Fragmentos del Diario de Ezra Jennings
1849, Junio 15.
Luego de haber tenido que interrumpirla varias veces a causa de mis pacientes y de mis propios dolores físicos, he dado término a la carta que enviaré a Miss Verinder con tiempo para poder despacharla por el correo de hoy. He fracasado en mi intento de lograr una misiva breve, como era mi deseo. Pero he expuesto las cosas claramente en ella. Según los términos en que está concebida, Miss Verinder podrá adoptar la decisión que más le plazca. Si resuelve asistir a dicho experimento lo hará siguiendo los dictados de su libre albedrío y no como favor que nos haga a Mr. Franklin Blake o a mi.
Junio 16.
Me levanté tarde, luego de una noche horrenda; el opio ingerido ayer ha tomado su venganza sobre mí persiguiéndome con una serie de sueños horribles. En un instante dado, me hallaba girando en el espacio vacío en medio de los espectros de los muertos: amigos y enemigos conjuntamente. Y de súbito, el rostro único y bienamado que no habré de volver a ver jamás surgió a la vera de mi lecho fosforesciendo con una luz horrible en medio de la densa oscuridad, me clavó su mirada y se burló de mí. Un ligero recrudecimiento de mi vieja enfermedad a la hora temprana en que ello ocurre habitualmente recibió mi enhorabuena, por implicar un cambio. Vino a dispersar las visiones…, y se tornó tolerable a causa de ello.
Mi mala noche hizo que me retrasara en la visita que debía hacerle a Mr. Franklin Blake. Lo hallé apoltronado en su sofá, desayunándose con brandy y agua de soda, y una galleta seca.
—He tenido el mejor comienzo que pudiera usted desear —me dijo—. He pasado una noche agitada, miserable; y me levanté con una falta total de apetito. Exactamente lo mismo que me ocurrió el año pasado cuando abandoné los cigarros. Cuanto más pronto me sea suministrada la segunda dosis de láudano, más complacido me sentiré.
—Habrá usted de ingerirla lo antes posible —le respondí—. Mientras tanto, debemos velar por su salud de la mejor manera. Si dejamos que usted se debilite, fracasaremos en ese sentido. Tendrá usted que sentir apetito a la hora de comer. En otras palabras, deberá usted hacer un paseo a caballo o a pie esta mañana para aspirar un poco de aire fresco.
—Montaré, si pueden hallarme aquí un buen caballo. Y, entre paréntesis, le escribí ayer a Mr. Bruff. ¿Le ha escrito usted, por su parte, a Miss Verinder?
—Sí…, por el correo nocturno de ayer.
—Muy bien; sin duda habremos de saber mañana ambos alguna noticia digna de ser escuchada. No se vaya aún. Tengo algo que decirle. Según creo, me dio usted a entender la víspera que nuestro experimento con el opio no habría de ser acogido, posiblemente, de manera muy favorable por algunos de mis amigos. Estaba usted completamente en lo cierto; considero a Gabriel Betteredge como uno de mis viejos amigos y le causará a usted sin duda gracia el saber que protestó de la manera más violenta cuando estuve con él ayer «¡Innumerables son las locuras que ha cometido usted durante el curso de su existencia, Mr. Franklin; pero ésta sobrepasa a todas las anteriores!» ¡Tal es la opinión de Betteredge! Espero que usted respete sus prejuicios, cuando se encuentre con él.
Abandoné a Mr. Blake para ir a ver a mis pacientes y me sentí mejor y más feliz, pese a lo breve que había sido la entrevista que mantuve con él.
¿Cuál es el secreto de la atracción que este hombre ejerce sobre mí? ¿Se debe ella nada más que al contraste ofrecido por la manera franca y cordial con que me permitió llegar a convertirme en su amigo y la despiadada desconfianza y el recelo con que me enfrentan las otras gentes? ¿O existe en él, realmente, algo que viene a satisfacer ese gran deseo que yo siento por un poco de simpatía humana…, anhelo que sobrevive a la soledad y a las persecuciones de innumerables años y que se acentúa, al parecer, más y más a medida que se aproxima la hora en que no habré de sufrir ni sentir ya nada más? ¡Cuán inútiles son todas estas preguntas! Mr. Blake ha hecho que la vida vuelva a interesarme. Conformémonos con esto y cesemos de indagar en qué consiste ese nuevo interés que siento por las cosas de la vida.
Junio 17.
Antes del desayuno, esta mañana, me anunció Mr. Candy que partiría hacia el sur de Inglaterra para hacerle una visita de quince días a un amigo que allí tiene. Antes de irse me dio el pobre hombre una serie de instrucciones especiales relativas a los pacientes, tal como si siguiera contando con la larga práctica que poseía antes de que cayera enfermo. ¡De poco sirve ella ahora! Otros médicos lo han superado ya a él y nadie que pueda evitarlo habrá de emplearme a mí.
Quizá constituya un evento afortunado el hecho de que deba ausentarme justamente en este momento. Se habría ofendido si no lo hubiese puesto yo al tanto del experimento que estoy a punto de realizar con Mr. Blake. Y, por otra parte, apenas si me atrevo a imaginar lo que habría ocurrido de haberle yo dispensado mi confianza. Mejor es que sucedan así las cosas. Incuestionablemente mejor es que así sea.
El correo me trajo la respuesta de Miss Verinder luego de que Mr. Candy abandonó la casa.
¡Encantadora misiva! Y que ha servido para que me forme la mejor opinión de ella. No hay por qué ocultar el interés que han despertado en Miss Verinder nuestras actividades. Me ha dicho de la manera más bella que mi carta la ha convencido de la inocencia de Mr. Blake y que no hay la menor necesidad (en lo que a ella le concierne) de someter a una prueba mi afirmación. Llega aún a reprobarse a sí misma —¡de la manera más injusta, la pobre!— la circunstancia de no haber sido capaz de intuir a su debido tiempo cuál podía ser la verdadera solución del enigma. El motivo de ello deriva, evidentemente, de algo más que de el mero empeño en expiar un daño que le causó involuntariamente a otra persona. Patente resulta que lo ha amado durante todo el tiempo en que permanecieron separados. En más de un pasaje, el éxtasis que le produce el descubrimiento del hecho de que él ha merecido su amor irrumpe, de pronto, inocentemente, en medio de las más rígidas formalidades de la pluma y la tinta y desafía aun a esa valla más recia que implica el acto de escribirle a un desconocido. ¿Será posible, me pregunto, al leer esa carta encantadora, que yo, entre todas las gentes que habitan este mundo, haya sido escogido como el intermediario que sirva para unir nuevamente a esta joven pareja? Mi dicha individual ha sido pisoteada; el amor, arrancado de mi existencia. ¿Viviré lo suficiente para poder asistir a la felicidad de otros que me deberán su dicha…; podré asistir a ese amor renaciente fomentado por mí? ¡Oh Muerte misericordiosa!, permíteme que lo vean mis ojos antes de que tus brazos me ciñan y de que cuchichee tu voz en mis oídos: «¡Descansa al fin!»
Dos pedidos contiene la carta. Mediante uno de ellos se me prohibe mostrarle la misma a Mr. Franklin Blake. Estoy autorizado para comunicarle a éste que Miss Verinder accede de buena a gana a poner su casa a nuestra disposición; allí termina mi misión.
Hasta aquí es fácil satisfacer sus deseos. Pero el segundo pedido me coloca en un serio aprieto.
No satisfecha con haberle escrito a Mr. Betteredge dándole instrucciones para que cumpla todas las órdenes que le hagamos llegar, me ha pedido Miss Verinder permiso para que la dejemos supervisar personalmente la restauración de su propio gabinete. Sólo aguarda una palabra afirmativa de mi parte para trasladarse a Yorkshire con el fin de convertirse en uno de los testigos, la noche en que se realice por segunda vez la prueba del opio.
He aquí nuevamente un motivo oculto debajo de la superficie y he aquí también que yo creo hallarme en condiciones de descubrirlo.
Lo que me ha prohibido que le diga a Mr. Franklin Blake es algo que ella, según interpreto yo sus palabras, se halla ansiosa por comunicarle con sus propios labios, antes de que él sea sometido a la prueba que tiene por objeto vindicarlo a los ojos de las gentes. Comprendo y admiro tan generosa preocupación por absolverlo, antes de que su inocencia sea o no probada. Es ésta la expiación que está ansiosa por pagar la pobre muchacha, luego de haber sido inocente e inevitablemente injusta con él. Pero no puede ser. No tengo la menor duda de que la agitación provocada en ambos por el encuentro —al revivir sus sentimientos de antaño y despertar nuevas esperanzas en ellos— influiría en el estado mental de Mr. Blake, siendo de fatales consecuencias para el buen éxito del experimento. Bastante dificultosa será ya de por sí la tarea de retrotraerlo, tal como están las cosas ahora, exactamente o por lo menos de la manera más aproximada posible, a la situación mental en que se hallaba el año anterior. Si algún nuevo interés o alguna nueva emoción viniera a agitarlo, la tentativa resultaría simplemente infructuosa.
Y, sin embargo, y a pesar de ello, no se atreve mi corazón a defraudarla. Debo esforzarme, antes de que parta el último correo, para hallar la manera de complacer a Miss Verinder, sin entorpecer por ello el cumplimiento del servicio que me he comprometido a prestarle a Mr. Franklin Blake.
Dos de la tarde.
Acabo de regresar de mis visitas médicas a mis pacientes; comencé, como es de suponer, por llamar al hotel.
El informe que me ha dado Mr. Blake respecto de la última noche es igual que el de la anterior. Ha dormido tan sólo a intervalos; eso es todo. Pero siente con menor intensidad hoy sus efectos, luego del sueño de que gozó después de la comida de ayer. Ese sueño después de la comida fue el resultado, sin lugar a dudas, de la cabalgata que efectuó siguiendo mi consejo. Mucho me temo verme obligado a acortar la duración de sus restauradores ejercicios al aire libre. No tiene que hallarse demasiado bien, como tampoco demasiado mal. Se trata, como dicen los marineros, de una maniobra difícil.
Mr. Blake no ha recibido aún noticias de Mr. Bruff. Demostró hallarse ansioso por saber si había recibido yo la respuesta de Miss Verinder.
Le dije lo que se me ha permitido decirle; nada más que eso. Fue completamente inútil el inventar excusas para justificar el hecho de no haberle mostrado la esquela. Me dijo, de manera bastante amarga, el pobre, que comprendía los escrúpulos que me inclinaban a proceder de esa manera.
«Ella asiente, sin duda, pero no se trata más que de un acto de mera cortesía y de justicia corriente», me dijo. «Se reserva para sí misma su propia opinión respecto de mi persona y queda a la espera del resultado.» Me sentí grandemente tentado de insinuarle que ahora era él tan injusto con ella como lo había sido Miss Verinder con él anteriormente. Pero luego de reflexionar, no me atreví a adelantarme para presentarla a ella en su doble y magnífico carácter de mujer que se muestra sorprendida y que perdona.
Mi visita fue muy breve. Luego de mi experiencia de la otra noche, me he visto en la obligación de renunciar una vez más a mis dosis de opio. La inevitable consecuencia de ello ha sido un terrible recrudecimiento de mi enfermedad que ha vuelto a enseñorearse de mi cuerpo. Ante los primeros síntomas del ataque abandoné a Mr. Blake repentinamente, para no alarmarlo o deprimirlo. Su duración fue de sólo un cuarto de hora, esta vez, y me dejó con las fuerzas suficientes para poder continuar mi trabajo.
Cinco de la tarde.
Le he escrito mi respuesta a Miss Verinder.
