En las últimas horas de esa misma tarde, me sorprendió la visita que me hizo en mi alojamiento Mr. Bruff.
Un cambio notable se advertía en las maneras del abogado. Había perdido su habitual cordialidad y su confianza. Por primera vez en su vida me estrechó en silencio la mano.
—¿Se va ya para Hampstead? —le pregunté, por decir algo.
—Acabo, justamente, de abandonar Hampstead —me respondió—. Sé, Mr. Franklin, que ha logrado usted enterarse, por fin, de la verdad. Pero, honestamente, le digo que, de haber previsto yo el precio que debía usted pagar por ello, hubiera preferido dejarlo en las tinieblas.
—¿Ha visto usted a Raquel?
—He venido hacia aquí luego de llevarla de regreso a Portland Place; era imposible dejar que se volviera sola en el vehículo. Difícilmente podría hacerlo a usted responsable —teniendo en cuenta que la vio usted en mi casa y con mi permiso— del golpe que esta infortunada entrevista ha significado para ella. Todo cuanto puedo yo hacer es esforzarme por evitar una repetición de esta desgracia. Ella es joven, posee un carácter enérgico, y logrará sobreponerse a esto con la ayuda del tiempo y del reposo. Necesito asegurarme de que usted no habrá de estorbarla en su recuperación. ¿Puedo confiar en que no intentará verla usted nuevamente…, sin contar con mi autorización y aprobación?
—Luego de lo que ella ha sufrido y lo que yo he soportado —le dije—, puede usted confiar en mí.
—¿Me lo promete?
—Le doy mi palabra.
Mr. Bruff pareció aliviado. Depositando su sombrero arrimó su silla a la mía.
—¡Eso ya está arreglado! —dijo—. Ahora, hablemos del futuro…, de su futuro, quiero decir. En mi opinión, las consecuencias del extraño giro tomado por este asunto son, en pocas palabras, las siguientes: en primer lugar, nos hallamos seguros de que Raquel le ha dicho a usted toda la verdad, tan claramente como es posible expresarla con palabras. En segundo lugar —y aun creyendo como creemos que alguna terrible equivocación se esconde en alguna parte de este asunto— apenas si podemos condenarla por el hecho de que lo crea a usted culpable, basándose en el testimonio de sus propios sentidos, respaldados éstos, como lo han sido, por determinadas circunstancias que parecen hablar ante los mismos de una manera harto concluyente en contra de usted.
Aquí lo interrumpí.
—Yo no condeno a Raquel —le dije—. Sólo lamento que no lograra convencerse a sí misma de que debía hablarme claramente cuando era el momento oportuno.
—De la misma manera podría usted lamentar el que Raquel no sea cualquier otra persona —me replicó Mr. Bruff—. Y aun así, dudo que ninguna muchacha delicada que hubiera puesto su ilusión en casarse con usted, se hubiese atrevido a acusarlo, en la cara, de ladrón. De cualquier modo, no concordaba con la naturaleza de Raquel el hacer tal cosa. En un asunto muy distinto de éste suyo —y que la colocó, no obstante, en una situación no muy diversa de la que ocupó con respecto a usted— llegué a saber que actuó bajo la influencia de un motivo similar al que gravitó sobre ella en este asunto en que intervino usted. Por otra parte, como me dijo ella misma durante nuestro viaje de regreso a la ciudad esta tarde, de haber hablado ella claramente en aquel entonces, hubiera creído tanto en su negativa como ha creído ahora. ¿Qué puede usted contestarle a esto? No hay respuesta posible. ¡Vamos! ¡Vamos!, Mr. Franklin; se ha comprobado que mi punto de vista respecto de este caso era erróneo; lo admito…, pero, tal como están las cosas, puede ser que mi consejo sea digno de ser seguido, a pesar de ello. Le digo sinceramente que no haremos más que perder el tiempo y devanarnos los sesos sin provecho alguno, si es que intentamos volver atrás para hacer ensayos y desembrollar un asunto tan espantosamente complicado desde el principio. Volvámosle la espalda con decisión a cuanto ocurrió el año último en la casa de Lady Verinder; y veamos qué es lo que podemos descubrir en el futuro, en lugar de comprobar qué es lo que no logramos percibir en el pasado.
—Sin duda olvida usted —le dije— que todo el asunto pertenece esencialmente al pasado…, en lo que a mi concierne.
