IV

No encuentro palabras adecuadas para expresar mis sensaciones de ese instante.

Tengo la impresión de que el choque que en mí se produjo provocó una paralización de mi facultad de pensar y de la de sentir. Sin duda no debí saber lo que hacía cuando se reunió conmigo Betteredge, ya que éste me ha asegurado que me eché a reír cuando me preguntó qué es lo que ocurría y que le entregué la camisa de noche para que leyera el acertijo por sí mismo.

De lo que hablamos en la costa entonces no tengo el más remoto recuerdo. El primer sitio en el cual alcanzo a distinguir mi figura claramente, luego de eso, es la plantación de abetos. Me veo a mí mismo y a Betteredge caminando juntos en dirección de la casa, y oigo que Betteredge me dice que me hallaré yo y se hallará él en condiciones de afrontar lo ocurrido, una vez que hayamos bebido un vaso de grog.

La acción muda de escenario y pasa de la plantación de abetos al pequeño gabinete de Betteredge. He olvidado mi decisión de no penetrar en la casa de Raquel. Percibo la agradable frescura, la sombra y la quietud del cuarto. Bebo el grog (un lujo para mí enteramente nuevo, a esa hora del día) que mi viejo y buen amigo mezcla con el agua helada de la fuente. En cualesquiera otras circunstancias la bebida no hubiera hecho más que atolondrarme. En las actuales, aquieta mis nervios. Comienzo ya a afrontar lo ocurrido, según ha predicho Betteredge. Este también, por su parte, comienza a afrontar lo ocurrido.

Sospecho que la pintura que estoy haciendo de mí mismo constituye, para decir lo menos que se puede afirmar respecto de ella, una pintura bien extraña. Colocado en una situación que, en mi opinión, puede ser considerada absolutamente sin paralelo, ¿cuál es el primer expediente a que recurro? ¿Me alejo, acaso, de todo contacto con los demás? ¿Me pongo a analizar pacientemente esa abominable imposibilidad que se me opone, sin embargo, como una innegable realidad? ¿Me precipito de regreso a Londres, en el primer tren, para consultar con las más altas autoridades y para iniciar de inmediato una investigación? No. Acepto, en cambio, cobijarme bajo el techo de una casa respecto de la cual he dicho que no habría de degradarme jamás hasta el punto de llegar a trasponer su umbral; y me siento a empinar el codo con alcohol y agua en compañía de un viejo criado, a las diez de la mañana. ¿Es ésa la conducta que podía esperarse de un hombre colocado en la horrible situación en que yo me hallaba? Sólo me cabe responder que la contemplación del rostro familiar del viejo Betteredge significó para mí un estímulo de incalculable valor y que el grog del viejo Betteredge me ayudó, según creo, como ninguna otra cosa hubiera logrado hacerlo, a levantar mi cuerpo y mi espíritu del plano de postración en que habían caído. Sólo esta excusa puedo ofrecer para justificar mi conducta, y proclamar en seguida mi admiración por ese invariable mantenimiento de la dignidad y esa estricta y lógica consistencia de conducta que distinguirá sin duda, ante cualquier emergencia, desde la cuna a la tumba, a todo hombre o mujer que pose sus ojos en estas páginas.

—Ahora, Mr. Franklin, hay, sea como fuere, un hecho cierto —dijo Betteredge, arrojando la camisa de noche sobre la mesa que se interponía entre ambos y señalando a aquélla como si se tratara de un ser viviente que pudiera escucharlo—. Para comenzar, debo decir que él es un mentiroso.

Este consolador punto de vista difería del que surgió en mi mente, respecto de ese asunto.

—Soy tan inocente, en lo que concierne al robo del diamante, como lo eres tú —le dije—. ¡Pero he ahí esa prueba en contra de mí! La pintura sobre la camisa de dormir y el nombre que aparece sobre la misma constituyen dos realidades.

Betteredge levantó mi vaso y lo colocó persuasivamente en mi mano.

—¿Realidades? —repitió—. ¡Tome un trago más de grog, Mr. Franklin, y verá usted cómo desaparece esta debilidad que lo hace creer en ellas! ¡Trampa, señor! —continuó diciendo, bajando la voz hasta hacerla alcanzar un tono confidencial—. Eso es lo que me sugiere este acertijo. Trampa que se oculta en algún lugar de él…, y que yo y usted tenemos que descubrir. ¿No había otra cosa en el estuche de estaño cuando introdujo usted su mano en él?

La pregunta me trajo a la memoria instantáneamente la carta que guardara en mi bolsillo. La extraje de él y la abrí. Se componía de numerosas páginas ceñidamente escritas. Impaciente, dirigí mis ojos hacia el final de la misma, en busca de la firma, «Rosanna Spearman».

En cuanto comencé a leer ese nombre, una súbita añoranza iluminó mi cerebro y una imprevista sospecha brotó al conjuro de esa nueva luz.

