Sólo una vaga imagen conservo de lo acontecido en la granja de Hotherstone.
Recuerdo que se me dispensó una cordial bienvenida; me acuerdo de una cena prodigiosa que hubiera servido para alimentar a toda una aldea en Oriente; de un dormitorio deliciosamente pulcro sin otra cosa que lamentar en él que esa detestable invención de nuestros abuelos llamada colchón de plumas; de una noche agitada y pródiga en fósforos que se inflaman, de una pequeña bujía que se ilumina a cada instante, y de una honda sensación de alivio al elevarse el sol y vislumbrar la perspectiva de poder levantarme.
De acuerdo con lo convenido la noche anterior con Betteredge, debía yo ir a buscarlo, para dirigirnos a Cobb’s Hole, tan temprano como lo creyera yo conveniente…, lo cual, interpretado por mi impaciencia, significaba que habría de ser tan pronto como me fuera posible. Sin aguardar el desayuno en la granja, tomé un mendrugo y emprendí la marcha, diciéndome que era posible que sorprendiera a mi excelente amigo Betteredge en la cama. Un gran alivio significó para mí el comprobar que se hallaba tan extraordinariamente excitado, respecto del hecho en cierne, como yo mismo. Lo encontré listo ya y aguardándome con su bastón en la mano.
—¿Cómo te encuentras esta mañana, Betteredge?
—Muy mal, señor.
—¡Cuánto lo lamento! ¿De qué se trata?
—Me aqueja una nueva dolencia, Mr. Franklin, que yo mismo he descubierto. No quiero alarmarlo pero puede usted estar seguro de que habrá de atraparla antes de que termine la mañana.
—¡Caramba, la estoy ya sintiendo!
—¿No siente usted, señor, un molesto ardor en la boca del estómago? ¿Y un horrible golpeteo en la coronilla? ¡Ah!, aún no, ¿eh? Ya habrá de sentir su garra cuando estemos en Cobb’s Hole, Mr. Franklin. Yo la llamo la fiebre detectivesca y la sufrí por vez primera junto al Sargento Cuff.
—¡Ay!, ¡ay!, y la cura, en este caso, consistirá en abrir la carta de Rosanna Spearman, ¿no es así? ¡Vamos, echemos mano de ella!
A pesar de lo temprano de la hora, hallamos a la mujer del pescador trajinando ya en la cocina. Al serle presentado por Betteredge, la buena de Mrs. Yolland llevó a cabo una ceremonia social, estrictamente reservada, como me enteré posteriormente, para los visitantes distinguidos. Colocó una botella de ginebra holandesa y dos pipas vacías sobre la mesa y abrió la conversación con estas palabras:
—¿Qué nuevas hay en Londres, señor?
Antes de que hubiera tenido yo tiempo de hallar una respuesta capaz de abarcar la inmensa vastedad de esta pregunta, vi avanzar hacia mí un fantasma que surgió de un oscuro rincón de la cocina. Una muchacha pálida, montaraz, extravagante, con una cabellera notablemente hermosa y unos ojos fieramente sagaces, se aproximó, cojeando y sosteniéndose en una muleta, a la mesa ante la cual me hallaba yo sentado y me miró como si estuviera observando un objeto interesante y a la vez horrendo, que la fascinaba totalmente.
—Mr. Betteredge —dijo, sin quitarme los ojos de encima—, le ruego tenga a bien repetirme su nombre.
—Este caballero se llama —replicó Betteredge (recalcando con énfasis la palabra caballero)— Mr. Franklin Blake.
La muchacha me volvió la espalda y abandonó súbitamente la habitación. La buena de Mrs. Yolland, creo, me dio algunas excusas por el extraño comportamiento de su hija, y Betteredge, probablemente, las tradujo a un inglés decoroso. Escribo de esto sin mayor certeza. Mi atención se hallaba absorbida en seguir el rumor de la muleta de la muchacha. ¡Pum!, ¡pum!, mientras subía por la escalera de madera; ¡pum!, ¡pum!, a través del cuarto, sobre nuestras cabezas; ¡pum!, ¡pum!, por la escalera nuevamente… ¡y he ahí, en el vano de la puerta, al fantasma, con una carta en la mano y haciéndome señas!
