En las últimas horas de la tarde del día veintitrés de junio de mil ochocientos cuarenta y ocho, Mr. Luker fue sorprendido por la visita de Mr. Godfrey Ablewhite. Mayor fue aún su sorpresa cuando vio que Mr. Godfrey le mostraba la Piedra Lunar. No hay persona alguna en Europa (de acuerdo con lo que le dice su experiencia a Mr. Luker) que posea un diamante parecido.
Mr. Godfrey Ablewhite le hizo dos modestas proposiciones relacionadas con la magnífica gema. Primero preguntó si Mr. Luker sería tan bueno como para comprarle la piedra, y luego inquirió si éste (dado el caso de que no se hallara en condiciones de comprarla) se encargaría de venderla cobrando una comisión por ello, después de anticiparle una suma de dinero.
Mr. Luker probó el diamante, lo pesó y tasó, antes de responderle una sola palabra. Según su tasación (y teniendo en cuenta la grieta que la hendía) el diamante valía treinta mil libras.
Luego de arribar a esta conclusión, abrió por fin Mr. Luker su boca para preguntarle: «¿Cómo llegó esto a sus manos?» ¡Seis palabras tan sólo! Pero ¡qué enorme significación tenían las mismas!
Mr. Godfrey Ablewhite comenzó a tejer una historia. Mr. Luker volvió a abrir la boca y sólo dijo tres palabras esta vez. «¡Eso no servirá!»
Mr. Godfrey Ablewhite comenzó una nueva historia. Mr. Luker no volvió a malgastar una sola palabra con él. Se levantó e hizo sonar la campanilla en demanda del criado que habría de enseñarle la puerta al caballero.
Ante semejante medida compulsiva, Mr. Godfrey hizo un esfuerzo y le dio a conocer una nueva versión del asunto, de la siguiente manera:
Luego de verter a hurtadillas el láudano en el brandy con agua, le había dicho a usted buenas noches y se había dirigido a su habitación. Esta estaba contigua a la de usted y se comunicaba con ella por medio de una puerta. Al entrar en su cuarto, Mr. Godfrey (según él supuso) cerró la puerta. Sus problemas económicos lo mantuvieron despierto. Permaneció sentado en bata y chinelas durante cerca de una hora absorbido por sus preocupaciones. En el preciso instante en que se disponía a irse a la cama, oyó que usted hablaba consigo mismo en la otra habitación y al acercarse a la puerta medianera descubrió que no la había cerrado como había creído.
Se asomó entonces a su cuarto para ver qué es lo que ocurría. Y comprobó que usted abandonaba en ese mismo instante su alcoba con una bujía en la mano. Oyó luego que usted se decía a sí mismo, con una voz totalmente distinta de la suya habitual, «¿Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa».
Hasta ese momento había él supuesto, simplemente (al administrarle la dosis de láudano), que no hacía más que participar en la tarea de hacerlo a usted víctima de una broma inofensiva. Pero ahora pensó que el láudano ejercía sobre usted un efecto que no había sido previsto ni por él ni por el propio doctor. Ante el temor de que le ocurriera a usted algún accidente, lo siguió en silencio para observar sus movimientos.
Lo siguió hasta el gabinete de Miss Verinder y lo vio penetrar en él. Usted dejó la puerta abierta. Atisbó entonces a través de la hendedura que se produjo entre la jamba y la puerta, antes de aventurarse a penetrar en el cuarto.
Desde allí, no solamente lo vio a usted apoderarse del diamante que se hallaba en la gaveta, sino que descubrió también cómo Miss Verinder seguía en silencio sus movimientos desde la puerta abierta de su dormitorio. Comprobó entonces que ella también lo vio a usted echar mano del diamante.
Antes de abandonar el gabinete, vaciló usted durante un momento. Mr. Godfrey aprovechó ese titubeo para regresar a su dormitorio antes de que usted saliera y lo descubriese. Acababa apenas de regresar a su cuarto, cuando usted hizo lo propio en el suyo. Usted lo vio (según creyó él) en el mismo instante en que trasponía la puerta medianera. Sea como fuere, lo llamó a usted con una voz extraña y somnolienta.
El se volvió, y usted le dirigió entonces una mirada turbia y aletargada. Luego colocó usted el diamante en su mano, y le dijo: «Llévalo, Godfrey, otra vez, al banco de tu padre. Aquí peligra… aquí peligra.» Usted se volvió entonces con paso vacilante y se echó encima su bata. Después se sentó en el gran sillón que se hallaba en su dormitorio, y habló de nuevo: «Yo no puedo llevarlo al banco. Mi cabeza me pesa como si fuera de plomo, no siento siquiera mis pies.» Hundió usted entonces su cabeza en el espaldar del sillón… dejó escapar un pesado suspiro… y se sumió en el sueño.
Mr. Godfrey Ablewhite regresó con el diamante a su cuarto. Según sus declaraciones, aún no había decidido por ese entonces lo que habría de hacer… como no fuera mantenerse a la expectativa y aguardar los hechos que se producirían a la mañana siguiente.
Al llegar ésta, sus palabras y su conducta, Mr. Blake, lo convencieron de que usted ignoraba en absoluto lo que había hecho y dicho la noche precedente. Al mismo tiempo, las palabras y la conducta de Miss Verinder lo convencieron de que ésta se hallaba dispuesta a no decir nada, por piedad hacia usted, de lo ocurrido. De resolverse Mr. Godfrey Ablewhite a conservar el diamante, podría hacerlo con la mayor impunidad. A mitad de camino entre él y su ruina se hallaba la Piedra Lunar. Mr. Godfrey decidió entonces guardarse la Piedra Lunar en el bolsillo.