—¡Alto ahí! —exclamé—. ¿Rosanna Spearman vino a casa de mi tía luego de salir de un reformatorio? ¿No había sido antes una ladrona?

—Nadie lo niega, Mr. Franklin. ¿A qué viene eso ahora? ¡Por favor!…

—¿A qué viene? ¿Cómo podemos afirmar que no fue ella quien robó el diamante, después de todo? ¿O decir que no manchó intencionadamente mi camisa de noche con la pintura?…

Betteredge dejó caer su mano sobre mi brazo, y me contuvo antes de que pudiera añadir una sola palabra a lo ya dicho.

—No me cabe la menor duda de que logrará usted verse libre de esto, Mr. Franklin. Pero espero que no sea de esa manera. Entérese de lo que dice la carta, señor. Para hacerle justicia a la memoria de la muchacha, entérese de lo que dice la carta.

Sus palabras graves influyeron en mi ánimo… las sentí casi como si constituyeran un reproche.

—Podrás juzgar luego de que te haya leído la carta —le dije—; la leeré en voz alta.

Comencé, pues…, y di lectura a las siguientes líneas:

«Sir: Tengo algo que confesarle. Una confesión que encierra una gran desgracia puede decirse, a veces, en muy pocas palabras. Para decir ésta no necesito más que dos. Lo amo.»

La carta se deslizó de mi mano. Miré a Betteredge y le dije:

—En nombre del Cielo, ¿qué significa esto?

Él pareció tener miedo de responder a la pregunta.

—Usted estuvo esta mañana a solas con la coja Lucy, señor —me dijo—. ¿Le dijo ella algo respecto de Rosanna Spearman?

—Ni siquiera mencionó su nombre una sola vez.

—Tenga la bondad de volver a su carta, Mr. Franklin. Le confieso que no me atrevo a causarle un nuevo trastorno, luego de lo que ha tenido usted que soportar hasta ahora. Deje que ella le hable por sí misma, señor. Y termine con su grog. Por su propio bien, termine de beber su grog.

Yo reanudé la lectura de carta.

Mucha vergüenza me habrían de causar estas palabras, si estuviera viva cuando usted las leyera. Habré muerto y desaparecido, señor, cuando usted descubra esta carta. Eso es lo que me hace ser osada. No habrá siquiera una tumba que me recuerde. Me atrevo a decirle la verdad…, porque sé que la arena movediza me está aguardando para ocultarme una vez que haya escrito estas palabras.

Además, hallará usted su camisa de dormir en mi escondite, con la mancha de pintura en ella y querrá usted saber cómo llegué yo a ocultarla, y por qué no le dije una palabra de ello cuando estaba viva. Una sola razón puedo darle. Si hice todas esas cosas extrañas fue porque lo amaba.

No lo molestaré con mayores detalles respecto a mí misma o de la vida que llevé antes de que visitara usted la casa de mi ama. Lady Verinder me sacó de un reformatorio. Había ido a éste desde la prisión. A la prisión por ladrona. Y fui ladrona porque mi madre vagaba por las calles desde que yo era muy pequeña. Mi madre salió a vagar por las calles debido a que un caballero, que era mi padre, la abandonó. No es necesario que me detenga más en una historia tan vulgar. A cada momento aparecen en los diarios.

Lady Verinder fue muy buena conmigo, y Mr. Betteredge también lo fue. Estos dos y la directora del reformatorio han sido las únicas personas buenas que encontré durante toda mi existencia. Hubiera podido acostumbrarme a esa existencia —aunque sin ser feliz—, hubiera podido, de todos modos, acostumbrarme, si no hubiera venido usted de visita a la casa. No lo condeno a usted, señor. La culpa es mía…, totalmente mía.

¿Se acuerda usted de aquella mañana en que apareció frente a nosotros, en medio de las dunas, en busca de Mr. Betteredge? Era usted como el príncipe de un cuento de hadas, como el amante de un sueño. Era usted el ser más adorable que jamás vieran mis ojos. Algo me hizo sentir esa felicidad que nunca había experimentado; brotó dentro de mí en cuanto posé mis ojos en usted. No se ría de mi, si le es posible. ¡Oh, si pudiera hacerle sentir tan sólo cuán importante es esto para mí!

Me volví en seguida a la casa y escribí su nombre y el mío en mi costurero y dibujé debajo de ambos el lazo del perfecto amor. Y entonces, algún demonio… no, debiera más bien decir un ángel bueno, me cuchicheó al oído: «Ve al espejo y mírate en él». El espejo me dijo…, no importa lo que él me dijo. Demasiado entontecida me hallaba para reparar en su advertencia. Y seguí enamorándome más y más de usted, como si fuera una dama de su misma condición y la más hermosa criatura que hubieran visto sus ojos. Me esforcé —¡oh, de qué manera, querido mío!— para lograr que usted me mirara. Si usted hubiera sabido de qué manera lloraba yo por las noches, mortificada y dolorida por el hecho de que usted nunca se fijara en mí, se habría apiadado, tal vez, de mí y me habría dirigido de vez en cuando alguna mirada, para que pudiera vivir de ella.