—Contésteme esta pregunta —me replicó mister Bruff—. ¿Se halla la Piedra Lunar implicada en el fondo de tan desgraciado asunto?… ¿Sí o no?
—Sí…, naturalmente.
—Muy bien. ¿Qué creemos nosotros que se hizo con la Piedra Lunar cuando fue llevada a Londres?
—Le fue entregada en prenda a Mr. Luker.
—Sabemos que no fue usted la persona que la empeñó. ¿Sabemos acaso quién lo hizo?
—No.
—¿Dónde se halla ahora, en nuestra opinión, la Piedra Lunar?
—Depositada en casa de los banqueros de míster Luker.
—Exactamente. Ahora bien, observe lo siguiente.
Nos hallamos ya en el mes de junio. Hacia fin de este mes, no puedo precisar el día, habrá transcurrido un año desde el día en que, según nuestra creencia, fue empeñada la gema. Existe la posibilidad —para decir lo menos de ello— de que la persona que la empeñó pueda hallarse lista en estos momentos para rescatarla, cuando haya expirado ese plazo de un año. De ocurrir tal cosa, el propio mister Luker en persona —de acuerdo con los términos de su propio contrato— deberá recibir el diamante de manos de los banqueros. En tales circunstancias, propongo que se establezca vigilancia en el banco, tan pronto como el presente mes se aproxime a su fin, para descubrir a la persona a quien mister Luker le reintegrará la Piedra Lunar. ¿Me entiende usted ahora?
Yo admití, un tanto de mala gana, que se trataba, sea como fuere, de una idea novedosa.
—Me pertenece a mí tanto como a Mr. Murthwaite —dijo Mr. Bruff—. Jamás hubiera penetrado en mi cabeza de no haber sido por la conversación que sostuve con él hace algún tiempo. De estar en lo cierto Mr. Murthwaite, es probable que los hindúes se hallen rondando el banco hacia las postrimerías de este mes, también…, y es posible que ocurra entonces algo serio. Lo que acaezca no debe importarnos nada, ni a usted ni a mí…, como no sea en lo que se refiere a la ayuda que pueda prestarnos para echarle el guante a ese misterioso personaje que empeñó el diamante. Dicha persona, puede usted estar seguro de ello, es responsable, no pretendo decir de qué manera, de la situación en que se halla usted en este momento, y sólo ella podrá hacerlo recobrar el lugar que ocupaba anteriormente en la estimación de Raquel.
—No puedo negar —le dije— que el plan que me propone enfrenta la dificultad de una manera muy osada, muy ingeniosa y muy novedosa. Pero…
—Pero, ¿tiene usted que hacerme alguna objeción?
—Sí. Mi objeción es la siguiente: su plan nos obligará a aguardar.
—Concedido. Según mis cálculos necesitaremos aguardar alrededor de una quincena…, más o menos. ¿Es mucho tiempo?
—Toda una vida, mister Bruff, para quien se halla en mi situación. Mi existencia me resultará sencillamente intolerable, a menos que no haga de una vez algo destinado a limpiar mi reputación.
—Bien, bien, lo comprendo. ¿Ha pensado usted algo?
—He pensado consultar al Sargento Cuff.
—Se ha retirado de la policía. Es inútil esperar ninguna ayuda del Sargento.
—Yo sé dónde encontrarlo; podré, al menos, hacer la prueba.
—Hágala —dijo Mr. Bruff, luego de meditar un instante—. El caso ha adquirido un aspecto tan extraordinario desde el tiempo en que actuó el Sargento Cuff, que es posible que usted logre revivir su interés por la investigación. Pruébelo y hágame saber el resultado. Mientras tanto —me dijo, poniéndose de pie—, de no hacer usted hallazgo alguno durante el lapso que habrá de transcurrir desde ahora hasta fin de mes, ¿me hallaré yo en libertad para ensayar, por mi parte, qué es lo que pueda hacerse, según lo que aconseje el resultado de la vigilancia establecida en el banco?
—Seguramente —le respondí—; a menos que lo releve yo completamente, en el intervalo, de la necesidad de efectuar dicho experimento.
Mr. Bruff se sonrió y se encasquetó el sombrero.
—Dígale al Sargento Cuff —me replicó— que yo opino que el hallazgo de la verdad depende del hallazgo de la persona que empeñó el diamante. Y hágame usted saber qué es lo que le sugiere su experiencia al Sargento.
Y así fue como nos despedimos esa noche.
