XI. El baúl de Carlota Bruner

Toda la sabiduría del mundo está en los ojos de esos muñecos de cera.

(Valéry Larbaud. Poemas)

El reloj inglés dio diez campanadas cuando terminaban los postres, así que Cruz Bruner propuso tomar café al fresco, en el patio. Lorenzo Quart ofreció su brazo a la duquesa para salir del comedor de verano, donde habían cenado entre bustos de mármol traídos cuatro siglos atrás de las ruinas de Itálica con el mosaico que adornaba el suelo del patio principal. En el corredor que lo circundaba, antepasados de expresión grave, gola blanca y oscuros ropajes, los miraron pasar desde sus lienzos bajo el artesonado mudejar. La anciana dama, que vestía de seda negra con pequeñas flores blancas en el cuello y los puños, se los iba mostrando a Quart, apoyada en su brazo: un almirante de la Mar Océana, un general, un gobernador de los Países Bajos, un virrey de las Indias Occidentales. Al pasar junto a los faroles cordobeses, la delgada sombra del sacerdote se proyectaba junto a la menuda y encorvada de la duquesa, entre los arcos de la galería. Y tras ellos, con sandalias, un vestido oscuro y ligero hasta los tobillos, un almohadón para su madre entre los brazos y una sonrisa silenciosa en los labios, caminaba Macarena Bruner.

Tomaron asiento en las sillas de hierro pintado de blanco; Quart entre las dos mujeres, junto a la fuente de azulejos dispuestos según las más rigurosas leyes de la heráldica. Las macetas cubrían el patio de flores y hojas verdes, y el aroma a jazmín se anunciaba en los brotes tiernos. Macarena despidió a la doncella cuando ésta puso en la mesita taraceada la bandeja del café, y ella misma fue sirviendo las tazas. Solo para Quart, cortado para ella. Una coca-cola no demasiado fría para su madre.

—Ya sabe que es mi droga —dijo la vieja dama, en respuesta al interés de Quart—. Los médicos me niegan el café.

Macarena dirigió un gesto desolado al sacerdote:

—Duerme muy poco, y si se acuesta pronto termina desvelándose a las tres o a las cuatro de la madrugada. Esto la ayuda a seguir despierta más tiempo. Por eso la toma así, cafeína incluida. Todos le decimos que no puede ser bueno, pero no hace caso a nadie.

—¿Por qué había de haceros caso? —preguntó Cruz Bruner—… Esta bebida es lo único que me gusta de Norteamérica.

Macarena la miró con suave reproche:

—Gris también te gusta, mamá.

—Es verdad —concedió la anciana entre dos sorbos—. Pero ella es de California: casi española.

Macarena se volvió a Quart, que tenía plato y taza en las manos y removía el café con la cucharilla:

—La duquesa cree que en California los hacendados todavía visten traje charro y botones de plata, fray Junípero predica en las iglesias, y el Zorro cabalga por allí batiéndose a sable por los pobres.

—¿Y no es así? —preguntó Quart, divertido.

Cruz Bruner hizo un vigoroso gesto afirmativo.

—Así debería ser —dijo, y luego miró a su hija como si el comentario del sacerdote fuera decisivo—. A fin de cuentas, tu architatarabuelo Fernando fue gobernador de California antes de que nos quitaran aquello.

Lo dijo con el aplomo de su sangre y la de los graves caballeros apostados en los lienzos del corredor; parecía que California se la hubieran arrebatado directamente a ella o a su familia. Resultaba singular la mezcla de familiaridad y tolerancia cortés, algo altiva, con que Cruz Bruner se dirigía a sus semejantes, con toda aquella larga memoria desfilando en silencio por sus ojos enrojecidos, lúcidos y tristes, en los que de pronto asomaba la sonrisa como el estallido de un cristal roto. Quart observó las manos y el rostro llenos de arrugas, moteados por manchas pardas; la piel seca y la débil línea de carmín rosa pálido que trazaba el contorno imaginario de unos labios marchitos. El cabello blanco con reflejos azulados, el collar de pequeñas perlas en torno al cuello, el abanico de Romero de Torres. Ya apenas quedaban mujeres como ésa. Conocía a algunas supervivientes —damas solitarias que paseaban su tiempo perdido y sus nostalgias en pueblecitos de la Costa Azul, matronas de la antigua nobleza negra italiana, secas reliquias centroeuropeas con sonoros apellidos austrohúngaros, piadosas señoras españolas—, y sabía que del molde original quedaban muy pocas, y Cruz Bruner era de las últimas. Los hijos e hijas eran balas perdidas, sin oficio ni beneficio, pasto de prensa amarilla, cuando no trabajaban de nueve a seis en un despacho o un banco, regentaban bodegas, tiendas o discotecas de moda, y le hacían el juego a los financieros y a los políticos de quienes dependía su sustento. Estudiaban en Norteamérica, viajaban a Nueva York antes que a París o Venecia, no sabían hablar francés, y se casaban con gente divorciada, modelos de alta costura o advenedizos cuya única memoria eran los dígitos de una cuenta corriente recién estrenada con la especulación y los golpes de fortuna. Ella misma lo había dicho durante la cena, con una sonrisa y un relámpago de humor inteligente, burlón. Como las ballenas y las focas, yo también pertenezco a una especie amenazada: la aristocracia.

—Ciertos mundos no terminan con terremotos, ni estrépitos formidables —la septuagenaria miraba a Quart con aire de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras—. Se limitan a extinguirse en silencio, con un discreto ay.

Acomodó el almohadón en su espalda antes de quedarse callada unos instantes, escuchando. Cantaban los grillos en el jardín junto a la tapia del convento vecino, y un leve resplandor en el cielo anunciaba la salida de la luna.

—En silencio —repitió.

Quart miró a Macarena. Tenía la luz de los faroles de la galería a la espalda, y la mitad del rostro en penumbra bajo el pelo que le había resbalado desde un hombro. Cruzaba las piernas bajo el largo vestido de algodón oscuro, con las sandalias mostrando sus pies desnudos. El marfil del collar le resplandecía suavemente en el cuello.

—No es el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas —aventuró Quart—. Su decadencia sí hace ruido.

Macarena no dijo nada. Fue su madre quien movió un poco la cabeza:

—No todos los mundos se resignan a desaparecer —susurró. El comentario sonaba como un suspiro.

—Usted no tiene nietos —dijo Quart.

Procuró decirlo en tono neutro, casual. Que no pudiera considerarse una provocación o una impertinencia, aunque algo tuviese de ambas cosas a la vez. Pero Macarena siguió impasible, y fue Cruz Bruner quien habló, al tiempo que miraba a su hija:

—Tiene razón. No los tengo.

Hubo un silencio que él sostuvo con la esperanza de no haber errado el tiro. Ahora Macarena había adelantado el rostro, lo suficiente para que el trozo de luna que despuntaba sobre el alero iluminase una mirada hostil fija en Quart:

—Ese no es asunto suyo —dijo al fin, en voz muy baja.

—Puede que tampoco lo sea mío —concedió la duquesa, acudiendo en ayuda de su invitado—. Pero es una lástima.

—¿Por qué ha de ser una lástima? — el tono de Macarena fue cortante como un cuchillo; le hablaba a su madre pero seguía mirando al sacerdote—. A veces es mejor no dejar nada atrás —hizo un gesto violento, exasperado, para apartar el cabello—. Son afortunados esos soldados que van a las guerras con todo cuanto tienen: su caballo y su sable, o su fusil. Sin nadie por quien preocuparse y sufrir.

—Como algunos sacerdotes —concluyó Quart, que tampoco quitaba los ojos de ella.