Y no hubiera sido ésa una mirada muy amable, quizá, si hubiera usted adivinado en qué forma odiaba yo a Miss Raquel. Creo que descubrí que usted la amaba, antes de que lo hiciera usted mismo. Ella tenía la costumbre de regalarle rosas para que se las pusiera usted en el ojal de su chaqueta. ¡Ah, Mr. Franklin, llevó usted más veces mis rosas, en el ojal, de lo que usted o ella sospecharon! Mi único consuelo, en ese entonces, era el de colocar a hurtadillas mi rosa en su vaso con agua, en lugar de la de ella… y luego arrojar la rosa de Miss Raquel.

Si hubiera sido ella, realmente, tan hermosa como usted la imaginaba, podría yo haber sobrellevado mejor mi destino. Pero no; creo que hubiera sentido aún mayor rencor hacia ella. Supongamos que viste usted a Miss Raquel con las ropas de una criada y le quita todos sus adornos… No sé qué objeto tiene escribir de esta manera. No se podía negar que ella tenía un pobre aspecto; era demasiado delgada. Pero ¿quién podrá adivinar lo que habrá de gustarle a un hombre? Por otra parte, las señoritas llegan a conducirse, a veces, de una manera que bastaría para hacerle perder su empleo a una criada. Pero no es éste un asunto que me atañe. No puedo esperar que lea usted mi carta, si escribo de esta manera. Pero es que me rebela oír decir que Miss Raquel es hermosa, cuando bien sabe una que sólo es su ropa y su confianza en sí misma las que producen tal efecto.

Trate de no impacientarse conmigo, señor. Me aproximaré, de la manera más rápida que me sea posible, a la época que, sin duda, habrá de despertar en usted un mayor interés…; la época de la desaparición del diamante.

Pero hay una cosa que se me ha antojado decirle primero.

Mi vida no fue muy difícil de sobrellevar mientras fui una ladrona. Sólo cuando se me enseñó en el reformatorio a sentir mi propia degradación y a esforzarme por alcanzar cosas mejores, mis días se tornaron aburridos y largos. Las ideas sobre el futuro se abrieron paso por su cuenta dentro de mí misma, entonces llegué a sentir el horrendo reproche que la gente honesta —aun los más buenos entre los honestos— significaba en sí misma para mí. Una angustiosa sensación de soledad me seguía fuese donde fuere, hiciese lo que hiciere y viese a la gente que viere. Mi deber me imponía, bien lo sé, tratar de armonizar con mis compañeros de labor de mi nuevo destino. Por una u otra causa no pude hacerme amigo de ninguno de ellos allí. Me miraban (o me pareció que me miraban) como si sospecharan lo que había sido yo anteriormente. No lamento, absolutamente, el hecho de que se me haya despertado y se me haya obligado a hacer un esfuerzo para convertirme en una mujer mejor; pero en verdad, era ésa una existencia árida. Usted apareció en ella como un rayo de sol, al principio… y luego, también usted me decepcionó. Yo fui lo suficientemente loca como para enamorarme de usted, y no logré hacerlo reparar siquiera en mí. Era ésa una gran desdicha…, realmente una gran desdicha.

Ahora estoy llegando a lo que quería decirle. En aquellos días de amargura fui dos o tres veces, durante mis salidas, a mi lugar predilecto…: la costa que domina las Arenas Temblonas. Y me dije a mí misma: «Creo que esto habrá de terminar aquí. Cuando no pueda soportarlo más, creo que habré de terminar aquí». Tiene usted que tener en cuenta, señor, que el sitio ejercía sobre mí una especie de hechizo, desde antes de que usted llegara a la casa. Siempre había tenido el presentimiento de que algo había de ocurrirme algún día en la arena movediza. Pero jamás había mirado hacia ella considerando que podría convertirse en el medio de librarme de mí misma, antes de la época a la cual me estoy refiriendo ahora. Entonces fue cuando pensé que contaba con un lugar donde poner fin a todas mis penas en un momento…, y donde ocultarme para siempre.

Esto es cuanto tengo que decirle respecto de mí misma, desde la mañana en que lo vi por vez primera hasta la otra mañana en que la pérdida del diamante alarmó a toda la casa.

Tan exasperada me hallaba por la tonta charla de las criadas, que no hacían más que preguntarse sobre quién debían recaer inmediatamente las sospechas, y tan irritada me hallaba con usted (que estaba tan poco enterado de lo ocurrido por ese entonces) por el trabajo que se tomó a fin de dar con la gema y por haber recurrido a la policía, que resolví mantenerme lo más alejada que me fuera posible de los demás, hasta que, más tarde ese mismo día, llegó el funcionario de Frizinghall a la casa.

