X

De qué manera se hubiera comportado cualquier otro hombre durante ese intervalo de expectativa a que me vi condenado, es algo que no pretendo aclarar. La influencia que esas dos horas de prueba ejercieron sobre mí fue la siguiente: me sentí físicamente incapaz, todo el tiempo, de permanecer tranquilo en un mismo sitio y espiritualmente imposibilitado de hablar con nadie hasta no haber oído primero todo lo que Ezra Jennings tenía que decirme.

En este estado de ánimo renuncié no sólo a la visita que había pensado hacerle a Mrs. Ablewhite…, sino que no sentí ni el menor deseo de ver al propio Gabriel Betteredge.

De regreso en Frizinghall le dejé una nota a Betteredge, en la cual le comunicaba que había sido llamado y que mi ausencia duraría unas pocas horas, pero que podía tener la seguridad de que regresaría hacia las tres de la tarde. Le rogaba que durante ese intervalo ordenara su comida para la hora habitual y matara el tiempo como mejor le pareciera. Como bien yo sabía, poseía una multitud de amigos en Frizinghall y no se hallaría en dificultades para ocupar su tiempo, hasta tanto regresara yo al hotel.

Una vez realizado esto, hice la mayor parte de mi trayecto por las afueras de la ciudad nuevamente y me dediqué a vagar por el solitario brezal que rodea a Frizinghall hasta que el reloj me previno de que había llegado, por fin, la hora de regresar a la casa de Mr. Candy.

Me encontré allí con Ezra Jennings, quien se hallaba listo y aguardándome.

Estaba sentado a solas en un pequeño cuarto que comunicaba mediante una puerta de vidrio con una sala de operaciones. Diagramas horrendamente coloreados que hablaban de los estragos causados por temibles enfermedades, colgaban en los desolados muros de color de ante. Un armario para libros lleno de volúmenes de medicina deteriorados, y ornamentado en su parte superior con un cráneo en lugar del busto habitual; una gran mesa de pino salpicada profusamente de tinta; sillas de madera como esas que se ven habitualmente en las cocinas y cabañas; un droguete deshilachado en el centro del cuarto; un sumidero con una pileta y un canal de desagüe empotrado en el muro y que sugería de manera horrible su vinculación con los trabajos quirúrgicos, componían todo el moblaje del cuarto. Las abejas zumbaban entre las escasas flores de los tiestos colocados en la parte exterior de la ventana, los pájaros cantaban en el jardín y el débil e intermitente sonido de un piano desafinado de alguna casa de las inmediaciones se abría paso hasta mis oídos, a la fuerza, de vez en cuando. En cualquier otro sitio todos esos rumores habituales hubieran penetrado como mensajeros alegres del mundo cotidiano de afuera. Allí se introducían como intrusos, en una atmósfera de silencio que ninguna otra cosa que no fuera el sufrimiento humano tenía el privilegio de turbar. Dirigí mi vista hacia el estuche de caoba donde se guardaban los instrumentos quirúrgicos y hacia el enorme rollo de hilaza que ocupaba por su cuenta un lugar en los anaqueles y me estremecí interiormente al pensar en los sonidos familiares y concordantes con la vida ordinaria del cuarto de Ezra Jennings.

—No le daré ninguna excusa, Mr. Blake, por haberlo recibido en este sitio —me dijo—. Es ésta la única habitación de la casa en que a esta hora del día podemos tener la seguridad de no ser molestados por nadie. He aquí mis papeles ya listos para usted, y he aquí también estos dos libros a los cuales es posible que tengamos necesidad de recurrir antes de que hayamos terminado con este asunto. Aproxime su silla a la mesa de manera que podamos consultarlos los dos a la vez.

Yo me aproximé a la mesa y Ezra Jennings me alargó sus notas manuscritas. Consistían éstas en dos grandes folios. Una de las hojas se hallaba escrita sólo a intervalos. La otra, con tinta roja y tinta negra, presentaba un escrito que la cubría de arriba abajo. Bajo los efectos de la irritante curiosidad que experimentaba en ese momento, hice a un lado la segunda de las hojas de papel, desesperado.

—¡Apiádese de mí! —le dije—. Dígame qué es lo que debo esperar, antes de que intente leer esto.

—Con mucho gusto, Mr. Blake. ¿Le molestará contestar una o dos preguntas más?

—¡Pregúnteme lo que se le antoje!

Me miró con su triste sonrisa en los labios y una mirada benevolente e interesada en sus tiernos ojos oscuros.

—Según me ha manifestado —me dijo—, jamás, que usted sepa, ha probado el opio en su vida.