Yo dejé que las nuevas excusas siguieran su curso a mis espaldas y avancé en pos de esa extraña criatura —que cojeaba más y más rápidamente delante de mí— cuesta abajo, hacia la playa. Luego de conducirme hasta detrás de unos botes, fuera de la vista y del alcance del oído de las pocas gentes que se veían en la aldea de pescadores, se detuvo y me enfrentó por vez primera.
—No se mueva —me dijo—. Necesito observarlo.
No había cómo engañarse respecto de la expresión de su cara. Yo le inspiraba las más hondas sensaciones de horror y repugnancia que sea posible inspirar. No seré tan vanidoso como para afirmar que ninguna mujer me había mirado anteriormente de esa manera. Solamente aventuraré la más modesta aserción de que ninguna me había hecho percibir tal cosa hasta ese instante. Hay un límite respecto de la longitud del examen que todo hombre es capaz de tolerar, bajo determinadas circunstancias. Yo traté de desviar la atención de la coja Lucy hacia otra cosa menos repulsiva que mi cara.
—Creo que tiene usted una carta que entregarme —comencé a decirle—. ¿Es la que tiene ahora en la mano?
—Repita esas palabras —fue la única respuesta que recibí.
Así lo hice, igual que un niño juicioso que está estudiando su lección.
—No —dijo la muchacha, hablando consigo misma, pero manteniendo sus despiadados ojos fijos en mi rostro—. No logro ver lo que ella vio en su rostro. Ni adivinar lo que escuchó en su voz.
Súbitamente dejó de mirarme y apoyó su fatigada cabeza sobre el extremo de la muleta.
—¡Oh pobrecita mía! —dijo, con la voz más tierna que le había oído hasta entonces—. ¡Oh mi perdido bien!, ¿qué es lo que vieron tus ojos en este hombre?
Y volviendo a levantar fieramente su cabeza, me miró a la cara una vez más.
—¿Puede usted comer y beber? —me preguntó.
Yo hice lo posible por conservar mi gravedad y le contesté:
—Sí.
—¿Puede usted dormir?
—Sí.
Cuando ve a alguna pobre criada, ¿no siente remordimiento alguno?
—Ciertamente que no. ¿Por qué habría de sentir tal cosa?
Bruscamente me arrojó la carta (ésa es la verdad) al rostro.
—¡Tómela usted! —exclamó, furiosa—. ¡Jamás lo había visto a usted antes de ahora! Quiera el Todopoderoso que no vuelva a posar jamás mis ojos sobre su persona.
Luego de estas palabras de despedida, echó a andar cojeando a la mayor velocidad que le era posible. La única interpretación que podía yo darle a su conducta es lo que ya todos ustedes se habrán anticipado, sin duda, a darle. Sólo podía pensar que estaba loca.
Después de haber arribado a esta inevitable conclusión, dirigí mi atención hacia esa cosa más digna de interés, la carta de Rosanna Spearman. Su dirección era la siguiente: «Para Franklin Blake, Esq. Para serle entregada en sus propias manos por Lucy Yolland (y por ella únicamente).»
Desgarré el sello. El sobre contenía una carta y ésta, a su vez, una tira de papel. Leí primero la esquela:
«Sir: Si desea comprender el sentido de mi actitud hacia usted, mientras se hospedó en la casa de Lady Verinder, mi ama, haga lo que le indico en el apunte que va adjunto a ésta…, y que no haya ninguna persona presente que pueda observarlo. Su humilde criada,
Rosanna Spearman.»
Volví mi vista entonces hacia la tira de papel. He aquí la copia literal de su texto, palabra por palabra:
«MEMORÁNDUM: —Ir a las Arenas Temblonas, cuando vuelva la marea. Caminar por el Cabo Sur hasta que alcance a verse el faro y el asta de la bandera de la caseta del guardacostas que asoma sobre Cobb’s Hole, en una misma línea. Colocar debajo, sobre las rocas, un palo o cualquiera otra cosa rígida para guiar mi mano y hacerla posarse de manera exacta sobre la línea que va desde el faro hasta el asta de la bandera. Tener cuidado, al hacer esto, de que un extremo del palo se encuentre sobre el borde de las rocas, en el lugar desde donde se dominan las arenas movedizas. Ir palpando a lo largo de la estaca, entre las algas marinas (comenzando desde el extremo del palo que apunta hacia el faro), en busca de la cadena. Recorrer la cadena con mi mano, cuando la haya encontrado, hasta llegar al lugar donde ésta baja desde las rocas y se sumerge debajo, en la arena movediza. Y entonces, tirar de la cadena.»