Mr. Seegrave comenzó, como usted recordará, por establecer una guardia en los dormitorios de las mujeres, y éstas subieron entonces la escalera hechas unas furias, para que se les explicara por qué las había insultado aquél de esa manera. Yo fui con ellas porque, si no lo hubiera hecho, ese hombre de tan cortos alcances que es Mr. Seegrave, habría sospechado de mí inmediatamente. Lo encontramos en el cuarto de Miss Raquel. Nos dijo entonces que no quería allí tantas mujeres, señaló la mancha que se hallaba en la pintura de la puerta y sugirió que alguna de nosotras debía de haberla hecho con su falda. Después nos envió escalera abajo nuevamente.

Luego de abandonar el cuarto de Miss Raquel me detuve un instante en uno de los rellanos, para comprobar si había manchado por azar mi vestido. Penélope Betteredge (la única, entre las mujeres, con quien me hallaba en amistosas relaciones) pasó en ese momento a mi lado y advirtió lo que me hallaba haciendo.

—No tienes por qué preocuparte, Rosanna —me dijo—. La pintura de la puerta de Miss Raquel hace ya varias horas que se halla seca. Si Mr. Seegrave no hubiera puesto guardia en nuestros dormitorios, se lo hubiera dicho. No sé lo que piensas tú de ello… Yo, por mi parte, jamás fui insultada anteriormente de esa manera.

Penélope era una muchacha muy fogosa. Yo la calmé y la retrotraje a lo que me dijera antes, cuando manifestó que la pintura de la puerta hacía ya varias horas que se había secado.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.

—Estuve con Miss Raquel y Mr. Franklin durante toda la mañana de ayer —me dijo Penélope—, mezclando los colores, mientras ellos terminaban la puerta. Oí que Miss Raquel le preguntaba si la puerta estaría seca para el atardecer, a fin de poder ser contemplada por los invitados del día del cumpleaños. Y Mr. Franklin sacudió la cabeza y le contestó que no se secaría hasta dentro de doce horas. Hacía ya rato que había pasado la hora del almuerzo…, eran ya más de las tres cuando terminaron de pintar. ¿Qué es lo que te sugieren tus cálculos, Rosanna? Los míos me dicen que la puerta se hallaba seca a las tres de esta mañana.

—¿Subió alguna de las señoras ayer por la noche para verla? —le pregunté—. Me pareció oír decir a Miss Raquel que no debían acercarse a la puerta.

—Ninguna de las señoras ha manchado la puerta —me respondió Penélope—. Dejé a Miss Raquel en su lecho a las doce, anoche. Miré luego hacia la puerta y no advertí nada anormal en ella.

—¿No deberías comunicarle tal cosa a Mr. Seegrave, Penélope?

—No le diría una sola palabra que pudiera ayudar a Mr. Seegrave, me ofrezcan lo que me ofrecieren.

Partió en seguida para sus ocupaciones y yo para las mías.

Mi trabajo, señor, consistía en hacerle a usted la cama y en ordenar su cuarto. Era ése, para mí, el instante más feliz del día. Acostumbraba besar la almohada en la que había reposado su cabeza toda la noche. Quienquiera se haya encargado desde entonces de ello, jamás le habrá plegado nadie sus ropas en la forma delicada en que yo lo hacía. En ninguna de las chucherías guardadas en su neceser se advirtió jamás una mancha de polvo. Usted reparó tanto en ello como reparó en mi propia persona. Perdón: ya me estaba olvidando de mí misma. Debo apresurarme y continuar con lo que le estaba diciendo.

Pues bien, entré esa mañana en su cuarto para realizar mi trabajo cotidiano. Sobre la cama se hallaba su camisa de dormir, en la misma posición en que usted la dejara al arrojarla allí. La tomé en mis manos para doblarla…, ¡y descubrí la mancha de pintura hecha en la puerta de Miss Raquel!

Tanto pavor me provocó este descubrimiento que eché a correr con la camisa de noche en la mano en dirección de la escalera trasera y me encerré con llave en mi cuarto para poder observarla en un lugar donde ningún intruso viniera a interrumpirme.

Tan pronto como recuperé el aliento me acordé de mi conversación con Penélope y me dije a mí misma: ¡He aquí una prueba que viene a demostrar que él se halló en el gabinete de Miss Raquel, entre las doce de anoche y las tres de esta mañana!

No le diré aquí, de manera clara, cuál fue la primera sospecha que cruzó por mi mente al hacer ese descubrimiento. No haría usted más que irritarse…, y, si se irritara, habría de desgarrar esta carta y no leer una sola palabra más.