De aprobar ella mi proposición, servirá ésta para reconciliar los deseos de ambas partes. Luego de enumerar las objeciones que se oponen a la realización de una entrevista entre Mr. Blake y ella antes de que haya tenido lugar el experimento, le he aconsejado el anticipar su viaje de manera que pueda arribar a la casa secretamente la noche en que se efectúe la prueba. De viajar en el tren de la tarde procedente de Londres, demoraría su llegada hasta las nueve. Esa es la hora en que yo me he comprometido a ver sin peligro a Mr. Blake en su dormitorio; de esa manera Miss Verinder estará en libertad para ocupar sus propias habitaciones hasta que llegue el momento en que se le administre a aquél la dosis de láudano. Una vez hecho esto, no habrá nada que se oponga a que asista ella a sus resultados, junto con todos los demás. A la mañana siguiente podrá mostrarle, si es que lo desea, la correspondencia intercambiada conmigo y le demostrará así que lo había absuelto, por su parte, antes de que su inocencia fuera puesta a prueba.
En tal sentido le he escrito. Esto es cuanto tengo que decir hoy. Mañana habré de ver a Mr. Betteredge para darle las instrucciones necesarias respecto de la reapertura de la casa.
Junio 18.
Me he retrasado nuevamente en mi visita a Mr. Franklin Blake. Nuevo recrudecimiento de mi terrible dolencia en las primeras horas de la mañana, seguido esta vez por una total postración que duró varias horas. Preveo ya que, a despecho del castigo que me impondrá tal cosa, me veré en la obligación de recurrir por centésima vez al opio. Si no tuviera que pensar más que en mí mismo, preferiría los agudos dolores a los sueños horrendos. Pero los dolores físicos me agotan. Si me dejo vencer por ellos, resultará entonces probable que no pueda prestarle ningún servicio a Mr. Blake en el preciso instante en que más me necesite.
Eran ya casi las nueve de la mañana cuando llegué al hotel. La visita, pese a la miserable condición en que yo me encontraba, resultó de lo más divertida… gracias, enteramente, a la presencia de Gabriel Betteredge en la escena.
Lo hallé en la habitación cuando entré en ella. Se alejó hacia la ventana y se asomó a ella mientras yo le dirigía la primera pregunta a mi paciente.
Mr. Blake pasó otra mala noche y sintió los efectos de la falta de reposo esta mañana, de manera más intensa que nunca.
A continuación le pregunté si había recibido noticias de Mr. Bruff.
Una carta de éste había llegado esa misma mañana. Mr. Bruff expresaba en ella, en los términos más enérgicos, su desaprobación por el plan en que se hallaba empeñado su cliente y amigo a instancias mías. Era perjudicial…, porque despertaba esperanzas que nunca cristalizarían. Y era también una cosa ininteligible para su mente, excepto si se la juzgaba como una farsa, y una farsa relacionada con el mesmerismo, la clarividencia y otras cosas afines. Desordenaría la casa de Miss Verinder y terminaría por desordenar a la propia muchacha. Le había expuesto el caso (sin dar mención de nombres) a un médico eminente y el eminente facultativo había sonreído, sacudido la cabeza y dicho… absolutamente nada. Sobre esa base Mr. Bruff hacía constar su protesta, sin pasar de allí.
Mi pregunta siguiente se relacionaba con el diamante. ¿Podía exhibir el abogado alguna prueba que sirviera para demostrar que la gema se encontraba en Londres?
No, el letrado se negaba simplemente a discutir la cuestión. Él, por su parte, se hallaba seguro de que la Piedra Lunar había sido empeñada en la casa de Mr. Luker. Su eminente amigo ausente, Mr. Murthwaite (cuyo profundo conocimiento del carácter hindú nadie podía poner en duda), estaba también convencido de ello. En tales circunstancias y ante las muchas demandas que le habían sido hechas en el mismo sentido, declinaba entablar nuevas disputas respecto del asunto. El tiempo habría de demostrar si se hallaba en lo cierto o equivocado y Mr. Bruff aguardaba confiado su fallo.
Era completamente evidente —aun cuando Mr. Blake no hubiera aclarado el contenido de la carta, en lugar de leer lo que realmente había sido en ella escrito— que la desconfianza que despertaba en él mi persona era lo que lo había llevado a adoptar esa actitud. Habiendo yo previsto el resultado, no me sentí mortificado ni sorprendido. Le pregunté a Mr. Blake si la protesta de su amigo lo había sorprendido. Y me replicó enfáticamente que la misma no había producido el menor efecto en él. Me hallaba yo en libertad luego de esto para descartar a Mr. Bruff sin la menor contemplación, y así lo hice, en consecuencia.
Se produjo una pausa en nuestra conversación…; Gabriel Betteredge vino entonces hacia nosotros desde su retiro junto a la ventana.
—¿Me concederá usted la gracia de escucharme, señor? —inquirió, dirigiéndose a mí.
—Me pongo a su entera disposición —le respondí.
Betteredge tomó entonces una silla y se sentó junto a la mesa. A continuación sacó a relucir un enorme y antiguo libro de apuntes de cuero y un lápiz que hacía juego con él, por sus dimensiones. Luego de colocarse los espejuelos, abrió el libro de apuntes en una página en blanco y me dirigió, una vez más, la palabra.
—He vivido —me dijo Betteredge mirándome severamente— cerca de cincuenta años al servicio de mi difunta ama. Fui antes paje al servicio del viejo Lord, su padre. Me hallo actualmente entre los setenta y los ochenta años de edad…, no interesa ahora saberlo exactamente. Se me reconoce una regular experiencia y conocimiento de la vida, como a la gran mayoría de los hombres. ¿Y en qué culmina todo esto? Culmina, Mr. Ezra Jennings, en una triquiñuela de ilusionistas que tendrá por base a Mr. Franklin Blake y al ayudante de un médico, conjuntamente con una botella de láudano y, ¡vamos!, se me designa a mí para que a mi avanzada edad desempeñe el papel del muchacho que ayuda al ilusionista.
Mr. Blake estalló en una carcajada. Yo intenté hablar. Betteredge levantó su mano para indicarnos que no había concluido.
—¡Ni una sola palabra, Mr. Jennings! —me dijo—. No necesito que me diga usted una sola palabra. Gracias a Dios poseo mis principios. Si se me diese una orden que fuese gemela de cualquiera de las que podría darme un morador del Bedlam[7] la cumpliría, siempre que proviniera del amo o del ama, según las circunstancias, sin importárseme mucho de ello. Podré tener yo mi opinión que, en este caso coincide, le ruego tengan a bien recordarlo, con la de Mr. Bruff… ¡del gran Mr. Bruff! —dijo Betteredge elevando su voz y sacudiendo su cabeza ante mí, de manera solemne—. Pero no importa; la retiro a pesar de ello. Mi joven ama me dice, por ejemplo, «Haga esto». Y yo le respondo: «Miss, su orden será cumplida.» Aquí me hallo con mi libro y mi lápiz…; este último no tan aguzado en su extremo como yo desearía; pero cuando hasta los propios cristianos pierden la cabeza, ¿cómo es posible esperar que los lápices conserven sus puntas? Ordene usted, Mr. Jennings. Toleraré sus órdenes en el papel, señor. Pero me hallo dispuesto a no aparecer ni detrás ni delante de ellas tan siquiera a una distancia del ancho de un cabello. No soy más que un mero agente…, ¡nada más que un mero agente! —repitió Betteredge, sintiendo un infinito alivio ante el retrato que acababa de hacer de sí mismo.
—Mucho lamento —comencé a decir yo— que no coincidamos…
—¡No me incluya a mí en el asunto! —interrumpió Betteredge—. No se trata de una cuestión de coincidencia, sino de obediencia. Deme usted sus instrucciones, señor…, deme usted sus instrucciones.
Mr. Blake me hizo una señal para que aprovechara al vuelo la oportunidad que se me ofrecía. Yo le «di entonces mis instrucciones» de manera tan simple y grave como me fue posible hacerlo.
—Deseo que se reabran ciertas dependencias de la casa —le dije—, y que se las amueble exactamente de la misma manera en que se hallaban amuebladas el año pasado.
Betteredge le dio un preliminar lamido a la imperfecta punta de su lápiz.
—¡Nombre las dependencias, Mr. Jennings! —dijo altivamente.
—Primeramente el vestíbulo interior que conduce a la escalera principal.
—Primero, el vestíbulo interior —escribió Betteredge—. Imposible amueblarlo tal cual se hallaba el año anterior…, para comenzar.
—¿Por qué?
—Porque había allí un buharro embalsamado, Mr. Jennings. Cuando la familia abandonó la casa el año pasado, el buharro fue colocado entre las demás cosas, y al ser colocado entre las demás cosas, el buharro reventó.
—Excluiremos el buharro entonces.
Betteredge tomó nota de la exclusión. «El vestíbulo interior deberá ser amueblado de la misma manera que el año anterior. Sólo deberá excluirse un buharro que reventó.»
—Tenga la bondad de proseguir, Mr. Jennings.
—La alfombra habrá de ser colocada sobre la escalera tal cual se hallaba en ella anteriormente.
—«La alfombra deberá ser colocada sobre la escalera tal cual se hallaba en ella anteriormente.» Lamento tener que defraudarlo, señor. Pero tampoco eso podrá llevarse a cabo.
—¿Por qué no?
—Porque el hombre que la colocó ha muerto, Mr. Jennings, y no hay en toda Inglaterra, por más que lo busque, quien sea capaz de hacer concordar, como él lo hacía, cualquier rincón de una casa con una alfombra.
—Muy bien. Debemos encontrar al que más se le aproxime en Inglaterra.
Betteredge volvió a tomar nota y yo proseguí con mis instrucciones.
—El gabinete de Miss Verinder deberá ser restaurado hasta que logre adquirir el mismo aspecto que poseía el año pasado, también el corredor que conduce desde el gabinete hasta el primer rellano, y el segundo corredor, que va desde el segundo rellano hasta las alcobas superiores, y el dormitorio que ocupó en junio último Mr. Franklin Blake.
El lápiz romo de Betteredge me seguía concienzudamente, palabra por palabra.
—Prosiga, señor —me dijo con sardónica gravedad—. Hay todavía una buena reserva de palabras en la punta de mi lápiz.
Yo le dije que no tenía ya más instrucciones que darle.
—Señor —me dijo Betteredge—, en ese caso yo tengo una o dos cosas que hacer notar.
Abrió su libro de apuntes en una nueva página y le aplico a su inagotable lápiz un nuevo lamido preliminar.
—Quisiera saber —comenzó a decir— si puedo o no lavarme las manos…
—Naturalmente que sí —dijo Mr. Blake—. Tocaré la campanilla en demanda del mozo.
—… respecto de ciertas responsabilidades —prosiguió Betteredge, imperturbablemente dispuesto a no ver en el cuarto a nadie más que a sí mismo y a mí—. Para comenzar me referiré al gabinete de Miss Verinder. Cuando levantamos el año último la alfombra Mr. Jennings, descubrimos allí una sorprendente cantidad de alfileres. ¿Debo hacerme responsable de la operación de reintegrar los mismos a ese lugar?
—Seguramente que no.
Betteredge tomó nota al punto de la concesión que se le otorgaba.
—En cuanto al primer corredor —prosiguió—, cuando quitamos de él los ornamentos, sacamos de allí la estatua de un niño desnudo y rollizo…, a quien se designaba en el catálogo de la casa con el nombre profano de «Cupido, dios del Amor». El año anterior podían verse dos alas en la parte carnosa de sus hombros. En el mismo instante en que quité yo mis ojos de él, perdió una de ellas. ¿Debo hacerme responsable por el ala de Cupido?
Yo le hice una nueva concesión y Betteredge volvió a tomar nota.
