VII

En cuanto mi figura se recortó en el vano de la puerta Raquel se levantó del piano.

Yo cerré la puerta tras de mí. Nos enfrentamos en silencio, separados por todo lo ancho del cuarto. El movimiento que efectuó ella al levantarse pareció ser el único esfuerzo que era capaz de realizar. Toda otra actividad de sus facultades físicas o mentales fue absorbida, al parecer, por el mero acto de mirarme.

El temor de haber obrado precipitadamente cruzó de súbito por mi mente. Avancé unos pocos pasos hacia ella, y le dije dulcemente:

—¡Raquel!

El timbre de mi voz le devolvió la vida a sus miembros y el color a su rostro. Ella avanzó, por su parte, pero sin pronunciar todavía palabra alguna. Lentamente, como si obrara bajo el influjo de una fuerza independiente de su voluntad, se aproximó más y más hacia mí; un matiz ardiente y oscuro se derramó por sus mejillas y la luz de su inteligencia vuelta a la vida brillaba con más intensidad en sus pupilas. Yo me olvidé del motivo que me trajera a su presencia; de la vil sospecha que ensombrecía mi nombre… Me olvidé de toda consideración, pasada, presente o futura, que tenía la obligación de recordar. No vi otra cosa que a la mujer que amaba, avanzando más y más hacia mí. La vi temblar, y detenerse luego, indecisa. No pude resistir ya más tiempo… La tomé en mis brazos y cubrí de besos su rostro.

Hubo un momento en que creí que los besos me eran devueltos, en que me pareció que ella también había olvidado. Antes casi de que la idea hubiera tenido tiempo de adquirir forma en mi mente, la primera acción voluntaria de su parte vino a hacerme sentir que recordaba. Dando un grito que fue algo así como una exclamación de horror —y tan potente que dudo que hubiera sido capaz yo mismo de proferirlo si lo hubiera intentado— me apartó de sí. Percibí en sus ojos una ira inexorable y un idéntico desdén en sus labios. Me miró de pies a cabeza, como hubiera mirado a un desconocido que la hubiese insultado.

—¡Tú, el cobarde! —me dijo—. ¡Tú, el ruin, el miserable, el hombre cobarde y sin corazón!

¡Esas fueron sus primeras palabras! El reproche más intolerable que puede arrojar una mujer a un hombre, fue el que ella escogió para arrojármelo a mí.

—Recuerdo que hubo un tiempo, Raquel —le dije—, en que me hubieras dicho que te había ofendido de una manera más digna que la que acabas de utilizar ahora. Perdón por mis palabras.

Una porción de la amargura que yo sentía debió de habérsele comunicado a mi voz. Ante las primeras palabras de mi réplica, sus ojos, que se habían desviado hacía un instante, volvieron a mirarme de mala gana. Me respondió en voz baja y en una forma hosca y sumisa, enteramente desusada en ella, de acuerdo con lo que yo conocía hasta entonces de su carácter.

—Quizá haya algo que justifique mi conducta —me dijo—. Luego de lo que has hecho, creo que constituye una baja acción de tu parte el acercarte a mí de la manera en que lo has hecho hoy. Me parece un procedimiento cobarde ése de recurrir a la debilidad que siento por ti. Y me parece también una cobarde sorpresa esa que recurre a los besos para ser tal cosa. Pero éste no es más que el punto de vista de una mujer. No debía haber pensado que iba a ser también el tuyo. Hubiera sido mucho mejor que me dominara y no hubiese dicho una sola palabra.

La excusa era más intolerable que el propio insulto. El hombre más degradado la hubiera recibido como una humillación.

—Si mi honor no se hallara en tus manos —le dije—, me iría ahora mismo para no verte nunca más.

Te has referido a algo que yo he hecho. ¿Qué es lo que yo he hecho?

—¡Qué es lo que has hecho! ¿Y tú me preguntas eso a mí?

—Así es.

—He mantenido tu infamia en secreto —me respondió—. Y he sufrido las consecuencias de dicho ocultamiento. ¿No tengo derecho a que se me ahorre el insulto que implica la pregunta que acabas de hacerme? ¿Ha muerto en ti todo sentimiento de gratitud? Hubo un tiempo en que fuiste muy querido por mi madre y en que lo fuiste aún más por mí…

Su voz flaqueó. Dejándose caer sobre una silla me dio la espalda y ocultó su rostro detrás de sus manos.