Apenas acababa de leer estas últimas palabras —subrayadas en el original—, cuando escuché a mis espaldas la voz de Betteredge. El descubridor de la fiebre detectivesca acababa de sucumbir bajo la influencia de tan irresistible dolencia.
—No puedo aguardar más tiempo, Mr. Franklin. ¿Qué dice esa carta? ¡Por Dios, señor!, ¿qué dice esa carta?
Le entregué la carta y el memorándum. Leyó la primera, la cual, al parecer, no despertó en él un gran interés. Pero el segundo —el memorándum— le produjo una gran impresión.
—¡Esto es lo que dijo el Sargento! —exclamó Betteredge—. Siempre, desde el primero hasta el último instante, afirmó que ella poseía un memorándum relativo al escondite. ¡Aquí lo tenemos! ¡El Señor nos ampare, Mr. Franklin; he aquí el misterio que nos mantenía perplejos a todos, desde el Sargento Cuff para abajo, listo y aguardando el momento, por así decirlo, para revelársele a usted por sí mismo! Es la hora del reflujo, señor, como puede comprobarlo quienquiera tenga ojos. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que cambie la marea?
Elevó su vista y la dirigió hacia un muchacho que se hallaba componiendo su red a cierta distancia de nosotros.
—¡Tammie Bright! —le gritó a voz en cuello.
—¡Lo oigo! —le gritó, a su vez, Tammie.
—¿A qué hora cambiará la marea?
—Dentro de una hora.
Ambos dirigimos la vista hacia nuestros relojes.
—Podemos ir a dar una vuelta por la costa, Mr. Franklin —dijo Betteredge—, y allegarnos así, descansadamente, a las arenas movedizas, con tiempo de sobra para obrar. ¿Qué le parece, señor?
—Vamos.
En nuestro trayecto hacia las Arenas Temblonas le rogué a Betteredge que reavivara mis recuerdos (relacionados con Rosanna Spearman) de la época en que el Sargento Cuff efectuó su investigación. Con la ayuda de mi viejo amigo logré bien pronto distinguir de nuevo en mi memoria la clara sucesión de los eventos. El viaje efectuado por Rosanna hasta Frizinghall, cuando todo el mundo en la casa la creía enferma en su habitación; sus misteriosas actividades nocturnas, encerrada bajo llave allí, con la bujía encendida hasta la mañana siguiente; la sospechosa compra que hizo de un estuche de estaño barnizado y de las dos cadenas; los perros en casa de Mrs. Yolland; la seguridad que tenía el Sargento de que Rosanna había ocultado algo; las Arenas Temblonas y su absoluta ignorancia respecto de lo que tal cosa podía ser; todo este cúmulo de conclusiones a que se arribara en la pesquisa interrumpida, en torno a la Piedra Lunar, surgieron nítidamente en mi recuerdo, y se hallaban de nuevo en él cuando alcanzamos las arenas movedizas y avanzamos juntos sobre esa baja capa rocosa llamada Cabo Sur.
Con la ayuda de Betteredge no tardé mucho en alcanzar el lugar desde el cual podían verse el faro y el asta de la bandera de la Guardia de Costas, en una misma línea. Siguiendo las indicaciones del memorándum, colocamos en seguida mi bastón en la dirección señalada allí, tan apropiadamente como nos fue posible, sobre la despareja superficie de piedra. Y entonces volvimos a consultar nuestros relojes.
Faltaban aún veinte minutos, aproximadamente, para que se produjera el cambio en la marea. Le propuse guardar, durante ese intervalo, en la costa, en lugar de hacerlo sobre la húmeda y resbaladiza superficie rocosa. Una vez sobre la seca arena, y cuando me disponía a sentarme allí, advertí, con gran sorpresa, que Betteredge se disponía a abandonarme.
—¿Por qué te vas? —le pregunté.