Permítame que le diga sólo esto. Luego de meditar sobre ello hasta donde me lo permitía mi capacidad, deduje que lo que había pasado no era posible, por el motivo que le daré a conocer en seguida. Si se hubiera encontrado usted en el gabinete de Miss Raquel, sabiéndolo ella, a esa hora de la noche (y si hubiera sido usted tan tonto como para olvidarse de que debía tener cuidado con la puerta húmeda), ella se lo habría recordado…, y ella no lo hubiera dejado salir jamás de allí llevándose un testimonio en su contra, como ése sobre el cual posaba yo ahora mis ojos. Al mismo tiempo debo reconocer que no me hallaba completamente segura de haberme probado a mí misma que mi primera sospecha era equivocada. Recordará usted, sin duda, que he admitido que odiaba a Miss Raquel. Haga usted lo posible por pensar, si es que puede, en que había un poco de odio en todo esto. La cosa terminó con mi resolución de retener la camisa de noche y aguardar, observar y pensar en lo que debía hacer con la prenda. Le ruego que recuerde que hasta ese momento ni la sombra de una sospecha había anidado en mi cabeza, respecto al hecho de que usted era quien había robado el diamante.

A esta altura suspendí por segunda vez la lectura de la carta.

Había leído todos los pasajes de la confesión de la infeliz mujer con natural sorpresa, y puedo honestamente añadir que con sincero pesar. Había lamentado, sinceramente lamentado, la calumnia que atolondradamente arrojara sobre su memoria antes de haber leído una sola línea de su carta. Pero al llegar al pasaje citado más arriba, debo reconocer que sentí que me iba encolerizando más y más contra Rosanna Spearman, a medida que avanzaba en la lectura.

—Lee tú el resto —le dije a Betteredge, alargándole la carta por encima de la mesa—. Si encuentras algo en ella que sea imprescindible que yo lea, puedes leérmelo en voz alta, en el instante en que lo halles.

—Lo comprendo, Mr. Franklin —me respondió—. Es natural, señor, tratándose de usted. Y, ¡Dios nos ampare a todos! —añadió bajando la voz—, no es menos natural, tratándose de ella.

A continuación transcribo la carta, según el original que obra en mi poder.

Resuelta ya a retener la camisa de noche y a aguardar con el fin de ver el uso que mi amor o mis deseos de venganza (difícilmente podría precisar cuál de los dos) me impulsaban a hacer de la prenda en el futuro, el próximo paso que debía dar ahora era el de hallar la manera de conservarla sin correr el riesgo de ser descubierta.

Sólo existía una manera…; confeccionar otra camisa de dormir exactamente igual a la anterior antes de que con el día sábado llegara a la casa la lavandera con su inventario de la ropa.

Temí postergar tal cosa hasta el día siguiente, el viernes, debido a que en ese intervalo podía ocurrir cualquier accidente inesperado. Me dispuse, pues, a confeccionar la nueva camisa de dormir ese mismo día (el jueves), durante el cual podía contar, si es que jugaba hábilmente mis cartas, con el tiempo suficiente para hacerlo. La primera cosa que debía hacer (luego de cerrar bajo llave su camisa de noche en mi gaveta) era regresar a su dormitorio…, no tanto para poner allí las cosas en orden (Penélope lo hubiera hecho de habérselo yo pedido), sino para comprobar si había usted borrado alguna mancha de pintura dejada por la camisa de dormir en su lecho o sobre cualquiera de los muebles de la habitación.

Examiné todas las cosas con el mayor cuidado y descubrí, al fin, unas pocas y débiles rayas de pintura en la parte interior de su bata…; pero no en la bata de lino que acostumbraba usted ponerse durante ese verano, sino en otra de franela que también era suya. Yo supuse que había sentido usted frío, luego de haber andado de aquí para allá sin otra cosa encima que su camisa de dormir y que decidió echarse encima la ropa más abrigada que encontró a mano. Sea como fuere, allí estaban las manchas, apenas visibles, en la parte interior de la bata. Yo las quité de allí rápidamente, raspando la franela. Una vez hecho esto, la única prueba que había en contra suya era la que se hallaba encerrada bajo llave en mi gaveta.

Acababa de dar término al arreglo de su cuarto, cuando fui llamada a comparecer ante Mr. Seegrave, junto con el resto de la servidumbre. Luego vino el registro de todas nuestras arcas. Y más tarde el más extraordinario de los eventos del día —para mí—, desde el momento en que hallara la mancha de pintura en su camisa de dormir. Se produjo el mismo a raíz del segundo interrogatorio de Penélope Betteredge efectuado por el Inspector Seegrave.

Penélope retornó a nuestro lado completamente fuera de sí por la manera en que la había tratado Mr. Seegrave. Le había insinuado, sin dejar lugar a dudas, que sospechaba que ella era la ladrona. Todas nos asombramos en la misma medida y le hicimos la misma pregunta: «¿Por qué?»