—Tal vez —Macarena reía ahora sin ganas; muy lejos de su habitual risa franca, de muchacho—. Debe de ser maravilloso sentirse tan irresponsable y tan egoísta. Elegir la causa que uno ame o le convenga, como hace Gris. O como usted. No la que se hereda o le imponen a una.

Con las últimas palabras quedó un rastro de amargura. Cruz Bruner entrelazaba los dedos en torno al abanico:

—Nadie te forzó a ocuparte de esa iglesia, hija mía. Ni a convertirla en cuestión personal.

—Por favor. Sabes mejor que nadie que hay obligaciones que no eliges, pero que recaen sobre ti. Baúles que no se abren impunemente… Hay vidas gobernadas por fantasmas.

La duquesa hizo sonar el abanico con un chasquido.

—Ya la oye, padre. ¿Quién dijo que las heroínas románticas habían desaparecido?… —se dio un poco de aire antes de cerrar las varillas pensando en otra cosa. Miraba, abstraída, los rasguños en los nudillos del sacerdote—. Pero los fantasmas sólo duelen con la juventud. El tiempo los multiplica, es cierto; aunque también suaviza sus efectos: el dolor se vuelve melancolía. Todos mis fantasmas nadan en una balsa de aceite —deslizó una lenta mirada alrededor, a los arcos mudéjares del patio, la fuente de azulejos y la luna que ascendía en el rectángulo de cielo negro azulado—. Ni siquiera esto duele ya —miró a su hija—. Sólo tú, quizás. Un poco.

Ladeó la cabeza la anciana, con gesto idéntico al de Macarena, y de pronto Quart descubrió en su rostro los rasgos familiares de la hija. Fue una visión rápida que lo hizo asomarse por un extraño momento al futuro, treinta o cuarenta años más tarde, de la hermosa mujer que estaba a su lado, mirándolo callada mientras escuchaba a su madre. Todo llega, se dijo Quart. Y todo acaba.

—Por un tiempo confié en el matrimonio de mi hija —seguía diciendo Cruz Bruner—. Eso me consolaba al pensar que tarde o temprano terminaré por dejarla sola. Octavio Machuca y yo coincidimos en que Pencho era ideal: listo, buena planta, un futuro por delante… Se veía muy enamorado de Macarena, y estoy segura de que aún lo está, a pesar de cuanto ha ocurrido —se fruncieron los labios inexistentes de la duquesa—. Pero de la noche a la mañana, todo empezó a cambiar —le dirigió una fugaz mirada a su hija—. La niña abandonó su casa y volvió conmigo.

El tono de la anciana había virado al reproche, pero Macarena continuaba impasible. Quart bebió un último sorbo de su taza y la puso encima de la mesa. Tenía la continua sensación de rozar certezas, sin conseguirlo.

—No me atrevo —aventuró— a preguntar por qué.

—No se atreve —Cruz Bruner se abanicaba, mirándolo con ironía—. Tampoco yo me atrevo. En otro momento habría calificado todo esto como una desgracia; pero ya no sé qué es mejor… Soy la penúltima de mi estirpe, con casi tres cuartos de siglo propio a cuestas y una galería de retratos de antepasados que ya nadie teme, respeta o recuerda.

La luna fue a enmarcarse en mitad del rectángulo de cielo. Cruz Bruner hizo apagar todos los faroles. La luz se volvió azul y plata, con los blancos del patio —dibujos en azulejos, sillas, tonos pálidos en el mosaico del suelo— destacando en la penumbra igual que si fuese de día.

—Es parecido a cruzar una línea —prosiguió la duquesa, y Quart supo que continuaba la conversación interrumpida—. Y visto desde allí el mundo sea diferente.

—¿Y qué hay allí?

La anciana lo miró con fingida sorpresa:

—En boca de un sacerdote es una pregunta inquietante… Las mujeres de mi generación creímos siempre que ustedes tenían respuestas para todo. Cuando a mi viejo confesor, ya fallecido, le pedía consejo respecto a las calaveradas de mi marido, siempre me aconsejaba resignación, oraciones, y ofrecer mis angustias a Jesucristo. Según él, la vida privada de Rafael iba por una parte, y mi salvación por otra. No tenían nada que ver.

Miraba alternativamente a su hija y a Quart, y éste se preguntó qué consejos conyugales eran los que don Príamo Ferro le había dado a Macarena.

—A este lado de la línea —prosiguió Cruz Bruner, retomando el hilo— hay cierta curiosidad desapasionada. Una ternura tolerante hacia quienes llegarán hasta aquí tarde o temprano, y no lo saben.

—¿Como su hija?

La anciana lo pensó un momento:

—Por ejemplo —dijo por fin, y estudió a Quart, interesada—. O como usted mismo. No siempre será un sacerdote apuesto que atraiga a sus feligresas.

Quart ignoró la alusión. Seguía rozando certezas, sin éxito:

—¿Y qué tiene que ver todo eso con el padre Ferro?… ¿Cuál es su visión desde el otro lado?

La anciana hizo un gesto de ignorancia. Empezaba a aburrirle aquella conversación.

—Tendría que preguntárselo a él. Me parece que don Príamo no es tierno, ni tolerante. Pero es un sacerdote honrado, y yo creo en los sacerdotes. Creo en la Iglesia católica, apostólica y romana, y espero salvar mi alma en la vida eterna —se tocó la barbilla con el abanico cerrado—… Creo hasta en los sacerdotes como usted, que no dicen misa ni cosas así; incluso en esos que llevan pantalón vaquero y zapatillas de tenis, como el padre Óscar… En ese mundo desaparecido del que procedo, un sacerdote significaba algo. Por otra parte —miró a su hija—, Macarena quiere mucho a don Príamo, y yo también creo en Macarena. Me gusta verla librar sus batallas personales, aunque a veces no la entienda. Batallas imposibles cuando yo tenía su edad.

Reflexionaba Quart sobre la integridad del párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. Era la segunda vez que oía proclamar aquella honradez en los dos últimos días; pero eso estaba en contradicción con el informe sobre Cillas de Ansó. Miró el reloj:

—¿El padre Ferro está ahora en el observatorio?

—Es demasiado pronto —respondió Cruz Bruner—. Suele subir un poco más tarde, hacia las once… ¿Le gustaría esperarlo?

—Sí. Hay un par de cosas que debo comentar con él.

—Excelente. Así gozaremos más tiempo de su compañía —volvían a cantar los grillos, y la vieja dama escuchaba atenta, vuelta a medias hacia el jardín—… ¿Sabe ya quién le mandó nuestra postal?

Sólo tornó a mirarlo después de hecha la pregunta; Quart había metido la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y puesto sobre la mesa la tarjeta nunca recibida por el capitán Xaloc.

—No tengo la menor idea —se sentía observado por Macarena—. Pero al menos ahora sé quién era cada cual, y lo que significa.

—¿De verdad lo sabe? —Cruz Bruner plegaba y desplegaba el abanico, y por fin tocó con su extremo el rectángulo de cartulina que destacaba sobre la mesa—… En ese caso, mientras espera a don Príamo, quizá sea un buen momento para devolver la postal al baúl de Carlota.

Quart miró a las dos mujeres, indeciso. Macarena se había levantado y aguardaba, inmóvil, con la postal en la mano y la luna recortándole en un trazo pálido la silueta del cabello y los hombros. Se puso en pie y la siguió a través del patio y del jardín.

Cuando subieron al palomar, unas nubes rozaban la parte inferior de la luna; y aquella claridad velada confería una apariencia irreal a la ciudad bajo sus pies. Los tejados de Santa Cruz se escalonaban a la manera de un antiguo decorado de teatro, en planos de sombras rotos a intervalos por la luz de una ventana, un farol distante en un trozo de calleja estrecha entre dos aleros, una terraza donde la ropa tendida colgaba como sudarios en la noche. La Giralda se alzaba iluminada al fondo igual que si la hubieran pintado sobre un telón oscuro, y la espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas parecía muy próxima, casi al alcance de la mano, al otro lado de los largos visillos blancos que se movían lentamente, agitados por el aire.