—¿Qué yo sepa? —repetí.

—Comprenderá en seguida por qué le hablo con tanta reserva. Prosigamos. Que usted sepa, no ha probado jamás el opio. En esta misma fecha, el año pasado, tenía usted los nervios irritados y dormía muy mal por las noches. La noche del cumpleaños, no obstante, se produjo una excepción a la regla: durmió usted perfectamente. ¿Voy bien hasta aquí?

—Enteramente bien.

—¿Sabe usted a qué atribuirle el motivo de su malestar nervioso y de su falta de sueño?

—No sé a qué atribuirlo. Recuerdo ahora que el viejo Betteredge hizo una conjetura al respecto. Pero apenas si es digna de mención.

—Perdón. Toda cosa es digna de mención en un caso como éste. Betteredge le atribuyó ese sueño a algo. ¿A qué?

—A mi abandono del tabaco.

—¿Había sido usted antes un fumador inveterado?

—Sí.

—¿Abandonó usted el cigarro de golpe?

—Sí.

—Betteredge se hallaba completamente en lo cierto Mr. Blake. Cuando el fumar es un hábito, tiene que ser un hombre de anormal constitución el que sea capaz de abandonarlo súbitamente sin que se resienta temporariamente su sistema nervioso. A ello se debieron, en mi opinión, sus noches de insomnio. Mi próxima pregunta se refiere a Mr. Candy. ¿Recuerda usted haber sostenido algo que se parezca a una disputa con él —durante la comida del día del cumpleaños o posteriormente—, sobre el tema de su profesión?

La pregunta despertó en el acto en mi memoria un recuerdo dormido, vinculado con la noche de la fiesta. La estúpida reyerta que hubo en tal ocasión entre Candy y yo ha sido descrita con una extensión mucho mayor de la que merece en el décimo capítulo de la Narración de Betteredge. Los detalles que allí se dan de la disputa —tan poco pensé yo en ellos posteriormente— no lograron de ninguna manera hacerse presentes en esa ocasión en mi memoria. Todo lo que recordaba y lo que pude decirle a Ezra Jennings fue que la emprendí con el arte de la medicina con la suficiente imprudencia y la suficiente obstinación como para sacar de sus casillas aun a Mr. Candy. Recordaba también que Lady Verinder se había interpuesto con el propósito de poner fin a la disputa y que el pequeño doctor y yo habíamos «hecho las paces», como dicen los chicos, y llegado a ser tan grandes amigos, antes de estrecharnos las manos esa noche, como nunca lo fuéramos anteriormente.

—Hay algo más —dijo Ezra Jennings—, que es muy importante que yo sepa. ¿Tenía usted algún motivo para sentirse especialmente inquieto en lo que concierne al diamante, en esta misma fecha, el año pasado?

—Tenía los más poderosos motivos para inquietarme respecto del diamante. Sabía que era el centro de un complot y se me previno que en mi carácter de poseedor de la piedra debían adoptarse ciertas medidas para proteger a Miss Verinder.

—¿Sostuvo usted con alguien, inmediatamente después de haberse retirado a descansar la noche del día del cumpleaños, alguna conversación acerca de la seguridad del diamante?

—La cuestión del diamante dio lugar a una conversación entre Lady Verinder y su hija…

—¿La cual se desarrolló al alcance de su oído?

—Sí.

Ezra Jennings asió las notas que se hallaban sobre la mesa y las colocó en mis manos.

—Mr. Blake —me dijo—, si lee usted ahora estas notas a la luz que mis preguntas y sus respuestas han arrojado sobre ellas, hará usted dos asombrosos descubrimientos relacionados con su persona. Comprobará, primero, que entró usted en el gabinete de Miss Verinder y echó mano del diamante en un estado hipnótico producido por el opio, y segundo, que el opio le fue administrado a usted por Mr. Candy —sin que usted lo supiera— para refutar prácticamente las opiniones que usted expresara durante la comida del día del cumpleaños.

Yo permanecí sentado, con los papeles en la mano, completamente estupefacto.

—Trate de perdonar al pobre Mr. Candy —me dijo su ayudante cortésmente—. Admito que le ha causado un terrible daño, pero lo ha hecho inocentemente. Si le echa un vistazo a esas notas comprobará que de no haber sido por su enfermedad habría él vuelto a la casa de Lady Verinder a la mañana siguiente del día de la fiesta y habría confesado ser el autor de la treta que le jugara a usted. Miss Verinder se hubiera enterado de ello y hubiese interrogado al doctor…, y la verdad, que se ha mantenido oculta durante todo un año, hubiera sido conocida en un solo día.

Yo empecé a recobrarme.