En las primeras horas de la mañana del día siguiente, partí hacia la pequeña ciudad de Dorking…, lugar adonde se había retirado el Sargento Cuff, según me dijo Betteredge.
Luego de inquirir en el hotel me hallé en posesión de los datos necesarios para dar con el cottage del Sargento. Se llegaba al mismo por un desierto atajo de las afueras de la ciudad y se alzaba aquél confortablemente en medio de sus propios jardines, protegido por un sólido muro de ladrillos en la parte trasera y los costados y por un elevado seto vivo al frente. La puerta, ornamentada en su parte superior por un enrejado bellamente pintado, estaba cerrada. Luego de hacer sonar la campanilla, atisbé a través del enrejado y pude advertir la flor favorita del gran Cuff en todas partes: floreciendo en el jardín, apiñándose junto a la puerta, y asomándose hacia el interior, en las ventanas. ¡Lejos de los crímenes y misterios de la gran ciudad, este ilustre apresador de ladrones vivía plácidamente los últimos años sibaríticos de su existencia, sumergido en las rosas!
Una honorable anciana me abrió la puerta y destruyó de golpe todas las esperanzas que yo forjara sobre la base de la ayuda que el Sargento Cuff podría prestarme. Había partido, justamente el día anterior, para Irlanda.
La mujer sonrió.
—Un solo negocio lo preocupa ahora, señor —me dijo—: el de las rosas. Cierto jardinero de un gran personaje de Irlanda ha descubierto una nueva manera de cultivar las rosas…, y Mr. Cuff ha ido allí para averiguar de qué se trata.
—¿Sabe usted cuándo regresará?
—No podría informarle con exactitud, señor. Míster Cuff me dijo que regresaría en seguida o se quedaría allá algún tiempo, según que el descubrimiento resultara digno de estudio o no mereciera su atención. Si quiere usted dejarle algún mensaje pondré el mayor cuidado, señor en hacérselo llegar.
Yo le di mi tarjeta, luego de haber escrito en ella, con lápiz, lo siguiente: «Tengo algo que decirle respecto de la Piedra Lunar. Tan pronto regrese, hágamelo saber.» Hecho esto, no me quedaba otra cosa por hacer que someterme a las circunstancias y regresar a Londres.
En las condiciones tan irritables en que me hallaba en la época a la cual me estoy refiriendo, mi infructuoso viaje hacia el cottage del Sargento no hizo más que acrecentar mi incontenible impulso de hacer alguna cosa. El mismo día que regresé a Dorking decidí que la próxima mañana habría de hallarme entregado a un nuevo esfuerzo: el de avanzar a marchas forzadas, y a través de todos los obstáculos, de la sombra a la luz.
¿Qué forma habría de adoptar mi próximo experimento?
Si mi excelente amigo Betteredge se hubiese hallado presente, mientras me dedicaba yo a meditar sobre tal cuestión, y hubiera podido sorprender el curso de mis pensamientos, habría dicho, sin lugar a dudas, que era la faceta germana de mi carácter la que se hallaba ahora en primer plano. Hablando seriamente, era posible, tal vez, afirmar que mi educación germana era responsable, hasta cierto punto, de ese laberinto de especulaciones en medio de las cuales andaba ahora extraviado. Pasé casi toda la noche sentado, fumando y construyendo teorías, cada una más hondamente improbable que la que la había precedido. Cuando logré dormirme, mis fantasías de la vigilia me persiguieron durante el sueño. Al levantarme al día siguiente, el aspecto objetivosubjetivo y el subjetivoobjetivo del asunto, se hallaban inexplicablemente confundidos en mi mente; y comencé el día que habría de ser testigo de mi próximo esfuerzo en favor de determinada acción positiva de mi parte, preguntándome si tenía derecho alguno, desde el punto de vista filosófico, a considerar como existente cosa alguna, incluso el diamante, sobre la tierra.
Cuánto tiempo hubiera permanecido extraviado en la niebla de mi propia metafísica, de haberme dejado a solas para desenredar mi propio embrollo, es algo que no podría de ninguna manera especificar. Como se probó más tarde, la casualidad vino a rescatarme y logró liberarme con toda fortuna. Ocurrió que me puse esa mañana la misma chaqueta que llevaba el día de mi entrevista con Raquel. Mientras buscaba cierta cosa en uno de los bolsillos, dieron mis dedos con un rugoso trozo de papel; lo saqué de allí y comprobé que se trataba de la olvidada carta de Betteredge.
