V

Luego de haberme dicho el nombre del ayudante de Mr. Candy, Betteredge pensó, al parecer, que ya habíamos malgastado demasiado tiempo respecto a tan insignificante sujeto, y reanudó su lenta lectura de la carta de Rosanna Spearman.

Por mi parte, me senté junto a la ventana, a la espera de que diera término a aquélla. Poco a poco la impresión que me produjo Ezra Jennings —¡parecía inexplicable, en verdad, que encontrándome en la situación en que me encontraba hubiera ser humano alguno capaz de impresionarme aún!— se desvaneció de mi mente. Mis pensamientos volvieron a fluir por su cauce anterior. Una vez más me obligué a mí mismo a contemplar con resolución y frente a frente la increíble situación en que me hallaba. Una vez más repasé en mi mente la línea de conducta que, luego de poner en juego toda la serenidad que me fue posible hallar dentro de mí mismo, planeé para el futuro.

Debía regresar a Londres ese mismo día; exponerle el caso en toda su amplitud a Mr. Bruff y, por último, efectuar el acto más importante, esto es, obtener, no importa de qué manera y a costa de qué sacrificio, una entrevista personal con Raquel…; en esto consistía el plan de acción que forjé de acuerdo con lo que fui capaz de realizar en ese entonces. Contaba aún con una hora, antes de la partida del tren, y con la dudosa probabilidad de que Betteredge descubriera en la parte aún no leída de la carta de Rosanna Spearman, algo que me fuera útil saber antes de que abandonara la casa en que desapareció el diamante. A la espera de esa oportunidad fue que decidí aguardar.

La carta proseguía con estas palabras:

No tiene usted por qué encolerizarse, Mr. Franklin, aun cuando haya yo experimentado una pequeña sensación de triunfo al saber que tenía en mis manos todas las posibilidades de su futuro. Muy pronto se descargaron de nuevo sobre mí la ansiedad y el temor. Teniendo en cuenta el punto de vista adoptado por el Sargento Cuff en lo que concernía a la pérdida del diamante, podía asegurarse que habría él de concluir por ordenar el registro de nuestra ropa blanca y de nuestros vestidos. No había un lugar en mi habitación —no lo había en toda la casa—, estaba segura, que fuera a librarse de sus garras. ¿Cómo ocultar la camisa de dormir de manera tal que ni el propio Sargento pudiera dar con ella, y cómo hacerlo sin desperdiciar un solo instante de ese tiempo precioso con que contaba para ello? No era fácil contestar a estas preguntas. Mi incertidumbre concluyó cuando me dispuse a seguir un procedimiento que le causará sin duda risa. Me desvestí y me eché encima su camisa de noche. Usted la había llevado…, y yo viví un pequeño instante de placer al llevarla luego que usted la hubo usado.

Las próximas nuevas que llegaron hasta las dependencias de los criados sirvieron para demostrarme que no me había anticipado en un solo minuto respecto al límite máximo con que contaba para poner a buen recaudo la camisa de dormir. El Sargento Cuff acababa de pedir el libro del lavado.

Di con él y se lo entregué en el gabinete de mi ama. El Sargento y yo nos habíamos encontrado más de una vez anteriormente. Estaba segura de que habría de reconocerme…, pero no tenía la misma certeza en lo que respecta a lo que haría al comprobar que me hallaba empleada de sirvienta en una casa donde acababa de desaparecer una gema. Frente a tanta incertidumbre consideré que significaría un alivio para mí el afrontar de una vez el encuentro.

Me miró como a una desconocida, cuando le alargué el libro del lavado; y me lo agradeció con una particular cortesía. Yo consideré ambas cosas como dos malas señales. ¿Qué sabía yo lo que podía decir de mí a mis espaldas?, ¿qué sabía yo cuánto tiempo habría de pasar antes de que se me detuviera bajo sospecha y se me registrara? Era ésa la hora en que debía usted regresar del viaje en tren que efectuara para ir a visitar a Mr. Godfrey Ablewhite; por tanto, me dirigí hacia su sendero favorito, entre los arbustos, a la espera de una nueva oportunidad de hablar con usted…, la última oportunidad, a pesar de todo lo que yo sabía en contrario, que habría de presentárseme jamás.

Usted no apareció en ningún momento y, lo que fue peor todavía, vi pasar junto a mi escondite a Mr. Betteredge y al Sargento Cuff…, y el Sargento me vio.