—Porque el diamante se hallaba en el gabinete de Miss Raquel —nos mostró Penélope—. Y porque yo fui la última persona que estuvo en él esa noche.

Antes casi de que estas palabras brotaran de sus labios, me acordé yo de que otra persona había estado en el gabinete después de Penélope. Esa persona era usted. La cabeza me dio vueltas y mis ideas se entremezclaron de manera espantosa. En medio de todo esto, cierta voz interior me cuchicheó al oído que la mancha de su camisa de dormir podía muy bien significar algo completamente diferente de aquello que yo había pensado hasta entonces. «Si las sospechas deben recaer sobre la última persona que estuvo en la habitación», pensé, «entonces el ladrón no es Penélope, sino Mr. Franklin Blake.»

De haberse tratado de otro caballero, creo que me hubiera sentido avergonzada de sospechar que era el autor del robo, en el mismo instante en que tal sospecha se hubiera hecho presente en mi cerebro.

Pero el simple pensamiento de que usted había descendido a mi nivel y de que yo misma, al apoderarme de su camisa de noche, me había adueñado, a la vez, de los medios que me servirían para evitar que lo descubrieran y lo deshonraran para toda la vida…, le digo, señor, que ese simple pensamiento pareció ofrecerme una tan grande oportunidad de ganarme su buena voluntad, que pasé ciegamente de la sospecha, por así decirlo, a la creencia. De inmediato me convencí a mí misma de que usted había demostrado mayor celo que nadie por ir a buscar a la policía, utilizando eso como una pantalla que sirviera para engañarnos a todos, y que la mano que se había apoderado de la gema de Miss Raquel no podía ser otra, sin lugar a dudas, que la suya.

La agitación que tal descubrimiento me produjo debió, creo, de haberme hecho perder la cabeza durante un momento. Sentí entonces un deseo tan absorbente de verlo —de ensayar una o dos palabras relativas al diamante y obligarlo así a mirarme y hablarme—, que luego de ordenarme el cabello y embellecerme cuanto me fue posible, me dirigí osadamente a la biblioteca, donde sabía que se hallaba usted escribiendo.

Usted había olvidado arriba uno de sus anillos, lo cual me brindó la mejor y más excelente excusa que podría yo haber deseado para justificar mi intromisión. Pero, ¡oh señor!, si ha estado usted enamorado alguna vez podrá entonces comprender cómo fue que todo mi coraje se vino abajo en cuanto penetré en la habitación y me hallé en su presencia. Y en seguida levantó usted su vista para mirarme tan fríamente y me dio las gracias por haber encontrado su anillo con un tono tan indiferente, que sentí que las rodillas me temblaban y me pareció que estaba a punto de caer sobre el piso, a sus pies. Luego de haberme dado las gracias, volvió usted a dirigir su mirada, según recordará, hacia el papel sobre el cual se hallaba escribiendo. Tanto me mortificó el ser tratada de esa manera que recobré el ánimo suficiente como para poder hablar. Y le dije: «Es raro lo que ha ocurrido con el diamante, señor.» Usted volvió a alzar la vista y me dijo: «Sí, es raro.» Su tono fue cortés (no puedo negarlo); pero aun así seguía usted manteniendo la distancia…, una cruel distancia entre nosotros. Creyendo, como yo creía, que había usted ocultado el diamante desaparecido, mientras se hallaba allí hablando conmigo, su frialdad me provocó en tal forma, que fui lo suficientemente osada, en el ardor del momento, como para prevenirle. Y le dije: «¿No es cierto, señor, que no habrán de recuperar jamás el diamante? No. Como tampoco darán nunca con la persona que se lo llevó… Respondo de ello.» Lo saludé con la cabeza y le sonreí, como si le dijera: «¡Estoy enterada!» Esta vez levantó usted su vista para mirarme de una manera que parecía denotar en sus ojos la existencia de algo semejante al interés, y fui consciente entonces de que unas pocas palabras de parte suya y mía bastarían para traer la verdad a la superficie. En ese mismo instante Mr. Betteredge lo estropeó todo al acercarse a la puerta. Yo conocía sus pisadas y sabía también que era ir contra las reglas establecidas por él en la casa el hallarme en la biblioteca a esa hora del día…, mucho más todavía estando allí usted. Apenas si tuve el tiempo suficiente para salir de la habitación por mi cuenta, antes de que él entrara y me echara de ella. Me hallaba irritada y desanimada, pero no había perdido las esperanzas, a pesar de ello. El hielo, como usted ve, se había roto entre nosotros…, y me propuse cuidarme bien de que en la próxima ocasión no se cruzara Mr. Betteredge en mi camino.