Yo aguardé un breve instante, hasta sentirme capaz de agregar algo. Apenas si sé lo que sentí de manera más aguda durante ese intervalo de silencio…, si el aguijón que me clavó su desdén o la altiva decisión mía de eludir todo contacto con su desgracia.

—Si tú no quieres ser la primera en hablar —le dije—, debo ser yo quien lo haga. He venido aquí porque tengo que comunicarte una cosa importante. ¿Me otorgarás esa pequeña y justiciera concesión de prestarle oído a lo que habré de decirte?

Ella no se movió ni me respondió. Yo no le hice ninguna nueva solicitud ni avancé un solo centímetro para aproximarme a su silla. Con un orgullo que era tan obstinado como el de ella, le hice la historia del descubrimiento efectuado por mí en las Arenas Temblonas y de todo lo que me había conducido a él. El relato absorbió necesariamente cierto espacio de tiempo. Y desde su comienzo hasta el final no me miró ella una sola vez ni me dirigió una sola palabra.

Yo me contuve. Todo mi futuro dependía, muy probablemente, del hecho de que no perdiera el dominio sobre mí mismo un solo instante. Llegó, por fin, el momento en que debía poner a prueba la teoría de Míster Bruff. Ansioso por efectuar la prueba, giré en redondo hasta situarme enfrente de ella.

—Tengo que hacerte una pregunta —le dije—. Ella me obligará a hacer mención de un asunto doloroso. ¿Te mostró Rosanna Spearman la camisa de dormir?

Ella se puso súbitamente de pie y echó a andar hasta situarse muy cerca de mí, por su propia voluntad. Sus ojos escudriñaron mi rostro, como si estuvieran leyendo en él algo que nunca habían visto.

—¿Estás loco? —me preguntó.

Yo me contuve aún. Y le dije con calma:

—¿Responderás, Raquel, a mi pregunta?

Ella prosiguió hablando sin atender a mis palabras.

—¿Has venido aquí con el propósito de obtener algo, algo de lo que yo no logro hacerme una idea? ¿Te ha impulsado algún temor ruin respecto del futuro, en el cual me hallo implicada? Se dice que la muerte de tu padre te ha convertido en un hombre acaudalado. ¿Has venido para compensarme por la pérdida del diamante? ¿Y te ha quedado alguna pieza de corazón para avergonzarte de tu misión? ¿Es ése el secreto de tu pretendida inocencia y de tu historia relativa a Rosanna Spearman? ¿No se oculta algún motivo vergonzoso debajo de toda esa falsía ahora?

Ya la detuve allí. No logré controlarme a mí mismo por más tiempo.

—¡Me has hecho víctima de una infame mentira! —prorrumpí con vehemencia—. Has sospechado que te robé tu diamante. ¡Tengo el derecho de saber, y habré de saberlo, en qué te basas para afirmarlo!

—¡Sospechar de ti! —exclamó, en tanto su ira aumentaba a la par de la mía—. ¡Villano; yo misma te vi robar el diamante con mis propios ojos!

La revelación que surgió súbitamente ante mí al oír tales palabras, el golpe de muerte que recibió instantáneamente y a raíz de ellas el punto de vista en que se basaban las deducciones de Mr. Bruff, me dejaron indefenso. Inocente como era, permanecí en silencio ante ella. A los ojos suyos y a los de quienquiera que me hubiese mirado, debo de haber presentado el aspecto de un hombre abrumado por el descubrimiento de su delito.

Ella se contuvo ante el espectáculo de mi humillación y de su triunfo. El súbito silencio que cayó sobre mí pareció atemorizarla.

—Lo pasé por alto ante ti aquella vez —me dijo—. Y habría hecho lo mismo ahora si no me hubieras obligado a hablar.

Se alejó como si tuviera el propósito de abandonar la habitación…, pero vaciló antes de llegar a la puerta.

—¿Para qué has venido aquí a humillarte a ti mismo? —me preguntó—. ¿Para qué has venido aquí a humillarme?

Avanzó unos pasos y se detuvo una vez más.

—¡Por el amor de Dios, di algo! —exclamó apasionadamente—. ¡Si te queda aún algún resto de piedad no permitas que me degrade en esa forma! ¡Di algo, y arrójame luego de esta habitación!

