Ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos adivinar cómo.
(Gastón Leroux. El fantasma de la Ópera)
Al arzobispo de Sevilla la satisfacción le bailaba en los ojos, tras el humo de la pipa.
—Así que Roma se rinde —dijo.
Quart puso la taza en su plato y se secó los labios con una servilleta bordada por las monjas Adoratrices. Su sonrisa parecía un suspiro.
—Es una forma de considerarlo, Ilustrísima.
Monseñor Corvo soltó más humo. Estaban sentados uno frente a otro, separados por la mesita baja con dos servicios sobre bandejas de plata. Era costumbre del arzobispo invitar al desayuno a su primera visita de la mañana. Aquel café con tostadas, mantequilla y mermelada de naranjas amargas estaba, en realidad, destinado al deán de la catedral; mas la visita inesperada de Quart, que acudía a despedirse, había alterado el protocolo. Y el arzobispo detestaba el café frío.
—Ya le dije que este asunto no era fácil de resolver.
Quart se reclinó en el sillón. Con gusto habría privado al arzobispo del placer de despedirlo con sarcasmos y sonrisitas ahumadas de tabaco inglés; pero las normas exigían que le presentara sus respetos antes de irse. Y en eso estaba.
—Recuerdo a Su Ilustrísima que no vine a resolver nada, sino a informar a Roma de la situación. Y es lo que me dispongo a hacer.
Monseñor Corvo estaba encantado.
—Sin averiguar quién es Vísperas —subrayó.
—Cierto —Quart miraba el reloj—. Pero el problema no es sólo Vísperas. El pirata informático resulta una anécdota, y su identidad terminará por conocerse tarde o temprano. Lo importante es la situación del padre Ferro y de Nuestra Señora de las Lágrimas… Mi informe permitirá que cualquier decisión al respecto se adopte con conocimiento de causa.
Brilló la piedra amarilla del anillo arzobispal cuando el prelado alzó una mano, tajante.
—No me venga con arabescos de jesuita, padre Quart. Se estrelló en este asunto —lo miró con regocijo apenas disimulado por el humo de la pipa—. Vísperas se ha reído de Roma y de usted.
A Quart lo irritaba aquella desenvoltura en atribuir paja al ojo ajeno.
—Es un punto de vista, Ilustrísima —admitió sin disimular su desdén—. Pero, ya que lo menciona, me permito recordarle que ni Roma ni yo habríamos intervenido si Su Reverencia hubiese madrugado un poco… Tanto Nuestra Señora de las Lágrimas como el padre Ferro pertenecen a su diócesis. Y es notorio el dicho evangélico: ovejas sueltas, pastor dormido.
Al oír aquello monseñor Corvo casi dio un respingo en el sillón. El hecho de que la cita fuese apócrifa no le aportaba consuelo alguno. El agente del IOE lo vio morder, exasperado, la boquilla de la pipa.
—Oiga, Quart —la voz le salía dura, entre dientes—. Aquí la única oveja que pasta suelta es usted. A ver si se cree que soy tonto. Conozco sus visitas a la Casa del Postigo y todo lo demás. Sus paseítos y sus cenas.
Y acto seguido, rotos los diques, monseñor Corvo —cuyo talento para el púlpito era muy apreciado en su diócesis— se puso a resumir admirablemente su despecho y malhumor en una áspera homilía de minuto y medio, cuya tesis central era que el enviado del IOE se había dejado enredar por el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas y su Greenpeace particular de monjas, aristócratas y beatas, hasta perder el sentido de la perspectiva y traicionar su misión en Sevilla. Seducción a la que no había sido ajena la hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Que por cierto —añadió con manifiesta mala fe—, seguía siendo señora de Gavira.
Quart encajaba impávido la filípica; pero aquella última alusión vino a torcerle el gesto:
—Mucho agradecería a Monseñor que, si algo tiene que decir sobre ese particular, lo haga por escrito.
—Pues claro que lo haré —Aquilino Corvo estaba satisfecho de haberle asestado por fin una estocada a Quart—. A sus jefes del Vaticano. Y al Nuncio. Y al Sursum Corda. Lo haré por escrito, por teléfono, por fax, y con música de guitarra y palmeros finos —se quitó la pipa de la boca, dejándole espacio a una ancha sonrisa—. Usted se va a quedar sin reputación como yo me quedé sin secretario.
Allí no había más que hablar. Quart dobló la servilleta, dejándola caer en la bandeja, y se puso en pie.
—Si no desea nada más Su Reverencia…
—Nada más —el arzobispo lo miraba con sorna—. Hijo mío.
Seguía sentado, mirándose la mano como si dudara en rematar la faena dándole a besar a Quart el anillo pastoral. Entonces sonó el teléfono y se limitó a despedirlo con un gesto, mientras se levantaba camino de la mesa.
Quart se abotonó la americana y salió al pasillo. Sus pasos resonaron bajo las pinturas venecianas del techo de la galería de los Prelados, y luego en el mármol de la escalera principal. Por las ventanas veía la Giralda más allá del patio donde en otro tiempo estuvo la cárcel de la Parra, utilizada por los obispos sevillanos para encerrar a sus sacerdotes díscolos. Y se dijo que, un par de siglos antes, el padre Ferro y quizás él mismo habrían tenido muchas probabilidades de cambiar impresiones allá abajo mientras monseñor Corvo enviaba a Roma, por vía ordinaria y lentísima, su propia versión de los hechos. Reflexionaba Quart sobre las ventajas de la modernidad y el teléfono, ya en el último tramo de escalera, cuando oyó pronunciar su nombre.
Se detuvo y miró hacia arriba. El arzobispo en persona estaba en la balaustrada, llamándolo. Y se le había desvanecido el aire satisfecho de quien acaba de cobrar una vieja deuda:
—Suba, padre Quart. Tenemos que hablar.
Volvió sobre sus pasos, intrigado. Y a medida que ascendía peldaños hacia Su Ilustrísima, advirtió la palidez de su rostro. Tenía la pipa entre los dedos y la golpeaba distraído, sombrío. Las brasas y la ceniza manchaban el mármol negro y rosa de la balaustrada, vaciando la cazoleta; mas no parecía reparar en ello.