En tanto regresaba al vestíbulo de la servidumbre oí sonar la campanilla que anunciaba el almuerzo. ¡Era ya la tarde, y no había adquirido aún los materiales para confeccionar la nueva camisa de dormir! Sólo una oportunidad se me ofrecía de procurarlos. Fingí hallarme enferma a la hora del almuerzo y pude disponer así de todo el intervalo que mediaba entre ese instante y la hora del té.

Cómo fue que empleé mi tiempo mientras todo el mundo en la casa me imaginaba reposando en mi cuarto y cómo la noche luego que fingí nuevamente a la hora del té hallarme enferma y se me envió a mi alcoba de arriba, no es necesario que se lo diga a usted. El Sargento Cuff descubrió, al menos eso, si no otra cosa. Me imagino cómo fue. Fui descubierta, aunque tenía la cara cubierta con un velo, mientras me hallaba en la tienda del pañero de Frizinghall. En el mostrador ante el cual efectuaba yo la compra de la tela había un espejo y en ese espejo vi que uno de los tenderos le indicaba mi hombro a otro y le cuchicheaba algo al oído. Esa noche, por otra parte, y mientras me hallaba encerrada con llave en mi cuarto, y entregada furtivamente a mi labor, oí la respiración de las criadas, que sospechaban de mí, junto a mi puerta.

De nada sirvió ello entonces: de nada servirá tampoco ahora. El viernes por la mañana y varias horas antes de que entrara en la casa el Sargento Cuff, estaba ya lista la nueva camisa de noche —que habría de reemplazar a la que yo poseía— confeccionada, retorcida, secada, planchada, marcada y doblada en la misma forma en que la lavandera plegara todas las otras prendas y a salvo en su gaveta. No había por qué temer (en caso de que se procediera al registro de la ropa blanca de la casa) que la camisa de dormir me descubriera por su calidad de nueva. Toda su ropa interior había sido renovada cuando usted vino a nuestra casa…, supongo que a su retorno al país desde el extranjero.

El próximo acontecimiento fue la llegada del Sargento Cuff y la próxima gran sorpresa el anuncio de lo que él opinaba respecto de la mancha de la puerta.

Yo lo había considerado a usted culpable, como ya lo he admitido, más por la necesidad que sentía de que usted lo fuera que por ninguna otra razón. ¡Y he ahí que ahora el Sargento Cuff llegaba exactamente a la misma conclusión por un camino diferente! ¡Y yo tenía en mi poder la prenda que constituía la única prueba en su contra! ¡Ninguna otra criatura viviente sabía tal cosa…, usted inclusive! Me espanta el decirle lo que pensé en el instante en que me acordé de todas esas cosas…, maldeciría usted mi memoria eternamente si se lo dijera.

A esta altura, Betteredge levantó su vista de la carta.

—Ni la menor chispa de luz hasta el momento, Mr. Franklin —me dijo el anciano, quitándose sus pesados espejuelos de carey y apartando un tanto la confesión de Rosanna Spearman—. ¿Ha llegado usted por su parte a alguna conclusión, señor, mientras me escuchaba?

—Termina de leer primero, Betteredge; puede ser que al final haya algo que venga a iluminarnos. Para ese entonces tendré una o dos palabras que decirte.

—Muy bien, señor. Dejaré descansar un poco mis ojos y proseguiré en seguida mi lectura. Mientras tanto, Mr. Franklin —y aunque no quiero apurarlo—, ¿le sería molesto decirme, de la manera más breve, si percibe usted la pista en medio de todo este enredo?

—Percibo un viaje de regreso a Londres —le dije—, para ir a consultar a Mr. Bruff. Si él no puede ayudarme…

—Sí, señor.

—Y si el Sargento no se decide a abandonar su retiro de Dorking

—¡No querrá abandonarlo, Mr. Franklin!

—Entonces, Betteredge —hasta donde alcanzo yo a percibir ahora—, me encuentro con que he agotado todos mis recursos. Exceptuando a Mr. Bruff y al Sargento, no conozco a nadie que pueda serme de utilidad alguna en este asunto.

En cuanto decía estas palabras oímos que alguien llamaba a la puerta desde afuera.

Betteredge pareció sorprenderse tanto como irritarse por la interrupción.

—¡Adelante —gritó enojado—, quienquiera que sea!