—En lo que concierne al segundo corredor —continuó—, como no se veía nada en él el año pasado como no fueran las puertas de las habitaciones (respecto de las cuales prestaré juramento si se me exige tal cosa), es la única parte de la casa por la cual, admito, me siento enteramente tranquilo. Pero en lo que se refiere a la alcoba de Mr. Franklin (si es que hay que hacerle recobrar a la misma el aspecto que poseía anteriormente), quiero que se me diga antes quién habrá de responsabilizarse por el eterno desorden que habrá de imperar en ella, por más que se la arregle infinidad de veces: los pantalones por aquí, las toallas por allí y sus novelas francesas desparramadas por todas partes… Insisto: ¿quién habrá de correr con la responsabilidad de destruir el orden que reina en el cuarto de Mr. Franklin: él o yo?
Mr. Blake declaró que él habría de asumir con el mayor placer dicha responsabilidad. Betteredge se obstinó en no prestar oído a ningún plan, para sortear dificultades, que no contara con mi sanción y aprobación. Yo aprobé la proposición de Mr. Blake y Betteredge registró esta última anotación en su libro de apuntes.
—Vaya usted a indagar en la casa, Mr. Jennings, a partir de mañana —me dijo, poniéndose de pie—. Me hallará usted trabajando conjuntamente con las personas que sean necesarias para ayudarme en mi labor. Con el mayor respeto le ruego me permita agradecerle, señor, por el hecho de haber pasado por alto el asunto del buharro embalsamado y el del ala de Cupido…, y también por haberme permitido lavarme las manos respecto de ciertas responsabilidades, como ser los alfileres que se hallaban sobre la alfombra y el desorden imperante en el cuarto de Mr. Franklin. En mi carácter de criado, he contraído con usted una enorme deuda. En el de hombre, debo decirle que tiene usted la cabeza llena de larvas; y quiero dejar constancia de mi oposición a su experimento, al que considero una ilusión y una trampa. ¡No tema usted, a causa de ello, que mis sentimientos de hombre habrán de imponerse sobre los deberes del criado! Será usted obedecido, señor…; a pesar de las larvas, será usted obedecido. ¡Si todo esto concluye con el incendio de la casa, maldito si habré de ir yo en busca de los extintores, a menos que me lo ordene usted primero por medio de un campanillazo!
Con esta afirmación de despedida, me hizo una reverencia y abandonó la habitación.
—¿Cree usted que podemos confiar en él? —le pregunté a Mr. Blake.
—Sin reserva alguna —me respondió éste—. Cuando vayamos a la casa hallaremos que nada ha sido descuidado, ni olvidado.
Junio 19.
¡Una nueva protesta se ha alzado en contra de nuestros planes! Esta vez se trata de una dama.
El correo de la mañana me trajo hoy dos cartas. Una de Miss Verinder, en la cual ésta aprueba de la manera más bondadosa los procedimientos que le he propuesto. La otra de una señora bajo cuya tutela se encuentra aquélla…, una tal Mrs. Merridew.
Mrs. Merridew me presenta sus saludos y no pretende comprender siquiera el asunto que ha sido el tema de mi correspondencia con Miss Verinder, en sus raíces científicas. Juzgando la cosa desde un punto de vista social, sin embargo, considera que puede pronunciarse libremente respecto del mismo. Probablemente, afirma Mrs. Merridew, desconozca yo la circunstancia de que Miss Verinder apenas cuenta diecinueve años de edad. Permitir que una joven de su edad asista, sin una «acompañante», en una casa atestada de hombres, a un experimento médico, constituye un ultraje al decoro que Mrs. Merridew no puede de ninguna manera tolerar. De llevarse adelante la idea, considerará un deber de su parte —hecho que implicará un enorme sacrificio de su personal conveniencia— acompañar a Miss Verinder en su viaje a Yorkshire. En tales circunstancias se atreve a pedirme y espera que yo acceda buenamente a reconsiderar el asunto, ya que ha podido comprobar que Miss Verinder no acepta otra opinión que la mía. Quizá su presencia no sea necesaria y una sola palabra bastaría para librarnos, tanto a Mrs. Merridew como a mí, de una desagradable responsabilidad.
Traduciendo este lenguaje de vulgar cortesía al inglés corriente, nos encontramos con que esto quiere decir, en mi opinión, que Mrs. Merridew siente un miedo mortal por la opinión de las gentes. Desgraciadamente, ha acudido al hombre que menos motivos tiene para sentir ningún respeto por su opinión. No habré yo de defraudar a Miss Verinder ni de demorar la reconciliación de dos jóvenes que se aman y que han permanecido separados ya demasiado tiempo. Traduciendo esto del inglés corriente a un lenguaje de vulgar cortesía, nos encontramos con que esto quiere decir que Mr. Jennings le presenta sus saludos a Mrs. Merridew y lamenta no considerar justificada una mayor intromisión de la misma en este asunto.
El informe personal de Mr. Blake, esta mañana, ha sido igual al del día precedente. Hemos resuelto no molestar a Betteredge con ninguna vigilancia en su casa hoy. Mañana será el momento oportuno para realizar nuestra primera visita de inspección.
Junio 20.
Mr. Blake está comenzando a sentir un permanente desasosiego por las noches. Cuanto más pronto sean reamueblados los cuartos, mejor. Mientras nos dirigíamos hacia la casa esta mañana, me ha consultado, con cierta nerviosa impaciencia e indecisión, respecto de una carta, que le ha sido remitida desde Londres, firmada por el Sargento Cuff.
Le escribe éste desde Irlanda. Reconoce que ha recibido, por intermedio de su ama de llaves, una tarjeta y un mensaje que Mr. Blake dejó en su residencia próxima a Dorking y anuncia que es probable que regrese a Inglaterra dentro de una semana o antes aún. Mientras tanto, le ruega le conceda el favor de saber qué motivos son los que impulsan a Mr. Blake a querer hablar con él, como anuncia dicho mensaje, sobre la cuestión de la Piedra Lunar. De lograr Mr. Blake convencerlo de que cometió una grave equivocación durante la investigación del año último relacionada con el diamante, considerará un deber suyo (teniendo en cuenta la generosa acogida que le dispensara la difunta Lady Verinder) ponerse a la disposición de dicho caballero. De no ocurrir eso, ruega se le permita permanecer en su retiro, rodeado de las pacíficas atracciones que le brinda la floricultura campesina.
Luego de haber leído su carta, no vacilé en aconsejarle a Mr. Blake que debía poner en conocimiento del Sargento, al contestarle, todo lo acaecido desde que la investigación fuera abandonada el año último, dejando que él mismo extrajera sus propias conclusiones de la mera confrontación de los hechos.
Después de meditar sobre ello, le sugerí también que invitara al Sargento a presenciar el experimento, en el caso de que regresara a Inglaterra a tiempo para unirse con nosotros. De cualquier manera habría de ser un valioso testigo, y de probarse que me hallaba yo equivocado al creer que el diamante se hallaba oculto en la habitación de Mr. Blake, su consejo podría sernos de gran utilidad durante el curso futuro de acontecimientos susceptibles de escapar a mi fiscalización. Este último argumento decidió, al parecer, a Mr. Blake. Prometió éste seguir mi consejo.
El golpe del martillo nos informó, en tanto penetrábamos en el sendero que conducía a la casa, que la tarea de reequiparla estaba en su apogeo.
Betteredge, ataviado para esa ocasión con un gorro encarnado de pescador y un delantal de bayeta verde, salió a recibirnos al vestíbulo anterior. En cuanto me vio extrajo de su bolsillo su libro de apuntes y un lápiz y se obstinó en tomar nota de cuanto yo le dije. Miráramos hacia donde mirásemos, pudimos comprobar, como había previsto Mr. Blake, que el trabajo avanzaba tan rápida e inteligentemente como era posible que ello ocurriera. Pero quedaba aún mucho por hacer en el vestíbulo interior y en el cuarto de Miss Verinder. Era dudoso que la casa se hallara lista antes del fin de semana.
Luego de felicitar a Betteredge por la actividad desplegada (persistió en tomar nota cada vez que abrí yo la boca y declinó, al mismo tiempo, prestarle la menor atención a cuanta cosa dijera Mr. Blake) y de comprometernos a realizar una segunda visita de inspección dentro de un día o dos después, nos dispusimos a abandonar la casa por el camino trasero. Antes de que hubiéramos traspuesto los pasillos de la planta baja, fui detenido por Betteredge en el preciso instante en que trasponía yo la puerta de su habitación.
—¿Me permitirá decirle dos palabras en privado? —me preguntó en un cuchicheo misterioso.
Yo accedí, naturalmente. Mr. Blake siguió avanzando y se dirigió hacia el jardín para aguardarme allí, mientras yo penetraba junto con Betteredge en el cuarto de éste. Esperaba una nueva demanda en favor de ciertas concesiones basadas en el precedente ya sentado por el buharro embalsamado y el ala de Cupido. Ante mi gran sorpresa, colocó Betteredge confiadamente su mano en mi brazo y me hizo esta extraordinaria pregunta:
—Mr. Jennings, ¿conoce usted, por casualidad, al Robinsón Crusoe?
Le respondí que lo había leído de niño.
—¿Nunca más desde entonces? —inquirió Betteredge.
—Nunca más.
Dio unos pasos hacia atrás y me miró con una expresión de compasiva curiosidad, atemperada por un horror supersticioso.
—No ha leído al Robinsón Crusoe desde que era un niño —dijo Betteredge dirigiéndose a sí mismo…, no a mí—. ¡Veamos qué efecto le produce ahora Robinsón Crusoe!
Abriendo una alacena que se hallaba en un rincón extrajo de ella un volumen polvoriento cuyas páginas estaban dobladas en las esquinas y el cual exhaló un intenso olor de tabaco viejo en cuanto se puso él a hojearlo. Luego de haber dado con el pasaje a cuya búsqueda se había, al parecer, lanzado, me rogó que lo acompañara hasta uno de los rincones; siempre con su aire misteriosamente confidencial y hablando en un cuchicheo.
—Se trata, señor, de esa frase suya con el láudano y la persona de Mr. Franklin Blake —comenzó a decirme—. En tanto se hallan los operarios en la casa mis deberes de criado se imponen sobre mis sentimientos de hombre. Cuando aquéllos se van, estos últimos se imponen sobre mis deberes de criado. Muy bien. Anoche, Mr. Jennings, se hizo carne en mí, de la manera más firme, la idea de que esta nueva aventura médica suya habría de terminar malamente. De haber obedecido yo a esta voz interior habría quitado todos los muebles con mis propias manos y prevenido a los operarios que debían alejarse de la finca, cuando se presentaran en ella a la mañana siguiente.
—Me ha alegrado comprobar, a través de lo que he visto escalera arriba —le dije—, que se ha resistido usted a esa voz interior.
—Resistir no es la palabra —replicó Betteredge—. Luchar sí. He luchado, señor, acosado por las silenciosas órdenes interiores que me instigaban a seguir por determinado camino y las órdenes escritas en este libro de apuntes que me arrastraban hacia otro, hasta que llegué (y perdón por la expresión) a sentir un sudor frío sobre mi cuerpo. En medio de tan horrible conmoción de la mente y laxitud del cuerpo, ¿a qué remedio hube de recurrir? Al que nunca, señor, me ha defraudado durante los últimos treinta años, y más aún: ¡a este libro!
Le aplicó entonces un sonoro golpe al libro con su mano abierta e hizo brotar de él un perfume añejo de tabaco más penetrante que nunca.
—¿Qué es lo que hallé —prosiguió Betteredge— en la primera página con que dieron mis ojos al abrirlo? Este tremendo pasaje, señor, página ciento setenta y ocho: «Luego de estas y muchas otras reflexiones similares llegué más tarde a formularme para mi propio gobierno esta regla infalible: que cuando quiera que esas advertencias interiores o presiones de mi mente me instigaran a hacer o no hacer una cosa que se presentara ante mí, o a seguir por este camino o por el otro, jamás debía dejar de obedecer a esa Voz secreta.» ¡Por el pan que me alimenta, Mr. Jennings, ésas fueron las primeras palabras que encontraron mis ojos en el preciso instante en que me aprontaba para desafiar el Dictado secreto! ¿No ve usted nada que salga de lo común en todo esto, señor?