—Usted no puede irse —le dijo a Quart cuando éste llegó a su altura—. Ha ocurrido otra desgracia en la iglesia.
Cruzó entre la hormigonera y dos coches de policía. Nuestra Señora de las Lágrimas era un ir y venir de agentes de paisano y de uniforme. Quart calculó una docena, con el guardia de la puerta y los que había dentro haciendo fotos, a la caza de huellas dactilares o en plena revisión de suelo, bancos y andamios. Resonaban su ruido y sus conversaciones en voz baja.
Gris Marsala estaba sentada en los escalones del altar mayor, sola. Quart se dirigió hacia ella por el pasillo central, y cuando iba por la mitad le salió al encuentro Simeón Navajo. El subcomisario llevaba como siempre el pelo recogido en una coleta, las gafas redondas sobre el enorme bigote, camisa de un vivo rojo garibaldino y su bolso de cuero moro colgado del hombro; con el 357 Magnum, supuso el sacerdote, dentro. Pensó absurdamente que Navajo desentonaba mucho en aquel escenario: el altar barroco iluminado para los policías, las estropeadas vidrieras y pinturas del techo, el confesionario de madera oscura a la entrada de la sacristía, los exvotos colgados junto al Cristo de la puerta. Se estrecharon la mano. Navajo parecía contento de ver a Quart.
—Y van tres, páter.
Lo dijo en tono ligero, del mismo modo que si aquello fuese una confirmación a sus conversaciones sobre el índice de mortalidad potencial de Nuestra Señora de las Lágrimas. Se apoyaba en el reclinatorio de un banco, desenvuelto; y al mirar Quart por encima de su cabeza observó que unos pies inmóviles asomaban del confesionario.
Se acercó sin decir palabra, seguido de cerca por Navajo. La puerta del confesionario se veía abierta. Quart pensó que los pies estaban en posición demasiado extraña. Después pudo distinguir unos arrugados pantalones de color beige. El resto del cuerpo estaba cubierto por un trozo de lona azul, aunque era posible ver una mano con la palma abierta hacia arriba y una herida desde la muñeca al dedo índice, cruzándola. La mano tenía el color amarillento de la cera vieja.
—Un sitio raro, ¿verdad? —el subcomisario hizo una pausa ecléctica mirando el cadáver y luego al sacerdote; dispuesto a oír cualquier sugerencia válida—. Para morirse.
—¿Quién es?
La pregunta que Quart había formulado con voz ronca, ausente, resultaba superflua. Había reconocido los zapatos, el pantalón beige, la mano pequeña, blanda y fofa. El policía se tocaba el bigote con aire distraído. Parecía que la identidad del difunto fuese lo de menos, y él estuviese pensando en otra cosa:
—Se llama Honorato Bonafé, y es un periodista conocido en Sevilla.
Quart hizo un gesto afirmativo. Demasiadas preguntas, pensaba. Demasiadas visitas inoportunas. Ahora Navajo sí lo miraba:
—Lo conoce, ¿verdad?… Eso pensaba yo. Según me cuentan, el infeliz había estado moviéndose mucho por los alrededores, estos últimos días… ¿Quiere verlo, páter?
Metiendo medio cuerpo en el confesionario, con la coleta agitándosele como la cola de una ardilla diligente, Navajo levantó la lona que cubría el cadáver. Bonafé estaba muy quieto y muy amarillo, recostado en el asiento de madera del confesionario y contra un ángulo de éste, el mentón hundido haciéndole pliegues en la gruesa papada. Tenía un hematoma violáceo y muy grande en el lado izquierdo de la cara y los ojos cerrados. Su expresión era plácida, tal vez cansada. Un hilo de costra parda le salía por las narices y la boca, ensanchándosele en el cuello y en la pechera de la camisa.
—El forense acaba de darle un repaso —el subcomisario señaló a un hombre joven que tomaba notas sentado en uno de los bancos—. Está reventado por dentro, dice, con alguna fractura. Un golpe, quizás, o una caída. Lo que no vemos claro es cómo se metió aquí. O lo metieron.
Por mero reflejo profesional, sobreponiéndose a la repugnancia que en vida le había causado aquel individuo, Quart murmuró una breve plegaria de difuntos e hizo sobre éste la señal de la cruz. A su espalda, Navajo lo observaba con interés:
—Yo de usted no me molestaría, páter. Éste lleva así buen rato. De modo que, donde haya tenido que ir —sus manos remedaban dos alitas volando hacia alguna parte—, hace rato que habrá llegado.
—¿Cuándo murió?
—Es pronto para saberlo —señaló al forense—. Pero así, a ojo, el artista le echa doce o catorce horas.
Unos policías subidos al andamio junto a la Virgen conversaban animadamente, y sus voces resonaban en la bóveda. El subcomisario chistó para que bajaran el tono y obedecieron confusos, a la manera de chicos a los que se llama la atención en la capilla escolar. Quart se volvió hacia donde Gris Marsala seguía sentada, mirándolo. Por primera vez le pareció frágil, muy sola, quieta en las gradas del altar. Mientras cubría otra vez a Bonafé, el policía dijo que era la monja quien lo había encontrado al llegar temprano.
—Quisiera hablar con ella.
—Claro que sí, páter —Navajo se esmeraba con la lona sobre el cadáver mientras sonreía torciendo el bigote, animoso y comprensivo—. Pero si no le importa, preferiría que antes me contara usted, brevemente, de qué conoce al fallecido… Así no mezclamos testimonios y todo resulta mucho más espontáneo —se incorporó, observándolo por encima de las gafas redondas—. ¿No cree?
—Como guste. Pero con quien debería hablar es con el párroco.
El policía sostuvo un instante su mirada, sin responder. Luego asintió vigorosamente:
—Sí. Eso es lo que yo opino. Lo malo es que a don Príamo Ferro no hay quien lo encuentre esta mañana. Extraño, ¿verdad?
Miraba alrededor, con gesto de quien espera descubrir al párroco tras un andamio, o en cualquier rincón oscuro de la nave.
—¿Han ido a su casa? —preguntó Quart.
Navajo se volvió a mirarlo con cara de quien acaba de oír una estupidez. Parecía decepcionado, como si esperase más ayuda de su parte.