Yo avancé hacia ella, apenas consciente de lo que hacía. Quizá albergaba la confusa idea de que no debía detenerla hasta que no me dijera algo más. Desde el momento en que supe que la prueba que me condenaba ante ella era una prueba percibida con sus propios ojos, nada —ni la convicción personal que tenía yo de mi inocencia— fue una cosa clara para mí. La tomé de la mano y me esforcé por hablar con firmeza e ir al grano.

—Raquel, hubo un tiempo en que me amaste —fue cuanto pude decirle.

Ella se estremeció y desvió su vista de mí. Su mano yacía, impotente y temblorosa, en la mía.

—Suéltame —profirió débilmente.

El roce de mi mano pareció ejercer sobre ella el mismo efecto que produjo anteriormente el timbre de mi voz, cuando entré en el cuarto. Luego de haber lanzado al aire esta palabra que me designaba como un cobarde y de admitir que me había estigmatizado por ladrón…, en cuanto su mano reposó sobre la mía comprobé que seguía siendo su dueño.

La hice volver, tiernamente, hacia el centro del cuarto. Y la senté a mi lado.

—Raquel —le dije—, no puedo explicarme la confusión que existe en lo que voy a decirte. Sólo te habré de decir la verdad, de igual manera que lo has hecho tú. Me has visto, dices…, apoderarme del diamante, con tus propios ojos. ¡Ante Dios, que nos está escuchando, proclamo que es ésta la primera vez que me entero de haber hecho tal cosa! ¿Dudas de mí aún?

Ella ni prestó atención ni oyó lo que le dije.

—Suelta mi mano —repitió con voz desmayada.

Fue ésta su única respuesta. Su cabeza cayó sobre mi hombro y su mano estrechó inconscientemente la mía, en tanto me decía que la dejara libre.

Yo renuncié a insistir con mi pregunta. Pero mi indulgencia se negó a ir más allá. La probabilidad con que contaba de no volver a ir jamás con la cabeza erguida entre las gentes honestas, dependía de la circunstancia de inducirla a revelarme todo el misterio. La única esperanza que se me ofrecía era la de suponer que ella había olvidado algún eslabón en la cadena de las pruebas…, una simple futesa, quizá, pero que se convertiría, no obstante, y luego de una minuciosa investigación, en el medio que sirviera para demostrar, por fin, mi inocencia. Reconozco que seguí en posesión de su mano. Y admito que le hablé echando mano del resto de simpatía y confianza que existió entre nosotros en el pasado.

—Necesito preguntarte algo —le dije—. Necesito que me digas cuanto sepas respecto de lo ocurrido desde el instante en que nos dijimos buenas noches hasta el momento en que me viste apoderarme del diamante.

Ella levantó su cabeza de mi hombro e intentó liberar su mano.

—¡Oh!, ¿por qué volver a eso? —me dijo—. ¿Por qué volver a eso?

—Te lo diré, Raquel. Tanto tú como yo hemos sido víctimas de un monstruoso engaño que se ha cubierto con la máscara de la verdad. Si meditamos conjuntamente acerca de lo que ocurrió la noche del día de tu cumpleaños, aún podremos, tal vez, llegar a entendernos mutuamente.

Su cabeza volvió a caer sobre mi hombro. Las lágrimas que brotaron de sus ojos comenzaron a fluir lentamente sobre sus mejillas.

—¡Oh! —dijo—, ¿no he alimentado yo, acaso, esa misma esperanza? ¿No me he esforzado yo también por descubrir lo que tú intentas percibir ahora?

—Lo has hecho a solas —le respondí—. Pero no con mi ayuda.

Estas palabras despertaron, al parecer, en ella, la misma esperanza que hicieron nacer en mí cuando las dije. Me contestó, a partir de entonces, algo más que dócilmente…; esforzando su inteligencia; voluntariamente se franqueó totalmente conmigo.

—Comencemos —le dije— por referirnos a lo ocurrido luego que nos dijéramos buenas noches. ¿Fuiste tú a la cama en seguida, o permaneciste en pie?

—Me fui a la cama.

—¿Reparaste en la hora? ¿Era ya tarde?

—No mucho. Creo que serían cerca de las doce.

—¿Te dormiste en seguida?

—No. No pude dormir esa noche.

—¿Te sentías inquieta?

—Pensaba en ti.