—Veo una coincidencia…, nada más que eso.
—¿No vacila usted un tanto, Mr. Jennings, respecto de su proyectada aventura médica?
—Absolutamente nada.
Betteredge me clavó una dura mirada, en medio de un silencio mortal. Cerró su libro con deliberada parsimonia, lo volvió a guardar bajo llave en la alacena con extraordinario cuidado, giró sobre sí mismo y volvió a clavarme una dura mirada. Luego habló.
—Señor —me dijo gravemente—, mucha es la tolerancia que hay que tener con una persona que no ha vuelto a leer Robinsón Crusoe desde que era un niño. Le deseo a usted muy buenos días.
Abrió la puerta, me hizo una profunda reverencia y me dejó en libertad para que descubriera por mí mismo el camino que conducía al jardín. Me encontré con Mr. Blake en el momento en que éste regresaba a la casa.
—No necesita decirme usted lo que ha ocurrido —me dijo—. Betteredge acaba de jugar su última carta: ha descubierto sin duda alguna profética alusión en el Robinsón Crusoe. ¿Ha acogido usted de manera favorable esa alusión suya? ¿No? ¿Ha dejado traslucir que no cree en Robinsón Crusoe? ¡Mr. Jennings!; ha pasado usted a ocupar el más bajo lugar posible en su escala de valores. Diga usted lo que diga y haga lo que haga en el futuro, verá usted cómo no habrá él de malgastar una sola palabra con usted, desde este mismo instante.
Junio 21.
Una breve nota bastará por hoy en mi Diario.
Mr. Blake ha vivido la peor noche pasada por él hasta ahora. Me he visto obligado a recetarle un medicamento. Felizmente los hombres de naturaleza sensitiva como la suya son muy sensibles a la acción de las medicinas. De no ser así, me sentiría inclinado a pensar que no habría de hallarse absolutamente en condiciones de soportar el experimento, cuando llegue el momento de hacerlo.
En lo que a mí se refiere, luego de una pequeña tregua respecto de mi dolencia, sufrí un ataque esta mañana, del cual no habré de decir otra cosa como no sea que me impulsó a recurrir de nuevo al opio. Cerraré ahora este libro y tomaré la dosis máxima… esto es, quinientas gotas.
Junio 22.
Nuestras perspectivas son mejores hoy. Mr. Blake ha sentido un gran alivio en su malestar nervioso. Ha dormido un poco anoche. En cuanto a mí, he pasado, gracias al opio, una noche que ha sido la noche de un hombre atontado. No podría decir que desperté; la expresión más correcta sería decir que recobré los sentidos.
Fuimos a la casa para comprobar si había sido ya reamueblada. La tarea terminará mañana…, sábado. Tal como predijo Mr. Blake, Betteredge no opuso ningún nuevo obstáculo. Desde el primer momento hasta el último no dejó de hacer gala de una abominable cortesía y de un silencio igualmente abominable.
Mi aventura médica (como la designa Betteredge) tendrá que ser ahora inevitablemente postergada hasta el lunes próximo. Mañana los operarios permanecerán hasta muy tarde en la casa. Al día siguiente, la clásica tiranía del domingo, que constituye toda una institución en este país libre, habrá de regular el horario de los trenes de una manera que tornará completamente imposible para nosotros el pedirle a nadie que viaje hasta aquí desde Londres. Hasta el lunes no hay otra cosa que hacer como no sea la de vigilar con el mayor cuidado a Mr. Blake y mantenerlo, si es posible, dentro del mismo estado en que se encuentra hoy.
Mientras tanto lo he convencido de que debe escribirle a Mr. Bruff para decirle que es de vital importancia que se halle aquí presente en calidad de testigo. Escojo de manera especial al abogado, por los hondos prejuicios que alimenta en contra de nosotros. Si llegamos a convencerlo a él, nuestro triunfo alcanzará la categoría de un acontecimiento.
Mr. Blake le ha escrito también al Sargento Cuff, y yo, por mi parte, le he enviado unas líneas a Miss Verinder. Con ellos y el viejo Betteredge (quien es, realmente, un personaje importante en la familia) reuniremos un número suficiente de testigos para el propósito en vista…, sin incluir a Mrs. Merridew, si es que ésta persiste en sacrificarse a sí misma por atender a las opiniones de las gentes.
Junio 23.
Nuevamente se ha vengado de mí el opio la última noche. No importa, debo seguir utilizándolo hasta que llegue el lunes y se vaya del todo.
Mr. Blake no se siente muy bien hoy. Confiesa que a las dos de la madrugada abrió el cajón en que se hallan guardados sus cigarros. Sólo triunfó en el intento de volverlo a cerrar luego de un violento esfuerzo. Su próximo paso, de acuerdo con lo dispuesto para los casos de emergencia, fue arrojar la llave por la ventana. El mozo la trajo al día siguiente, luego de haberla hallado en el fondo de una cisterna vacía… ¡Así obra el Hado! He tomado posesión de la llave hasta el lunes próximo.
Junio 24.
Mr. Blake y yo hemos efectuado un largo paseo en un coche abierto. Ambos experimentamos la benéfica influencia de esta bendita y suave atmósfera estival. Comí con él en el hotel. Fue un gran alivio para mí —ya que lo había encontrado sobreexcitado y agotado en la mañana— verlo dormir sobre el sofá profundamente durante dos horas luego de la comida. Aunque pasara ahora una nueva mala noche…, no temo ya sus consecuencias.
Junio 25, lunes.
¡El día del experimento! Son las cinco de la tarde. Acabamos de llegar a la casa.
La primera y más importante cuestión es la que se refiere a la salud de Mr. Blake.
Hasta donde yo soy capaz de juzgar promete éste, desde el punto de vista fisiológico, hallarse en un estado tan propicio para la acción del opio esta noche como lo estuvo a esta misma altura del año anterior. Sus nervios se encuentran esta tarde en un estado de excitación que se aproxima al de la irritación nerviosa. Cambia de color por nada; su mano vacila y se sobresalta ante cualquier ruido casual y ante la inesperada aparición de personas y cosas.
Todo esto se debe a la falta de reposo nocturno, el cual es nerviosa consecuencia, a su vez, del súbito abandono del hábito de fumar, luego de haber sido éste llevado al extremo. He aquí las mismas fuerzas del año anterior en plena actividad nuevamente, y he aquí también, según todas las apariencias, los mismos efectos de entonces. ¿Se mantendrá la semejanza luego de haberse efectuado la prueba final? Los hechos por ocurrir esta noche serán los que decidan.
Mientras escribo yo estas líneas, Mr. Blake se está divirtiendo junto a la mesa de billar que se encuentra en el vestíbulo interior, mediante la práctica de las diferentes maneras de golpear con el taco, tal cual acostumbraba hacer cuando era huésped de la casa en junio del año pasado. He traído mi diario aquí, en parte para llenar con él las horas en blanco que habrán de transcurrir entre hoy y mañana por la mañana y en parte con la esperanza de que ocurra algo digno de ser registrado al instante.
¿He omitido algo a esta altura? Una ojeada sobre la nota escrita ayer viene a recordarme que me he olvidado de registrar la llegada del correo matinal. Permítanme cubrir esta laguna, antes de que cierre momentáneamente estas páginas para reunirme con Mr. Blake.
Debo decir que recibí unas pocas líneas ayer de parte de Miss Verinder. Ha dispuesto ésta viajar en el tren nocturno, según yo le recomendé. Mrs. Merridew persiste en acompañarla. La carta insinúa que ésta, cuyo carácter es de ordinario excelente, se halla un tanto amoscada y pide para ella la debida indulgencia debido a su edad y sus costumbres. Me esforzaré, por mi parte, en mis relaciones con Mrs. Merridew, por emular la moderación puesta de manifiesto por Betteredge en su trato personal conmigo. Nos recibió éste hoy portentosamente ataviado con su mejor chaqueta negra y su más tiesa corbata blanca. Cada vez que mira en mi dirección me recuerda con sus ojos que no he leído el Robinsón Crusoe desde que era un niño y se apiada respetuosamente de mí.
Ayer también recibió Mr. Blake la respuesta del abogado. Mr. Bruff acepta la invitación…, previa protesta. Considera evidentemente necesario que un caballero dotado de sentido común acompañe a Miss Verinder hasta la escena donde habrá de desarrollarse lo que él se atreve a llamar la exhibición preparada por nosotros. A falta de una mejor escolta, Mr. Bruff habrá de ser el caballero que la acompañe. Así es como la pobre Miss Verinder habrá de contar con dos «acompañantes». ¡Es un alivio pensar que la opinión de las gentes habrá de verse satisfecha con esto!
Nada hemos sabido del Sargento Cuff. Sin duda se halla aún en Irlanda. No debemos esperar verlo aquí esta noche.
En este momento entra Betteredge para decirme que Mr. Blake ha preguntado por mí. Debo abandonar la pluma por el momento.
Siete de la tarde.
Hemos estado recorriendo nuevamente todas las habitaciones reamuebladas y las escaleras; y hemos efectuado un agradable paseo entre los arbustos, que era el lugar favorito de Mr. Blake la última vez que se hospedó aquí. De esta manera confío hacer revivir en su mente las viejas sensaciones producidas en él por los lugares y las cosas, tan vívidamente como sea posible hacerlo.
Nos hallamos ya a punto de sentarnos a la mesa, exactamente a la misma hora en que se efectuó la comida del día del cumpleaños anterior. Mi interés por el asunto es puramente científico. El láudano deberá serle administrado a la misma altura del proceso digestivo en que le fue administrado el año pasado.
Luego de transcurrido un intervalo razonable, después de la cena, me propongo encauzar la conversación nuevamente —de la manera más natural que me sea posible— hacia el tema del diamante y hacia el complot hindú destinado a robarlo. Una vez que haya llenado su mente con esas ideas, habré hecho cuanto está a mi alcance hacer antes de que llegue el instante de administrarle la segunda dosis.
Ocho y media de la noche.
Recién en este momento se me ha presentado la oportunidad de cumplir con el más importante de todos mis deberes: el de indagar en el botiquín familiar en busca del láudano que Mr. Candy utilizó el año pasado.
Hace diez minutos sorprendí a Betteredge desocupado y le dije qué era lo que necesitaba. Sin hacer la más mínima objeción y sin intentar siquiera sacar a relucir su libro de apuntes me condujo (dedicándome toda su atención a cada paso que dábamos) hacia el depósito en que se guarda el botiquín.
Di con la botella la cual se hallaba cuidadosamente cerrada con un tapón de vidrio amarrado con cuero. El preparado de opio contenido en ella resultó ser, tal como yo me lo había imaginado, tintura común de láudano. Como la botella se halla bastante llena todavía, he resuelto usar con preferencia su contenido en lugar de emplear cualquiera de los preparados con que he tenido la precaución de proveerme para un caso de emergencia.
La cuestión que se refiere a la cantidad que habrá de administrársele presenta algunas dificultades. Luego de pensar en ello he resuelto aumentar la dosis.
Mis notas me informan que Mr. Candy no le administró más que veinticinco mínimas. Se trata de una dosis demasiado pobre para haber producido los efectos que produjo entonces…, aun tratándose de una persona tan sensitiva como es Mr. Blake. Lo más probable, en mi opinión, es que Mr. Candy le haya dado una dosis mayor que la que él mismo creyó haberle administrado sabiendo, como sé, que es muy afecto a los placeres de la mesa y que midió la dosis del láudano el día del cumpleaños luego de la comida. Comoquiera que sea, correré el riesgo de aumentar la dosis a cuarenta mínimas. En esta ocasión Mr. Blake sabe de antemano que habrá de ingerir el láudano, lo cual equivale, desde el punto de vista fisiológico, a decir (aunque él sea inconsciente de ello) que se hallará en condiciones de ofrecer una mayor resistencia a sus efectos. De hallarme en lo cierto, una dosis mayor se torna imperativa para producir los mismos resultados a que dio lugar la dosis menor del año pasado.