—Mr. Candy se halla fuera del alcance de mi resentimiento —le dije, colérico—. Pero la treta que me hizo no deja por eso, en lo más mínimo, de ser una felonía. Podré perdonarle, pero jamás la olvidaré.

—No hay médico que no cometa tal felonía, Mr. Blake, en la práctica de su profesión. Esa ignorante desconfianza del opio (en Inglaterra) no se halla solamente limitada a las clases más bajas y menos cultivadas. Todo médico, durante la larga práctica de su profesión, se ve obligado, de vez en cuando, a engañar a sus pacientes en la misma forma en que Mr. Candy lo ha engañado a usted. No justifico la tontería de jugarle a usted una mala pasada en tales circunstancias. Sólo abogo ante usted por una más exacta y más piadosa interpretación de los motivos.

—¿Cómo ocurrió ello? —le pregunté—. ¿Quién me administró el láudano sin que yo lo advirtiera?

—No me hallo en condiciones de decírselo. Nada que se refiera a esa parte del asunto escapó de los labios de Mr. Candy durante todo el curso de su enfermedad. Quizá su propia memoria le indique la persona sospechosa. ¿Qué le parece?

—No.

—Es inútil entonces proseguir la investigación. El láudano le fue administrado a usted secretamente, de alguna manera. Dejemos eso y prosigamos con otros asuntos de mayor interés inmediato. Lea usted mis notas, si es que puede. Familiarice sus pensamientos con lo que ocurrió en el pasado. Tengo algo que proponerle, muy osado y emocionante que se relaciona con el futuro.

Estas últimas palabras me estimularon.

Empecé a estudiar los papeles, en el orden en que Ezra Jennings los colocara en mis manos. El de arriba era el que contenía menor cantidad de palabras. Aparecían en él las siguientes palabras sueltas y frases inconclusas que brotaron de labios de Mr. Candy durante su delirio:

«… Mr. Franklin Blake… y agradable… descender un grado… medicina… confiesa… dormir de noche… le digo… resentidos… medicamento… él dice… medicamento… y andar a tientas en la oscuridad es la misma cosa… todos los convidados a la mesa… yo le digo… a tientas en busca del sueño… sólo un medicamento… El dice… dirigiendo a otro ciego… sé lo que eso significa… ingenioso… una noche de descanso a pesar de sí mismo… necesita dormir… el botiquín de Lady Verinder… veinticinco mínimas… sin que él lo sepa… mañana a la mañana… Y bien, Mr. Blake… medicamento hoy… jamás… sin él… equivoca, Mr. Candy… excelente… sin él… le descargo… verdad… otra cosa además… excelente… dosis de láudano, señor… cama… que… medicina ahora.»

Aquí terminaba la primera de las hojas de papel. Se la devolví a Ezra Jennings.

—¿Eso es lo que usted oyó junto a su cama? —le pregunté.

—Es exacta y literalmente lo que oí —me respondió—; exceptuando las repeticiones que aparecen en mis notas taquigráficas y que no han sido transferidas aquí. Ciertas frases y palabras las repitió ya una docena de veces, ya cincuenta veces, de acuerdo con la importancia que él le atribuía a la idea que representaban. Dichas repeticiones, en tal sentido, me fueron de cierta utilidad en la tarea de ir uniendo todos los fragmentos. No crea —añadió, indicándome la segunda hoja— que pretendo haber registrado allí, exactamente, las mismas expresiones que hubiera usado Mr. Candy de haberse hallado en condiciones de hablar hilvanadamente. Sólo afirmo que he penetrado, a través del obstáculo que representaban sus palabras inconexas, hasta el pensamiento central que las eslabonó todo el tiempo, bajo la superficie. Juzgue usted por sí mismo.

Me volví hacia la segunda hoja que ahora sabía yo constituía la clave de la anterior.

Una vez más aparecían ante mí las divagaciones de Mr. Candy, copiadas con tinta negra; los espacios entre ellas habían sido llenados por Ezra Jennings con tinta roja. Transcribo aquí el resultado de manera sencilla; teniendo en cuenta que el texto original y su interpretación se hallan muy próximos el uno del otro, en estas páginas, para ser comparados y verificados.