Me pareció injusto dejar sin respuesta a mi viejo y buen amigo. Y así fue como me dirigí hacia mi escritorio y me puse a leer de nuevo su carta.
Una misiva en la cual no aparece nada importante hace que sea muy difícil la respuesta. El esfuerzo actual de Betteredge por entrar en correspondencia conmigo, encuadraba dentro de esa categoría de cartas. El ayudante de Mr. Candy, por otro nombre, Ezra Jennings, le había dicho a su amo que me vio en la estación; y Mr. Candy, por su parte, deseaba verme para hablar conmigo respecto de cierto asunto, la próxima vez que fuera yo a Frizinghall. ¿Qué podía respondérsele a esto que fuera digno del papel empleado para ello? Sentado allí comencé a trazar de memoria diversos retratos del extraño ayudante de Mr. Candy, sobre la hoja de papel que había decidido consagrarle a Betteredge…, hasta que me di cuenta, de manera repentina, que el incorregible Ezra Jennings se cruzaba nuevamente en mi camino. Arrojé, por lo menos, una docena de retratos del hombre del cabello blanquinegro (su cabello, en todos los casos, presentaba un aspecto notable) dentro del cesto de papeles…, y recién entonces y allí, en el mismo lugar, comencé a redactar mi respuesta para Betteredge. Resultó ésta la más vulgar de las cartas…, pero ejerció sobre mí un influjo excelente. El esfuerzo que implicó el escribir esas pocas líneas en un inglés sencillo despejó totalmente mi cabeza de los nebulosos disparates que la llenaran desde el día anterior.
Consagrándome nuevamente a la dilucidación del impenetrable enigma que significaba mi situación para mí mismo, intenté ahora afrontar la dificultad, investigando el asunto desde un punto de vista enteramente práctico. Siendo, como eran todavía para mí, ininteligibles los eventos de la noche del cumpleaños, dirigí mi atención un poco más hacia atrás y busqué en mi memoria, de lo ocurrido en las primeras horas del día del cumpleaños, algún hecho que pudiera ayudarme a dar con la pista que buscaba.
¿Había ocurrido algo mientras Raquel y yo estábamos terminando de pintar la puerta, o más tarde cuando me dirigí a caballo a Frizinghall, o posteriormente, cuando volví, acompañado por Godfrey Ablewhite y sus hermanas, o más tarde aún, cuando deposité la Piedra Lunar en manos de Raquel, o posteriormente todavía, cuando llegaron los invitados y nos hallamos todos reunidos en torno a la mesa de la fiesta? Mi memoria pudo disponer de todos los eslabones, con la mayor facilidad, hasta llegar a este último evento. Al mirar hacia atrás en busca de los pormenores de índole social acaecidos durante la comida del día de cumpleaños, advertí que me hallaba en un punto muerto, al comienzo, no más, de la encuesta. No era capaz de recordar el número exacto de huéspedes que se sentaron alrededor de la mesa conmigo.
Comprobar que me hallaba aquí completamente en duda e inferir de inmediato que las incidencias de la comida podrían depararme una especial recompensa por el trabajo que me tomara en investigarlas, formaban parte, en mi caso, de un plan mental único. Y creo que cualquiera otra persona, de encontrarse en mi situación, hubiera razonado de la misma manera. Cuando la búsqueda de lo que nos interesa personalmente nos lleva a convertirnos en motivo de análisis para nosotros mismos, sospechamos, naturalmente, de lo que no conocemos. Una vez que dispuse de los nombres de todas las personas que se hallaron presentes en la comida, resolví —como un medio que me sirviera para enriquecer los deficientes recursos de mi propia memoria— apelar a la memoria del resto de los huéspedes; registrar en el papel cuanto pudieran ellos recordar de los actos sociales cumplidos el día del cumpleaños y comparar luego el resultado así obtenido, a la luz de lo acontecido después que los invitados abandonaron la casa.
Este último, el más novedoso de todos los experimentos efectuados por mí en el campo de la investigación —y el cual le hubiera sido atribuido por Betteredge a la faceta más luminosa o francesa de mi carácter, actuando en ese instante en todo su apogeo—, puede con justicia reclamar el derecho de ser registrado aquí, de acuerdo con sus propios méritos. Por inverosímil que parezca, acababa yo, por fin, de palpar a tientas, realmente, el sendero que conducía hacia la misma entraña del problema. No necesitaba ahora más que una ligera ayuda que me sirviera para guiarme por el camino verdadero desde el principio. Antes de que hubiera transcurrido un nuevo día esta ayuda me fue dada por uno de los invitados que se halló presente en la fiesta del día del cumpleaños.