—Por lo que me cuentan —dijo— ha desaparecido del mapa. Alehop. En el carro del profeta Elias.
Quart le detalló a Simeón Navajo cuanto sabía de Honorato Bonafé, así como lo que pudo recordar de los encuentros en el vestíbulo del hotel Doña María. La conversación fue interrumpida dos veces por el bip-bip de un teléfono móvil, que el policía extrajo cada vez de su bolso moruno pidiéndole excusas a Quart. La primera fue para confirmar que el padre Ferro continuaba sin dar señales de vida. Había estado como cada noche en el palomar de la Casa del Postigo —extremo que confirmó Quart, incluida la hora en que se despidió de él— y luego desapareció sin dejar rastro. En cuanto a la casa parroquial, la mujer de la limpieza confirmaba que la cama del dormitorio estaba sin deshacer. Respecto al vicario, el padre Lobato había emprendido viaje a su nueva parroquia a última hora del día anterior, en autobús, y el viaje era largo, con varias combinaciones posibles. Policía y Guardia Civil se encargaban de localizarlo… ¿Sospechosos? —el subcomisario guardaba el teléfono tras la última llamada—. Hasta que se determinaran las causas de la muerte, allí nadie era sospechoso todavía. O dicho de otro modo, todos lo eran. Miraba por encima de las gafas con una tibia disculpa emboscada en el bigote. Aunque unos lo fueran más que otros.
—¿Cómo andamos de porcentajes esta vez? —se interesó Quart.
Navajo se rascó el puente de la nariz:
—Bueno. Entre usted y yo, páter, diría que esta vez alguien ayudó un poquito a la iglesia.
Quart no dio muestras de sorpresa. Distaba de ser experto en cadáveres, aunque había visto alguno que otro. En cuanto a Bonafé, bastaba echarle un vistazo.
—¿Asesinado?
Lo dijo, en realidad, por incitar al subcomisario a hablar más.
Navajo sonrió un poquito siguiéndole el juego, y se llevó la mano a la nuca para mostrar su pelo recogido en la coleta:
—Me juego el apéndice —después se puso serio, encogiendo los hombros—. Y su colega el párroco lleva muchas papeletas en la rifa.
—¿Por la ausencia?
—Claro. Salvo que el forense opine otra cosa.
Uno de los agentes vino a reclamar su atención y Navajo se fue con él. Quart continuó camino hasta las gradas del altar mayor, donde Gris Marsala seguía sentada.
—¿Cómo se encuentra?
Se abrazaba las piernas, apoyando el mentón en las rodillas:
—Aturdida, supongo —su acento norteamericano era más áspero que de costumbre—. Pero estoy bien.
—¿La ha molestado mucho la policía?
La monja reflexionó un momento, sin cambiar de postura.
—No —dijo por fin—. Están siendo amables.
Vestía como siempre, un polo y los tejanos manchados de yeso. La trenza de su pelo estaba rematada por una goma elástica. Allí sentada parecía más sola y desamparada que de costumbre, en la iglesia invadida por el ir y venir, los ruidos y las voces de los policías.
—Buscan al padre Ferro —Quart se sentó a su lado. De pronto le pareció que aquello sonaba excesivo, así que añadió tras una pausa—: También al padre Lobato.
Ella asintió ligeramente. Seguía mirando el confesionario, ensimismada. De vez en cuando parpadeaba, a la manera de quien intenta establecer límites entre lo que ha soñado y lo real. Al cabo de un instante suspiró hondo y asintió de nuevo.
—Es posible —dijo por fin— que Óscar haya ido a visitar a sus padres, que viven en un pueblecito de Málaga, antes de seguir camino a Almería… Por eso tardan en dar con él.
Los deslumbró el resplandor de un flash. Uno de los policías fotografiaba algo en el suelo, a sus espaldas. Quart se desabrochó la americana y se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos.
—¿Y don Príamo?
Ella aguardaba esa pregunta, que sin duda ya le habían hecho antes.
—No lo sé. Vine esta mañana como cada día, a las nueve. Y encontré la iglesia cerrada… Siempre la abría uno de los dos a las siete y media, para la misa de ocho. Hoy nadie dijo misa.
—Me dicen que usted lo encontró.
—Sí. Antes fui a la casa, pero no respondía nadie. Así que entré por la puerta de la sacristía con mi llave —hizo una mueca de perplejidad, encogiéndose de hombros—. Al principio no vi nada. Fui al andamio de la vidriera, encendí las luces y preparé mis cosas. Pero todo parecía muy extraño, así que decidí telefonear a Macarena para ver si don Príamo había trabajado en el palomar durante la noche… Y camino de la sacristía vi a ese hombre en el confesionario.
—¿Lo conocía?
Los ojos claros se endurecieron un instante:
—Sí. A Óscar y a mí nos abordó una vez en la calle, haciéndonos preguntas sobre los trabajos en la iglesia y sobre don Príamo. Óscar lo mandó al diablo.
Quart miraba sus zapatillas de deporte, la piel pálida de los tobillos, la cicatriz en la muñeca. Seguía abrazándose las piernas, apoyado el mentón en las rodillas. La irrupción de toda aquella gente en la iglesia parecía desconcertarla, arrebatándole la seguridad del terreno conocido. Eso hizo removerse a Quart, incómodo. Tenía un montón de cosas que hacer —aún no había podido comunicar con Roma—, pero no se decidía a dejarla así. Señaló a Simeón Navajo, que iba y venía controlando el trabajo de su gente:
—Me temo que el subcomisario seguirá molestándola. Tres muertes son ya muchas muertes. Y esta vez la hipótesis del accidente parece improbable… ¿Quiere que telefonee a su cónsul?
El ofrecimiento obtuvo una sonrisa agradecida:
—No creo que sea necesario. Los policías se están portando muy bien.
—¿Ha hablado con Macarena?