—Vuelva a leer la carta, señor, y habrá de saberlo.
Una sola ojeada a la carta me bastó para recordar la exigencia de que, en el instante del descubrimiento, debería hallarme solo.
—¡Cómo me duele tener que abandonarlo en un momento como éste! —dijo Betteredge—. Pero la pobre tuvo una muerte horrenda, y me parece sentir dentro de mí una voz, Mr. Franklin, que me induce a complacerla en su capricho. Por otra parte —añadió con tono confidencial—, nada hay en la carta que lo obligue a mantener el secreto, posteriormente. Iré a dar una vuelta por la plantación de abetos y esperaré allí hasta que pase a recogerme. No se demore más de lo absolutamente necesario, señor. La fiebre detectivesca se convierte en una enfermedad difícil, en circunstancias como éstas.
Luego de esta última advertencia se alejó de mi lado.
Ese período de expectativa, breve como resultaba aplicándosele una medida cronológica, asumía proporciones formidables al aplicársele la medida de mi ansiedad. He aquí una de esas ocasiones en que el inapreciable hábito de fumar se torna en un hábito particularmente bello y consolador. Encendí un cigarro y me senté sobre el declive de la costa.
La luz del sol derramaba su inmaculada claridad sobre cada cosa en que se posaban mis ojos. La exquisita frescura del aire trocaba el mero acto de vivir y de respirar en una cosa deliciosa. Aun la pequeña y solitaria bahía le daba su bienvenida a la mañana con señales de alegría, y aun la desnuda y húmeda superficie de la arena movediza relucía con un brillo que ocultaba su morena superficie debajo de una sonrisa pasajera. Era ése el más bello día que había visto desde mi regreso a Inglaterra.
El cambio en la marea se produjo antes de que hubiera terminado de fumar mi cigarro. Vi primero levantarse las arenas y observé luego el terrible temblor que las recorría en toda su extensión… como si algún espíritu horrendo viviera, se agitara y temblara en sus insondables profundidades. Arrojé mi cigarro y regresé a las rocas.
Según el memorándum debía yo palpar a lo largo de la línea indicada por el bastón, comenzando a hacerlo desde el extremo que apuntaba al faro.
Recorrí, pues, de esa manera más de la mitad del bastón, sin encontrar otra cosa que no fuera el borde de la roca. Una o dos pulgadas más allá, no obstante, fue premiada mi paciencia. En una pequeña y estrecha fisura, justamente al alcance de mi dedo índice, palpé la cadena. Al intentar luego seguirla en la dirección de la arena movediza, me vi detenido en mi avance por una densa profusión de algas marinas, que habían invadido la grieta, sin duda, durante el tiempo transcurrido desde el momento en que Rosanna Spearman escogió ese sitio como escondite.
Era tan imposible arrancar las algas como hurgar con mi mano a través de ellas. Después de dejar marcado el sitio indicado por el extremo de la estaca que apuntaba hacia la arena movediza, resolví proceder a la búsqueda de la cadena, siguiendo un método propio. Mi propósito era «sondear» en seguida debajo de las rocas, para ver si lograba recobrar la pista perdida de la cadena, allí donde ésta se internaba en la arena. Levanté la estaca y me arrodillé sobre el borde del Cabo Sur.
En esta posición mi cabeza se hallaba a pocos pies de la superficie de la arena movediza. Su proximidad y el horrible temblor que a intervalos la recorría hicieron flaquear mis nervios durante un momento. El espantoso temor de ver surgir a la muerta en el lugar de su suicidio, para venir en mi ayuda —el indecible terror de verla levantarse desde lo hondo de la arena palpitante para venir a indicarme el lugar—, forzó mi pensamiento y me hizo sentir frío en medio de la cálida luz del sol. Confieso que cerré los ojos en el instante en que el extremo del palo se introdujo en la arena movediza.
Un momento después y antes de que aquél se hallara sumergido más allá de unas pocas pulgadas, me sentí liberado de las garras de mi propio terror supersticioso y empecé a palpitar de emoción, de la cabeza a los pies. ¡Sondeando a ciegas, como lo había hecho, en esa primera tentativa…, acababa de sondear perfectamente bien! Mi bastón dio con la cadena.