Trazado ya el plan, se hacía necesario, antes que nada, conseguir la lista completa de los huéspedes, cosa fácil de lograr por intermedio de Betteredge. Resolví, pues, regresar a Yorkshire ese mismo día y dar comienzo a la investigación a la mañana siguiente.
Era ya demasiado tarde para tomar el tren que partía de Londres antes de mediodía. No había otra alternativa como no fuera la de aguardar, cerca de tres horas, la partida del próximo tren. ¿Podría hacer algo en Londres, durante ese intervalo, que me fuera de alguna utilidad?
Mis ideas retornaron, obstinadamente, a la comida del día del cumpleaños.
Aunque había olvidado el número exacto de los comensales, y en muchos casos aun los nombres, me acordaba lo suficiente de lo ocurrido como para saber que la mayor parte no componía el todo. Unos pocos, entre nosotros, no éramos residentes habituales del condado. Yo me contaba entre esos pocos. Mr. Murthwaite era otro. Godfrey Ablewhite, también, Mr. Bruff…, no; me acordé de que cierto asunto le había impedido asistir. ¿Se halló presente alguna señora residente en Londres? Sólo a Miss Clack podía incluirla en esa categoría. No obstante, he aquí tres invitados a quienes, sea como fuere, era conveniente que yo viera antes de abandonar la ciudad. De inmediato me dirigí hacia el despacho de Mr. Bruff, pues, desconociendo la dirección de las personas a quienes debía buscar, consideré posible que aquél pudiera ayudarme a encontrarlas.
Mr. Bruff se hallaba tan ocupado que apenas si me concedió un solo minuto de su valioso tiempo. Durante ese minuto, sin embargo, se las arregló para opinar —de la manera más desalentadora— respecto de todas las preguntas que le hice.
En primer lugar, consideraba mi más reciente método para dar con la clave del misterio demasiado descabellado como para ser tomado siquiera en serio. En segundo, tercero y cuarto lugar, Mr. Murthwaite se hallaba actualmente en camino de lo que fuera el teatro de sus antiguas proezas; Miss Clack había venido a menos y se hallaba instalada, por economía, en Francia; Mr. Godfrey Ablewhite podría o no podría ser encontrado en algún lugar de Londres. ¿Por qué no preguntaba por él en el club? ¿Y por qué no lo excusaba a Mr. Bruff por tener que volverse a sus ocupaciones y verse obligado a decirme buenos días?
Habiendo quedado reducido el campo de mis actividades en Londres hasta el punto de incluir tan sólo en él la necesidad de hallar el paradero de Godfrey, atendí el consejo del abogado y me dirigí, por lo tanto, hacia el club.
En el vestíbulo me encontré con uno de los socios, que era un viejo amigo de mi primo y a quien yo también conocía. Dicho caballero, luego de aclararme el misterio del paradero de Godfrey, me puso al tanto de dos hechos de su vida que no habían llegado hasta entonces a mis oídos.
Al parecer, Godfrey, lejos de haberse sentido abrumado por la anulación, de parte de Raquel, de su promesa matrimonial, se había dedicado a hacerle requerimientos amorosos, poco después, a otra joven famosa por sus riquezas. Su pedido prosperó y el matrimonio llegó a ser considerado como una cosa establecida y segura. Pero he aquí que otra vez el compromiso había sido súbita e inesperadamente anulado a causa, según se decía, de una seria divergencia surgida entre el novio y el padre de la dama, respecto a la cuestión de la dote.
Como compensación por este segundo desastre matrimonial, había sido Godfrey, poco tiempo después, objeto del apasionado recuerdo pecuniario de parte de una de sus muchas admiradoras. Cierta vieja dama acaudalada —muy respetada en el seno de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos y que era una gran amiga de Miss Clack (a quien no legó otra cosa que un anillo de luto)— dejó al admirable y meritorio Godfrey un legado de cinco mil libras. Luego de recibir tan preciosa adición a sus modestos recursos pecuniarios, se le oyó decir que necesitaba un pequeño descanso en lo que concernía a sus labores caritativas y que el doctor le había prescrito «una escapada al Continente, la cual podría ser muy benéfica para su salud». Si quería verlo, sería conveniente que no dejara pasar mucho tiempo antes de hacerle la visita proyectada.