«… Mr. Franklin Blake es inteligente y agradable, pero necesita descender un grado en la escala, cuando habla de medicina. Confiesa que no puede dormir de noche. Yo le digo que sus nervios se hallan resentidos y que debía tomar algún medicamento. El dice que tomar un medicamento y andar a tientas en la oscuridad son una misma cosa. Delante de todos los convidados a la mesa yo le digo: usted va a tientas en busca del sueño y sólo un medicamento podrá ayudarlo a recuperarlo. El dice: he oído hablar de un ciego dirigiendo a otro ciego y ahora sé lo que eso significa. Ingenioso… Pero yo puedo proporcionarle una noche de descanso a pesar de sí mismo. En verdad, necesita dormir y el botiquín de Lady Verinder se halla a mi disposición. Le doy veinticinco mínimas de láudano esta noche sin que él lo sepa; y voy a la casa mañana a la mañana. “Y bien, Mr. Blake, ¿tomará usted una pequeña dosis de medicamento hoy? Jamás habrá de dormir sin él…” “En eso se equivoca, Mr. Candy; he pasado una noche excelente sin él.” ¡Entonces le descargo la verdad! “Ha disfrutado usted de otra cosa, además, tan excelente como esa noche de descanso que dice haber gozado; ha bebido usted una dosis de láudano, señor, antes de irse a la cama. ¿Qué opina usted ahora del arte de la medicina?”»

Una admiración producida por la obra ingenua del hombre que urdió esa textura tan delicada y completa, valiéndose de tan embrollada madeja, fue, naturalmente, la primera sensación que experimenté en tanto le devolvía el manuscrito a Ezra Jennings. Modestamente me interrumpió en cuanto comencé a exteriorizar mi sentimiento de sorpresa y me preguntó si la conclusión que yo extraía de sus notas era la misma a la cual él arribara.

—¿Cree usted, en la misma medida en que yo lo creo —me dijo—, que obró bajo los efectos del láudano cuando hizo usted lo que hizo la noche del cumpleaños de Miss Verinder?

—Ignoro absolutamente los efectos del láudano para poder dar una opinión al respecto —le respondí—. Sólo me resta acatar lo que usted dice y convencerme a mí mismo de que está usted en lo cierto.

—Muy bien. La próxima pregunta es la siguiente. Usted está convencido y yo también lo estoy…, ¿cómo podremos convencer a los demás?

Yo señalé los dos manuscritos que se hallaban entre ambos sobre la mesa. Ezra Jennings sacudió la cabeza.

—¡Son inútiles, Mr. Blake! Completamente inútiles en las actuales circunstancias, por tres razones incontestables. En primer lugar, estas notas han sido tomadas en circunstancias que escapan enteramente a la comprensión de la mayoría de las gentes. ¡Qué se hallan en oposición a la misma, para comenzar! En segundo lugar, estas notas simbolizan una teoría médica y metafísica. ¡En oposición a las gentes también! En tercer lugar, han sido escritas por mí; no existe otra cosa que mi testimonio personal como única garantía de que no se trata de meras fábulas. Recuerde usted lo que le dije en el páramo…, y pregúntese luego a sí mismo qué valor puede tener mi aserción. ¡No!, mis notas poseen tan sólo cierto valor, en lo que respecta a la opinión de las gentes. Su inocencia debe ser vindicada y ellas demuestran que es posible tal cosa. Tenemos que someter a una prueba nuestra creencia…, y usted será el hombre que lo haga.

—¿De qué manera? —le pregunté.

El se inclinó ansiosamente, a través de la mesa que nos separaba.

—¿Se halla dispuesto a ensayar un osado experimento?

—Haré cualquier cosa que sirva para librarme de la sospecha que pesa sobre mí en este momento.

—¿Se sometería usted a ciertas molestias personales durante cierto tiempo?

—A cualquier molestia que sea.

—¿Querrá usted someterse sin reservas a mi voluntad? Habrá de exponerse a las burlas de los tontos y sufrir las reconvenciones de algunos amigos cuyas opiniones se halla usted obligado a respetar…

—¡Dígame qué es lo que tengo que hacer! —prorrumpí impaciente—. Y venga lo que viniere, habré de hacerlo.

—Se trata de esto, Mr. Blake —me respondió—. Robará usted el diamante, en estado inconsciente, por segunda vez, en presencia de testigos cuyo testimonio esté fuera de toda sospecha.

Yo pegué un salto y me puse de pie. Quise hablar. Pero no pude más que mirarle al rostro.

—Creo que eso puede hacerse —prosiguió—. Y habrá de hacerse…, siempre que cuente con su ayuda. Trate de serenarse…, siéntese y escuche lo que tengo que decirle. Usted ha vuelto a su costumbre de fumar; lo he comprobado con mis propios ojos. ¿Cuánto hace que volvió a fumar?

—Cerca de un año.

—¿Fuma usted más o menos que antes?

—Más.

—¿Abandonaría de nuevo ese hábito? ¡De golpe, quiero significar, como lo hizo usted antes!