—No es brisa del río, sino del mar —dijo Macarena—. Sube de noche, desde Sanlúcar.

Después introdujo los dedos a la izquierda de su escote, y sacando el mechero del tirante del sujetador encendió un cigarrillo. El humo se fue por los arcos de la habitación, entre el enjambre de insectos nocturnos que revoloteaba en torno a la lámpara encendida, en el espacio de luz que ésta proyectaba junto al baúl abierto.

—Es cuanto queda de Carlota Bruner —dijo.

En el baúl había cajas lacadas, cuentas de azabache, una figurita de porcelana, abanicos rotos, una mantilla blonda muy vieja y raída, agujones de sombrero, ballenas de corsé, un bolso de finos eslabones de plata, unos gemelos de ópera guarnecidos de nácar, las ajadas flores de tela, papel y cera de un sombrero, libros de fotos y postales, viejas revistas ilustradas, estuches de piel y cartón, unos insólitos guantes rojos y largos de gamuza, ajados libros de poesía y cuadernos escolares, bolillos de madera para encaje, una trenza de pelo castaño muy claro de casi tres palmos de longitud, un catálogo de la Exposición Universal de París, un trozo de coral, una góndola en miniatura, un vetusto folleto turístico de las ruinas de Cartago, una peineta de carey, un pisapapeles de cristal con un caballito de mar en su interior, varias monedas antiguas, romanas, y otras de plata con la efigie de Isabel II y Alfonso XII. En cuanto al paquete de cartas, era grueso y estaba sujeto con una cinta. Calculó Quart medio centenar: casi las dos terceras partes eran sobres que contenían cuartillas plegadas en tres dobleces, y el resto tarjetas postales. La tinta había palidecido en el papel amarillento y quebradizo, virando del negro o el azul a un sepia diluido que a veces se tornaba ilegible. Ninguna llevaba matasellos y todas estaban escritas con la letra inclinada, fina e inglesa, de Carlota. Dirigidas al capitán don Manuel Xaloc, puerto de La Habana, Cuba.

—¿No hay ninguna de él?

—No —arrodillada ante el baúl, Macarena cogió varias cartas y estuvo revisándolas con el cigarrillo humeante entre los dedos—. Mi bisabuelo las quemaba a medida que se las iban entregando en Correos. Es una pena. Sabemos lo que ella escribía, pero no lo que le contaba él.

Sentado en uno de los viejos sillones, con los estantes llenos de libros a su espalda, Quart echó un vistazo a las postales. Todas eran estampas populares de Sevilla como la que él había recibido: el puente de Triana, el puerto con la Torre del Oro y una goleta amarrada frente a ella, un cartel de la Feria, la reproducción de un cuadro de la Catedral. Te espero, te esperaré siempre, con todo mi amor, siempre tuya, aguardo noticias, te ama Carlota. Extrajo una carta de su sobre. La fecha del encabezamiento era 11 de abril de 1896:

Querido Manuel:

No me resigno a vivir sin noticias tuyas. Tengo la seguridad de que mi familia interviene tu correo, pues sé que no me has olvidado. Hay algo en mi corazón, un pequeño tic-tac como el de tu reloj, que dice que mis cartas y mi esperanza no viajan al vacío. Voy a enviarte ésta con una doncella que creo segura, y espero que mis palabras lleguen a ti. Con ellas renuevo mi mensaje de amor y mi promesa de aguardarte siempre, hasta que regreses por fin.

¡Qué larga es la espera, corazón! Pasa el tiempo y sigo aguardando que una de las velas blancas que vienen río arriba te traiga consigo. La vida tiene forzosamente que ser, al final, generosa con los que tanto sufren por confiar en ella. A veces me faltan las fuerzas y lloro, y me desespero, y llego a creer que no volverás nunca. Que me has olvidado a pesar de tu juramento. ¿Ves qué injusta y estúpida puedo llegar a ser?

Te espero siempre, cada día, en la torre desde la que te vi marchar. A la hora de la siesta, cuando todos duermen y la casa está en silencio, vengo aquí arriba y me siento en la mecedora a mirar el río por el que volverás. Hace mucho calor, y ayer me pareció ver moverse, navegando, los galeones que hay pintados en los cuadros de la escalera. También he soñado con niños que jugaban en una playa. Creo que son buenas señales. Quizás en este momento estés ya de camino hacia mí.

Vuelve pronto, amor mío. Necesito oír tu risa, y ver tus dientes blancos y tus manos morenas y fuertes. Y verte mirarme como me miras. Y renovar ese beso que una vez me diste. Vuelve, por favor. Te lo suplico. Vuelve o me moriré. Siento que por dentro ya me estoy muriendo.

Mi amor.

Carlota

—Manuel Xaloc nunca leyó esta carta —dijo Macarena—. Como ninguna de las otras. Ella aún mantuvo la cordura medio año más, y luego sobrevino la oscuridad. No exageraba: se estaba muriendo por dentro. Y cuando por fin él vino a verla y se sentó en el patio con su uniforme azul y sus botones dorados, Carlota ya estaba muerta. La que se movía ante él, incapaz de reconocerlo, era una sombra.

Quart dobló la carta, devolviéndola a su cementerio de papel amarillento, de sobres como lápidas sobre mensajes lanzados a ciegas, a la oscuridad y al vacío. Se sentía azarado, incómodo, casi culpable de violar, entrometiéndose, la intimidad de un oscuro diálogo hecho de gritos de auxilio, de palabras de amor que nunca tuvieron respuesta. Aquella carta le producía una indefinible vergüenza. Una tristeza infinita.

—¿Quiere leer más? —preguntó Macarena.

Quart negó con la cabeza. La brisa que subía desde Sanlúcar por el Guadalquivir agitaba los visillos, descubriendo a intervalos la silueta sombría de la espadaña de la iglesia. Macarena se había sentado en el suelo, apoyada en el baúl, y releía algunas cartas a la luz de la lámpara que arrancaba reflejos oscuros a la melena negra sobre la mitad de su rostro. Quart admiró la curva del cuello, la piel morena del escote y el nacimiento de los hombros, los pies desnudos bajo las sandalias de cuero. Desprendía una sensación de calidez tan intensa que tuvo que contenerse para no alargar una mano y rozar la carne de su cuello con los dedos.

—Mire esto —dijo ella.

Le alargaba una hoja manuscrita: el boceto de un barco y un texto escrito debajo, la letra y los trazos de Carlota. Estaba encabezado por el título: Yate armado «Manigua». Lo acompañaban las características técnicas del buque, y era evidente que había sido copiado de una revista de la época.

—Esta carpeta es posterior —dijo Macarena, pasándole un cartapacio atado con cintas—. Fue mi abuelo quien la puso aquí dentro, después de muerta Carlota. Es el otro epílogo de la historia.