Su respuesta estuvo a punto de hacerme perder todo mi coraje. Cierto matiz en el tono de su voz se abrió paso directamente hacia mi corazón de manera más rápida que sus propias palabras. Sólo después de haber hecho una pequeña pausa me hallé en condiciones de seguir hablando.

—¿Había alguna luz en tu cuarto? —le pregunté.

—Ninguna…, hasta que me levanté para encender mi bujía.

—¿Cuánto tiempo había transcurrido cuando lo hiciste, desde el instante en que te retiraras a dormir?

—Cerca de una hora, creo. Aproximadamente, a la una de la mañana.

—¿Abandonaste entonces tu alcoba?

—Estuve a punto de hacerlo. Me había puesto ya mi peinador y me dirigía a mi gabinete en busca de un libro…

—¿Habías abierto ya la puerta de la alcoba?

—Acababa de hacerlo.

—Pero, ¿no habías entrado aún en el gabinete?

—No…, algo me detuvo.

—¿Qué cosa fue la que te detuvo?

—Vi una luz por debajo de la puerta y escuché un rumor de pasos que se aproximaban.

—¿Tuviste miedo?

—Aún no. Sabía que mi madre era de muy mal dormir y me acordé de que se había esforzado al máximo esa noche para que la dejara hacerse cargo del diamante. A mi entender, se hallaba injustificadamente ansiosa en lo que atañía al mismo, y pensé, por lo tanto, que vendría a comprobar si me hallaba ya en la cama, para hablarme del diamante, si es que me encontraba despierta.

—¿Qué hiciste tú?

—Apagué la bujía para hacerle creer que me hallaba en la cama. Era una insensata… Estaba determinada a guardar el diamante en el sitio que yo misma escogiera.

—Luego que apagaste la vela, ¿regresaste al lecho?

—No tuve tiempo de hacerlo. En el mismo instante en que soplé la llama, se abrió la puerta del gabinete y vi…

—¿A quién viste?

—Te vi a ti.

—¿Con mi traje habitual?

—No.

—¿Con mi camisa de dormir?

—Sí…, y sosteniendo con tu mano la bujía que se hallaba en tu alcoba.

—¿Solo?

—Solo.

—¿Pudiste verme la cara?

—Sí.

—¿Claramente?

—Muy claramente. La luz de la vela te daba plenamente en el rostro.

—¿Tenía los ojos abiertos?

—Sí.

—¿Advertiste algo extraño en ellos? ¿Algo así como una mirada fija y vaga?

—Nada de eso. Tus ojos brillaban… con más fuerza que habitualmente. Dirigiste en torno tuyo una mirada que hacía pensar que tú sabías que te hallabas en un lugar donde no deberías haberte hallado y que expresaba tu temor de ser descubierto.

—¿Advertiste algún cambio en mí cuando penetré en la habitación?… ¿Observaste mi andar?

—Caminabas como siempre lo haces. Avanzaste hasta llegar al centro de la habitación…, allí te detuviste y miraste a tu alrededor.

—¿Qué es lo primero que hiciste al verme?

—Absolutamente nada. Quedé petrificada. No pude hablar, ni gritar, ni aun moverme lo suficiente como para cerrar la puerta.

—¿Podía verte yo desde donde me encontraba?

—Sin duda, podrías haberme visto. Pero en ningún momento dirigiste hacia mí tu mirada. Está de más preguntar tal cosa. Estoy segura de que no me viste en ningún momento.

—¿Cómo te hallas tan segura?

—¿Te habrías apoderado, acaso, del diamante? ¿Habrías hecho luego lo que hiciste? ¿Estarías ahora aquí… si hubieras advertido que yo estaba despierta y observándote? ¡No me obligues a hablar de ello! Deseo contestar tus preguntas con calma. Ayúdame a mantener toda la serenidad que sea yo capaz de tener. Háblame de otra cosa.

Se hallaba en lo cierto; desde cualquier punto de vista que se la juzgase, tenía razón. Me referí, pues, a otras cosas.

—¿Qué hice, luego de haberme detenido en el centro de la habitación?

—Te desviaste de allí, para avanzar directamente hacia la esquina próxima a la ventana…, que es donde se encuentra mi bufete hindú.

—Mientras estuve junto al bufete, tengo que haberte dado la espalda. ¿Cómo pudiste ver lo que hacía?

—En cuanto tú te moviste, yo también me moví.