Asiendo firmemente con mi mano izquierda las raíces de las algas marinas, me tendí sobre el borde del cabo y palpé con la derecha por debajo de las rocas salientes. Mi mano derecha dio con la cadena.
Tiré de ella hacia lo alto sin la menor dificultad. Y he ahí que amarrado a su extremo vi aparecer el estuche de estaño barnizado.
De tal manera se había herrumbrado la cadena bajo la acción del agua, que me fue imposible desprenderla del anillo que la unía al estuche. Colocando éste entre mis rodillas y mediante el mayor esfuerzo que me fue posible, logré arrancarle la cubierta. Cierta sustancia blanca llenaba todo su interior. La tomé en mis manos y comprobé que se trataba de un género de lino.
Con éste salió del estuche una carta completamente apañuscada Luego de inquirir su dirección y comprobar que figuraba allí mi nombre, me la guardé en el bolsillo y quité del todo el género del estuche. Salió de él bajo la forma de un grueso rollo que había adquirido la configuración del estuche en el que permaneciera tanto tiempo encerrado y libre de toda acción dañina, respecto del agua del mar.
Me dirigí con el trozo de género hacia la seca arena de la costa, y lo desenrollé y alisé allí. No había la menor duda de que se trataba de una prenda de vestir. Era una camisa de dormir.
En su parte superior, cuando la extendí, no percibí otra cosa que un sinnúmero de pliegues y arrugas. Indagué entonces en su extremo inferior y descubrí instantáneamente la mancha producida por la pintura de la puerta del boudoir de Raquel.
Mis ojos permanecieron clavados en la mancha y mi memoria me hizo retroceder de un salto del presente al pasado. Volví a oír exactamente las mismas palabras que pronunciara el Sargento Cuff, en otra ocasión, como si éste se encontrara de nuevo a mi lado y se refiriera a la irrefutable consecuencia que extraía de la mancha sobre la puerta:
«Averigüe usted, primeramente, si hay en la casa algún traje que ostente una huella de pintura. Luego, a quién pertenece dicho traje. Y, por último, trate de lograr que esa persona explique por qué se encontraba en dicha habitación entre la medianoche y las tres de la mañana y cómo fue que manchó la puerta. Si esa persona no logra satisfacer sus deseos, no tendrá usted entonces que dedicarse por más tiempo a la búsqueda de la mano que se apoderó del diamante.»
Una tras otra, cada una de estas palabras comenzaron a recorrer mi memoria, repitiéndose una y otra vez con mecánica y árida obstinación. Desperté de ese trance cuya duración me pareció de varias horas —y que, realmente y sin la menor duda, no duró más que un breve instante—, al escuchar una voz que me llamaba. Alcé la vista y comprobé que la paciencia de Betteredge se había agotado, al fin. Apenas si era visible entre los médanos, mientras se acercaba, de regreso de la costa. La figura del anciano sirvió para traerme de inmediato a la realidad y recordarme que la investigación se hallaba aún incompleta. Acababa de descubrir la mancha en la camisa de dormir. Pero ¿a quién pertenecía esa prenda?
Mi primer impulso fue consultar la carta que tenía en el bolsillo…, la que había encontrado dentro del estuche.
Acababa de levantar la mano para apoderarme de ella, cuando recordé que había otra manera de descubrir lo que deseaba. La propia camisa de dormir me habría de revelar el misterio, porque, con toda seguridad, debía estar marcada con el nombre de su dueño. Di con él y lo leí…
¡Mi propio nombre!
He ahí que esas letras familiares me demostraban que la prenda era mía. Levanté mi vista. He allí el sol; he allí las resplandecientes aguas de la bahía y el viejo Betteredge aproximándose más y más hacia mí. Volví a mirar las letras. Mi propio nombre. Frente a mí, sencillamente…, las letras de mi nombre.
«Si el tiempo, el esfuerzo personal y el dinero bastan para ello, habré sin duda de echarle el guante al ladrón que hurtó la Piedra Lunar…» Con estas palabras en la boca había partido de Londres. Desvelé luego el secreto que las arenas movedizas le habían ocultado a todo ser viviente. Y frente a esa prueba irrefutable que era la mancha de pintura, acababa de descubrir que yo mismo había sido el ladrón.