Abrió Quart la carpeta. Contenía viejos recortes de prensa y revistas ilustradas, y todo se refería al final de la guerra de Cuba y el desastre naval del 3 de julio de 1898. Una portada de La Ilustración reconstruía en un grabado artístico la destrucción de la escuadra del almirante Cervera. También había una página con el relato de la batalla, un plano de la costa de Santiago de Cuba, grabados de los principales jefes y oficiales muertos en el combate; y entre ellos Quart encontró lo que buscaba. No era de muy buena calidad, y el pie del ilustrador lo decía, «realizado a partir de testimonios fidedignos». El retrato mostraba las facciones de un hombre bien parecido, con el cuello de la chaqueta abotonado hasta arriba sobre un pañuelo blanco, y expresión melancólica. Era el único que llevaba ropa civil, y parecía que el dibujante hubiera pretendido subrayar su pertenencia accidental a la escuadra de Cervera. Tenía el pelo corto y un ancho bigote unido a frondosas patillas: Capitán de la marina mercante D. Manuel Xaloc Ortega, comandante del «Manigua». Lo habían dibujado mirando hacia algún lugar impreciso más allá del hombro de Quart, como si en el fondo le importara un bledo figurar entre los héroes de Cuba. Más abajo, en la misma página, estaba el texto:

«…Mientras el Infanta María Teresa, tras soportar durante casi una hora el fuego concentrado de la escuadra norteamericana, encallaba en la costa envuelto en llamas, el resto de los barcos españoles iba saliendo uno tras otro por la boca del puerto de Santiago, entre los fuertes de El Morro y Socapa, siendo recibidos en el acto por una densa concentración de artillería de los acorazados y cruceros de Sampson, cuya superioridad artillera y de blindaje era aplastante. Con sus torres inutilizadas, acribillados puentes y superestructura y con enorme número de muertos y heridos a bordo, ardiendo todo su costado de babor, el Oquendo pasó ante el lugar en que estaba encallado su buque insignia, e incapaz de continuar, con su comandante (capitán de navío Lazaga) muerto, fue a encallar una milla más al oeste para no caer en manos del enemigo.

El Vizcaya y el Cristóbal Colón forzaron máquinas navegando paralelos a la costa, estrechados contra ésta por el diluvio de fuego norteamericano. Pasaron junto a sus compañeros destruidos, cuyos supervivientes intentaban ganar a nado la costa. Más rápido, se adelantó el Colón, mientras el infortunado Vizcaya quedaba bajo los impactos de todas las unidades adversarias. Ardió el navío, y tras intentar inútilmente su comandante (capitán de navío Eulate) embestir al acorazado Brooklyn, fue a embarrancar bajo el intenso fuego del Iowa y el Oregón, con la bandera ardiendo, pues no fue arriada. Llegó después el turno del Colón (capitán de navio Díaz Moreu), que a la una de la tarde, acosado por cuatro buques norteamericanos, indefenso sin artillería gruesa, fue arrojado contra la costa y hundido por su propia tripulación. Al mismo tiempo, más retrasadas y ya sin ninguna esperanza de sobrevivir, salían del puerto una detrás de la otra las unidades ligeras de la escuadra, los contratorpederos Plutón y Furor, a los que en las últimas horas se había unido el yate armado Manigua, cuyo comandante (capitán de la Marina mercante Xaloc) se negó a permanecer en el abrigo del puerto, donde su barco habría sido capturado con la ciudad a punto de caer. Estas pequeñas unidades, conscientes de la imposibilidad de escapar, fueron directamente al encuentro de los acorazados y cruceros norteamericanos. Embarrancó el Plutón (teniente de navio Vázquez) tras ser partido en dos por un grueso proyectil del Indiana, y fue echado a pique el Furor (comandante Villaamil) por el fuego del mismo acorazado y del Gloucester. En cuanto al ligero y rápido Manigua, salió el último por la boca del puerto de Santiago cuando la costa era ya una sucesión de barcos españoles embarrancados y en llamas, izó una insólita bandera negra junto al pabellón nacional, rodeó el bajo del Diamante soportando ya fuego enemigo, y sin vacilar puso rumbo a la unidad norteamericana más próxima, a la sazón el acorazado Indiana. De esa forma, el Manigua navegó tres millas acercándose en zigzag al acorazado, recibió un fuego intensísimo, y se hundió a la una y veinte minutos de la tarde, con la cubierta arrasada e incendiado de proa a popa, cuando aún intentaba embestir al enemigo…»

Quart puso otra vez el recorte dentro de la carpeta y la devolvió al baúl, con el resto de los documentos. Ahora ya sabía qué miraban los ojos indiferentes del capitán Xaloc en el retrato publicado por la revista: los cañones del acorazado Indiana. Por un momento lo entrevió agarrado a la batayola del puente, entre el fragor de los cañonazos y el humo del barco incendiado, resuelto a terminar su largo viaje hacia ninguna parte.

—¿Carlota llegó a saber esto?

Macarena hojeaba las páginas de un viejo álbum de fotos:

—No lo sé. En julio de 1898 ya había perdido por completo la razón, así que ignoramos lo que pudo significar para ella. Creo que le ocultaron la noticia. En todo caso, siguió subiendo aquí a esperar, hasta su muerte.

—Qué triste historia.

Ella mantenía abierto el álbum por una de las páginas, y se la enseñaba. Había allí pegada una antigua fotografía, una cartulina rectangular con la firma del estudio fotográfico en un ángulo. Mostraba a una joven vestida con ropas claras de verano, una sombrilla cerrada en la mano y un sombrero de ala muy ancha, con flores parecidas a las de tela y cera que había en el baúl. La impresión fotográfica estaba tan desvaída que todos los trazos eran amarillos, y buena parte de éstos borrados por el tiempo; pero podían apreciarse las manos finas que sostenían guantes y abanico, el cabello claro recogido en la nuca, el óvalo del rostro pálido, la sonrisa triste y la mirada ausente. No era bella, pero tenía un aspecto agradable; dulce y sereno. Quart le calculó poco más de veinte años.

—Quizá se hizo esta foto para él —aventuró Macarena.

Un soplo de brisa más fuerte movió los visillos, y Quart distinguió de nuevo la cercana espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas. Para templar su malestar se puso en pie, fue hasta uno de los arcos mozárabes, se quitó la chaqueta, doblándola sobre el alféizar, y estuvo mirando recortarse el tejado de la iglesia en la oscuridad. Era tanta su desolación como la que Manuel Xaloc hubo de sentir saliendo por última vez de la Casa del Postigo, camino de la iglesia para depositar allí las perlas del vestido de novia que Carlota Bruner no luciría jamás.

—Lo siento —murmuró a la noche, incapaz de precisar ante quién formulaba aquella disculpa. Ni siquiera sabía de qué disculparse, pero experimentaba la necesidad de hacerlo. Sentía el frío del arco de la cripta en las muñecas, el chisporroteo de las velas ardiendo durante la misa del padre Ferro, el olor a pasado estéril que emanaba del baúl abierto. Y un templario solitario en un páramo, apoyándose exhausto en su espada, veía pasar ante sus ojos, lentamente, el yate armado Manigua haciéndose a la mar aquel 3 de julio de 1898, con una silueta inmóvil en el puente de mando y, junto al pabellón, una bandera negra como la desesperanza.

Hubo un roce próximo. Macarena se le había acercado y miraba también la torre de Nuestra Señora de las Lágrimas.

—Ahora —dijo— ya sabe todo lo necesario.

Nunca hubo verdad como ésa. Quart sabía más de lo que deseaba saber, y Vísperas había cumplido su inútil objetivo. Pero nada de todo aquello podía traducirse en la prosa oficial del informe esperado por el IOE. Lo que monseñor Spada y Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y Su Santidad el Papa deseaban conocer, la identidad del pirata informático y la posibilidad de un escándalo en torno a la pequeña parroquia sevillana, era cuanto importaba del asunto. El resto, las historias y las vidas cobijadas entre los muros de aquella iglesia, no contaban para nadie. La apasionada juventud del padre Óscar había dado en el clavo: Nuestra Señora de las Lágrimas estaba demasiado lejos de Roma. Sólo era, como el Manigua del capitán Xaloc, un pequeño buque navegando en zigzag, con la suerte sellada de antemano, frente a la impávida mole de acero de un acorazado desprovisto de alma.