—¿De manera de poder ver lo que hacía yo con mis manos?

—Hay tres espejos en mi gabinete. Todo el tiempo que estuviste tú allí pude observar lo que hacías reflejado en uno de ellos.

—¿Qué es lo que viste?

—Colocaste tu bujía en la parte superior del bufete. Abriste y cerraste una gaveta tras otra hasta que llegaste al cajón en que yo había guardado el diamante. Miraste hacia su interior durante un momento. Y luego introdujiste en él tu mano para apoderarte del diamante.

—¿Cómo sabes que me apoderé del diamante?

—Te vi introducir la mano dentro de la gaveta. Y pude advertir el brillo de la gema, entre tu dedo índice y tu dedo pulgar, cuando sacaste de allí la mano.

—¿Volvió a acercarse mi mano a la gaveta…, como para cerrarla, por ejemplo?

—No. Tenías el diamante en tu mano derecha y tomaste la bujía de encima del bufete con la izquierda.

—¿Volví a mirar en torno mío, luego de ello?

—No.

—¿Abandoné el cuarto inmediatamente?

—No. Permaneciste inmóvil durante un tiempo que me pareció prolongado. Podía ver de soslayo tu rostro reflejado en el espejo. Presentabas el aspecto de un hombre que medita y que se halla desconforme con sus propios pensamientos.

—¿Qué ocurrió en seguida?

—Te recobraste de golpe y te dirigiste directamente hacia la puerta de salida.

—¿La cerré al salir?

—No. Te introdujiste rápidamente en el pasillo y la dejaste abierta.

—¿Y luego?

—Luego desapareció la luz de tu bujía y se extinguió el rumor de tus pasos y quedé yo a solas en la oscuridad.

—¿Ocurrió algo… durante el lapso que medió entre ese instante y el momento en que se enteraron todos en la casa que el diamante había desaparecido?

—Nada.

—¿Estás segura de ello? ¿No te habrás dormido alguna vez, durante ese tiempo?

—No dormí en ningún instante. Ni volví para nada a mi lecho. Nada ocurrió hasta el momento en que entró Penélope, a la hora habitual, a la mañana siguiente.

Yo dejé caer su mano, me puse de pie y eché a andar por el cuarto. Toda pregunta que pudiera hacerle había sido ya respondida. Todo detalle que pudiera yo desear conocer había sido colocado ante mis ojos. Nuevamente había vuelto a la cuestión del sonambulismo y a la idea de la embriaguez y otra vez se había demostrado que debían ambas teorías ser descartadas… de acuerdo con el testimonio del testigo de la escena. ¿Qué podía decir ahora?, ¿qué paso dar en seguida? ¡Frente a mí se levantaba el horrible hecho que implicaba ese robo…, como la única cosa visible y tangible, en medio de la impenetrable oscuridad que envolvía todo lo demás! Ni un solo resplandor que hubiera podido guiarme había percibido antes, cuando entré en posesión del secreto de Rosanna Spearman en las Arenas Temblonas. Y ningún resplandor advertía ahora, luego de haber apelado a la propia Raquel y haber oído, de sus propios labios, la odiosa historia de lo acaecido aquella noche.

Ella fue quien primero rompió esta vez el silencio.

—Y bien —me dijo—, me has interrogado y te he respondido. Me has hecho aguardar algo de esto, porque tú esperabas que surgiera algo. ¿Qué tienes que decirme ahora?

El tono con que me dijo estas palabras me previno de que había dejado de ejercer, nuevamente, todo influjo sobre ella.

—Según dijiste, habríamos de meditar conjuntamente acerca de lo que ocurrió la noche del día de mi cumpleaños —prosiguió—, y llegaríamos, a través de ello, a entendernos. ¿Ha ocurrido tal cosa?

Sin compasión alguna se quedó aguardando mi respuesta. Al responderle, cometí yo un error fatal…; dejé que el desamparo de mi propia situación se impusiera sobre el dominio de mí mismo. Precipitada e inútilmente le reproché su silencio, que me había mantenido hasta ese momento alejado de la verdad.

—Si hubieras hablado cuando debiste hacerlo —comencé a decirle—; si de acuerdo con los principios más comunes de la justicia te hubieras explicado ante mí…

Prorrumpió furiosa en un estallido. Las pocas palabras que acababa yo de pronunciar cayeron sobre ella, al parecer, como un latigazo que la hizo montar en cólera.