Diez de la noche.
Los testigos o convidados (¿cómo los llamaremos?) han llegado a la casa hace una hora.
Poco antes de las nueve logré convencer a Mr. Blake de que debía acompañarme hasta su alcoba. Justifiqué mi pedido diciéndole que deseaba que le echara una última ojeada a ésta para asegurarse de que nada había sido olvidado durante la operación de reamueblarla. Previamente resolví, de común acuerdo con Betteredge, que el dormitorio de Mr. Bruff habría de ser el cuarto contiguo al de Mr. Blake y que yo sería informado del arribo del abogado mediante un golpe en la puerta. Cinco minutos antes de que el reloj del vestíbulo diera las nueve oí su llamado y, al salir de allí, me encontré con Mr. Bruff en el corredor.
Mi apariencia personal, como de costumbre, se volvía en contra mía. La desconfianza que despertaba yo en Mr. Bruff afloraba de manera bien visible en sus ojos. Acostumbrado como me hallo al efecto que produce mi persona en los desconocidos, no vacilé un solo instante en decirle lo que tenía que comunicarle antes de que el abogado se introdujera en el cuarto de Mr. Blake.
—Sin duda usted ha venido aquí en compañía de Mrs. Merridew y Miss Verinder, ¿no es así? —le dije.
—Sí —me respondió Mr. Bruff con la mayor sequedad posible.
—Miss Verinder le habrá dicho, probablemente, que yo deseo que su presencia en la casa, así como también la de Mrs. Merridew, naturalmente, sea mantenida en secreto ante Mr. Blake, hasta después de haber sido efectuado el experimento que tendrá por base a su persona, ¿no es así?
—¡Sé que tengo que retener mi lengua, señor! —dijo Mr. Bruff impaciente—. Tan acostumbrado estoy a guardar silencio ante las locuras humanas en general, que me encuentro preparado para mantener mi boca cerrada en esta ocasión. ¿Se halla usted satisfecho con esto?
Yo me incliné y dejé que Betteredge le enseñara su habitación. Este último me dirigió al partir una última mirada que quería significar, tal como si lo hubiera expresado con idéntico número de palabras: «Acaba usted de hallar la horma de su zapato, Mr. Jennings…; su nombre es Mr. Bruff.»
Se hacía necesario ahora salir al encuentro de las dos damas. Descendí la escalera —un tanto nervioso, lo confieso— en dirección del gabinete de Miss Verinder.
La mujer del jardinero (a quien se le encomendó la misión de acomodar a las señoras) me salió al encuentro en el corredor del primer piso. Esta excelente mujer me trata con excesiva urbanidad, la cual no es más que el fruto evidente del terror que le inspiro. Me clava su mirada, tiembla y me hace reverencias en cuanto le dirijo la palabra. Al preguntarle por Miss Verinder clavó de nuevo en mí su mirada, se puso a temblar y me hubiera sin duda hecho alguna reverencia en seguida si no hubiese sido porque la propia Miss Verinder dio un corte brusco a la misma al abrir súbitamente la puerta de su gabinete.
—¿Es usted, Mr. Jennings? —preguntó.
Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, salió del cuarto con paso vivo para venir a hablarme en el corredor. Nos encontramos bajo la luz de una lámpara sostenida por un soporte. En cuanto me vio, Miss Verinder se detuvo, vacilante. Se recobró instantáneamente, enrojeció por un instante y luego, con encantadora franqueza, me tendió su mano.
—No puedo tratarlo como a un desconocido, Mr. Jennings —me dijo—. ¡Oh, si supiera usted lo feliz que me han hecho sus cartas!
Dirigió hacia mi horrible rostro rugoso una brillante mirada de gratitud; cosa tan desusada en mi experiencia con mis semejantes, que me hallé perplejo en cuanto a la respuesta que debía darle. No me hallaba absolutamente preparado para afrontar su bondad y su belleza. La miseria de innumerables años no ha llegado a endurecer, gracias a Dios, mi corazón. Me mostré ante ella tan atolondrado y tímido como un mozalbete que no ha llegado aún a los diecinueve años.
—¿Dónde está él ahora? —me preguntó, dando libre curso a lo que más le interesaba: Mr. Blake—. ¿Qué está haciendo ahora? ¿Ha hablado de mí? ¿Se halla de buen humor? ¿Qué tal lo ha impresionado la casa luego de lo ocurrido durante el último año? ¿Cuándo le dará usted el láudano? ¿Podré hallarme presente cuando lo vierta usted en la botella? ¡Estoy tan excitada y es tanta mi curiosidad!… Tengo que decirle a usted diez mil cosas, pero como se amontonan todas a la vez en mi cabeza, no sé con cuál empezar. ¿Le asombra a usted la curiosidad que siento por esto?
—No —le respondí—. Me atrevo a decir que la justifico enteramente.
Ella se encontraba más allá de cualquier mezquina y falsa exteriorización de azoramiento. Y me respondió como si hubiera yo sido su hermano o su padre.
—Me ha liberado usted de una desdicha indecible; me ha hecho usted revivir. ¿Cómo podría ser yo tan desgraciada como para ocultarle cualquier cosa a usted? Lo amo a él —me dijo simplemente—; lo he amado en todo instante…, aun cuando fui injusta con él en mis pensamientos, aun cuando le dije las más crueles y duras palabras. ¿Servirá eso para justificarme? Confío que sí… Mucho me temo que ésa sea mi única justificación. Cuando mañana él se entere de que estoy en la casa, ¿cree usted…?
Se detuvo otra vez y me miró muy ansiosa.
—Cuando mañana él se entere de ello —le dije—, creo que debiera usted únicamente decirle lo que me acaba de decir a mí.
Su rostro volvió a encenderse; dio un paso más hacia mí. Sus dedos se pusieron a jugar nerviosamente con una flor que yo había cortado en el jardín y puesto en el ojal de la solapa de mi chaqueta.
—Usted lo ha estado viendo a menudo últimamente —me dijo—. ¿Ha podido usted percibir, verdadera y realmente, tal cosa?
—Verdadera y realmente —le respondí—. Y estoy completamente seguro de lo que habrá de acaecer mañana. Ojalá pudiera estarlo en la misma medida respecto de lo que ocurrirá esta noche.
A esta altura de la conversación fuimos interrumpidos por Betteredge, quien apareció con la bandeja del té. En tanto pasaba a mi lado en dirección al gabinete, me dirigió una nueva y expresiva mirada. «¡Ay!, ¡ay!, golpee ahora que el hierro está en ascua. La horma de su zapato, Mr. Jennings, está arriba…, ¡la horma está arriba!»
Lo seguimos dentro de la habitación. Una dama anciana y pequeña, muy elegantemente vestida, que se hallaba en un rincón, abismada en la tarea de bordar una tela, dejó caer su labor sobre el regazo y profirió un breve y amortiguado grito, al ver por primera vez mi piel gitana y mi cabello blanquinegro.
—Mrs. Merridew —dijo Miss Verinder—, éste es Mr. Jennings.
—Le ruego a Mr. Jennings que me perdone —dijo la vieja dama mirando a Miss Verinder y hablándome a mí—. Los viajes en ferrocarril me ponen siempre nerviosa. Me estoy esforzando por aquietar mi mente con esta labor cotidiana. Ignoro si mi bordado se halla fuera de lugar en tan extraordinaria ocasión. Si Mr. Jennings considera que dificulta sus planes médicos, lo abandonaré, naturalmente, muy gustosa.
Yo me apresuré a aprobar la presencia del bordado exactamente de la misma manera en que había aprobado la ausencia del buharro reventado y del ala de Cupido. Mrs. Merridew hizo un esfuerzo —un encomiable esfuerzo— para dirigir la vista hacia mi cabellera. ¡No!, no podía ser. Mrs. Merridew volvió a mirar a Miss Verinder.
—Si Mr. Jennings me lo permitiera —prosiguió la vieja dama—, me agradaría solicitarle un favor. Mr. Jennings se halla a punto de llevar a cabo un experimento científico. Cuando yo era muchacha asistía habitualmente a los experimentos científicos efectuados en la escuela, los cuales terminaban invariablemente con una explosión. Me agradaría por eso que Mr. Jennings fuera tan amable como para advertirme a tiempo esta vez. Y me agradaría también que la prueba tuviera lugar antes de que me fuese yo a la cama.
Yo intenté asegurarle a Mrs. Merridew que el programa, en esta oportunidad, no incluía explosión alguna.
—No —dijo la anciana—. Le estoy muy agradecida a Mr. Jennings… Sé que me está engañando por mi propio bien. Pero prefiero que me hable claramente. Estoy completamente resignada a escuchar la explosión…, sólo que deseo que, de ser posible, ocurra ésta antes de que yo me vaya a la cama.
En ese mismo instante se abrió la puerta y Mrs. Merridew profirió otro apagado alarido. ¿La explosión? No, simplemente Betteredge.
—Usted dispense, Mr. Jennings —dijo Betteredge, de la manera más esforzadamente íntima que le fue posible utilizar—. Mr. Franklin desea saber dónde se halla usted. Teniendo en cuenta que me ha ordenado usted engañarlo respecto a la presencia de mi joven ama en la casa, le he contestado que no lo sabía. Esto, según tendrá usted a bien reconocer, es una mentira. Hallándome, como me hallo, señor, con un pie sobre la tumba, cuantas menos mentiras me exija usted, más agradecido le estaré en el momento en que mi conciencia me llame a rendir cuentas y haya llegado mi hora.
Demasiado urgía el tiempo para malgastarlo, aunque sólo hubiera sido un breve instante, en reflexiones sobre esa cuestión puramente especulativa que tenía por base a la conciencia de Betteredge. Mr. Blake habría de lanzarse en mi busca, a menos que fuera yo a verlo en su cuarto. Miss Verinder me siguió cuando salí al corredor.
—Parece que todos se han confabulado en contra de usted —me dijo—. ¿Qué quiere decir esto?
—Se trata de la protesta habitual del mundo, Miss Verinder en una escala muy ínfima, contra todo lo que es nuevo.
—¿Qué haremos con Mrs. Merridew?
—Dígale que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana.
—¿Para que se vaya a dormir?
—Sí…, para que se vaya a dormir.
Miss Verinder regresó a su gabinete y yo ascendí por la escalera para ir al cuarto de Mr. Blake.
Ante mi sorpresa lo hallé solo, paseándose inquieto por su cuarto y un tanto irritado por haber sido librado a sí mismo.
—¿Dónde está Mr. Bruff? —le pregunté:
El señaló la puerta cerrada que comunicaba con el cuarto contiguo. Mr. Bruff había estado con él un instante; pretendió renovar sus protestas en contra de nuestro experimento y había fracasado una vez más, sin producir la menor impresión en el ánimo de Mr. Blake. Luego de esto, el abogado buscó refugio en una cartera de cuero negro henchida hasta reventar de documentos profesionales. «Los trabajos serios de la vida —admitió— se hallaban enteramente fuera de lugar en esa oportunidad. Pero los trabajos serios de la vida debían ser, a pesar de ello, continuados. Quizá Mr. Blake sería tan amable como para tolerar los hábitos anticuados de un hombre práctico. El tiempo es oro…, y en lo que concernía a Mr. Jennings, podía tener la completa seguridad de que Mr. Bruff se pondría de inmediato a su disposición en cuanto fuera llamado.»
Con una excusa había regresado el abogado a su habitación, sumergiendo obstinadamente su atención en el interior de su negra cartera.
Yo me acordé del bordado de Mrs. Merridew y de la conciencia de Betteredge. Existe una maravillosa similitud entre las facetas sólidas del carácter de un inglés y las de otro inglés…, como así también una semejanza maravillosa entre las expresiones básicas del rostro de un inglés y las de otro inglés.