No me quedaba otra alternativa, luego de esto, que regresar al sitio en que me correspondía estar y a la labor que era de mi incumbencia, antes de que se descargaran nuevos desastres sobre mí. En el mismo instante en que iba yo a echar a andar a través del sendero, regresaba usted de su viaje en ferrocarril. Cuando se disponía usted a avanzar directamente hacia allí, —me vio estoy segura, señor, de que me vio—, y volviéndose entonces, como si hubiera estado yo apestada, cambió de rumbo y se internó en la casa[6].

Hice casi todo mi recorrido, puertas adentro, otra vez, y penetré por la entrada de la servidumbre. No había nadie en el lavadero, y me senté allí, solitaria. Ya le he dicho cuáles fueron las ideas que las Arenas Temblonas me metieron en la cabeza. Dichas ideas retornaban a mi mente ahora. Me pregunté a mí misma qué es lo que me sería más difícil de soportar, si las cosas seguían por el rumbo en que iban: si la indiferencia de Mr. Franklin Blake o la resolución de arrojarme a la arena movediza para terminar en ella para siempre.

Es inútil que se me pida una explicación de mi conducta de ese entonces. Me esfuerzo…, pero no logro comprenderme a mí misma.

¿Por qué no traté de detenerlo al ver que usted me evitaba de tan cruel manera? ¿Por qué no lo desafié y le dije: «Mr. Franklin, tengo algo que decirle; se refiere a su persona y deberá y habrá usted de escucharlo?» Se hallaba usted a mi merced… Le había arrebatado a usted el látigo de la mano, como es corriente decir. Y aún más que eso: me hallaba en condiciones, si sólo podía lograr que me dispensara su confianza, de serle útil en el futuro. Naturalmente, jamás pensé que usted —un caballero— hubiera robado el diamante por el mero placer de hacer tal cosa. No, Penélope la había oído hablar a Miss Raquel y yo lo había oído hablar a Mr. Betteredge, tanto de sus deudas como de sus extravagancias. Se hizo evidente para mí que había tomado usted el diamante para venderlo o empeñarlo con el fin de obtener por su intermedio la suma que necesitaba. ¡Vaya! Yo podría haberle indicado un hombre que en Londres le hubiera anticipado una gran suma por la gema sin hacerle ninguna pregunta embarazosa.

¡Por qué no le habré hablado a usted, por qué no se lo habré dicho!

Me pregunto si los riesgos y dificultades que implicaba el hecho de esconder la camisa de noche no eran ya demasiados de por sí como para añadirles otros. Eso hubiera podido ocurrir con cualquiera otra mujer…, pero ¿cómo podía tratarse de tal cosa en mi caso? En los días en que fuera yo una ladrona había corrido riesgos cincuenta veces mayores que ése y sorteado dificultades con las cuales ésta de ahora resultaba un simple juego de niños. Me hallaba iniciada, por así decirlo, en timos y engaños…, algunos de los cuales se hicieron famosos y aparecieron en los periódicos. ¿Era posible que algo tan mezquino como el guardar la camisa de dormir pesara de tal manera sobre mi espíritu, hasta el punto de hacer naufragar mi corazón bajo su peso en el preciso instante en que debía ponerlo sobreaviso a usted? ¡Qué tonta soy al hacer tal pregunta! Eso no podía ser.

¿Qué objeto tiene el insistir de esta manera en mi propia manera tonta de obrar? ¿No es acaso demasiado evidente la simple veracidad de los motivos? A espaldas suyas, lo amaba yo con toda mi alma y mi corazón. Frente a usted —no tengo por qué ocultarlo— me sentía atemorizada; temía encolerizarlo y temía también lo que usted pudiera decirme, pese a haber sido usted quien se había apoderado del diamante, en cuanto yo me atreviera a anunciarle que me había enterado de ello. Avancé tanto en ese terreno como me lo permitió mi coraje, cuando le dirigí la palabra en la biblioteca. Usted no me había vuelto la espalda en esa oportunidad. Como tampoco había huido de mí igual que si se tratara de la peste. Yo traté de despertar en mí un sentimiento de cólera hacia usted y de estimular en esa forma mi coraje. ¡Pero no! No pude sentir otra cosa que mi propia miseria y humillación. «Es usted una muchacha vulgar; tiene usted un hombro encorvado; no es más que una simple criada…, ¿qué se propone, pues, al intentar dirigirme la palabra a mí?» ¡Jamás pronunció usted palabra alguna que se pareciera a éstas, Mr. Franklin; pero, no obstante, me lo dijo! ¿Puede explicarse una locura semejante? No. No queda otra cosa que confesarla y dejarla luego en paz.

Le pido perdón una vez más por esta nueva divagación de mi pluma. No hay temor de que ello ocurra otra vez. Me hallo ahora muy cerca del final.