Macarena había puesto una mano sobre su brazo, el mismo de la mano herida, y él lo mantuvo inmóvil, sin retirarlo, aunque ella tuvo que notar endurecerse los músculos bajo el contacto.

—Me voy de Sevilla —dijo Quart por fin, en voz baja.

Ella no dijo nada de inmediato. Al cabo de un momento, sintió que se volvía a mirarlo:

—¿Cree que comprenderán en Roma?

—No lo sé. Pero que comprendan o no, carece de importancia —Quart hizo un gesto hacia el baúl, el campanario, la ciudad oscura a sus pies—. No son ellos quienes han estado aquí. Éste es sólo un punto minúsculo en un mapa, sobre el que un audaz intruso informático atrajo por un rato su atención. Mi informe será archivado a los pocos minutos de leerlo.

—Es injusto —protestó Macarena—. Se trata de un lugar especial.

—Se equivoca. El mundo está lleno de lugares así. Cada rincón, cada historia, tienen una Carlota esperando en una ventana, un viejo párroco testarudo, una iglesia que se cae a pedazos en alguna parte… Ustedes no son tan importantes como para quitarle el sueño al Papa.

—¿Y a usted?

—Eso no tiene nada que ver. Yo dormía poco, antes.

—Ya veo —retiraba la mano apoyada en su brazo—. No le gusta sentirse implicado, ¿verdad?… Salvo que se trate de cumplir órdenes —se echó hacia atrás el cabello con violencia, colocándose de forma que él no tuvo más remedio que mirarle la cara—… ¿No va a preguntarme por qué dejé a mi marido?

—No. No voy a preguntárselo. Eso tampoco es imprescindible en mi informe.

Sonó la risa baja, desdeñosa, de la mujer.

—Me importa poco su informe. Usted vino aquí haciendo preguntas y ahora no puede decir que se va y elude el resto de las respuestas… Ha curioseado en las vidas de todo el mundo, así que puede completar la mía —sus ojos no se apartaban de Quart. La voz se le volvía absorta, grave; como si antes de modularse recorriera un largo trecho adentro—. Yo quería un hijo, ¿sabe?… Algo que atenuase la sensación de que no hay nada entre mis pies y el abismo… Yo quería un hijo y Pencho no —el tono cambió al sarcasmo—. Imagínese los argumentos: prematuro, mala época, momento crucial en nuestras vidas, necesidad de concentrar esfuerzos y energías, ya lo tendremos más adelante… No le hice caso y me quedé embarazada. ¿Por qué aparta el rostro, padre Quart?… ¿Se escandaliza?… Imagínese que está en el confesionario. A fin de cuentas, es su oficio.

Quart movía la cabeza, repentinamente seguro de sí. Aquello era justo lo único que le quedaba claro. Su oficio.

—Se equivoca de nuevo —repuso con suavidad—. No lo es. Ya dije en una ocasión que no quiero confesarla a usted.

—No puede evitarlo, padre —Quart percibió despecho e ironía en el tono de la mujer—. Considéreme un alma atribulada que su ministerio le impide rechazar —sobrevino un silencio—… Además, tampoco estoy pidiendo una absolución.

Encogió él los hombros, cual si aquello bastase para dejarlo al margen. Pero ella tenía los ojos llenos de reflejos de luz, y de luna, y de noche, y no pareció advertir el gesto.

—Me quedé embarazada —prosiguió, en el mismo tono de antes— y a Pencho le cayó el mundo encima. Demasiado pronto, demasiados problemas antes de tiempo, insistía. Presionó como nunca nadie en mi vida… Presionó para que me lo quitara.

Así que era eso. Las piezas rezagadas siguieron encajando lentamente en las reflexiones del sacerdote. Macarena se quedaba callada, y él no pudo evitar abrir la boca, a su pesar:

—Y lo hizo —dijo.

No era una pregunta. Se giró a mirarla, viéndola sonreír con una amargura que nunca le había visto antes.

—Lo hice —Santa Cruz seguía reflejándose en sus ojos, pálida a causa de la luna—. Soy católica y me resistí cuanto pude. Pero amaba realmente a mi marido. Contra la opinión de don Príamo, ingresé en una clínica y perdí el niño. Sólo que las cosas se complicaron: tuve una perforación del útero con hemorragia arterial, y hubo que practicarme una histerectomía de urgencia… ¿Sabe lo que significa eso? Que nunca podré ser madre otra vez —alzó los ojos y se inundaron de luna, borrándose todo rastro de lo demás—. Nunca.

—¿Qué dijo el padre Ferro?

—Nada. Es anciano y ha visto demasiado. Sigue dándome la comunión cuando se la pido.

—¿Lo sabe su madre?

—No.

—¿Y su marido?

Ahora ella emitió una carcajada corta y seca.

—Tampoco —pasaba la mano por el alféizar, cerca del brazo de Quart, pero sin llegar a tocarlo esta vez—. Nadie lo sabe excepto el padre Ferro y Gris. Y ahora, usted.

Dudó un momento, como si fuera a añadir un nombre más. Pero Quart la miraba, sorprendido:

—¿Aprobó la hermana Marsala su decisión de abortar?

—Al contrario. Aquello casi me cuesta su amistad. Pero cuando se complicaron las cosas en la clínica, ella acudió a mi lado… En cuanto a Pencho, no le permití acompañarme durante la intervención, y siempre creyó que el aborto fue normal. Regresé a casa, convaleciente, y para él todo parecía ir bien.

Guardó silencio un instante, mirando la Giralda iluminada a lo lejos, y luego se volvió al sacerdote.

—Hay un periodista —dijo—. Un tal Bonafé, el mismo que publicó la semana pasada ciertas fotos…

Se calló, esperando sin duda un comentario; pero Quart no dijo nada. Las fotografías del hotel Alfonso XIII eran lo de menos. Le preocupaba el nombre de Honorato Bonafé en boca de Macarena.

—Un tipo desagradable —prosiguió ella, al cabo de un momento—. Blando, sucio… De esos a quienes nunca darías la mano porque se adivina húmeda.

—Lo conozco —dijo por fin Quart.

Macarena le dirigió una ojeada suspicaz, preguntándose de qué podía él conocer a semejante individuo. Después inclinó la cabeza, y el cabello negro se interpuso entre ambos.

—Vino a verme esta mañana —prosiguió—. En realidad fue a abordarme en la puerta, pues no lo habría recibido aquí nunca. Lo mandé con viento fresco, pero antes de irse insinuó algo sobre la clínica… Ha estado haciendo preguntas.

Sangre de Dios. Quart torcía el gesto, imaginando la escena. Por un momento lamentó no haber sido más contundente con Bonafé cuando su última entrevista. La rata miserable. Deseó con toda el alma tropezárselo de nuevo a su regreso, en el vestíbulo del hotel, para borrar de su cara aquella sonrisa viscosa.

—Estoy un poco inquieta —confesó Macarena.

Lo dijo en un tono preocupado, inseguro, que tampoco le había oído nunca antes. Quart imaginaba sin esfuerzo el partido que Bonafé iba a sacar de la historia.

—Abortar —comentó— ya no es un problema en España.

—No. Pero ese hombre y su revista viven de escándalos.

Cruzaba los brazos, apretados. De pronto parecía tener frío.

—¿Sabe cómo se hace un aborto, padre Quart?… —se había vuelto a estudiarlo, buscando la respuesta en su rostro para descartarla al fin con una mueca despectiva—. No, creo que no lo sabe. Quiero decir que no lo sabe de verdad. Toda aquella luz, y el techo blanco, y las piernas abiertas. Y las ganas de morirse. Y la infinita, fría, espantosa soledad… —se apartó bruscamente de la ventana—. Malditos sean todos los hombres del mundo, incluido usted. Maldito hasta el último de ellos.