—¿Cuándo me dará usted el láudano? —me preguntó Mr. Blake de manera impaciente.
—Tendrá usted que aguardar un poco más —le dije—. Me quedaré aquí para hacerle compañía hasta que llegue la hora.
No eran aún las diez. Las previas indagaciones que había yo efectuado ante Betteredge y Mr. Blake me llevaron a la conclusión de que Mr. Candy le había administrado a aquél la dosis de láudano después de las once de la noche. Resolví, en consecuencia, no administrarle esta segunda dosis antes de esa hora.
Conversamos durante un momento; pero ninguno de los dos dejó de sentirse preocupado por las cercanas ordalías. Nuestra conversación languideció pronto…, y decayó luego totalmente. Mr. Blake volvió a hojear perezosamente los volúmenes que se hallaban sobre la mesa de su alcoba. El guardián; el Tatter; La Pamela, de Richardson; El hombre sensible, de Mackenzie; El Lorenzo de Médicis, de Roscoe, y el Carlos V, de Robertson…; todas ellas obras clásicas, todas (naturalmente) inmensamente superiores a cualquier obra aparecida posteriormente y todas también (según mi actual punto de vista) poseedoras del gran mérito de no encadenar la voluntad del lector ni de excitar el cerebro de nadie. Dejo a Mr. Blake librado a la apaciguadora influencia de esa literatura ejemplar y me dedico, por mi parte, a registrar esta nota en mi Diario.
Mi reloj me anuncia que son cerca de las once. Deberé cerrar estas páginas una vez más.
Dos de la mañana.
El experimento ya se ha realizado, con el resultado que pasaré a describir.
A las once de la noche hice sonar la campanilla en demanda de Betteredge y le comuniqué a Mr. Blake, por fin, que debía prepararse para ir a la cama.
Me asomé a la ventana para contemplar la noche. Era una noche tranquila y lluviosa, similar en tal sentido a la noche del cumpleaños…, el veintiuno de junio del año anterior. Aunque confieso que no creo en los augurios, resultaba confortante, al menos, no hallar ningún influjo nervioso —perturbaciones eléctricas o signos de tormenta— en la atmósfera. Betteredge se aproximó a la ventana y depositó misteriosamente un trozo de papel en mi mano. En él se hallaban escritas las siguientes líneas:
«Mrs. Merridew se ha ido a la cama segura de que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana y de que habré yo de permanecer en este sitio en la casa hasta que ella venga a libertarme. No tiene la más remota idea de que el experimento habrá de efectuarse en mi gabinete…, de lo contrario hubiera permanecido en él toda la noche. Estoy sola y muy excitada. Le ruego me deje ver cómo vierte usted el láudano; necesito ocuparme en algo, aunque no sea más que en el carácter de mera espectadora.» —R.V.
Seguí en pos de Betteredge fuera del cuarto y le dije que llevara el botiquín al gabinete de Miss Verinder.
La orden lo tomó, al parecer, enteramente de sorpresa. ¡Me miró como si sospechara que yo albergaba algún oculto designio médico respecto de Miss Verinder!
—¿Me atreveré a preguntarle —me dijo— qué tiene que ver el botiquín con la persona de mi joven ama?
—Quédese en el gabinete y lo sabrá.
Betteredge pareció dudar de su propia habilidad para controlarme de manera efectiva en esta ocasión en que un botiquín se hallaba incluido en mis actividades.
—¿Objetará usted la intervención, señor —me preguntó—, de Mr. Bruff en esta fase del asunto?
—¡Al contrario! Le pediré en seguida a Mr. Bruff que me acompañe abajo.
Betteredge se alejó para ir en busca del botiquín, sin agregar una sola palabra. Yo regresé al cuarto de Mr. Blake y golpeé en la puerta del cuarto contiguo, Mr. Bruff la abrió y apareció ante mí con sus papeles en la mano…, sumergido en la Ley, impermeable a la influencia de la Medicina.
—Lamento tener que molestarlo —le dije—. Pero voy a preparar el láudano para Mr. Blake; vengo a solicitarle que se halle presente en el momento en que lo haga.
—¿Sí? —me dijo Mr. Bruff, con las nueve décimas partes de su atención concentradas en sus papeles y una sola décima dedicada de mala gana a mi persona—. ¿Tiene algo más que decirme?
—Tengo que molestarlo para pedirle que regrese a este lugar conmigo y vea cómo le administro la dosis a Mr. Blake.
—¿Tiene algo más que decirme?
—Una última cosa. Me veo en la obligación de molestarlo para pedirle que se quede en el cuarto de Mr. Blake y permanezca a la espera de lo que pueda ocurrir.
—¡Oh, muy bien! —dijo Mr. Bruff—. Que sea en mi cuarto o en el de Mr. Blake…, lo mismo da; puedo proseguir con mi trabajo en cualquier parte. A menos que usted objete, Mr. Jennings, la intromisión de esta dosis de sentido común en sus actividades.
Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, el propio Mr. Blake le dirigió la palabra al abogado desde su lecho.
—¿Quiere usted, en verdad, decir que no siente el menor interés por lo que está realmente a punto de ocurrir? —le preguntó—. ¡Mr. Bruff, tiene usted la imaginación de una vaca!
—La vaca es un animal muy útil, Mr. Blake —dijo el letrado.
Dicho esto, abandonó el cuarto tras de mí, siempre con sus papeles en la mano.
Encontramos a Miss Verinder pálida y agitada, recorriendo inquieta, de arriba abajo, su gabinete. Junto a una mesa que se hallaba en un rincón permanecía de guardia Betteredge próximo al botiquín. Mr. Bruff se sentó en la primera silla que encontró y, emulando la utilidad de la vaca, se sumergió al punto en sus papeles.
Miss Verinder me arrastró aparte y volvió instantáneamente a dejarse absorber por lo único que le interesaba…, la persona de Mr. Blake.
—¿Cómo se encuentra él ahora? —me preguntó—. ¿Está nervioso?, ¿está irritado? ¿Cree usted que tendrá éxito el experimento? ¿Está usted seguro de que no le hará daño?
—Completamente seguro. Venga a ver cómo vierto la dosis.
—¡Un momento! Son ya más de las once. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que ocurra algo?
—No es fácil decirlo. Una hora, tal vez.
—Sin duda el cuarto se hallará a oscuras como el año pasado, ¿no es así?
—Seguramente.
—Aguardaré en mi alcoba…, como hice entonces. Mantendré la puerta un tanto entreabierta. Muy poca era la abertura el año pasado. Observaré la puerta del gabinete y en cuanto la vea moverse apagaré mi bujía.
Así fue como procedí la noche de mi cumpleaños. Y así deberá ocurrir ahora, ¿no es así?
—¿Está segura, Miss Verinder, de que es dueña de sí misma?
—¡Por él soy capaz de cualquier cosa! —me respondió con vehemencia.
Una sola mirada dirigida a su rostro bastó para demostrarme que podía confiar en ella. Nuevamente me dirigí a Mr. Bruff.
—Lamento tener que decirle que deberá abandonar por un momento sus papeles —le dije.
—¡Oh, seguramente! —me dijo y se puso de pie sobresaltado, como si lo hubiera interrumpido en un pasaje particularmente interesante, y me siguió hasta el lugar en que se hallaba el botiquín. Una vez junto a él y privado ahora de la honda excitación que le procuraba incidentalmente la práctica de su profesión, dirigió su vista hacia Betteredge y bostezó luego hastiado.
Miss Verinder se acercó a mí con un cántaro de agua fría que acababa de tomar de sobre un trinchero.
—¡Déjeme verter el agua! —cuchicheó a mi oído—. ¡Yo tengo que intervenir en esto!
Yo vertí y conté las cuarenta mínimas y volqué el láudano en un vaso para medicamentos.
—Llénelo hasta sus tres cuartas partes —le dije y alargué el vaso en dirección de Miss Verinder.
Luego le dije a Betteredge que cerrara con llave el botiquín, pues ya no lo necesitaba. Una expresión de indecible alivio cubrió el rostro del viejo criado. ¡Evidentemente había sospechado que yo tenía algún otro designio en contra de su joven ama!
Luego de añadir el agua según lo que yo le había indicado, asió Miss Verinder, por un momento —mientras Betteredge se dedicaba a cerrar el botiquín y Mr. Bruff retornaba a sus papeles—, el vaso medicinal, y depositó un beso tímido sobre su borde.
—Cuando usted se lo dé a tomar —me cuchicheó esta encantadora muchacha—, haga que beba el líquido por este lugar.
Yo extraje de mi bolsillo el fragmento de cristal que habría de hacer las veces del diamante y se lo entregué.
—Usted también tiene que intervenir en esto —le dije—. Deberá usted colocar este cristal en el mismo sitio en que colocó la Piedra Lunar el año pasado.
Ella abrió la marcha en dirección del bufete hindú y colocó el falso diamante en el interior de la misma gaveta en que colocara la noche de su cumpleaños el diamante auténtico. Mr. Bruff asistió al acto bajo protesta, como había asistido a todos los procedimientos efectuados hasta entonces. Pero el cariz hondamente dramático que empezaba a asumir ahora el experimento demostró ser, lo cual me divirtió grandemente, demasiado absorbente para poder ser eludido por la facultad de autocontrol de Betteredge. Su mano tembló cuando asió la bujía y ansiosamente murmuró:
—¿Está usted segura, Miss, de que es ésta la gaveta?
Yo abrí la marcha ahora hacia afuera nuevamente, llevando el láudano y el agua. En la puerta me detuve para dirigirle una última advertencia a Miss Verinder.
—No se demore al apagar la luz —le dije.
—La apagaré de un soplo —me respondió—. Y aguardaré en mi alcoba con una sola bujía encendida.
Luego cerró a nuestras espaldas la puerta de su gabinete. Seguido por Mr. Bruff y Betteredge, retorné al cuarto de Mr. Blake.
Lo hallamos inquieto y revolviéndose de uno a otro lado en el lecho y preguntándose, irritado, si habría o no de tomar el láudano esa noche. En presencia de los dos testigos le administré la dosis, le arreglé las almohadas y le recomendé que reposara allí tendido y aguardara los acontecimientos.
Su lecho, encortinado con una ligera zaraza, se hallaba colocado con la cabecera dispuesta contra el muro del cuarto de manera tal, que a cada lado del mismo quedaban dos amplios espacios libres. Yo corrí completamente las cortinas que había en uno de sus costados, y aposté en esa parte del cuarto, que se tornó invisible para sus ojos, a Mr. Bruff y a Betteredge para que asistieran al resultado. A los pies de la cama corrí las cortinas hasta la mitad, y coloqué mi silla a una corta distancia de las mismas, para permitirle que me viera o no me viera, que me hablara o no me hablara, según lo que aconsejaran las circunstancias. Habiéndoseme informado que siempre dormía con alguna luz en su habitación, coloqué una de las dos luces sobre una mesita que se hallaba junto a la cabecera de la cama y de manera tal que su fulgor no lo hiriera en los ojos. La otra bujía se la entregué a Mr. Bruff; su resplandor, a esa distancia, era amortiguado por la zaraza de las cortinas. La ventana había sido abierta en su parte superior para que pudiera renovarse el aire de la habitación. Caía una suave lluvia; la casa se hallaba silenciosa. Eran las once y veinte, según mi reloj, cuando ya todos los preparativos habían sido completados y cuando tomé asiento en la silla situada a los pies del lecho y hacia un costado del mismo.