Yo comencé a vislumbrar su intención.

—Lo abandonaré desde ahora mismo —le respondí.

—De reproducirse las mismas consecuencias a que dio lugar ello en el mes de junio del año anterior —me dijo Ezra Jennings—; de sufrir usted ahora de insomnio por las noches como sufrió en aquel entonces, habremos ganado la primera batalla. Lo habremos retrotraído a usted al mismo estado de nervioso desasosiego en que se halló la noche del cumpleaños. Si logramos en seguida reconstruir, o hacer revivir aproximadamente, los detalles domésticos que lo rodearon en aquel entonces y volvemos a interesar a su mente de nuevo en las varias cuestiones relacionadas con el diamante, que la conmovieron en esa oportunidad, lo habremos colocado a usted de nuevo, y en la medida de lo posible, en la misma situación física y mental en que se hallaba cuando le fue administrado el opio el año anterior. En tal caso podemos razonablemente esperar que una repetición de la dosis nos llevará, en mayor o menor medida, a una repetición de los efectos. He aquí mi proposición expresada en unas pocas y precipitadas palabras. Usted verá ahora si hay o no un motivo que justifique mi proposición.

Se volvió hacia uno de los volúmenes que se hallaban a su lado y lo abrió en la página señalada con una tira de papel.

—No crea que voy a cansarlo con alguna lectura de carácter psicológico —me dijo—. Siento que me hallo comprometido a probar, para hacerle justicia a usted y hacerme justicia a mí mismo, que no le estoy pidiendo que ensayemos este experimento en atención a ninguna teoría de mi propia invención. Principios ya consagrados y reconocidas autoridades en la materia justifican mi punto de vista. Concédame usted cinco minutos de atención y me comprometo a demostrarle que la ciencia acepta lo que yo le propongo, por fantástica que pueda parecerle mi proposición. Aquí, en primer lugar, se halla expuesto el principio fisiológico en el cual yo me baso, por una persona de la autoridad del doctor Carpenter. Léalo usted mismo.

Y me alargó el trozo de papel que servía de señalador en el libro. Se hallaban allí escritas las siguientes palabras:

«A lo que parece, tiene mucha base la creencia de que toda impresión sensorial que ha sido alguna vez recogida por la conciencia queda registrada, por así decirlo, en el cerebro y es susceptible de ser reproducida cierto tiempo después, aunque no tenga la mente conciencia de ella, durante todo el lapso intermedio.»

—¿Está claro hasta aquí? —me preguntó Ezra Jennings.

—Perfectamente claro.

Empujó entonces el libro abierto a través de la mesa en mi dirección y me señaló un pasaje marcado con líneas de lápiz.

—Ahora —me dijo— lea el relato de ese caso que guarda, en mi opinión, una estrecha relación con el suyo y con el experimento a que lo estoy tentando. Tenga en cuenta, Mr. Blake, antes de comenzar, que me refiero ahora a uno de los más grandes fisiólogos ingleses. El libro que tiene usted en la mano es la Fisiología Humana del doctor Elliotson y el caso que el doctor cita se halla respaldado por la autorizada palabra del tan conocido Mr. Combe.

El pasaje a que aludía estaba concebido en los siguientes términos:

«“El doctor Abel me contó el caso”, dice Mr. Combe, “del portero irlandés de un almacén, el cual olvidaba en estado de templanza lo que había hecho durante su embriaguez; pero que al ponerse borracho recordaba nuevamente lo que hiciera durante su anterior período de embriaguez. En cierta ocasión, hallándose borracho perdió un paquete de cierto valor y en los momentos de templanza posteriores no supo dar cuenta del mismo. La próxima vez que se emborrachó recordé que había dejado el paquete en cierta casa; como éste carecía de dirección, había permanecido allí a salvo y pudo recuperarlo cuando fue por él.”»

—¿Está claro otra vez? —preguntó Ezra Jennings.

—Tan claro como es posible.

Echó mano del trozo de papel, lo colocó en su lugar y cerró el libro.

—¿Se halla usted convencido de que no he hablado sino apoyándome en una fuente fidedigna? —me preguntó—. Si no lo está, no tendré más que ir hasta esos anaqueles y usted leerá los pasajes que puedo yo indicarle.

—Estoy plenamente convencido —le dije—, y no es necesario que lea una palabra más.