Se abrió la puerta y he ahí que en dirección a nosotros vimos entrar y avanzar calmosamente al hombre de más notable apariencia que jamás haya yo contemplado. De juzgárselo tomando sólo en cuenta su aspecto general y sus ademanes, se lo hubiera considerado todavía una persona joven. Mirándole el rostro, y comparándolo con el de Betteredge, parecía el más anciano de los dos. Su piel era oscura como la de los gitanos, sus descarnadas mejillas se habían hundido en profundas cavidades sobre las que se proyectaba el hueso como un alero. Su nariz se hallaba tan finamente conformada y modelada como es frecuente encontrarla entre las antiguas razas de Oriente y tan poco probable en las nuevas razas de Occidente. Su frente se elevaba verticalmente desde las cejas y era muy alta. Las marcas y las arrugas eran innumerables en su piel. Desde ese rostro extraño, unos ojos más extraños aún y de la más leve tonalidad morena que pueda existir —ojos soñadores y tristes y profundamente sumidos en sus órbitas—, lo miraban a uno y (en mi caso, al menos) se apoderaban de su atención, a voluntad. Añadían a esto una maraña de cabello apretadamente ensortijado que, por algún capricho de la Naturaleza, había perdido su color en una forma de lo más aterradoramente parcial y extravagante. Sobre la coronilla conservaba su profunda tonalidad oscura original. Y en torno de la cabeza —y sin que mediara la menor gradación de tonos grises que pudieran tornar menos violento dicho contraste— había emblanquecido totalmente. La línea divisoria entre los dos colores era de lo más irregular. En un sitio, por ejemplo, el cabello blanco se precipitaba sobre el negro y en otro este último se lanzaba sobre el primero. Yo dirigí mi vista hacia él con una curiosidad que, me avergüenza decirlo, escapó a todo control de mi parte. Sus dulces ojos castaños me miraron, en respuesta, mansamente, y a la involuntaria rudeza y fijeza de mi mirada le replicó con una excusa que yo mismo sentí que no merecía.

—Perdón, señor —dijo—. No tenía la menor idea de que Mr. Betteredge estuviese ocupado.

Sacó entonces una tira de papel de su bolsillo y se la extendió a Betteredge.

—La lista para la próxima semana —le dijo.

Sus ojos se posaron nuevamente en mi rostro…, y abandonó en seguida la habitación, tan calladamente como entrara en ella.

—¿Quién es? —le pregunté.

—El ayudante de Mr. Candy —dijo Betteredge—. Y, entre paréntesis, Mr. Franklin, sin duda le apenará saber que el doctor no se recobró jamás de la enfermedad que contrajo mientras regresaba a su casa, luego de la fiesta del cumpleaños. Su salud no es del todo mala, pero perdió la memoria a raíz de la fiebre y no cuenta desde entonces más que con un despojo de memoria. Todo el trabajo recae sobre su ayudante. Aunque no es mucho ahora, excepto el que se refiere a los pobres. Estos no tienen más remedio que tolerar al hombre del cabello blanquinegro y de la piel gitana, porque de lo contrario no podrían contar con médico alguno.

—Parece que no te agrada mucho su persona, Betteredge, ¿no es así?

—A nadie le agrada, señor.

—¿Por qué es tan poco querido?

—Bueno, Mr. Franklin, para comenzar diremos que su aspecto predispone muy poco en su favor. Y luego está esa historia que dice que Mr. Candy lo tomó para que desempeñara un papel harto dudoso. Nadie sabe quién es…, y no cuenta con un solo amigo en los alrededores. ¿Cómo puede usted esperar que le guste a nadie después de lo que acabo de decirle?

—¡Completamente imposible, naturalmente! Pero ¿podrías decirme qué fue lo que lo trajo hasta ti cuando te entregó la tira de papel?

—Sólo vino para entregarme su lista semanal de enfermos de los alrededores, señor, los cuales se hallan necesitados de un poco de vino. Mi ama distribuía regularmente cierta cantidad de su buen y saludable oporto y su buen y saludable jerez entre los pobres enfermos, y Miss Raquel desea que se mantenga esa costumbre. ¡Cómo cambian los tiempos!, ¡cómo cambian los tiempos! Me acuerdo ahora de la época aquella en que el propio Mr. Candy le traía la lista a mi ama. Ahora es su ayudante quien me la trae a mí. Proseguiré con la carta, señor, si me lo permite —dijo Betteredge, atrayendo hacia sí nuevamente la confesión de Rosanna Spearman—. No es una lectura muy estimulante, lo admito. Pero, ¡vaya!, sirve al menos para evitarme la amargura de pensar en el pasado.

Volvió a calarse los espejuelos y meneó tristemente la cabeza.

—Hay un gran fondo de sentido común, Mr. Franklin, en la actitud que adoptamos para con nuestras madres, cuando nos lanzan éstas en el viaje de la vida. Todos, en mayor o menor medida, nos mostramos muy poco deseosos de que nos traigan a este mundo. Y en eso tenemos todos razón.

Demasiado fuerte había sido la impresión que me produjera el ayudante de Mr. Candy para que pudiera yo desterrar su imagen tan fácilmente de mi memoria. Pasando por alto la última e incontestable declaración filosófica de Betteredge, insistí en volver a hablar del hombre del cabello blanquinegro.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Su nombre es tan feo como lo requiere el caso —replicó ásperamente Betteredge. Ezra Jennings.