Quart sintió una extrema turbación al pronunciar el nombre que hasta ese instante procuraba mantener a raya en su cabeza. Podía dejarse ir a la deriva, sin el menor esfuerzo, tras las cuatro sílabas que había repetido sólo unas horas antes en los mismos labios de la mujer, dentro de su boca. Y de pronto todo era otra vez penumbra, brillo de marfil, tacto de la carne tibia cuyo aroma todavía llevaba en la piel y en las manos, y en los labios que ella había mordido hasta hacerlos sangrar. El cuerpo moreno materializándose desde sus ensueños, líneas de luz y oscuridad en la blancura inmensa de las sábanas que los acogían como un desierto de nieve o sal. Ella, tensa, esbelta, debatiéndose para escapar sin desearlo, para huir queriendo quedarse, echada hacia atrás la cabeza, ausente la expresión del rostro transfigurado y hermoso, egoísta como una máscara, gimiendo crispada entre los brazos que la anclaban con firmeza, recios, clavada a la carne del hombre cuya cintura rodeaba con sus muslos desnudos. Recobrando el aliento entre el calor y la saliva sobre la piel húmeda, y el sexo húmedo, y la boca húmeda, y la curva húmeda de sus senos hasta el hombro, y el cuello cálido, y la barbilla, y otra vez la boca y el gemido, y de nuevo los muslos tensos, abiertos en desafío, abrigo o refugio. Largas horas intensas de paz y combate que transcurrieron en apenas un instante, pues en cada segundo supo él que cuanto estaba ocurriendo tenía un límite y tenía un final. Y el final llegó con el alba y su último estallido largo, intenso, bajo la luz gris, ingrata, que se filtraba ya por las ventanas de la Casa del Postigo. Y de pronto Quart se encontró solo de nuevo, en las calles desiertas de Santa Cruz, ignorando —en el caso de que alentara algo más bajo la carne exhausta— si acababa de condenar su alma, o de salvarla.
Agitó la cabeza para sacudir de ella el recuerdo. Desesperación era la palabra exacta. Y para no ceder a ella se puso a mirar alrededor, la iglesia, los andamios, la imagen de la Virgen en el retablo ahora iluminado, los policías charlando animadamente junto al cadáver de Honorato Bonafé; y lo hizo recurriendo a la cercanía de la tragedia como mecanismo de control. Más tarde, se dijo con un esfuerzo de voluntad. Quizá más tarde. Ocupar su mente con todo aquello le traía un alivio muy cercano al olvido.
—Esta mañana aún no hemos hablado.
Gris Marsala se había vuelto a mirarlo con fijeza, y Quart tardó un poco en recordar que ella respondía a una pregunta suya. Se planteó cuánto más sabría ella de lo ocurrido en las últimas horas, tanto en la iglesia como entre él y Macarena.
—Pero la policía sí fue a verla —añadió la monja—. Me parece que hay unos agentes en la Casa del Postigo.
Frunció el ceño el sacerdote; Simeón Navajo no era de los que andaban perdiendo el tiempo. Y él tampoco podía quedarse atrás. Media hora antes, en el arzobispado, monseñor Corvo se lo había expuesto bien claro para evitar malentendidos: tuviera o no algo que ver Vísperas, el asunto concernía en exclusiva a Roma —o lo que era igual, a Lorenzo Quart— y Su Ilustrísima se lavaba las manos. Aquella música era para que la bailaran quienes la habían hecho sonar, y tal no era el caso del ordinario de Sevilla. Por supuesto, Quart y el IOE podían contar con todo su apoyo y sus oraciones, etcétera. Así que buena suerte y adiós.
—¿Dónde está el padre Ferro?
Sin esperar la respuesta de Gris Marsala, Quart se sumió en el análisis del panorama. Simeón Navajo llevaba ventaja, pero la carrera debían terminarla a la par; en Roma no iban a encajar bien la detención de un clérigo antes que Quart pudiera suministrarles información para amortiguar el golpe. Aunque lo ideal consistía en la propia Iglesia llevando la iniciativa. Eso significaba buscarle un buen abogado al párroco y defender su inocencia mientras no hubiese pruebas de lo contrario; pero también, en caso de culpabilidad manifiesta, facilitar al máximo la acción de la justicia secular. Como siempre, lo que importaba era salvar las formas. Quedaba por resolver en qué punto de todo aquello se situaba la conciencia del propio Quart; pero eso era algo que podía esperar tiempos mejores.
—De don Príamo sé lo mismo que usted —Gris Marsala le dirigió una larga mirada, sorprendida del escaso interés que él parecía mostrar por sus respuestas—. Lo vi aquí ayer a media tarde, un momento. Todo normal.
También Quart lo había visto a medianoche, todo normal, y entre tanto Honorato Bonafé estaba muerto. Miró el reloj, inquieto. El problema de su carrera contra Simeón Navajo era que el policía contaba con mejores medios, y aún no había autopsia para determinar responsabilidades, o pistas hacia las que orientarse. Cualquier movimiento en las próximas horas iba a tener que hacerlo a ciegas, sobre intuiciones.
—¿Quién cerró la iglesia?
Gris Marsala titubeaba:
—¿La puerta de la calle o la sacristía?
—La calle.
—Yo, como siempre —arrugó la frente, ordenando su memoria—. En esta época trabajo mientras hay luz, hasta las siete o siete y media de la tarde. Así lo hice ayer… La de la sacristía suelen cerrarla Óscar o don Príamo, a las nueve.
Óscar Lobato quedaba fuera de alcance, así que Quart se resignó a descartarlo por razones prácticas. Navajo sería la única fuente de información respecto a él. Se consoló pensando que en cuanto al resto el clero tenía ventaja. Pero era urgente telefonear a Roma, acudir a la Casa del Postigo, mantener bajo control a Gris Marsala y, sobre todo, situar al párroco. Porque el golpe duro iba a venir en esa dirección.
Apuntó un dedo hacia el confesionario:
—¿Vio a ese hombre rondar ayer por aquí?
—Hasta las siete y media, desde luego que no estuvo. No dejé la iglesia ni un momento —la monja reflexionó un poco—. Tuvo que entrar más tarde, por la sacristía.
—Entre las siete y media y las nueve —la instó a precisar Quart.
—Supongo que sí.
—¿Quién cerró la sacristía?… ¿El padre Lobato?
—No creo. Óscar se despidió de mí a media tarde, y su autobús salía a las nueve. Así que él no pudo cerrar la puerta de la sacristía. Seguramente fue el padre Ferro quien lo hizo. Lo que ya no sé es a qué hora.