Se detuvo en un suspiro muy hondo, expulsando aire igual que si le doliera en los pulmones. El contraste de luces y sombras en su rostro parecía envejecerla; o tal vez fuese aquel tono de voz lento, amargo, que la convertía en otra mujer más dura y más gastada.

—Yo me negaba a pensar —prosiguió, tras un momento—. A reflexionar sobre lo que había ocurrido. Vivía en un sueño extraño del que deseaba despertarme… Y un día, a los tres meses de mi regreso, entré en el cuarto de baño mientras Pencho se duchaba después de que hiciéramos el amor por primera vez. Estaba bajo el agua, enjabonándose, y yo me senté en el borde de la bañera a mirarlo. De pronto sonrió, y entonces lo vi como un perfecto desconocido… Alguien sin relación con el hombre que yo amaba, y por el que había perdido la posibilidad de tener hijos.

Se calló otra vez para exasperación de Quart, que habría preferido no saber, y sin embargo estaba pendiente de sus palabras. Por un momento pareció que había terminado; pero se acercó de nuevo a la ventana, una mano detenida en el alféizar a medio camino entre ella y el sacerdote, sobre la chaqueta doblada.

—Me sentí muy vacía y muy sola —prosiguió por fin—. Peor que en la clínica. Entonces hice una maleta y vine aquí… Pencho nunca lo entendió. Sigue sin entenderlo aún.

Quart respiró despacio cinco, seis veces. Ella parecía aguardar un comentario por su parte.

—Por eso le hace daño —dijo al fin. Ahora tampoco era una pregunta.

—¿Daño?… Nadie puede hacerle daño a él. Su egoísmo y sus obsesiones están blindados. Pero sí puedo hacerle pagar un alto precio social: esta iglesia, su prestigio como financiero y su orgullo como hombre. Sevilla pasa muy fácilmente del aplauso a los silbidos… Hablo de mi Sevilla, ésa a cuyo reconocimiento aspira Pencho. Y pagará por ello.

—Su amiga Gris sostiene que usted aún lo ama.

—A veces ella habla demasiado —rió de nuevo, con idéntica amargura—. Quizá el problema resida en que lo amo. O en lo contrario. De un modo u otro, eso no cambiaría nada.

—¿Y yo?… ¿Por qué me cuenta todo esto?

La luna miraba a Quart. Dos discos blancos. Opaca.

—No lo sé. Ha dicho que se va, y de pronto eso me incomoda —estaba ahora tan cerca que cuando llegó otro soplo de brisa sus cabellos rozaron la cara de Quart—. Tal vez a su lado me siento menos sola; parece que encarne, a pesar de sí mismo, esa imagen atávica que siempre tuvo el sacerdote para buena parte de las mujeres: alguien fuerte y sabio en quien confiar, o a quien confiarse… Tal vez sean su traje negro y ese alzacuello, o quizá el hecho de que es, también, un hombre atractivo. Puede que su venida de Roma, y lo que representa, atraiga mi interés. Quizá yo sea su Vísperas. Puede que intente ganarlo para mi causa, o simplemente intente infligir una nueva y más retorcida ofensa al honor de Pencho… También podría tratarse de algunas o todas esas cosas a la vez. En lo que se ha convertido mi vida, el padre Ferro y usted son los extremos de un terreno tranquilizador: opuestos y complementarios.

—Por eso defiende esa iglesia —concluyó Quart—. La necesita tanto como los otros.

Ella había alzado los brazos, levantándose hasta la nuca el cabello recogido en las manos. Su cuello era una línea suave y oscura desde los lóbulos de las orejas hasta el nacimiento de los hombros.

—Quizá también usted la necesita más de lo que cree —abrió las manos y el cabello se derramó en una cascada negra, ocultándole cuello y hombros—… En cuanto a mí, no sé lo que necesito. Quizá esa iglesia, como dice. Tal vez un hombre apuesto y silencioso que me haga olvidar; o que me otorgue, al menos, el don de la indiferencia. Y otro, anciano y sabio, que me absuelva de buscar mi propio olvido. ¿Sabe una cosa?… Hace un par de siglos era una suerte ser católica. Eso lo solucionaba todo: bastaba sincerarse con un cura y esperar. Ahora ni siquiera ustedes los curas creen en sí mismos. Hay una película, Jennie… ¿Le gusta el cine?… En un momento del diálogo, Joseph Cotten, el pintor protagonista, le dice a Jennifer Jones: «Sin ti estoy perdido». Y ella responde: «No digas eso. No podemos estar perdidos los dos»… ¿Está usted tan perdido como parece, padre Quart?

Se volvió hacia ella dejando la chaqueta abandonada en la ventana, sin una respuesta en los labios. Y la luna se reía de él con su doble reflejo pálido. Y se preguntó cómo era posible que una boca de mujer sonriese burlona y tierna al mismo tiempo, tan desvergonzada y tan tímida, y tan cercana. Y en el momento en que iba a abrir la suya, dispuesto a decir algo que todavía ignoraba, un reloj cercano dio sobre los tejados once campanadas, y Quart se dijo que, sin duda, el Espíritu Santo acababa de finalizar su turno de guardia. Sangre de Dios. Alzó una mano en dirección al rostro de mujer —la mano herida— pero tuvo el dominio suficiente para detenerla a medio camino. Entonces, incapaz de establecer si era decepción o alivio lo que sentía, vio que don Príamo Ferro se hallaba en la puerta, y los miraba.

—Demasiada luna —comentó el padre Ferro. Estaba de pie junto al telescopio, observando el cielo—. No es buen momento para trabajar.

Macarena se había ido escaleras abajo, dejándolos solos en el palomar. Quart se inclinó a cerrar el baúl de Carlota antes de quedarse inmóvil, atento a la pequeña y reseca figura que le daba la espalda, tan oscura en su sotana negra.

—Apague la luz —dijo el párroco.

Obedeció Quart, y los lomos de los libros, y el baúl de Carlota, y el grabado de la Sevilla del XVII que había en la pared, se fundieron en negro. Ahora la silueta de la ventana parecía más compacta y vigorosa. La noche reforzaba en ella una cualidad singular, hecha de sombras.

—Quiero hablar con usted —dijo Quart—. Dejo Sevilla.

El padre Ferro no hizo ningún comentario. Seguía quieto mirando el cielo, recortado por un escorzo de luna en el arco de la ventana.

—Berenice —dijo por fin—. Puedo ver la cabellera de Berenice.

Quart anduvo hasta situarse a su lado. El telescopio quedaba entre ambos, apuntado al cielo.

—Esas trece estrellas —añadió el padre Ferro—. Al noroeste. Ella ofrendó los cabellos para lograr la victoria de sus ejércitos.

Quart no miraba el cielo, sino el perfil sombrío del párroco, vuelto hacia arriba. Como cumpliendo con retraso sus deseos, la torre iluminada de la Giralda se apagó de pronto, igual que si acabara de esfumarse en la noche. Un instante después, a medida que las retinas de Quart se adaptaron a la nueva situación, sus contornos oscuros empezaron a perfilarse otra vez bajo la luna.

—Y allá, más lejos —proseguía el padre Ferro—, casi en el cenit, están los Perros de Caza.

Pronunció el nombre con un desprecio infinito: intrusos invadiendo un territorio amado. Esta vez Quart sí miró hacia arriba y pudo distinguir, hacia el norte, una estrella grande y otra pequeña que parecían viajar juntas por el espacio.

—No le caen simpáticas —comentó.