Mr. Bruff retomó sus papeles, sintiendo por ellos, al parecer, un interés más hondo que nunca. Pero al dirigirle mi mirada, logré advertir ciertos signos seguros que me convencieron de que la Ley comenzaba a perder, por fin, su dominio sobre él. La expectante situación en que nos hallábamos colocados, empezó a ejercer de manera paulatina su influencia aun sobre su mente tan poco imaginativa. En lo que concierne a Betteredge, la solidez de sus principios y la dignidad de su conducta se habían tornado, en lo que a este asunto se refiere, en mero y hueco palabrerío. Se olvidó de que yo estaba realizando una treta de ilusionista con Mr. Franklin Blake; de que había trastornado la casa de arriba abajo y de que no había leído al Robinsón Crusoe desde niño.
—Por amor de Dios, señor —cuchicheó a mi oído—, díganos cuándo habrá de comenzar a surtir efecto.
—No antes de medianoche —le contesté en un cuchicheo—. Quédese quieto en su silla y no hable.
Betteredge descendió hasta el más bajo grado de familiaridad conmigo, sin intentar luchar para salvarse a sí mismo. ¡Me respondió con un guiño!
Al dirigir mi vista hacia Mr. Blake, lo vi más inquieto que nunca en su lecho; ansiosamente se preguntaba cómo el láudano no había comenzado a corroborar aún sus cualidades. De haberle dicho en su situación actual que cuanto más inquieto se mostrara y más preguntas hiciera, más dilataría el resultado que estábamos nosotros aguardando, hubiera hecho una cosa completamente inútil. Lo más sabio era hacerlo olvidar la idea del opio y llevarlo insensiblemente a pensar en cualquiera otra cosa.
Con esta idea en la mente lo estimulé a que conversara conmigo y me las arreglé para encauzar, por mi parte, la conversación, de manera de hacer que su atención recayera sobre un asunto del que habíamos tratado ya en las primeras horas de la noche: el asunto del diamante. Me esforcé por hacerle recordar aquellos pasajes de la historia de la Piedra Lunar que se relacionaban con el traslado de la misma de Londres a Yorkshire; el riesgo que Mr. Blake había corrido al retirarla del banco de Frizinghall y la inesperada aparición de los hindúes en la casa la tarde del día del cumpleaños. Aparenté en seguida, en relación con estos eventos, no haber comprendido gran parte de lo que Mr. Blake me había dicho hacía tan sólo unas pocas horas. Y así fue como lo fui obligando a hablar del tema con el cual se hacía ahora vialmente necesario impregnar su mente, sin hacerle sospechar siquiera que lo estaba impulsando a hablar con un propósito determinado. Poco a poco fue poniendo tanto interés en la tarea de rectificarme, que se olvidó de revolverse en la cama. Su mente se hallaba muy lejos de la cuestión del opio en el momento culminante en que sus ojos me advirtieron por vez primera que el opio comenzaba a adueñarse de su cerebro.
Consulté mi reloj. Eran las doce menos cinco cuando los síntomas premonitorios de los efectos del láudano comenzaron a hacerse visibles a mis ojos.
A esta altura, ningún ojo profano hubiera sido capaz de descubrir cambio alguno en su persona. Pero, a medida que se iban sucediendo los minutos del nuevo día, el sutil y veloz proceso de la droga comenzó a anunciarse de manera más clara. La sublime intoxicación del opio fulguró en sus ojos y el rocío furtivo de su transpiración comenzó a relucir en su rostro. Cinco minutos después la conversación que aún seguía manteniendo conmigo se tornó, de su parte, en una charla incoherente. Se aferró a la cuestión del diamante, pero dejó inconclusas sus frases. Poco más tarde las frases se convirtieron en meras palabras sueltas. Luego se produjo un intervalo de silencio. Después se sentó en el lecho, y en seguida, preocupado aún por la cuestión del diamante, comenzó a hablar de nuevo…, pero sin dirigirse a mí, sino conversando consigo mismo. Este cambio me aseguró de que acababa de cumplirse la primera etapa del experimento. La estimulante influencia del opio acababa de hacer presa de él.
Eran ahora las doce y veintitrés minutos. En la próxima media hora, a lo sumo, se decidiría la cuestión de si se levantaba o no del lecho y abandonaba su cuarto.
Suspendiendo el aliento y empeñado en observarlo —y ante el indecible triunfo que significaba para mí asistir al cumplimiento de la primera etapa del experimento, que adoptaba el cariz y se producía casi a la misma hora que yo había previsto— me olvidé completamente de mis dos compañeros de vigilia. Dirigiendo mi visita, ahora, hacia ellos, pude ver cómo la Ley, representada allí por los papeles de Mr. Bruff, yacía abandonada sobre el piso. El propio Mr. Bruff se hallaba atisbando ansiosamente a través de una hendidura que se abría entre las cortinas mal cerradas del lecho. Y Betteredge, dejando de lado enteramente las conveniencias sociales, escudriñaba por encima del hombro de Mr. Bruff.
Ambos retrocedieron súbitamente al ver que yo los estaba observando, igual que dos escolares sorprendidos en una falta por su maestro. Con un signo les indiqué que se despojaran de su calzado, tal cual lo estaba haciendo yo en ese momento. De darnos Mr. Blake la oportunidad de seguirlo, era absolutamente necesario hacerlo sin producir el menor ruido.
Diez minutos transcurrieron…, y nada ocurrió. De pronto apartó de su cuerpo la ropa de la cama, y sacó una pierna fuera del lecho. Nosotros aguardamos.
—Ojalá no lo hubiera retirado nunca del banco —se dijo a sí mismo—. Allí se hallaba seguro.
Mi corazón latía violentamente: el pulso batía mis sienes con furia. ¡Sus temores respecto de la seguridad del diamante constituían nuevamente la idea predominante en su cerebro! Sobre este único eje descansaba todo el éxito del experimento. La perspectiva que tan súbitamente se abría ante mis ojos era algo demasiado potente para mis nervios maltrechos. Me vi obligado a apartar mi vista de él, ya que de lo contrario hubiese perdido el control sobre mí mismo.
Se produjo otro intervalo de silencio.
Cuando, recuperada la confianza en mí mismo, volví a mirarlo, se hallaba fuera de la cama y erguido a un costado de la misma. Sus pupilas se habían contraído; las niñas de sus ojos fulguraban a la luz de las bujías en tanto balanceaba lentamente su cabeza. Estaba meditando; dudaba…, volvió a hablar.
—¿Cómo puedo yo saberlo? —dijo—. Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.
Se detuvo y echó a andar lentamente hacia el otro extremo de la habitación. Se volvió luego…, aguardó…, y regresó a la cama.
—Ni siquiera está guardado bajo llave —prosiguió—. Se halla en la gaveta de su bufete. Y la gaveta no tiene cerradura.
Se sentó sobre el borde de la cama.
—Cualquiera podría robarlo —dijo.
Volvió a levantarse inquieto y repitió sus primeras palabras:
—¿Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.
Aguardó nuevamente. Yo me coloqué detrás de la cortina semicerrada de su lecho. Dirigió su vista en torno de la habitación: una luz vaga refulgía en sus ojos. Fue un momento emocionante. Se produjo cierta pausa. ¿Una pausa en los efectos del opio, una pausa en la actividad de su cerebro? ¿Quién podría haberlo asegurado? Todo dependía ahora de lo que hiciera en seguida.
¡Volvió a dejarse caer sobre el lecho!
Una horrible duda cruzó por mi mente. ¿Era posible que la acción sedante del opio se estuviera haciendo ya presente? Mi experiencia me decía lo contrario. Pero, ¿de qué sirve la experiencia en lo que se refiere al opio? No hay probablemente en el mundo dos hombres en los cuales el efecto de esa droga sea exactamente el mismo. ¿Existía acaso alguna peculiaridad funcional en él que tornaba distinto el efecto de la droga? ¿Fracasaríamos al borde mismo del éxito?
¡No! He aquí que se levantaba bruscamente.
—¿Cómo diablos podré dormir —dijo— con esta preocupación en mi mente?
Dirigió su vista hacia la bujía que ardía sobre la mesa que estaba a la cabecera de su lecho. Luego de una pausa echó mano de la bujía.
Yo apagué la otra luz que brillaba detrás de la cortina cerrada y me retiré, junto con Mr. Bruff y Betteredge, al rincón que se hallaba más alejado de la cama. Con una señal les impuse silencio, como si sus propias vidas hubieran dependido del mismo.
Aguardamos…, sin ver ni oír nada. Aguardamos ocultos a sus ojos detrás de las cortinas.
La bujía que él tenía asida del otro lado se movió de manera repentina. Inmediatamente lo vimos deslizarse veloz y silenciosamente a nuestro lado con la bujía en la mano.
Abrió luego la puerta de la alcoba y pasó a través del vano.
Lo seguimos a lo largo del corredor. Luego, escalera abajo. Lo seguimos después a lo largo del segundo corredor. En ningún momento se dio vuelta, en ningún instante vaciló.
Abrió entonces la puerta del gabinete y entró en él, dejando tras sí la puerta abierta.
La puerta se hallaba sujeta (igual que todas las otras de la casa) con grandes y antiguos goznes. Cuando se la abría, una hendedura surgía entre la misma y la jamba. Yo les hice señas a mis dos compañeros para que espiaran a través de ella y evitar así que se dejaran ver. En cuanto a mí —del otro lado de la puerta también—, me coloqué en el lado opuesto. En la pared, a mi izquierda, se abría un nicho en el cual podía ocultarme en el caso de que él intentara darse la vuelta y mirar hacia el corredor.
Avanzó hasta el centro de la habitación con la bujía aún en la mano; miró en torno suyo, pero en ningún momento dirigió su vista hacia atrás.
Yo vi que la puerta de la alcoba de Miss Verinder se hallaba entreabierta. Esta había apagado la luz. Se controlaba a sí misma noblemente. El vago y blanco perfil de su vestido estival era lo único que alcanzaba yo a distinguir. Nadie que no lo hubiera sabido de antemano habría sospechado la presencia de un ser humano en el cuarto. Se mantenía en la oscuridad: ni una palabra, ni el menor movimiento dejó escapar.
Era ahora la una y diez de la madrugada. En medio de ese silencio mortal, oí el suave caer de la lluvia y el trémulo tránsito del viento a través de los árboles.
Luego de permanecer indeciso durante un minuto o algo más en el centro de la habitación, se dirigió hacia una esquina próxima a la ventada, donde se hallaba el bufete hindú.
Colocó entonces la vela sobre la parte superior del mueble. Abrió y cerró, una tras otra, las gavetas hasta que dio con aquella en que se hallaba el falso diamante. Miró hacia su interior un breve instante. Y luego tomó la piedra falsa con su mano derecha. Con la izquierda asió la bujía que se hallaba sobre el bufete.
Retrocedió algunos pasos, hacia el centro de la habitación, y se detuvo allí nuevamente.
Hasta aquí había repetido exactamente lo que hiciera la noche del cumpleaños. ¿Habría de ser su próximo paso idéntico al que efectuara el año anterior? ¿Abandonaría el cuarto? ¿Regresaría ahora, como yo pensaba que había hecho entonces, a su dormitorio? ¿Nos mostraría ahora lo que había hecho con el diamante al regresar a su habitación?
Su primer acto, cuando volvió a moverse, fue diferente del que ejecutara bajo la influencia del opio en la anterior ocasión. Colocó la vela sobre una mesa y erró durante un breve instante en dirección del más lejano rincón del cuarto. Allí había un sofá. Se recostó pesadamente sobre su espaldar, apoyándose en su mano izquierda…, y entonces se reanimó y retornó al centro de la habitación. Pude ver ahora sus ojos. Se estaban tornando más y más opacos e inexpresivos; su brillo se iba apagando rápidamente.
La emoción del instante demostró ser excesiva para la facultad de autodominio de Miss Verinder. Esta avanzó unos pasos…, y luego se detuvo. Mr. Bruff y Betteredge me miraron a través del vano por primera vez. La posibilidad de un chasco próximo empezaba a insinuarse en sus mentes lo mismo que en la mía.