—¡Explicarme! —dijo—. ¡Oh!, ¿existirá acaso otro hombre igual a éste en todo el mundo? Lo perdono, primero, cuando se me está desgarrando el corazón; lo encubro, luego, cuando mi propia reputación se halla en juego, y él, por su parte entre todos los seres que hay en el mundo, él se vuelve ahora contra mí para decirme que debiera yo haberme explicado. Luego de haber creído en él como yo creí, de haberlo amado como lo amé y soñado con él durante mis noches…, he aquí que ahora él se pregunta por qué no le imputé su desgracia, la primera vez que nos encontramos: «¡Amado mío, eres un ladrón! ¡Tú, el héroe a quien amo y venero, te has deslizado dentro de mi cuarto al abrigo de la noche y has robado mi diamante!» Eso es lo que debí haberte dicho. ¡Villano, ruin, ruin y villano; hubiera preferido perder cincuenta diamantes, antes que oírte mentir en mi cara, como lo estás haciendo ahora!

Yo tomé mi sombrero. Y compadeciéndome de ella —¡sí!, puedo honestamente afirmarlo—, compadeciéndome de ella, me volví sin decirle una palabra y abrí la puerta por donde había entrado anteriormente en la habitación.

Ella me siguió, y arrebatándome la puerta de la mano, la cerró y me indicó que regresara al lugar que había ocupado anteriormente.

—¡No! —me dijo—. ¡Todavía no! Al parecer debo yo justificar la conducta que he observado contigo. Habrás de quedarte y oírme, o de lo contrario, tendrás que descender hasta cometer la más grande infamia, o sea, a tener que usar la fuerza para salir.

Se me encogió el corazón al contemplarla, se me contrajo al oírle decir tales palabras. Mediante una señal —que fue cuanto me sentí capaz de hacer— le respondí que me sometía a su voluntad.

El tono carmesí de la ira comenzó a disiparse en su rostro a medida que me fui aproximando en silencio a mi silla. Ella aguardó un breve lapso para serenarse. Cuando volvió a hablar, ni un solo vestigio de emoción se percibió en ella. Lo hizo sin mirarme. Sus manos se hallaban anudadas estrechamente sobre su regazo, y sus ojos miraban fijamente hacia el piso.

—De acuerdo con los principios más comunes de la justicia, debiera yo explicarme —me dijo repitiendo mis palabras—. Ya verás si traté o no de hacerte justicia. Acabo de decirte que en ningún momento me dormí ni volví a mi lecho, luego que tú abandonaste mi gabinete. Sería inútil que te molestara deteniéndome a recordar lo que pensé entonces —tú no comprenderías tales pensamientos—; sólo habré de decirte lo que hice luego que transcurrió el tiempo suficiente que me ayudó a recobrarme. Me abstuve de alarmar a la gente de la casa y de contarle a todo el mundo lo ocurrido…, como debiera, en verdad, haber hecho. A despecho de lo que viera, me hallaba tan enamorada de ti como para creer —¡no importa lo que ello fuera!— cualquier imposible, antes que admitir ante mí misma que tú eras un ladrón deliberado. Pensé una y otra cosa…, hasta que opté por escribirte una carta.

—Jamás recibí esa carta.

—Ya sé que nunca la recibiste. Aguarda un poco y sabrás a qué se debió. Mi carta no te hubiera dicho nada abiertamente. No te hubiera estropeado la vida, de caer en manos extrañas. No hubiera dicho en ella más que —y en un tono cuyo sentido no hubiera, posiblemente, equivocado— tenía yo mis razones para creer que te hallabas endeudado y que tanto a mí como a mi madre la experiencia que teníamos de ti nos decía que no eras tú muy discreto ni muy escrupuloso en lo que se refiere a la manera de obtener dinero para pagar tus deudas. Esto te hubiera recordado la visita del abogado francés y habrías comprendido entonces lo que te quería decir. De haber sentido algún interés por seguir leyendo, habrías llegado a enterarte del ofrecimiento que te hacía…, del ofrecimiento que te hacía en privado (¡ni una sola palabra, ten en cuenta, debía cruzarse abiertamente entre ambos!) de un préstamo consistente en la suma más grande de dinero que me fuera posible reunir. ¡Y la habrías tenido! —exclamó enrojeciendo nuevamente y levantando sus ojos para mirarme una vez más—. ¡Habría empeñado yo misma el diamante, si no hubiese logrado reunir el dinero de otra manera! En esos términos se hallaba concebida la carta. ¡Aguarda! Hice aún algo más. Dispuse, con Penélope, las cosas de manera de hacértela llegar a solas. Y me propuse encerrarme en mi dormitorio, dejando abierta la puerta de mi desierto gabinete, durante toda la mañana. Esperaba —¡con toda el alma y con el corazón aguardaba!— que tú habrías de aprovechar la oportunidad que se te ofrecía para volver a colocar en secreto el diamante en la gaveta.