—En ese caso, podemos volver ahora a la cuestión de su interés personal por este asunto. Me siento en la obligación de decirle que así como hay un pro hay un contra, en lo que concierne al experimento. De lograr este año reproducir exactamente las circunstancias que se produjeron el anterior, arribamos, infaliblemente, desde el punto de vista fisiológico, a un resultado exactamente igual al de entonces. Pero esto —debemos admitirlo— es literalmente imposible. Sólo podemos confiar en aproximarnos a tales circunstancias, y, por otra parte, de no lograr retrotraerlo a usted en la medida de lo necesario al estado en que entonces se hallaba, esta aventura nuestra habrá de fracasar. Si triunfamos —y yo abrigo por mi parte la esperanza de que tendremos éxito—, podrá usted, por lo menos, repetir sus actos de la noche del cumpleaños de manera tal que llegue a convencer a cualquier persona razonable de que es usted inocente, moralmente hablando, del robo del diamante. Creo ahora, Mr. Blake, que le he expuesto la cuestión, en su anverso y reverso, con los términos más exactos a mi alcance y dentro de los límites que a mí mismo me he impuesto. Si hay alguna cosa que no haya entendido usted, dígame cuál es…; si puedo aclarársela se la aclararé.

—He comprendido perfectamente —le dije— cuanto acaba de explicarme. Pero reconozco que me siento perplejo ante un hecho que no me ha aclarado todavía.

—¿De qué se trata?

—No entiendo cómo pudo el láudano ejercer ese efecto en mí. No logro explicarme cómo fue que bajé la escalera y anduve por los corredores y abrí y cerré las gavetas de un bufete y regresé luego a mi cuarto. Todas ésas son actividades físicas. Yo pensaba que el primer efecto del opio era provocar en uno un estado de estupor y que a eso seguía el sueño.

—¡El error corriente, respecto del opio, Mr. Blake! En este momento estoy esforzando mi inteligencia (tal como lo oye) en favor suyo, bajo los efectos de una dosis de láudano, diez veces, más o menos, mayor que la que le administró a usted Mr. Candy. Pero deseche usted si quiere mi testimonio…, aun en este asunto que se halla dentro del radio de acción de mi propia experiencia. He previsto la objeción que acaba de hacerme y me he provisto de un testimonio independiente que habrá de pesar debidamente en su espíritu, como así también en el de todos sus amigos.

Y me alcanzó el segundo de los libros que trajera a la mesa.

—¡Ahí tiene —me dijo— las celebérrimas Confesiones de un inglés fumador de opio! Llévese el libro y léalo. En el pasaje que le he marcado verá usted cómo cada vez que De Quincey efectuaba lo que él denomina «una orgía de opio», o bien se dirigía al paraíso de la ópera para gozar de la música, o bien se dedicaba a vagabundear los sábados por la noche por los mercados de Londres, para observar los trueques y transacciones de las gentes humildes que se proveían de las viandas destinadas a las comidas del domingo. Y basta ya del asunto que se refiere a la facultad que tiene el hombre de desempeñar tareas activas y de andar de un lugar a otro bajo la influencia del opio.

—Basta ya, sí, en lo que a eso se refiere —le dije—; pero no ha satisfecho usted aún mi curiosidad en lo que concierne a los efectos que ejerció el opio en mi persona en particular.

—Trataré de responderle con pocas palabras —me dijo Ezra Jennings—. La acción del opio provoca generalmente dos efectos distintos… Durante el primer período de la misma su efecto es estimulante; durante el segundo, sedante. Bajo sus primeros efectos, las más recientes y vívidas sensaciones recogidas por su mente —sobre todo las relativas al diamante— es muy probable que, dado el estado mórbidamente sensitivo en que se hallaba su sistema nervioso, se hayan intensificado, imponiéndose sobre su raciocinio y su voluntad…, exactamente de la misma manera en que obra un sueño ordinario. Bajo tales efectos y lentamente cualquier aprensión que hubiere usted sentido durante el día, en cuanto a la seguridad del diamante, debió de haberse acentuado, dando lugar a que la duda se convirtiera en certeza, lo que lo impulsó a obrar físicamente para salvaguardar la gema, dirigiendo sus pasos, con la mira puesta en ello, hacia el cuarto en el que luego penetró y debió guiar su mano hacia las gavetas del bufete, hasta hacerle dar con el cajón en que se hallaba la piedra. Bajo la tóxica influencia ejercida en su mente por el opio, puede usted haber hecho todo eso. Más tarde, cuando el período de calma sucedió al estimulante, debió usted de haber caído en un estado de inercia y sopor. Más tarde aún se habrá sumergido usted en un profundo sueño. Al llegar la mañana debió de despertarse tan ignorante de lo que hizo durante la noche como si regresara de las antípodas. ¿Le he aclarado de manera discretamente satisfactoria la cuestión hasta aquí?