—De cualquier modo, vería a Bonafé en el confesionario.
—Es muy posible que no. Esta mañana tampoco yo lo vi, al principio. Quizá don Príamo no llegó a entrar en la iglesia y se limitó a cerrar la puerta desde el pasillo que comunica con su casa.
Quart ató cabos. Como coartada resultaba endeble, pero era la única que podía establecerse de momento: si la autopsia determinaba que Bonafé había muerto entre las siete y media y las nueve, el abanico de posibilidades se abría un poco más, considerando que el párroco pudo cerrar la puerta sin asomarse al interior. Pero si la muerte se había producido más tarde, las cosas iban a complicarse con aquella puerta cerrada. Y sobre todo con la desaparición que convertía al padre Ferro en sospechoso.
—¿Dónde estará? —murmuró Gris Marsala.
La perplejidad y un toque de angustia descuidaban su castellano, acusándole el acento norteamericano. Quart alzó un poco las manos, impotente, sin saber qué decir y pensando en otras cosas. Su cabeza funcionaba a la manera de un reloj, hacia adelante y hacia atrás, estableciendo horas y coartadas. Doce o catorce horas, había dicho Navajo. Teóricamente se daba una serie de imponderables, personajes desconocidos que podían estar implicados; pero sobre eso resultaba inútil aventurar suposiciones. En el entorno próximo, la lista no era, en cambio, ni larga ni difícil. Puestos a incluir a todo el mundo, el padre Óscar pudo haberlo hecho, y después irse. También el padre Ferro había tenido tiempo de sobra para matar a Bonafé, cerrar la puerta de la sacristía e ir al palomar, donde encontró a Quart a las once en punto de la noche, antes de esfumarse. Y de cualquier manera, como apuntaba la lógica policial de Simeón Navajo, su desaparición lo ponía en cabeza de lista, con gran ventaja sobre el resto. Siguiendo la relación de sospechosos, la misma Gris Marsala era personaje a considerar, moviéndose por la iglesia como un gato, con aquella puerta principal cerrada y la sacristía abierta hasta las nueve, sin que nadie pudiera respaldar sus afirmaciones excepto ella. En cuanto a Macarena Bruner, Quart fue a cenar a su casa a las nueve, y ella estaba allí, acompañando a su madre. Eso permitía descartarla en principio; pero la hora y media anterior la situaba también en zona de riesgo. Además, ella temía el chantaje de Bonafé.
Sangre de Dios. Irritado consigo mismo, Quart tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para retener la concentración. La imagen de Macarena dispersaba sus pensamientos, enredando el hilo lógico entre la iglesia, el cadáver y los personajes conocidos de la historia. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por disponer de una cabeza tranquila y que todos ellos le importasen un bledo.
Había llegado el juez instructor. Los policías se agrupaban cerca del confesionario, dispuestos a proceder al levantamiento del cadáver. Quart vio que Simeón Navajo conversaba con el juez en voz baja, y de vez en cuando miraban hacia él y Gris Marsala.
—Tal vez deba responder usted a más preguntas —le dijo a la monja—. Y prefiero que en adelante lo haga con el asesoramiento de un abogado. Hasta que encontremos al padre Ferro y al vicario, es preferible ser prudentes. ¿Está de acuerdo?
—Lo estoy.
Quart escribió un nombre en una tarjeta y se la dio.
—Hay una persona de plena confianza, especialista en derecho canónico y penal, a quien telefoneé desde el arzobispado. Se llama Arce y ha trabajado otras veces para nosotros. Llegará de Madrid a mediodía… Cuéntele cuanto sabe y siga sus instrucciones al pie de la letra.
Gris Marsala miró el nombre escrito en el papel:
—Usted no hace venir a un abogado como ése por mí.
No se mostraba asustada, sino inmensamente triste. Parecía que la iglesia se hubiera derrumbado de verdad ante sus ojos.
—Claro que no —Quart quiso confortarla con una sonrisa—. Más bien por todos nosotros. Éste es un asunto muy delicado, donde interviene la justicia civil. Es mejor que nos asesore un especialista.
Ella dobló con cuidado la tarjeta antes de guardarla en un bolsillo trasero de los tejanos.
—¿Dónde está don Príamo? —preguntó otra vez. Había un reproche en sus ojos claros, casi culpando a Quart por la desaparición del párroco. Éste movió un poco la cabeza.
—No tengo la menor idea —dijo en voz baja—. Y ése es el problema.
—No es de los que huyen.
Estaba de acuerdo con ella, pero no añadió nada. Miraba el confesionario. Los policías habían retirado la lona azul y sacaban el cuerpo de Bonafé, introduciéndolo en un saco de plástico metalizado que situaron sobre una camilla. Sin dejar de conversar con el juez, el subcomisario Navajo los miraba.
—Sé que no es de los que huyen —dijo al fin Quart—. Y ése es, precisamente, el otro problema.
Tardó menos de cinco minutos en recorrer la distancia entre Nuestra Señora de las Lágrimas y la Casa del Postigo. No sudaba jamás, pero aquella mañana la camisa negra se le pegaba a los hombros y a la espalda, bajo la chaqueta, cuando llamó al timbre. Abrió la doncella, y Quart apenas había preguntado por Macarena cuando la vio bajo los arcos del patio conversando con dos policías, un hombre y una mujer. Al advertir su presencia lo miró muy quieta, y luego despidió a los guardias y vino a su encuentro. Llevaba una camisa de pequeños cuadros azules, tejanos y las sandalias de la noche anterior, e iba sin maquillar, el pelo suelto y todavía húmedo. Olía a gel de baño.
—Él no lo hizo —dijo.
Al principio Quart no respondió. Y cuando fue a hacerlo, a punto estuvo de preguntar a quién se refería ella. El patio tenía aromas de hierbaluisa y albahaca, y el sol de la mañana, reflejado en los cristales del piso superior, rozaba ya con rectángulos de luz las largas hojas verdes de los helechos, las macetas de geranios sobre el suelo de mosaico recién fregado. También ponía gotas de miel en los ojos oscuros de la mujer, y todas las referencias sobre las que Quart basaba su aplomo se iban otra vez a la deriva, desorientándolo.