Yo me lancé, en el acto, en su busca.
La misma fatalidad que me hizo llegar con un día de retraso a la casa del Sargento Cuff, me hizo llegar un día más tarde, también, a la de Godfrey. Había abandonado Londres la mañana anterior en el tren periódico de Dover. Cruzaría hasta Ostende, y su criado creía que abrigaba el propósito de dirigirse a Bruselas.
La fecha de su regreso era un tanto incierta; pero podía estar seguro de que habría de permanecer por lo menos tres meses en el extranjero.
Regresé a mi alojamiento un tanto deprimido. Tres de los convidados a la comida del día del cumpleaños —los tres excepcionalmente inteligentes— se hallaban fuera de mi alcance, en el preciso instante en que más necesario me hubiera sido comunicarme con ellos. Mis postreras esperanzas reposaban ahora en Betteredge y en los amigos de la difunta Lady Verinder que pudiera encontrar aún en las inmediaciones de la casa de campo de Raquel.
En esa ocasión viajé directamente hasta Frizinghall…, ciudad que se convirtió en el centro, esta vez, de mi investigación. Llegué allí a una hora demasiado avanzada de la tarde para poder comunicarme con Betteredge. A la mañana siguiente envié recadero con una carta, en la cual le rogaba que se reuniera conmigo en mi hotel, lo más pronto que le fuera posible.
Luego de tomar la precaución —en parte para ganar tiempo y en parte para complacer a Betteredge— de enviar volando a dicho mensajero a su destino, contaba con la razonable perspectiva, de no ocurrir ninguna demora inesperada, de ver al anciano antes de que hubieran transcurrido dos horas desde el instante en que envié por él. Durante este intervalo me dispuse a emplear mi tiempo en la tarea de dar comienzo al proyecto de la encuesta entre los convidados de la fiesta del día de cumpleaños a quienes conocía personalmente y se hallaban más a mano. Estos eran: mis parientes, los Ablewhite, y Mr. Candy. El doctor, que había expresado que tenía un interés particular en verme, vivía en la calle siguiente. Así fue como me dirigí primero hacia Mr. Candy.
Luego de lo que me dijera Betteredge, yo esperaba, naturalmente, percibir en el rostro del doctor las huellas de la grave dolencia que lo había aquejado. Pero no me encontraba absolutamente preparado para el cambio que advertí en él en cuanto hubo penetrado en la habitación y me estrechó la mano. Su mirada era turbia, su cabello se había tornado enteramente gris, su cara se hallaba mustia y su figura se había encogido. Dirigí mi vista hacia quien fuera una vez un doctor vivaracho, parlanchín y chistoso —asociado en mi recuerdo a la perpetración de incorregibles indiscreciones sociales e innumerables chanzas juveniles— y no advertí otro vestigio en él de su ser anterior que su antigua inclinación por la elegancia vulgar en el vestir. El hombre no era más que una ruina; pero sus ropas y sus pedrerías —como haciendo cruel escarnio del cambio operado en su persona— eran tan ostentosas y llamativas como siempre.
—Muchas veces he pensado en usted, Mr. Blake —me dijo—, y me alegro sinceramente por volverlo a ver, al fin. ¡Si hay algo que pueda hacer por usted, le ruego me considere a su disposición, señor…, enteramente a su disposición!
Dijo estas breves y vulgares palabras con una prisa y una vehemencia innecesarias y dejando traslucir una curiosidad por conocer el motivo de mi viaje a Yorkshire, que fue completamente —diría que infantilmente— incapaz de ocultar.
De acuerdo con el propósito que tenía yo en vista, había, naturalmente, previsto la necesidad de entrar en una especie de aclaración personal, antes de tener la menor esperanza de lograr interesar a esa gente, la mayoría desconocida para mí, a fin de que hicieran el mayor esfuerzo posible de su parte para auxiliarme en mi empresa. En mi viaje hacia Frizinghall había preparado la respuesta…, y aproveché ahora la oportunidad que se me ofrecía para ensayarla en la persona de Mr. Candy.