—Tanto me la ha aclarado —le dije— que deseo ahora que prosiga. Me ha explicado usted cómo penetré en el cuarto y eché mano del diamante. Pero Miss Verinder me vio salir de allí con la gema en las manos. ¿Puede usted reconstruir lo que hice después? ¿Puede decirme lo que hice inmediatamente?

—A ese asunto iba a referirme precisamente ahora —me replicó—. Y me pregunto si el experimento que me propongo efectuar para probar su inocencia no puede convertirse al mismo tiempo en el medio que sirva para recuperar el diamante desaparecido. Luego de abandonar el gabinete de Miss Verinder debió usted, con toda seguridad, de haberse dirigido hacia su propia habitación…

—Sí; ¿y luego?

—Es probable, Mr. Blake —no me atrevo a decir más— que la idea que usted tenía de salvaguardar el diamante lo haya llevado, por lógica deducción, a la de ocultarlo y que el escondite haya sido su propio dormitorio. En tal caso puede ser que se repita aquí el caso del portero irlandés. Quizá recuerde usted bajo los efectos de una segunda dosis de opio el lugar en que bajo los efectos de la primera dosis escondió usted el diamante.

Me llegó ahora el turno a mí para aclararle las cosas a Ezra Jennings. Lo contuve, antes de que tuviera tiempo de añadir una sola palabra.

—Está usted especulando —le dije— con un desenlace que posiblemente no ocurrirá. El diamante se encuentra en este momento en Londres.

Se estremeció y me miró muy sorprendido.

—¿En Londres? —repitió—. ¿Cómo fue a parar a Londres desde la casa de Lady Verinder?

—Nadie lo sabe.

—Lo sacó usted, con sus propias manos, del bufete del cuarto de Miss Verinder. ¿Cómo fue despojado usted de él?

—No tengo la menor idea de ello.

—¿Lo vio usted al despertarse a la mañana siguiente?

—No.

—¿Lo ha recuperado Miss Verinder?

—No.

—¡Mr. Blake, hay algo aquí que requiere ser puesto en claro! ¿Me permitirá usted que le pregunte cómo el diamante se halla actualmente en Londres?

Era la misma pregunta que le había hecho yo a Mr. Bruff, en cuanto inicié, a mi regreso a Inglaterra, la investigación relativa a la Piedra Lunar. En mi respuesta a Ezra Jennings utilicé, en consecuencia, las mismas palabras que oyera yo de labios del abogado… y que les son ya conocidas a los lectores de estas páginas.

Él no se dio, evidentemente, por satisfecho con mi réplica.

—Con todo el respeto que me merece su persona —me dijo— y la de su consejero legal, me atrevo a decirle que mantengo la opinión que acabo de expresarle. Bien sé que la misma está basada en una mera suposición. Pero perdóneme que le haga notar que la suya se basa también en una conjetura.

El punto de vista que adoptó ahora respecto del asunto resultaba enteramente nuevo para mí. Me mantuve expectante y ansioso por oír la defensa que haría del mismo.

—Yo supongo —prosiguió Ezra Jennings— que el opio, luego de impelerlo a usted a posesionarse del diamante con el propósito de ponerlo a salvo, pudo haberlo impelido, por el mismo motivo e idéntica presión de su influjo, a ocultar la gema en algún rincón de su cuarto. Y usted, por su parte, supone que los conspiradores hindúes no pueden equivocarse de ninguna manera. Los hindúes se dirigieron hacia la casa de Mr. Luker… ¡El diamante tiene que hallarse, por tanto, en casa de Mr. Luker! ¿Puede usted acaso ofrecer alguna prueba de que la Piedra Lunar fue llevada en algún momento a Londres? ¡Si no sabe usted siquiera quién o quiénes la llevaron allí desde la casa de Lady Verinder! ¿Puede usted probar que la gema fue empeñada en la casa de Mr. Luker? Este declara que jamás ha oído hablar de la Piedra Lunar y en el recibo de sus banqueros no consta otra cosa sino que se trata de una joya de gran precio. Los hindúes dan por sentado que Mr. Luker miente…, y usted, por su parte, que aquéllos se hallan en lo cierto. Todo lo que puedo decir en defensa de mi punto de vista es que lo considero posible. ¿Qué otros fundamentos lógicos o legales puede usted aducir en favor del suyo?

El asunto había sido planteado por él en términos enérgicos, pero no se podía negar, al mismo tiempo, que eran de peso.

—Confieso que me hace usted vacilar —le repliqué—. ¿Se opondría usted a que le escribiera a Mr. Bruff, para comunicarle lo que acaba de decirme?

