sido menos atractiva, lo habría dejado estar. Pero era muy atractiva… y yo no tenía motivos para ceder a otro ese tipo de inocencia. Lancé una maldición, pasé torpemente junto a la gigantesca escurridora y salí al patio de la lavandería.

En el hogar se calentaba el agua de pozo utilizada para las coladas. Había prendas extendidas sobre bastidores de mimbre situados encima de braseros de azufre hirviente que, por intermedio de una misteriosa química, incorporan blancura adicional. Había varios jóvenes que se mofaron de mi furia y había un olor espantoso. Pero no había clienta. De un salto salvé una carretilla y me largué rápidamente calle abajo.

La muchacha había atravesado los hornos negros de humo de la tintorería, franqueado el estercolero y estaba a mitad de camino entre las jaulas de aves de corral donde varios gansos de patas doloridas y un abatido flamenco color cereza descansaban para acudir al mercado al día siguiente. Cuando me acerqué vi que la joven se había detenido, cortado el paso por un cordelero que se desabrochaba el cinturón de sus ciento quince kilos de peso para facilitar la tarea de violarla con esa brutalidad sin trascendencia que por estos lares se interpreta como apreciación de la figura femenina. Di amablemente las gracias al cordelero por cuidar de la muchacha y me la llevé antes de que uno u otra protestaran.

Se trataba de una clienta cuyo contrato tendría que cumplirse atándola a mi muñeca con un buen trozo de cuerda.