La primera persona que vino a molestarme en el cuarto solitario fue Penélope. Había descubierto mi secreto hacía ya largo tiempo y hecho lo posible por hacerme entrar en razón…, de la manera más bondadosa, por otra parte.

—¡Ah! —me dijo—, sé que estás aquí sentada lamentándote, sola y sin ayuda de nadie. Lo mejor que puede ocurrirte, Rosanna, es que termine cuanto antes la visita de Mr. Franklin a esta casa. Creo que no pasará mucho tiempo antes de que se vaya.

En medio de todos mis pensamientos acerca de usted, nunca se me ocurrió pensar que podría usted irse de aquí.

—Acabo de dejar a Miss Raquel —prosiguió Penélope—. Gran trabajo me costó tolerar su mal humor.

Dice que la casa se le hace insoportable con la policía adentro y se halla determinada a hablar con mi ama esta tarde e irse a casa de su tía Ablewhite mañana. Si hace eso, la primera persona de la casa que busque algún motivo para abandonarla también habrá de ser Mr. Franklin; ¡puedes estar segura de ello!

Yo recobré la facultad de la palabra entonces.

—¿Quieres significar que Mr. Franklin habrá de irse con ella? —le pregunté.

—De mil amores, si ella se lo permite; pero no ocurrirá tal cosa. A él también le ha hecho sentir su irritación; él también se halla en su lista negra…, y ello a pesar de haber hecho todo lo posible por ayudarla, el pobre. ¡No, no! Si no llegan a reconciliarse antes de mañana, habrás entonces de ver a Miss Raquel tomando por un lado y a Mr. Franklin yendo por otro. Hacia dónde se dirigirá él es algo que no me hallo en condiciones de decírtelo. Pero lo cierto es que no seguirá viviendo un solo instante más aquí una vez que Miss Raquel nos haya abandonado.

Yo me las arreglé para contener mi desesperación ante la perspectiva de que usted se fuera. A decir verdad, percibía un pequeño rayo de esperanza en mi futuro, si se producía realmente una seria divergencia entre Miss Raquel y usted.

—¿Sabes a qué se debe su desinteligencia? —le pregunté.

—Toda la culpa recae sobre Miss Raquel —me dijo Penélope—. A pesar de todo lo que sé en contrario, todo se debe a la cólera de Miss Raquel; nada más que a eso. No quiero afligirte, Rosanna, pero no vaya a ocurrírsele huir con la idea de que Mr. Franklin habrá de estar disputando siempre con ella. Está demasiado enamorado para que eso ocurra.

Acababa apenas de pronunciar tan crueles palabras, cuando llegó hasta nosotros la voz de Mr. Betteredge, que nos llamaba. Toda la servidumbre interior de la casa debía reunirse en el vestíbulo. Y luego habríamos de ir pasando, uno por uno, para ser interrogados en el cuarto de Mr. Betteredge, por el Sargento Cuff.

Me llegó el turno a mí, una vez que hubieron pasado la doncella del ama y la doméstica principal de la casa. Las preguntas del Sargento Cuff —aunque disfrazadas muy astutamente— me dejaron entrever bien pronto que aquellas dos mujeres (las más acérrimas enemigas que tenía en la casa) habían hecho algunos descubrimientos junto a mi puerta, desde afuera, la tarde del jueves, y, luego, la noche del mismo día. Le habían dicho al Sargento lo suficiente como para abrirle los ojos respecto a determinada porción de la verdad. Se hallaba aquél en lo cierto cuando sospechaba que había confeccionado yo una nueva camisa de dormir, pero se equivocaba cuando creía que la prenda manchada de pintura me pertenecía. A través de lo que me dijo llegué a convencerme de otra cosa que me dejó perpleja. Sospechaba, naturalmente, que me hallaba yo implicada en la desaparición del diamante. Pero, al mismo tiempo, me dejó entrever —de propósito, según me pareció— que no me consideraba a mí la persona principalmente responsable de la pérdida de la gema. Al parecer, pensaba que yo había actuado siguiendo las órdenes de otra persona. Quién podía ser dicha persona es algo que no pude adivinar entonces ni logro imaginármelo ahora.

En medio de tanta incertidumbre, una sola cosa era evidente: que el Sargento Cuff se hallaba a muchas millas de distancia de saber toda la verdad. Usted estaría a salvo mientras estuviese a salvo la camisa de noche…, pero ni un minuto más.