—¿Dónde está? —preguntó por fin.
Macarena inclinaba el rostro, grave, mientras lo miraba.
—No lo sé. Pero él no mató a nadie.
Estaban muy lejos de la noche, del jardín bajo la ventana iluminada del palomar, de las hojas de las buganvillas y los naranjos recortándosele a ella sobre el rostro y los hombros, en sombras de luna. De la máscara absorta de luz y penumbra. El marfil no era el mismo en la piel recién lavada de la mañana, y ya no existía misterio, ni complicidad, ni sonrisa. El templario exhausto miró en torno un poco desconcertado, sintiéndose desnudo al sol, rota la espada, deshecha la cota de malla. Mortal como el resto de los mortales y tan vulnerable y vulgar como todos ellos. Perdido, según había dicho Macarena con extrema precisión poco antes de obrar en su carne el sombrío milagro. Porque estaba escrito: Ella destruirá tu corazón y tu voluntad. Y las viejas escrituras eran sabias. La exquisita, inocente maldad vinculada al poder destructor de toda mujer, incluía dejar al otro la lucidez necesaria para contemplar los estragos de su derrota. Y a Quart le bastaba para verse enfrentado a la propia condición, involucrado a su pesar, desprovisto para siempre de coartadas con que apaciguar la conciencia.
Miró el reloj sin alcanzar a ver la hora, se tocó el alzacuello de la camisa, palpó la chaqueta a la altura del bolsillo donde tenía las tarjetas para notas. Buscaba la última sangre fría tras los gestos rutinarios y familiares. Macarena lo miraba paciente, esperando. Hablar, se dijo él. Hablar lejos del jardín y de su piel y de la luna. Hay un misterio por resolver y para eso he venido.
—¿Y tu madre?
Resultaba incómodo el primer tuteo a la luz del sol; pero Quart, aunque ya no fuese un buen soldado, detestaba las hipocresías de clérigo escandalizado de sí mismo. Indiferente a los matices, Macarena hizo un gesto vago hacia la galería superior:
—Arriba, descansando. No sabe nada.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Ella movió la cabeza. Las puntas del cabello le dejaban huellas de humedad en la camisa, sobre los hombros.
—No sé lo que está pasando —seguía atenta al padre Ferro, no a Quart—. Pero don Príamo nunca haría una cosa así.
—¿Ni siquiera por su iglesia?
—Ni siquiera por ella. Los policías dicen que ese Bonafé murió a última hora de la tarde. Y tú estuviste anoche con don Príamo. ¿Crees que habría venido aquí, tranquilamente, a mirar las estrellas después de matar a un hombre?… —alzó las manos invocando al sentido común, y las dejó caer—. Es ridículo.
—Pero huyó.
Macarena hizo una mueca de incertidumbre:
—No estoy segura. Y es lo que me inquieta.
—Pues dame otra explicación. O ayúdame a encontrarlo.
Ahora ella contemplaba los dibujos del suelo, ensimismada. Quart estudió su rostro; el nacimiento de las líneas suaves, descendentes bajo el cuello desabrochado de la camisa que insinuaba un tirante de sujetador blanco. Hormiguearon sus dedos al reconocer aquel camino oscuro y tibio, con la desolación de lo perdido. Macarena Bruner seguía siendo absolutamente hermosa a la luz del día.
—Esos policías vinieron hace una hora, y apenas he tenido tiempo de pensar… Pero hay algo. Cosas que no concuerdan —fruncía el ceño compartiendo su perplejidad con Quart—. Imagina por un momento que don Príamo no tenga nada que ver. Que por eso se comportó anoche de modo tan natural.
—No fue a dormir a su casa —opuso él—. Y suponemos que cerró la iglesia con el cadáver dentro.
—No puedo creerlo —ahora Macarena apoyaba una mano en su brazo—. ¿Y si también le ha pasado algo a él?… Tal vez salió de aquí, y luego… No sé. A veces ocurren cosas.
Quart hizo un movimiento seco hacia un lado, alejándose de la mano; pero ella, indiferente a todo salvo a su propia inquietud, no se dio cuenta. Entre ambos, el agua canturreaba en la fuente de azulejos.
—Tú tienes algo en la cabeza —dijo él—. Algo que yo ignoro. ¿Dónde estuviste ayer, antes de la cena?
La vio regresar de muy lejos.
—Con mi madre —parecía sorprendida por la pregunta—. Nos viste aquí, juntas.
—¿Y antes?
—Di un paseo por el centro, vi tiendas… —se interrumpió de pronto, mirándolo asombrada—. No irás a decir que sospechas de mí.
—Lo que yo sospeche no importa. Es la policía la que me preocupa.
Aún lo estuvo observando un poco más, y luego expulsó el aire retenido en los pulmones. No parecía enfadada, sino confusa.
—Los policías son estúpidos —murmuró—. Pero no hasta ese punto. Al menos eso espero.
Empezaba a hacer mucho calor. Quart se desabotonó la chaqueta y permaneció inmóvil frente a Macarena. Era la única carta que le daba ligera ventaja sobre Simeón Navajo; aunque esa distancia se acortase a cada minuto. Tal vez ya tenían localizado a Óscar Lobato, con su versión de los hechos.
—Y mañana es jueves —dijo ella.
Se apoyaba en el brocal de la fuente, desolada; y Quart supo en el acto lo que había estado pensando todo el tiempo, desde que los policías le dieron la noticia: si al día siguiente no se celebraba misa, el fuero de Nuestra Señora de las Lágrimas podía darse por extinguido. El arzobispo de Sevilla, el Ayuntamiento y el Banco Cartujano se lanzarían como buitres sobre su presa.
—Ahora la iglesia es lo de menos —dijo, malhumorado—. Si el padre Ferro aparece, es muy posible que mañana esté detenido.
—Salvo que no tenga nada que ver…
—Habrá que encontrarlo, primero. Y preguntárselo. Mejor nosotros que la policía.
Movió Macarena la cabeza como si no fuera ésa la cuestión. Se había llevado una mano a la boca para morder, absorta, la uña del dedo pulgar. Quart temía asustarla, interrumpir sus pensamientos. Ella era su única esperanza.