—No. Detesto a los cazadores. Y más cuando cazan por cuenta de otros… En este caso, además, son los perros de la adulación. La estrella grande es Cor Caroli. Halley la bautizó así porque brilló con más intensidad el día del regreso de Carlos II a Londres.

—Entonces el perro no es culpable.

Sonó la risa chirriante, apagada, del párroco. Por fin se había vuelto a mirar a Quart de abajo arriba, por encima del hombro. La luna acentuaba la blancura de su pelo recortado a trasquilones; casi lo hacía parecer limpio.

—Lo encuentro muy suspicaz, padre Quart. Y la fama de suspicaz la tengo yo —se rió de nuevo, quedo—. Sólo hablaba de estrellas.

Metió una mano en un bolsillo de la sotana para sacar un cigarrillo de la abollada cajita de lata. Al inclinarse sobre la llama protegida en el hueco de la mano, el resplandor rojizo iluminó cicatrices y arrugas en su rostro devastado, los pelos blancos y negros de la barba mal afeitada y crecida de nuevo, las manchas grisáceas en el cuello, las mangas de la sotana.

—¿Por qué se va? — apagado el fósforo, el cigarrillo era una brasa incandescente en el duro perfil—. ¿Ya descubrió a Vísperas?

Vísperas es lo de menos, padre. Puede ser cualquiera de ustedes, o todos, o ninguno. Su identidad no cambia las cosas.

—Me gustaría saber qué va a contar en Roma.

Quart se lo dijo: las dos muertes habían sido lamentables accidentes, y su investigación coincidía con la versión policial; por otra parte, un veterano párroco libraba una guerra privada, y varios de sus feligreses lo apoyaban en ella. Una historia vieja desde San Pablo, así que no creía que nadie en la Curia se escandalizara por ello. De no mediar el pirata informático y el memorándum a Su Santidad, el asunto no debió salir nunca del ámbito del ordinario de Sevilla. Ése, en síntesis, era el panorama.

—¿Y qué harán conmigo?

—Oh, nada especial, supongo. Como monseñor Corvo ha elevado ya un procedimiento disciplinario al que se unirá mi informe, imagino que a usted le buscarán una jubilación anticipada, discreta, algo antes de lo habitual… Quizás una capellanía de monjas, aunque lo más probable sea una residencia para sacerdotes de edad. Ya sabe: descanso.

La brasa del cigarrillo se movía en el perfil.

—¿Y la iglesia?

Alargó Quart una mano hacia su chaqueta, que seguía sobre el alféizar. La desdobló y volvió a doblarla antes de colocarla otra vez en el mismo sitio.

—Eso queda fuera de mi competencia —dijo—. Pero tal como están las cosas, veo poco futuro. En Sevilla sobran iglesias y faltan curas. Además, Su Reverencia don Aquilino Corvo le tiene puesto el requiescat.

—¿A la iglesia, o a mí?

—A ambos.

Chirrió la risa atravesada del párroco:

—Posee todas las respuestas, por lo que veo.

Quart lo meditó un poco.

—A decir verdad, me falta una —apuntó, al cabo—. Algo que figura en su expediente; pero no quisiera citarlo en mi informe sin conocer su versión… Usted tuvo un problema allá arriba, cuando era párroco en Aragón. Un tal Montegrifo. No sé si recuerda.

—Recuerdo perfectamente al señor Montegrifo.

—Dice que le compró un retablo de su parroquia.

El padre Ferro estuvo un rato callado. De soslayo, Quart vio que el perfil oscuro seguía vuelto hacia el cielo y la brasa del cigarrillo casi extinguida en la boca. Resbalándole sobre el hombro, la claridad de la luna iluminaba una de sus manos apoyada en el tubo de latón del telescopio.

—La iglesia era románica, pequeña —dijo el párroco después del largo silencio—. Vigas podridas y muros agrietados. Anidaban en ella los cuervos y las ratas… Era una parroquia muy pobre, tanto que a veces no tenía ni para comprar vino de misa. Y mis feligreses vivían repartidos en varios kilómetros a la redonda. Gente humilde, pastores y campesinos. Gente mayor, enferma, inculta, sin futuro. Y yo, cada día, durante la semana para mí solo y los domingos para ellos, decía misa ante un retablo amenazado por la humedad, las goteras, la carcoma… España estaba llena de lugares así, de obras de arte indefensas que eran robadas por traficantes, desaparecían al caerse el techo de la iglesia, o quedaban expuestas al fuego, a la lluvia, la miseria… Un día vino a visitarme un extranjero que ya había estado por allí: iba acompañado por otro individuo elegante, de buen aspecto, que se presentó como director de una casa de subastas de Madrid. Hicieron una oferta por el Cristo y el pequeño retablo del altar.

—Era un retablo valioso —apuntó Quart—. Del siglo XV.

Se impacientaba el párroco. La brasa del cigarrillo brilló con más intensidad:

—¿Qué importa el siglo?… Pagaban por él. Sin ser una suma extraordinaria, era un nuevo techo para la iglesia y, lo más importante, ayuda para mis feligreses.

—¿Así que lo vendió?

—Pues claro que lo vendí. Sin dudarlo un momento. Con eso reparé el tejado, obtuve medicamentos para los enfermos, palié los daños de las heladas y de las enfermedades del ganado… Ayudé a vivir y a morir a la gente.

Quart señaló la silueta oscura del campanario:

—Sin embargo, ahora defiende esta iglesia. Parece contradictorio.

—¿Por qué?… A mí el valor artístico de Nuestra Señora de las Lágrimas me importa lo que a usted o al arzobispo. Eso se lo dejo a la hermana Marsala. Mis feligreses, por pocos que sean, valen más que una tabla pintada.

—Luego usted no cree… —empezó a decir Quart.

—¿En qué?… ¿En los retablos del siglo XV? ¿En las iglesias barrocas? ¿En el Mecánico Supremo que aprieta allá arriba nuestras tuerquecitas una por una?…

La brasa del cigarrillo brilló por última vez antes de que el padre Ferro la dejase caer por la ventana.

—Qué importa —dijo. Movía el telescopio sin mirar por el objetivo, como si buscara algo en las estrellas—. Ellos sí creen.

—Ese retablo dejó una mancha en su expediente —apuntó Quart.

—Lo sé —el párroco seguía moviendo el telescopio—. Incluso tuve una desagradable entrevista con mi obispo… Si en Roma hicieran lo mismo, le repliqué, otro gallo cantaría. Pero aquí el único gallo que oímos cantar es el de San Pedro. Después todo son lágrimas y Quo Vadis Dómine y crucifíquenme cabeza abajo; pero mientras tanto nos quedamos afuera, negando nuestra conciencia mientras suenan las bofetadas en el Pretorio.

—Vaya. Tampoco San Pedro le cae simpático, por lo que veo.

Crujió de nuevo la risa queda del sacerdote:

—Tiene razón. Debió dejarse matar en Getsemaní, cuando sacó la espada para defender al Maestro.

Ahora fue Quart quien soltó una carcajada:

—Nos hubiéramos quedado sin el primer Papa, en ese caso.

—Que se cree usted eso —el párroco negaba con la cabeza—. En nuestro oficio hay papas de sobra. Lo que faltan son cojones.

Se había inclinado y pegaba un ojo al telescopio mientras hacía girar las ruedecillas correctoras. El tubo se desplazó lentamente hacia arriba y a la izquierda.

—Cuando observas el cielo —el padre Ferro hablaba sin apartarse de la lente—, las cosas giran despacio hasta ocupar un lugar distinto en el Universo… ¿Sabe que nuestra pequeña Tierra dista del Sol sólo 150 miserables millones de kilómetros, cuando Plutón dista 5.900? ¿Y que el Sol no es sino un minúsculo lunar comparado con la superficie de una estrella media como Arturo?… Por no hablar de los 36 millones de kilómetros de tamaño que tiene Aldebarán; o de Betelgeuse, que es diez veces mayor.