Yo me desesperé por hacerlo comprender todo el horror y la desdicha que presionaban ahora sobre mí. Era imposible que me arriesgara a llevar un minuto más, encima, su camisa de dormir. Podrían enviarme de repente a comparecer ante el tribunal de Frizinghall, bajo sospecha, y ser registrada, en consecuencia. Mientras el Sargento Cuff me dejara en libertad debía escoger —y ello en seguida— entre proceder a la destrucción de la camisa de dormir o el ocultamiento de la misma en algún sitio seguro que se hallara también a segura distancia de la casa.

De haber estado siquiera un tanto menos enamorada de usted, creo que la hubiera destruido. Pero, ¡oh!, ¿cómo podía yo destruir la única cosa que me hubiera servido para demostrar que lo había salvado a usted? Si tuviéramos que llegar a explicarnos mutuamente y si usted sospechara que yo había tenido alguna mala intención, y se negara a creerme, ¿cómo podría yo ganarme su confianza como no fuera por medio de su camisa de dormir? ¿Me equivoco, acaso, al creer, como lo creí entonces y lo sigo creyendo ahora, que podría usted vacilar respecto a la conveniencia de que una pobre muchacha como yo compartiera su secreto y fuera su cómplice en el robo que lo tentó a cometer su malestar económico? Si piensa usted en su fría conducta para conmigo, señor, no le causará asombro alguno la circunstancia de que tuviera yo tan pocos deseos de destruir el único título que tenía la fortuna de poseer para merecer su confianza y su agradecimiento.

Resolví, pues, ocultarla; y el lugar elegido fue aquel que me era más familiar: las Arenas Temblonas.

Tan pronto como terminó el interrogatorio di la primera excusa que me vino a la mente y conseguí permiso para salir e ir a tomar un poco de aire fresco. Me dirigí directamente hacia Cobb’s Hole, hacia la cabaña de Mr. Yolland. Su esposa y su hija eran las mejores amigas que yo tenía. No crea usted que fui allí para confiarles su secreto…, no se lo he confiado a nadie. Sólo fui para escribirle a usted una carta y para contar con una segura oportunidad que me permitiera sacarme de encima la camisa de noche. Sabiendo, como sabía, que se sospechaba de mí, no podía hacer ninguna de esas dos cosas, allá, en las dependencias superiores de la casa.

Y he aquí que ya llego al final de esta carta, que estoy escribiendo, sola, en el dormitorio de Lucy Yolland. Cuando la haya terminado bajaré por la escalera con la camisa de dormir arrollada y oculta bajo mi capa. Ya encontraré, entre ese montón de cosas viejas que hay en la cocina de Mrs. Yolland, alguna que se preste para conservar seca y a salvo la camisa en su escondite. Y luego iré a las Arenas Temblonas —¡no se asuste porque deje que las huellas me delaten!— y ocultaré la camisa de dormir, debajo, en las arenas y en un sitio que no habrá ser humano alguno que sea capaz de descubrir, a menos que le comunique yo el secreto.

Hecho esto, ¿qué haré a continuación?

Entonces, Mr. Franklin, me asistirán dos razones para intentar nuevamente decirle a usted las palabras que aún no le he dicho. Si abandona usted la casa, como cree Penélope que usted hará, sin que yo le haya hablado aún, habré perdido mi oportunidad para siempre. Esa es una de las razones. Por otra parte, además, tengo la consoladora certidumbre de saber —si mi palabra llega a encolerizarlo a usted— que la camisa de noche se halla lista y a mi disposición para abogar por mi causa, como no se halla ninguna otra cosa. Esa es la otra razón. Si estas dos razones no consiguen, juntas, endurecerme el corazón de manera tal que le permita a éste defenderse de la frialdad que lo ha estado helando hasta ahora (me refiero a la frialdad de sus modos para conmigo), habré llegado al final de mis esfuerzos… y al final de mi vida.

Sí; de perder la próxima oportunidad —si se muestra usted tan cruel como siempre y me hace sentir tal cosa como la he sentido ya anteriormente—, le diré adiós a este mundo que me ha mezquinado la felicidad que a otros les da. Le diré adiós a una vida que sólo una pizca de bondad de parte de usted podría convertir alguna vez en una cosa agradable, de nuevo, para mí. No me condene, señor, por este final. ¡Pero trate —esfuércese— de sentir cierta piedad dolorosa hacia mí! Trataré en lo posible que descubra lo que he hecho por usted, cuando ya no me encuentre aquí para decírselo. ¿Me dirá usted entonces, cuando ello ocurra, alguna cosa amable…, con el mismo tono tierno con que le habla a Miss Raquel? Si lo hace, y si existen, de verdad, los espectros, creo que el mío lo oirá y temblará de placer cuando ello ocurra.