Yo intenté hablar. Pero ella levantó, impaciente, su mano y me contuvo. En medio de las cambiantes alternativas de su carácter, comenzó a encresparse de nuevo su ira. Abandonó su asiento y se aproximó a mí.

—¡Ya sé lo que quieres decirme! —prosiguió—. Quieres volver a recordarme de que jamás recibiste tal carta. Yo puedo decirte por qué. La rompí.

—¿Por qué motivo? —le pregunté.

—Por el más razonable de los motivos. ¡Preferí desgarrarla antes que malgastarla enviándosela a un hombre como tú! ¿Cuál fue la primera noticia que recibí a la mañana? ¿Qué es lo que oí decir en el mismo instante en que acababa de darle forma a mi modesto plan? Oí decir que tú —¡nada menos que tú!— fuiste el primero en traer a la policía a la casa. ¡Tú eras el más activo: el jefe; quien luchaba más que nadie para recobrar la gema! Y fuiste tan audaz como para querer hablar conmigo respecto de la desaparición del diamante…, del diamante que tú mismo robaras; el diamante que tuviste todo el tiempo en tus manos. Ante esta horrible demostración de astucia y falsedad, desgarré mi carta. Pero aun entonces —aun en el momento en que me hallaba enloquecida por la búsqueda y el registro efectuados por ese policía que tú trajeras a la casa—, aun entonces, cierta infatuación personal me impidió el darte por perdido. Y me dije a mí misma: «Ha estado desempeñando una vil farsa ante todas las gentes de la casa. Veamos si es que se atreve a desempeñarla ante mí.» Alguien me dijo que te hallabas en la terraza. Bajé, pues, a la terraza. Me esforcé por mirarte y también por hablarte. ¿Has olvidado ya lo que te dije?

Pude haberle respondido que me acordaba de cada palabra. Pero, ¿qué objeto hubiera tenido el hacerlo en ese momento?

¿Cómo podía decirle que lo que me dijo en aquella ocasión me dejó pasmado y acongojado, me hizo pensar que se encontraba bajo los efectos de una peligrosa conmoción nerviosa y pensar si no sería posible que la desaparición de la gema no constituyera para ella el misterio que la misma significaba para las otras personas de la casa…, y que no me había hecho percibir en ningún momento la más ligera vislumbre de la verdad? No teniendo a mi alcance ni la sombra de una prueba que sirviera para vindicar mi inocencia, ¿cómo habría logrado persuadirla de que no sabía yo más, en lo que concernía a lo que ella estaba pensando en ese momento allí, en la terraza, que lo que hubiera sabido respecto de ello la persona más ajena al asunto?

—Quizá te convenga olvidar; en cuanto a mí, me conviene hacer memoria —prosiguió—. Sabía muy bien lo que decía…, ya que medité sobre ello antes de hablar. Una tras otra fui dándote varias oportunidades para que confesaras la verdad. No callé nada de lo que pude decirte…, nada, excepto el decirte claramente que tú eras el autor del robo. Y por toda respuesta no hiciste más que dirigirme una fingida y vil mirada de asombro y mostrarme un engañoso rostro de inocente…; exactamente como lo has hecho hoy aquí, ¡exactamente como lo estás haciendo en este mismo instante! Te dejé esa mañana con el convencimiento de que te había conocido, al fin, tal cual eras —tal cual eres—: ¡cómo el ser más miserable que ha pisado jamás la tierra!

—Si me hubieras hablado claro en aquella ocasión Raquel, te habrías alejado de mi lado, quizá, con el convencimiento de que habías sido cruelmente injusta con un inocente.