Hizo describir al telescopio un breve arco a la derecha, apartó el ojo de la lente y le indicó a Quart una estrella con el dedo.

—Mire: es Altair. A 300.000 kilómetros por segundo, su resplandor tarda dieciséis años en llegar hasta nosotros… ¿Quién le asegura que mientras tanto no ha estallado, y vemos la luz de una estrella que ya no existe?… A veces, cuando miro hacia Roma, tengo la sensación de que estoy mirando Altair. ¿Está seguro de que todo seguirá allí, intacto, a su regreso?…

Invitó a Quart a echar un vistazo, y éste se inclinó para aplicar un ojo a la lente. A medida que se alejaba del resplandor de la luna, entre estrella y estrella aparecían infinidad de puntos de luz, racimos de resplandores y nebulosas rojizas, azuladas y blancas, parpadeantes o inmóviles. Una de ellas fue alejándose y luego desapareció cegada por otra; una estrella fugaz, o tal vez un satélite artificial. Recurriendo a sus escasos conocimientos astronómicos, Quart buscó la Osa Mayor y ascendió desde la línea de Merak y Dubhe hacia arriba, cuatro veces la distancia, creía recordar. O tal vez cinco. La Estrella Polar estaba allí, grande y brillante, segura de sí misma.

—Esa es Polaris —el padre Ferro había seguido los movimientos del telescopio—: el extremo de la Osa Menor, que siempre señala la latitud cero de la Tierra. Pero tampoco eso es inmutable —señaló un lugar a la izquierda, invitando a Quart a mover la lente hacia allí—. Hace 5.000 años era aquella otra, el Dragón, la que adoraban los egipcios como custodia del norte… Su ciclo es de 25.800 años, del que sólo han transcurrido 3.000. Así que dentro de doscientos veintiocho siglos sustituirá de nuevo a la Polar— miraba hacia arriba, tamborileando con las uñas en el tubo de latón—… Me pregunto si para entonces quedará sobre la tierra alguien para apreciar el cambio.

—Da vértigo —dijo Quart, apartando el ojo de la lente.

Chasqueó el párroco la lengua, asintiendo. Parecía complacerse en el vértigo de Quart; como un cirujano experto viendo palidecer a los estudiantes en una autopsia.

—Tiene gracia, ¿verdad?… El Universo es una broma divertida. La misma Polaris que usted miraba hace un momento se encuentra a cuatrocientos setenta años luz. Eso significa que nos guiamos por el brillo que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta nosotros —indicó otro lugar en la noche—. Y más allá, sin que pueda verse a simple vista, en la nebulosa del Ojo del Gato, capas concéntricas de gas, anillos y lóbulos gaseosos forman el fósil final de un astro que murió hace mil años: restos de planetas muertos girando en torno a una estrella muerta.

Se apartó del telescopio y anduvo hasta otro de los arcos de la torre, donde la claridad de la luna iluminaba mejor sus facciones. Se quedó allí, pequeño y seco en la sotana demasiado corta bajo la que asomaban sus grandes zapatos. Desde esa distancia le habló de nuevo a Quart:

—Dígame qué somos. Qué papel jugamos aquí, en todo ese escenario que se extiende sobre nuestras cabezas. Qué significan nuestras vidas miserables, nuestros afanes —alzó una mano un poco hacia arriba, sin mirar dónde señalaba—… ¿Qué le importan a esas luces su informe a Roma, la iglesia, el Santo Padre, usted o yo mismo?… ¿En qué lugar de esa bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras pobres vidas, la esperanza? —otra vez sonó la risa queda, áspera, intranquilizadora—… Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y nazcan planetas, todo seguirá girando, en apariencia inmutable, cuando nos hayamos ido.

Quart sintió de nuevo aquella solidaridad instintiva que en su mundo de clérigos hacía las veces de amistad. Guerreros exhaustos, cada uno en su casilla de ajedrez, aislados, lejos de reyes y príncipes. Librando el combate de su incertidumbre con las solas fuerzas y a su manera. Le hubiera gustado acercarse al pequeño y viejo párroco y ponerle una mano en el hombro; pero se contuvo. Las reglas también incluían la soledad de cada cual.

—En ese caso —dijo lentamente— no me gusta la astronomía. Linda con la desesperación.

El otro lo miró un instante en silencio. Parecía sorprendido.

—¿Desesperación?… Todo lo contrario, padre Quart. Proporciona serenidad. Porque sólo es lo grave, lo valioso, lo trascendente, lo que nos duele perder… Nada resiste a la despiadada lucidez de sentirse una minúscula gotita de agua de mar, en el rojo atardecer del Universo —hizo una pausa y se volvió a mirar la espadaña de la iglesia entre los visillos agitados por la brisa—. Excepto, quizás, una mano amiga que nos inspire resignación y consuelo, antes de que nuestras estrellas se apaguen una a una y haga mucho frío, y todo esté consumado.

Después de aquello, el padre Ferro ya no dijo nada más. Quart alargó la mano hasta el interruptor de la lámpara. La encendió, y las estrellas desaparecieron.

Bajó al jardín con la chaqueta sobre el hombro, aspirando el olor de la noche. Ella aguardaba en un ángulo, con la claridad de la luna recortándole en sombra, sobre el rostro y los hombros, hojas de buganvillas y de naranjos.

—No quiero que usted se vaya —dijo—. Todavía.

Brillaban sus ojos, y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en penumbra. Quart separó los labios para emitir un suspiro largo y apagado que pudo ser, también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor. Una persiana en la tarde filtraba finas líneas de sol sobre el cuerpo moreno de una mujer desnuda, y Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco en la cara interior del muslo, donde brillaban minúsculas gotas de sudor cerca de un sexo de hembra oscuro, rizado y húmedo. Hubo un soplo de brisa. Las hojas de los naranjos y las buganvillas se movieron sobre el rostro de Macarena Bruner, y la luna se deslizó por los hombros del sacerdote Lorenzo Quart como una cota de malla; una loriga que cayese a sus pies. Se irguió el templario y miró alrededor, cansado, escuchando el rumor de la caballería sarracena hacia la colina de Hattin, en cuyas laderas el sol blanqueaba los huesos de los caballeros francos. Y era el mar embravecido el que golpeaba en el espigón del faro, bajo el temporal, mientras los frágiles barquitos intentaban ganar abrigo. Y una mujer enlutada sostenía la mano de un niño por donde gotas de lluvia resbalaban igual que lágrimas. Y olía a sopa hirviendo en un puchero mientras un viejo párroco junto a una chimenea declinaba rosa, rosae. Y la sombra del chiquillo, perdido en un mundo que se orientaba por la luz de una estrella vieja de cinco siglos, se recortó en la delgada pared que lo mantenía a salvo del intenso frío reinante allá afuera. Y esa misma sombra fue acercándose a la otra que aguardaba bajo las buganvillas y los naranjos hasta respirar su aroma y su calidez, y su aliento. Pero un segundo antes de enlazar los dedos en aquel cabello para escapar durante una noche a la soledad —minúsculas gotas rojas en un inmenso atardecer—, la sombra, el niño, el hombre que miraba el cuerpo desnudo bajo las líneas de luz de la persiana, el templario desamparado y exhausto, se volvieron todos al mismo tiempo para mirar hacia arriba y atrás, en dirección a la ventana apenas iluminada en la torre del palomar. Allí donde un viejo sacerdote huraño, escéptico y valiente, descifraba el terrible secreto de un cielo desprovisto de sentimientos, en compañía del fantasma de una mujer que buscaba velas blancas en el horizonte.