—Estuve en Yorkshire el otro día y vuelvo a encontrarme en Yorkshire ahora, cumpliendo una misión de aspecto un tanto romántico —le dije—. Se trata de un asunto, Mr. Candy, que les interesó de una u otra manera a todos los amigos de la difunta Lady Verinder. ¿Recuerda usted la misteriosa desaparición del diamante hindú, acaecida hace alrededor de un año? Ciertos hechos ocurridos últimamente han dado lugar a la esperanza de que puede aún ser hallado…, y yo como miembro que soy de la familia, estoy interesado en recobrarlo. Entre los obstáculos que encuentro en mi camino, se halla la necesidad de reunir nuevamente todas las pruebas que se descubrieron en aquel entonces y otras más, si es posible. El caso ofrece ciertas características que hacen aconsejable que yo reviva en todos sus detalles lo ocurrido en casa de Miss Verinder la noche del cumpleaños. Y me atrevo ahora a recurrir a los amigos de su difunta madre que se hallaban presentes allí en dicha ocasión, para que me presten el auxilio de su memoria…
Al llegar a esta altura en mi experimento con las frases explicativas, me contuve repentinamente, al advertir a través del rostro de Mr. Candy que mi prueba había fracasado totalmente.
El pequeño doctor permaneció todo el tiempo que yo hablé inquieto en su silla y tirando de las puntas de sus dedos. Sus ojos turbios y acuosos se hallaban fijos en mi rostro con una expresión vaga y a la vez ansiosamente inquisitiva, que causaba pena. Era imposible adivinar lo que pensaba en ese momento. La única cosa claramente perceptible era que había yo fracasado en mi propósito de atraer su atención, luego de haber pronunciado las dos o tres primeras palabras de mi discurso. La única probabilidad que tenía de hacerlo acordarse de sí mismo parecía residir en el hecho de cambiar el tema de la conversación. Ensayé, pues, un nuevo tópico inmediatamente.
—¡Y basta ya —le dije alegremente— de los motivos que me han traído a Frizinghall! Ahora es su turno, Mr. Candy. Me envió usted un recado por intermedio de Gabriel Betteredge…
Dejó de tirar de sus dedos entonces y se despabiló súbitamente.
—¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! —exclamó ansiosamente—. ¡Eso es! ¡Le envié a usted un recado!
—Y Betteredge me lo hizo llegar debidamente por carta —proseguí—. Decía usted allí que tenía que decirme algo la próxima vez que arribara yo a esta población. ¡Y bien, Mr. Candy, aquí estoy!
—¡Aquí está usted! —repitió el doctor—. Betteredge tenía mucha razón. Tenía yo que decirle algo a usted. Ese era mi mensaje. ¡Qué hombre maravilloso es Betteredge! ¡Qué memoria! ¡A su edad, qué memoria!
Volvió a caer otra vez en el silencio, y comenzó a tirar de sus dedos nuevamente. Acordándome de lo que le oyera decir a Betteredge en cuanto al efecto producido en su memoria por la fiebre, proseguí hablando en la esperanza de que podía ayudarlo a recordar.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —le dije—. La última vez que nos vimos fue durante la última comida de cumpleaños que dio mi pobre tía.
—¡Eso es! —gritó Mr. Candy—. ¡La comida del día del cumpleaños!
Se puso impulsivamente de pie y me miró a la cara. Un profundo sonrojo fluyó de manera súbita a través de su rostro marchito y volvió a sentarse bruscamente, como si fuera consciente de haber dado a conocer una flaqueza que deseara mantener oculta. Era evidente, lastimosamente evidente, que conocía las lagunas de su memoria y que se empeñaba en ocultarlas a los ojos de sus amigos.
Hasta aquí, no había hecho él más que apelar a mi compasión. Pero las palabras que acababa de decir, pocas como eran, elevaron instantáneamente mi curiosidad al más alto nivel posible. La comida del día del cumpleaños había llegado a convertirse en el único acontecimiento del pasado hacia el cual dirigía yo mi mirada, experimentando un sentimiento que era una extraña mezcla de esperanza y recelo. ¡Y he aquí que ese mismo acontecimiento surgía de pronto para proclamarse a sí mismo de manera inequívoca como una materia sobre la cual tenía Mr. Candy algo importante que decir!
Traté de ayudarlo una vez más. Pero ahora mi propio interés, que asomaba en el fondo de mi compasión, me urgió de manera un tanto premiosa para llevar a cabo lo que me proponía alcanzar.
—Hará ya pronto un año —le dije— que estuvimos sentados en torno de tan agradable mesa. ¿Tiene usted algún apunte en su diario o en cualquier otra parte adonde conste lo que quería decirme?