Ya es tiempo de terminar con esto. Yo misma estoy llorando. ¿Cómo podré ver el camino que conduce al escondite, si permito que estas inútiles lágrimas me enceguezcan?

Por otra parte, ¿por qué habré de mirar las cosas desde el lado más sombrío? ¿Por qué no creer, mientras pueda, que esto terminará bien, después de todo? Puede ser que lo halle a usted de buen humor esta noche…, o quizá que tenga más suerte mañana por la mañana. No habré de mejorar mi rostro irritándome… ¿no es así? Quién sabe si no he llenado, después de todo, estas largas y fatigosas páginas inútilmente. Ellas también habrán de ir, para que no se pierdan (no importa ahora para qué), dentro del escondite junto con la camisa de dormir. Duro, muy duro me ha sido escribir esta carta. ¡Oh, si llegáramos siquiera a entendernos mutuamente, con qué alegría habría de desgarrarla!

Permítame, señor, que me despida como su fiel amante y su humilde servidora.

Rosanna Spearman.

Betteredge terminó de leer la carta y guardó silencio. Luego de volverla a colocar cuidadosamente dentro del sobre, permaneció pensativo en su asiento, con la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos clavados en el piso.

—Betteredge —le dije—, ¿hay algo hacia el final de la carta que pueda servirnos para orientarnos?

Él alzó la cabeza y miró, lanzando un profundo suspiro…

—Nada hay en ella que pueda servir para orientarlo, Mr. Franklin —me respondió—. Siga usted mi consejo: no saque de su sobre la carta hasta que haya pasado su presente agitación. Ya habrá de angustiarlo hondamente en cualquier tiempo que la lea. No lo haga ahora.

Yo guardé la carta en mi cartera.

Una ojeada retrospectiva hacia los capítulos dieciséis y diecisiete de la Narración de Betteredge bastará para demostrar que había en realidad una razón para que yo desistiera de leer la carta, en una época en que mi coraje se hallaba sometido a tan cruel prueba. En dos ocasiones la infeliz mujer había efectuado una última tentativa para hablar conmigo. Y en igual número de oportunidades había tenido yo la desgracia (¡sólo Dios sabe cuán inocentemente!) de rechazar sus solicitaciones. La noche del viernes, como hace constar verazmente Betteredge, me halló a solas junto a la mesa de billar. Sus maneras y sus palabras me dieron la impresión —y se la hubieran dado a cualquier otro hombre— de que estaba a punto de hacerme una confesión culpable respecto de la desaparición del diamante. Por su propio bien no le presté ninguna atención especial cuando la vi venir, y por su propio bien y también de propósito, dirigí mi vista hacia las bolas de billar en lugar de mirarla a ella…, ¿y con qué resultado? ¡La despedí dos veces con el corazón herido! El sábado, nuevamente —el día en que, según debió ella haber previsto de acuerdo con lo que le dijera Penélope, mi partida era ya una cosa inminente—, nos persiguió la misma fatalidad. Ella trató una vez más de encontrarse conmigo en el sendero de los arbustos y me halló en compañía de Betteredge y del Sargento Cuff. Al alcance de su oído el Sargento apeló, impulsado por un móvil interno, a mi interés por Rosanna Spearman. Y otra vez, por el propio bien de la pobre muchacha, le respondí al funcionario policial con un franco desmentido y declaré —afirmé en voz alta, para que pudiera ella oírme también—, que no sentía «interés alguno por Rosanna Spearman». Ante esas palabras, cuyo único objeto fue el de prevenirla contra toda tentativa de llegar a la confidencia conmigo, se desvió de allí y abandonó el lugar; prevenida por el peligro, según creí; condenándose a sí misma a su propia destrucción, según sé ahora. Ya he trazado el curso seguido por los sucesos desde ese instante hasta el momento en que efectué el asombroso descubrimiento en la arena movediza. La ojeada retrospectiva ya ha sido completada. Puedo ahora abandonar esta miserable historia de Rosanna Spearman —la cual, aun después de tanto tiempo, no puedo releer sin experimentar una dolorosa sensación de desgracia— para que sugiera por sí misma todo lo que no ha sido dicho aquí. Puedo también pasar ya del suicidio en las Arenas Temblonas, con toda la extraña y terrible influencia que ha ejercido en mi presente situación y mis probabilidades futuras, a otras cosas más interesantes que les conciernen a las demás personas de este relato y a los eventos que estaban ya preparándome el camino para que pudiera realizar el lento y fatigoso viaje que me habría de conducir de la sombra a la luz.