—Mañana es jueves —repitió Macarena, aún ausente.
Su tono era distinto al de la primera vez. Ahora traslucía una colérica certeza, y también una amenaza contra algo, o contra alguien. Y Quart la vio asentir muy despacio, con expresión sombría.
El limpiabotas terminó de lustrar los zapatos de Octavio Machuca, le vendió un billete de lotería y se fue con la caja de betunes bajo el brazo, canturreando una copla. El sol estaba vertical, y un camarero de La Campana hacía chirriar la manivela del toldo para dar resguardo a las mesas dispuestas en la terraza. Sentado junto a Machuca, Pencho Gavira bebía con placer una cerveza helada. Los parabrisas de los automóviles reflejaban la luz de la calle en los cristales de sus gafas oscuras y en el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con brillantina.
Contaba algo el viejo banquero, un episodio relacionado con la última junta de accionistas, y Gavira asentía distraído, vuelto hacia él y sin prestarle mucha atención. El secretario de Machuca ya se había ido, y el presidente del Banco Cartujano consumía los últimos minutos antes de irse a comer a Casa Robles. De vez en cuando Gavira le echaba un vistazo disimulado al reloj. Tenía una cita de trabajo: un almuerzo con tres de los consejeros que la semana siguiente iban a decidir su futuro. Gavira era partidario de que lloviera sobre mojado, así que en las últimas horas había puesto en marcha un delicado juego de presiones. De los nueve miembros del consejo, aquellos tres eran maleables con los argumentos oportunos; y contaba con un cuarto, del que detalles de índole íntima —fotos en un yate de Sotogrande con cierto bailarín aficionado a los banqueros maduros y a la cocaína— permitían prever una cooperación más o menos entusiasta. Por eso, contra su costumbre, aquel mediodía no prestaba la atención debida a las palabras de su jefe y protector, limitándose a asentir de vez en cuando entre sorbo y sorbo de cerveza. Se concentraba como un samurai antes del combate, atento ya a la disposición de asientos en la comida, los términos en que iba a plantear el asunto, el clímax y el previsible desenlace. Gavira sabía muy bien, por experiencia, que no era lo mismo sobornar a tres consejeros de banco que a un chupatintas cualquiera. Aunque en el fondo resultaran siempre más fáciles los consejeros, el estilo era diferente y las apariencias costaban un poco más.
El camarero interrumpió la charla de Machuca: llamaban a don Fulgencio Gavira al teléfono. Se disculpó éste y pasó al interior, quitándose las gafas de sol. Sin duda era Peregil, que no había dado señales de vida en toda la mañana. Anduvo hasta una esquina del mostrador y cogió el auricular de manos de la cajera. No era Peregil, sino su secretaria; y llamaba desde el despacho del Arenal. Durante los siguientes tres minutos Gavira escuchó en silencio, sin hacer el menor comentario. Luego dio las gracias y colgó.
Tardó una eternidad en llegar a la puerta, tocándose el nudo de la corbata como si se dispusiera a aflojarlo. Quiso reordenar sus ideas, mas éstas se confundían con el calor, el rumor de conversaciones, la fuerte luz y el ruido de automóviles. Resultaba difícil establecer si lo ocurrido era bueno o era malo; pero sus planes se veían desajustados, reclamándole otros nuevos. De un modo u otro, a Gavira le sobraba temple; antes de llegar a la puerta ya había mirado el reloj, consciente de la imposibilidad de anular la comida prevista, maldecido a Peregil por no estar a mano cuando más lo necesitaba, y perfilado al menos tres buenas razones para considerar positivo cuanto acababa de saber. Así que casi rozó el optimismo al salir al exterior todavía con las gafas de sol en la mano, meditando el modo de planteárselo a don Octavio Machuca. Pero el viejo no estaba solo. Se había levantado a besar a Macarena, escoltada por el cura alto venido de Roma; y los tres lo miraban a él. Entonces Gavira soltó entre dientes una blasfemia sonora como un latigazo, que hizo volver la cabeza, escandalizadas, a dos señoras maduras que se cruzaron en el umbral.
Fue Macarena quien lo dijo casi todo. Se mantenía sentada en el borde de la silla, frente a Machuca, inclinándose hacia él al hablar. Fruncía el ceño concentrada, hosca; y Lorenzo Quart observó su perfil entre el cabello que le caía por los hombros, las mangas de la camisa de cuadros azules vueltas al modo masculino, por encima de los antebrazos morenos y las manos largas y expresivas, que agitaba junto a las rodillas del viejo banquero. Este, de vez en cuando, le tomaba una para oprimirla suavemente entre sus garras descarnadas, en un intento por tranquilizarla. Pero Macarena no parecía inquieta, sino furiosa. Eran su terreno, su marido, su padrino. Sus filias y sus fobias, su memoria y sus heridas. Así que Quart sólo pudo mantenerse al margen, dejarse guiar por ella, escuchar mientras observaba a los dos hombres que, de un modo u otro, tenían en sus manos la suerte de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por fin Macarena terminó, echándose hacia atrás en la silla con una ojeada hostil a Pencho Gavira, que había estado fumando en silencio, cruzadas las piernas. Impávido, abría y cerraba las patillas de las gafas de sol sobre la mesa, dirigiéndole de vez en cuando silenciosas miradas a Quart. Todos lo observaban a él, ahora. Y habló primero el viejo Machuca:
—¿Qué sabes tú de esto, Pencho?
Quart vio que Gavira dejaba quietas las gafas. La misma mano fue hasta la boca, firme, para sostener el cigarrillo entre dos dedos:
—No diga barbaridades, don Octavio. Qué voy yo a saber.
La cerveza, ya sin espuma, se calentaba en su vaso. Vino un mendigo a pedirles una moneda y Machuca lo despidió con un gesto.
—No hablamos del muerto —dijo Macarena—. Sino de la desaparición de don Príamo.
Hubo otra chupada al cigarrillo y una eternidad hasta que Gavira exhaló el humo. Seguía mirando a Quart:
—Tendrá que ver una cosa con la otra. Digo yo.