—Al contrario, me sentiré complacido si lo hace. Con la ayuda de su experiencia nos hallaremos en condiciones de estudiar el asunto bajo una nueva luz. Mientras tanto volvamos a la cuestión del opio. Hemos convenido que habrá de dejar usted de fumar desde este momento, ¿no es así?

—Desde ahora mismo.

—Este constituye el primer paso. El próximo habrá de ser el de reconstruir, en la medida de lo posible, los detalles domésticos que lo rodeaban a usted el año pasado en esta misma fecha.

¿Cómo podría lograrse tal cosa? Lady Verinder había muerto. Raquel y yo, hasta tanto siguiera recayendo sobre mí la sospecha del robo, permaneceríamos distanciados de manera irrevocable. Godfrey Ablewhite se hallaba viajando por el Continente. Resultaba simplemente imposible reunir de nuevo a las gentes que se hallaban en la casa cuando yo dormí en ella por última vez. El anuncio de esta objeción no desorientó, al parecer, a Ezra Jennings. Le daba muy poca importancia, me dijo, al hecho de que pudiera reunirse de nuevo a las mismas personas, dado que sería vana la esperanza que pudiera uno tener respecto a la posibilidad de que siguieran teniendo de mí la misma opinión que tuvieron en el pasado. Por otra parte, era de vital importancia para el éxito del experimento, según él, que viera yo los mismos objetos que me rodearan el año anterior, la última vez que estuve en la casa.

—Por encima de todo —me dijo—, deberá usted dormir en el mismo cuarto en que durmió la noche del cumpleaños, el cual deberá estar amueblado de la misma manera que entonces. Las escaleras, los corredores y el gabinete de Miss Verinder deberán presentar el mismo aspecto que presentaron cuando los vio usted por última vez. Es absolutamente imprescindible, Mr. Blake, que todo mueble que haya sido quitado de su lugar vuelva a ser reintegrado al mismo, en esa parte de la casa. De nada servirá su sacrificio de los cigarros sí no logramos permiso de Miss Verinder para hacer tal cosa.

—¿Quién habrá de solicitar tal permiso? —le pregunté.

—¿No podría ser usted?

—Hay que descartarlo. Luego de lo ocurrido entre ambos a raíz de la pérdida del diamante, no puedo, tal como están las cosas actualmente, ni ir a verla ni escribirle.

Ezra Jennings hizo una pausa para meditar durante un breve instante.

—¿Me permitirá usted hacerle una pregunta delicada? —me dijo.

Yo le indiqué con un gesto que podía hacerlo.

—¿Me hallo en lo cierto, Mr. Blake, al suponer (según me lo han dejado entrever una o dos palabras que acaban de deslizarse a través de sus labios) que sintió usted por Miss Verinder en el pasado un interés que iba más allá de lo corriente?

—Enteramente en lo cierto.

—¿Se vio correspondido ese sentimiento?

—Sí.

—¿Cree usted que Miss Verinder sería capaz de sentir un fuerte interés por esta tentativa de probar su inocencia?

—Estoy seguro de ello.

—Entonces yo seré quien le escriba a Miss Verinder…, si me autoriza usted a hacerlo.

—¿Para ponerla al tanto de la proposición que acaba de hacerme?

—Para ponerla al tanto de cuanto hemos tratado hoy aquí nosotros.

De más está decir que acepté ansiosamente el servicio que acababa de ofrecerme.

—Tendré tiempo de despachar la carta por el correo de hoy —me dijo, mientras observaba la hora en su reloj—. ¡No se olvide de guardar bajo llave sus cigarrillos en cuanto regrese al hotel! Iré a verlo mañana a la mañana para enterarme de cómo pasó la noche.

Me levanté para despedirme e intenté expresarle el sincero agradecimiento que experimentaba ante su bondadoso ofrecimiento.

Estrujando mi mano cordialmente, me respondió:

—Recuerde lo que le dije en el páramo. Si logro hacerle, Mr. Blake, este pequeño servicio, será entonces para mí como si viera caer un último rayo del sol sobre el crepúsculo de un largo día nebuloso.

Nos separamos. Era entonces el quince de junio. Los sucesos de los próximos diez días —cada uno de ellos más o menos vinculado directamente con el experimento del cual fui yo el objeto pasivo— se hallan registrados de la manera más fidedigna en el «Diario» que habitualmente escribía el ayudante de Mr. Candy. Nada ha ocultado Ezra Jennings en sus páginas, ni de un solo detalle se ha olvidado. Dejemos, pues, que sea Ezra Jennings quien nos diga de qué manera se llevó a la práctica la aventura que tuvo por base el opio y cuál fue el resultado.