Mr. Candy comprendió la insinuación y me hizo percibir que la consideraba como un insulto.
—No necesito de ningún apunte, Mr. Blake —me dijo con bastante empaque—. ¡No soy todavía tan viejo…, y mi memoria, gracias a Dios, es digna de la mayor confianza aún!
Innecesario es que diga que decliné advertir que se hallaba ofendido conmigo.
—¡Ojalá pudiera decir lo mismo de mi memoria! —le respondí—. Siempre que trato yo de recordar alguna escena ocurrida hace un año, rara vez mi recuerdo es tan vívido como quisiera yo que fuese. La comida en lo de Lady Verinder, por ejemplo…
Mr. Candy volvió a animarse en cuanto la alusión se deslizó a través de mis labios.
—¡Ah, la comida, la comida en casa de Lady Verinder! —exclamó más ansioso que nunca—. Tengo algo que decirle respecto de ella.
Sus ojos me miraron con la misma angustiosa expresión inquisitiva, con la misma ansia, la misma vaguedad y denotando idéntica sensación de miserable desamparo que antes. Evidentemente se esforzaba, aunque en vano, por recobrar su perdida memoria.
—Fue una comida muy agradable —estalló súbitamente y dando la impresión de que decía exactamente lo que anhelaba decir—. Una comida muy agradable, Mr. Blake, ¿no le parece a usted?
Asintió con la cabeza, se sonrió y pareció creer el pobre hombre que había triunfado en su esfuerzo por ocultar la total bancarrota de su memoria bajo una oportuna intervención de su presencia de ánimo.
Tan lamentable era su aspecto que decidí cambiar súbitamente de conversación —interesado como me hallaba tan hondamente por la recuperación de su memoria—, y me referí a ciertos hechos de interés local.
Estos lograron desatarle la lengua. Tanto los minúsculos e inútiles escándalos como las disputas acaecidas en la ciudad, algunas de las cuales, las más viejas, no hacía más de un mes, volvían, al parecer, fácilmente a su memoria. Charlaba de tales temas de una manera que hacía recordar, en parte, el fluir afable y chistoso de su conversación de antaño. Pero había instantes en que, en plena conversación, vacilaba de golpe…, me miraba durante un momento con la misma vaga e inquisitiva expresión con que me miraba antes…, se dominaba… y volvía al asunto abandonado. Yo me sometí pacientemente a este martirio (¿puede ser acaso otra cosa que un martirio para un hombre de intereses cosmopolitas el absorber con silenciosa resignación las novedades producidas en una ciudad de campo?), hasta que el reloj ubicado en el delantero de la chimenea me hizo saber que mi visita se había prolongado a través de más de media hora. Considerando que tenía ahora cierto derecho a pensar que mi sacrificio era completo, me levanté para partir. Mientras le estrechaba la mano, Mr. Candy volvió a referirse, por su cuenta, a la fiesta del día del cumpleaños.
—Me alegro mucho de haberle vuelto a ver —me dijo—. Yo pensaba…, realmente pensaba, Mr. Blake, hablar con usted. Respecto de la comida en casa de Lady Verinder, ¿sabe usted? Una comida agradable… realmente agradable, ¿no le parece?
En tanto repetía la frase, parecía sentirse tan poco seguro de haber logrado ocultarme las lagunas de su memoria, como ocurriera en el primer momento. Su mirada preocupada volvió a ensombrecer su semblante, y luego de hacerme pensar que me había de acompañar hasta la puerta de calle, cambió súbitamente de idea, hizo sonar la campanilla en demanda de su criada y se quedó aguardando en la sala.
Yo descendí lentamente la escalera, con la descorazonada sensación de que el doctor tenía algo que decirme de vital importancia para mí, pero que se hallaba físicamente incapacitado para hacerlo. El esfuerzo que implicaba para él recordar que tenía algo que decirme era, de manera harto evidente, el único esfuerzo que su débil memoria se hallaba en condiciones de efectuar.
En el preciso instante en que luego de llegar al último de los peldaños doblé una esquina para dirigirme hacia el vestíbulo exterior se abrió suavemente una puerta en algún lugar de la planta baja de la casa y una voz amable dijo detrás de mí:
—Mucho me temo, señor, que haya usted encontrado a Mr. Candy lamentablemente cambiado, ¿no es así?
Me volví y me encontré de pronto cara a cara con Ezra Jennings.