Macarena cerraba el puño, como para golpear con él la mesa. O a su marido.
—Sabes que no tiene nada que ver.
—Te equivocas. Yo, saber, no sé nada —la boca de Gavira hizo una mueca cruel—. La experta en iglesias y en curas eres tú —señaló a Quart—. Que no vas a ningún sitio sin tu director espiritual.
—Maldito seas.
Octavio Machuca levantó una mano flaca para apaciguar los ánimos. Quart, que se mantenía en silencio y al margen, observó que tras sus párpados entornados el viejo banquero no perdía de vista a Gavira.
—La verdad, Pencho —dijo Machuca—. Quiero la verdad.
Gavira apuró el cigarrillo y lo arrojó a la acera, a los pies de un vendedor de lotería que se acercaba a ofrecerles un décimo. Después miró a su jefe a los ojos.
—Don Octavio. Le juro que no sé nada de ese muerto en la iglesia, salvo que era periodista y, cuentan, muy mal bicho. Tampoco sé dónde diablos puede haberse metido el cura —alargó la mano disponiéndose a jugar de nuevo con las patillas de sus gafas, pero la dejó inmóvil junto a ellas—. Sólo sé lo que me ha contado mi secretaria por teléfono hace un momento: hay un cadáver, el padre Ferro es sospechoso y lo busca la policía —de nuevo observó a Macarena, y luego a Quart—. Lo demás es buscarle tres pies al gato.
—Tú has estado enredando en la iglesia —insistió ella—. Todo el tiempo estuviste maniobrando alrededor. No puedo creer que seas ajeno a esto.
—Pues lo soy —Gavira se mantenía muy sereno—. No voy a ocultar que algo sí me he movido. Alguien, siguiendo instrucciones mías, estuvo un poco de aquí para allá, estudiando la situación —se volvió hacia Machuca, apelando a su buen criterio—. Fíjese si soy sincero, don Octavio, que no me importa contarles que consideré la posibilidad de convencer al párroco con métodos drásticos… Todo se estudió, con los pros y los contras. Pero nada más. Ahora resulta que el padre Ferro se ha metido en un lío, que el fuero de la iglesia queda en el aire, y que todo me viene de perlas —se ensanchó la sonrisa del Marrajo del Arenal—… Pues qué quieren que les diga. Que lo siento por ese párroco y que me alegro por mí —hizo un gesto en atención al viejo Machuca—. Por mí y por el Cartujano. Nadie derramará lágrimas por esa iglesia.
Macarena le dirigió una mirada de desprecio:
—Yo lo haré.
Se acercó una florista ofreciendo jazmines para la señora, y Gavira la mandó a paseo. Ahora miraba a su mujer con menos reticencia.
—Es lo único que lamento en esta historia. Tus lágrimas —por un instante pareció suavizársele un poco el tono—. Sigo sin comprender qué ocurrió entre tú y yo —dura ojeada de soslayo a Quart—. Ni las cosas que sucedieron después.
Ella movía la cabeza, negándose a aceptar ese terreno:
—Es tarde para hablar de nosotros. El padre Quart y yo hemos venido a preguntarte por don Príamo.
Relucieron los ojos negros de Gavira:
—Pues empiezo a estar harto de tropezarme con el padre Quart.
—Y yo de tropezarme con usted —dijo Quart, cuya mansedumbre profesional rozaba el límite—… Eso le ocurre por meterse a incordiar en iglesias donde nadie lo llama.
Un relámpago de ira endureció la boca del banquero, y por un segundo Quart creyó que se le iba a echar encima. Su pulso bombeó adrenalina; pero el otro ya sonreía, de nuevo peligroso y tranquilo. Todo había transcurrido fugaz, sin un gesto fuera de lugar, ni una amenaza. Ahora Gavira le hablaba a Macarena:
—Te aseguro que no tengo nada que ver.
—No —ella se inclinaba otra vez hacia adelante, los codos sobre la mesa, mortalmente seria—. Te conozco, Pencho. No sabría decir por qué, pero estoy segura de que mientes. Fíjate en lo que digo: aunque estés siendo sincero, mientes. Hay cosas que no encajan, que no se explican sin tu intervención. Aunque no tuvieras nada que ver, la desaparición de don Príamo, precisamente hoy, lleva tu sello. Tu estilo.
Quart vio a Gavira vacilar un instante. Sólo fue un momento, un breve relámpago de duda en sus ojos oscuros e impasibles. Los dedos abrieron y plegaron dos veces las patillas de las gafas sobre la mesa y luego quedaron inmóviles de nuevo.
—No —dijo.
Más que una negación destinada a ellos, parecía respuesta a una reflexión interior. Octavio Machuca entrecerraba más los párpados, observándolo con curiosidad; y fue en ese momento cuando Quart tuvo la certeza de que el de Macarena no era un tiro a ciegas.
—Pencho —dijo Machuca.
Era una reconvención y un ruego formulados en voz baja. La expresión de Gavira era otra vez inescrutable, pero alzó levemente una mano, como si pidiera un momento de calma para reflexionar. Un conductor molesto por un coche mal aparcado los ensordeció a todos con su claxon.
—Si tienes algo que ver, Pencho… —insistió Machuca. Ahora parecía de veras incómodo, dedicándoles a Macarena y a Quart breves miradas de preocupación.
—Esas casualidades no ocurren —murmuró Gavira, abismado, muy lejos de allí.
Después, con aspecto de moverse en el límite impreciso de lo real y de un sueño, miró a Quart y luego a Macarena, casi esperando que confirmaran sus pensamientos no expresados. Abría la boca a punto de decir algo, o necesitando, quizás, más aire para respirar. Se mantenía firme, pero su aplomo había desaparecido. De pronto, un semáforo pasó del rojo al verde y el desfile de parabrisas de automóviles los deslumbró a todos con una sucesión de destellos y ráfagas de sol. Gavira parpadeó, enrojeciendo con violencia. Sacudido por una ola de calor inesperado.
—Ahora deben disculparme —dijo—. Tengo una comida de trabajo.
Apretaba un puño llevándoselo hasta la barbilla, como si fuese a golpearse a sí mismo. Y al ponerse en pie, derramó el vaso de cerveza.