Sin embargo, en tanto siguiera él allí, podíamos abrigar cierta esperanza. Aguardamos con indecible expectación su próximo paso.
Su acto siguiente fue decisivo. Dejó caer el diamante falso de su mano.
Este rodó y fue a detenerse delante del vano de la puerta…, enteramente visible a sus ojos y a los de todo el mundo. No hizo ningún esfuerzo para recogerlo; le dirigió una mirada vaga y, en tanto lo hacía, dejó caer su cabeza hasta hundirla en su pecho. Vaciló…, se animó durante un momento…, regresó con paso inestable hacia el sofá…, y se sentó en él. Realizó en seguida un último esfuerzo; trató de levantarse y volvió a hundirse en su asiento. Su cabeza cayó sobre los cojines del sofá. Era entonces la una y veinticinco de la madrugada. Antes de que hubiera tenido yo tiempo de guardar mi reloj en el bolsillo, estaba dormido.
Todo había concluido. La influencia sedante de la droga hizo presa de él; el experimento había llegado a su fin.
Entré en el cuarto y les dije a Mr. Bruff y a Betteredge que podían seguirme. No había por qué temer el molestarlo. Nos hallábamos en libertad para movernos y hablar, ahora.
—La primera cosa que deberemos resolver —les dije—, habrá de ser la cuestión de qué haremos con él. Probablemente seguirá durmiendo durante las próximas seis o siete horas, por lo menos. De aquí a su cuarto hay cierta distancia. Cuando yo era más joven podría haberlo llevado allí sin ayuda. Pero ni mi salud ni mis fuerzas son las de entonces… Mucho me temo tener que pedirles que me ayuden.
Antes de que ninguno de los dos hubiera tenido tiempo de responderme, me llamó Miss Verinder en voz baja. La encontré junto a la puerta de su aposento con el pequeño chal y el cubrecama de su lecho encima.
—¿Piensa usted vigilarlo mientras duerme? —me preguntó.
—Sí. No me hallo tan seguro respecto de la acción del opio, en su caso, como para dejarlo solo.
Me alargó entonces el chal y el cubrecama.
—¿Para qué molestarlo? —cuchicheó a mi lado—. Que duerma en el sofá. Yo puedo cerrar la puerta de mi cuarto y permanecer en él.
Era éste, con mucho, el más simple y seguro procedimiento a seguir con él esa noche. Les mencioné la cosa a Mr. Bruff y Betteredge, quienes aprobaron el procedimiento. En cinco minutos lo tendí cómodamente sobre el sofá y lo cubrí ligeramente con el chal y el cubrecama. Miss Verinder nos dio las buenas noches y cerró la puerta. A pedido mío nos dirigimos los tres restantes hacia la mesa que había en el centro del cuarto, sobre la cual seguía ardiendo la bujía y se hallaban los materiales para escribir, y nos ubicamos en torno de la misma.
—Antes de separarnos —comencé a decirles— tengo algo que manifestarles respecto del experimento que se llevó a cabo esta noche. Dos objetivos eran los que debían alcanzarse a través de él. El primero consistía en probar que Mr. Blake entró en este cuarto y se apoderó del diamante, el año pasado, de manera inconsciente e irresponsable y obrando bajo los efectos del opio. Luego de lo que acabamos de ver, ¿se hallan ustedes convencidos de ello?
Ambos me respondieron afirmativamente, sin la menor vacilación.
—El segundo objetivo —proseguí— consistía en descubrir qué es lo que hizo con el diamante luego que Miss Verinder lo sorprendió cuando salía de su gabinete con la gema en la mano, la noche de su cumpleaños. El éxito, en cuanto a este segundo objetivo, dependía, naturalmente, del hecho de que él continuara haciendo exactamente lo mismo que hizo el año anterior. No ha ocurrido tal cosa y, por lo tanto, ha fracasado en su fin último el experimento. No niego que el resultado me ha desilusionado…, pero puedo honestamente afirmar que no me hallo sorprendido de ello. Desde el primer momento le dije a Mr. Blake que el éxito de nuestra tentativa dependía de nuestra capacidad para reproducir las condiciones físicas y morales en que se hallaba él el año pasado y le previne que eso era entre todas las cosas del mundo lo que más se parecía a un imposible. Sólo hemos reproducido en parte tales condiciones y el experimento ha alcanzado, por lo tanto, un éxito parcial. También es posible que le haya administrado una dosis excesiva de láudano. Pero, por mi parte, considero la primera razón que les expuse como la verdadera causa del fracaso que tenemos que lamentar, como así también del éxito del cual tenemos que alegrarnos.
Luego de decir estas palabras coloqué el material para escribir delante de Mr. Bruff y le pregunté si tenía alguna objeción que hacerle —antes de separarnos— a mi idea de que redactara y firmara una exposición de lo que acababa de ver con sus propios ojos. Apoderándose en seguida de la pluma redactó la declaración con la fluida presteza de una mano experta.
—Le debo esto —me dijo, en tanto firmaba el documento— a manera de reparación por lo ocurrido entre nosotros, en horas más tempranas de la noche. Le pido, Mr. Jennings, perdón por haber dudado de usted. Acaba usted de hacerle a Franklin Blake un incalculable servicio. De acuerdo con la jerga de mi oficio, ha ganado usted el pleito.
La excusa que dio Betteredge se halló en un todo de acuerdo con sus características.
—Mr. Jennings —me dijo—, si vuelve usted a leer el Robinsón Crusoe, cosa que le recomiendo encarecidamente que haga, hallará usted que éste no tiene reparo alguno en reconocer que se ha equivocado cada vez que ello ha ocurrido. Le ruego, señor, tenga la bondad de disculparme en esta ocasión; en la misma situación se encontró Robinsón Crusoe.
Dichas estas palabras, firmó a su vez el documento.
Mr. Bruff me llevó aparte cuando nos levantamos de la mesa.
—Una palabra más respecto al diamante —me dijo—. Según su teoría, Mr. Franklin Blake ocultó la Piedra Lunar en su cuarto. Según la mía, la Piedra Lunar se halla en manos de los banqueros de Mr. Luker en Londres. No disputaremos sobre quién se halla en lo cierto. Sólo se trata de averiguar cuál de las dos teorías podrá ser puesta a prueba primero, ¿no le parece?
—Mi teoría —le dije— ya ha sido puesta a prueba esta noche, y ha fracasado.
—La mía —replicó Mr. Bruff— está siendo sometida a prueba actualmente. Durante los dos últimos días he establecido vigilancia en el banco para observar las actividades de Mr. Luker, y habré de mantener la misma hasta el último día del presente mes. Sé que habrá de ser él mismo quien vaya a retirar de manos de sus banqueros el diamante…, y corro el albur de que la persona que ha empeñado el diamante lo obligue a retirarlo de allí mediante el pago del rescate. En tal caso me hallaré en condiciones de poderle echar el guante a dicha persona. ¡Y contaremos entonces con la perspectiva de aclarar por completo el misterio exactamente en el punto en que éste se muestra actualmente más intrincado! ¿Admite usted que tengo razón hasta aquí?
Yo asentí prestamente.
—Retornaré a la ciudad en el tren de las diez —prosiguió el abogado—. Puede ser que a mi regreso me encuentre con algún nuevo acontecimiento…, y puede ocurrir que me sea absolutamente imprescindible tener a mano a Franklin Blake para apelar a él en caso de necesidad. Me propongo decirle, tan pronto despierte, que debe regresar conmigo a Londres. Luego de todo lo ocurrido, ¿puedo confiar en que me respaldará usted con su influencia?
—¡Seguramente! —le dije.
Mr. Bruff me estrechó la mano y abandonó el cuarto. Betteredge lo siguió afuera.
Me dirigí entonces hacia el sofá para observar a Mr. Blake. No se había movido desde que yo lo dejé allí y le arreglé un lecho en el sofá; seguía sumido en un sueño quieto y profundo.
En tanto me hallaba observándolo oí que la puerta del dormitorio se abría suavemente. Una vez más vi aparecer en el umbral a Miss Verinder en su bello traje estival.
—Concédame usted un último favor —me dijo en voz baja—. Permítame que lo observe juntamente con usted.
Yo vacilé…, no en atención a las reglas del decoro, sino en favor del reposo nocturno de ella. Se aproximó entonces a mí y me tomó de la mano.
—No puedo dormir; ni siquiera permanecer sentada en mi habitación —me dijo—. ¡Oh, Mr. Jennings, póngase en mi lugar y dígame luego si no desearía con toda el alma sentarse aquí para observarlo! ¡Dígame que sí! ¡Por favor!
¿Será necesario que diga que accedí? ¡Por supuesto que no!
Arrastró una silla hasta situarla a los pies del sofá. Lo miró entonces sumida en un callado éxtasis de felicidad, hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos. Se las enjugó y dijo que habría de ir en busca de su labor. La trajo allí, pero no dio una sola puntada. Quedó aquélla sobre su regazo…; no se sintió siquiera con fuerzas para apartar su vista de él el tiempo suficiente para enhebrar su aguja. Yo recordé mi propia juventud. Y pensé en los dulces ojos que volcaron cierta vez su amor sobre mí. Para aliviar mi corazón de tan pesada carga me volví hacia mi Diario y escribí en él lo que aquí doy a luz.
Así fue como velamos juntos en silencio. Uno absorbido por su escritura; la otra por su pasión.
Hora tras hora siguió él sumido en su sueño profundo. La luz del nuevo día avanzó más y más en la habitación, pero él siguió siempre inmóvil.
Hacia las seis percibí los síntomas premonitorios de mi dolencia. Me vi obligado a dejarla sola con él durante un breve espacio de tiempo. Le dije que iba arriba, al cuarto de Mr. Blake, en busca de una nueva almohada para él. No fue muy prolongado el ataque esa vez. Poco tiempo después me sentí en condiciones de aventurarme a regresar para que pudiera ella verme de nuevo allí.
La hallé, a mi retorno, a la cabecera del sofá. En ese preciso instante rozaba con sus labios la frente de él. Yo sacudí la cabeza con la mayor discreción posible y le indiqué su silla. Se volvió para mirarme y advertí en su rostro una brillante sonrisa y un fascinante rubor.
—¡Usted hubiera hecho lo mismo —cuchicheó— de hallarse en mi lugar!
Son exactamente las ocho de la mañana. Ha empezado a moverse por primera vez.
Miss Verinder se halla de hinojos junto al sofá. Se ha colocado allí de tal manera para que cuando se abran los ojos de su amado lo hagan directamente sobre el rostro de ella.
¿Los dejaré solos?
¡Sí!
Once de la mañana.
Ya han arreglado las cosas por sí mismos y se han ido todos a Londres en el tren de las diez. Mi breve sueño dichoso ha concluido. He vuelto a despertar a la realidad de mi vida solitaria y sin amigos.
No me atrevo a llevar al papel las bondadosas palabras que me han dicho, especialmente Miss Verinder y Mr. Blake. Además, no es necesario. Dichas palabras habrán de regresar a mi memoria en mis horas solitarias, para sostenerme en el espacio que me queda aún de vida. Mr. Blake será quien me escriba y me tenga al tanto de lo que ocurra en Londres. Miss Verinder retornará a Yorkshire en el otoño (para casarse, sin duda), y yo tendré que tomarme un día de descanso y ser huésped suyo en su casa. ¡Oh Dios mío!, cómo me emocionó el ver asomarse a sus ojos una mirada de agradecida felicidad y la cálida presión de su mano cuando me dijo: «¡Esto es obra suya!»
Mis pobres pacientes me están aguardando. ¡De vuelta esta mañana a mi vieja rutina! ¡De vuelta esta noche a esa odiosa alternativa que me obliga a escoger entre el opio o el dolor!
¡Alabado sea Dios por su misericordia! Acabo de ver brillar un pequeño rayo de sol en mi vida… Acabo de vivir un instante dichoso.