—¡Si hubiera hablado claro ante las otras gentes —me replicó en un nuevo acceso de indignación—, habrías quedado deshonrado por el resto de tus días! ¡Si hubiera hablado claro para tus oídos, tan sólo, te habrías negado a creerme como lo estás haciendo ahora! ¿Piensas, acaso, que te hubiese creído? ¿Vacilaría en mentir un hombre que había hecho lo que yo te vi hacer a ti…, y que se condujo como tú te condujiste más tarde, respecto de ese asunto? Te repito que me contuvo el horror de oírte mentir, luego de haber experimentado el horror de comprobar que eras un ladrón. ¡Hablas de esto como si se tratara de un malentendido que pudiera disiparse mediante unas pocas palabras! ¡Bien!, el malentendido ha terminado. ¿Se ha rectificado algo? ¡No!, las cosas se hallan como antes. ¡No te creo, ahora! No creo que hayas encontrado la camisa de dormir, ni que exista esa carta de Rosanna Spearman, no creo una sola palabra de lo que has dicho. Tú lo robaste… ¡Yo te vi! Simulaste ayudar a la policía; ¡lo vi también! Y empeñaste el diamante en la casa del prestamista de Londres, ¡estoy segura de ello! ¡Hiciste recaer tu deshonra (gracias a mi indigno silencio) sobre un hombre inocente! ¡Y fuiste hacia el Continente con tu botín, a la mañana siguiente! Luego de tanta vileza, sólo una cosa podías aún hacer. Venir aquí con una última mentira en los labios…, ¡venir aquí para decirme que he sido injusta contigo!

Si hubiera permanecido allí un instante más, quién sabe qué palabras, de las cuales me hubiese arrepentido en vano posteriormente, habría dejado escapar de mis labios. Pasé de largo a su lado y abrí por segunda vez la puerta. Por segunda vez, también —y con la frenética terquedad de una mujer excitada—, me asió del brazo y se interpuso en mi camino.

—Déjame ir, Raquel —le dije—. Será mejor para los dos. Déjame ir.

Su histerismo y su cólera le hinchaban el pecho… su anhelosa respiración me golpeó casi en el rostro, en tanto me retenía junto a la puerta.

—¿Por qué has venido? —insistió, desesperada—. Te lo vuelvo a preguntar…, ¿por qué has venido? ¿Tienes miedo de que te delate? Ahora que eres un hombre rico; ahora que ocupas un lugar en el mundo y puedes casarte con la dama más encumbrada de la tierra…, ¿temes que diga yo las palabras que no le he dicho a nadie hasta ahora más que a ti? ¡No puedo hacerlo! ¡No puedo denunciarte! Soy peor, si es posible tal cosa, peor de lo que tú eres.

Volvió a estallar en sollozos. Luchó consigo misma fieramente; asió mi brazo más y más fuertemente.

—No puedo arrancarte de mi corazón —me dijo—, ¡ni aun ahora! ¡Puedes estar seguro de esta vergonzosa, de esta indigna flaqueza que no puede luchar contigo más que de esta manera! —abandonando súbitamente mi brazo… elevó sus manos y las retorció frenéticamente en el aire—. ¡Cualquiera otra mujer rehuiría la acción de tocarlo! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Me desprecio a mí misma, más hondamente de lo que lo desprecio a él!

Las lágrimas forzaron su paso a través de mis pupilas, a despecho de mí mismo…; no podía seguir sufriendo por más tiempo tan horrenda situación.

—Tendrás que comprender que has sido injusta conmigo, sin embargo —le dije—. ¡De lo contrario no habrás de volver a verme jamás!

Dicho esto me alejé. Ella abandonó de inmediato la silla en que se había dejado caer un momento antes; se puso de pie, de súbito —¡la noble criatura!—, y me siguió a través del cuarto exterior, para hacerme llegar una postrera y clemente frase de despedida.

—¡Franklin! —me dijo—. ¡Te perdono! ¡Oh, Franklin, Franklin, no nos volveremos a ver nunca más! ¡Dime que me perdonas a mí!

Yo me volví para demostrarle con la expresión de mi rostro que me era imposible recurrir a la palabra… Me volví y la saludé con la mano y la vi turbiamente, como en un sueño, a través de las lágrimas que me vencieron, al fin.

Un instante después la más honda amargura había ya pasado. Me encontraba nuevamente en el jardín.

No la pude ya ver ni escuchar.