—¡Betteredge! —le dije, señalando con el dedo el inolvidable libro que se hallaba sobre sus rodillas—, ¿te ha anunciado Robinsón Crusoe esta tarde que podría ocurrir que vieras a Franklin Blake?
—¡Por Dios, Mr. Franklin! —gritó el anciano—, ¡eso es exactamente lo que me anunció Robinsón Crusoe!
Con mucho trabajo logró ponerse de pie mediante mi ayuda y permaneció luego durante un momento mirando ya hacia atrás, ya hacia adelante, dividiendo su atención entre Robinsón Crusoe y mi persona, como si se hallara en la duda respecto de quién habría sido, de los dos, el que más lo asombró. El veredicto terminó por inclinarse en favor del libro. Asiéndolo con ambas manos abierto en determinada página, se dedicó a inquirir en el maravilloso volumen con mirada fija e indeciblemente expectante…, como si aguardara ver avanzar fuera del libro al propio Robinsón Crusoe, para favorecernos con una entrevista personal.
—¡Aquí está el pasaje, Mr. Franklin! —me dijo, tan pronto como hubo recobrado el habla—. ¡Cómo que necesito comer para vivir, señor, he aquí el pasaje que estaba leyendo en el mismo instante en que entró usted aquí! Página ciento cincuenta y seis; dice así: «Me hallaba estupefacto, o como si acabara de percibir una aparición». Si esto no equivale a decir: «De un momento a otro habrás de ver súbitamente a Mr. Franklin Blake»…, el idioma inglés no tiene entonces sentido alguno —dijo Betteredge, cerrando el libro con estrépito y liberando por fin una de sus manos, para poder estrecharme la que yo le ofrecía.
Yo esperaba que me abrumaría con un tropel de preguntas, cosa muy natural, en vista de las circunstancia. Pero no…, la idea de la hospitalidad era la que reinaba sobre todas las demás en la mente del viejo criado, toda vez que algún miembro de la familia (¡no importa de qué manera!), aparecía de visita en la casa.
—Entremos, Mr. Franklin —me dijo, abriendo la puerta que se hallaba detrás de sí y haciéndome una exquisita reverencia a la antigua usanza—. Le preguntaré qué es lo que lo ha traído aquí después…, antes debo ayudarlo a sentirse cómodo. Cosas muy tristes han ocurrido desde que usted se fue. La casa está cerrada y los criados se han ido. ¡Pero no importa! Yo le prepararé la cena y la esposa del jardinero le hará la cama…, y si hay en la bodega alguna botella de nuestro famoso clarete Latour, garganta abajo habrá de ir por su cuerpo, Mr. Franklin, el contenido de esa botella. ¡Sea bienvenido, señor, a esta casa! ¡Bienvenido de todo corazón! —me dijo mi viejo y pobre camarada, esforzándose virilmente por ahuyentar la atmósfera melancólica de la casa y recibiéndome con la sociable y cortés solicitud de los tiempos idos.
Sentí mucho tener que desilusionarlo. Pero la casa era ahora de Raquel, y la cosa no tenía remedio, por lo tanto, ¿podría yo comer o dormir en ella, luego de lo acontecido en Londres? El más ligero sentimiento del propio decoro me prohibía —literalmente me prohibía— cruzar siquiera el umbral.
Tomando a Betteredge del brazo lo conduje hacia el jardín. No tuve más remedio que hacerlo. Me sentí obligado a decirle la verdad. Oscilando entre su afecto hacia mi persona y el que sentía hacia Raquel, se mostró dolorosamente asombrado y angustiado por el cariz que habían tomado las cosas. Su opinión, cuando la dio a conocer, fue expresada de la manera más categórica, característica en él, y vino envuelta en la agradable fragancia de la más positiva de todas las filosofías…: la filosofía de la escuela Betteredge.
—Miss Raquel tiene sus defectos…, jamás lo he negado —comenzó a decirme—. Y uno de ellos es el de montar el caballo de la arrogancia. Ha intentado ahora gobernarlo a usted de esa manera…, y usted lo ha tolerado. ¡Dios mío, Mr. Franklin!, ¿tan poco conoce usted a las mujeres? ¿Me ha oído alguna vez hablar de la difunta Mrs. Betteredge?
Yo lo había oído hablar muchas veces de la difunta Mrs. Betteredge…, a quien invariablemente presentaba como el ejemplo máximo y categórico de la innata fragilidad y perversidad del otro sexo. En tal sentido la volvió a presentar ahora.
—Muy bien, Mr. Franklin. Ahora, escúcheme. Cada mujer tiene su manera particular de cabalgar sobre el caballo de la arrogancia. La difunta Mrs. Betteredge realizaba su ejercicio sobre ese animal favorito de las mujeres, toda vez que yo le negaba alguna cosa en la que había puesto su corazón. Tan pronto regresaba yo de mi trabajo a mi casa, en tales ocasiones, seguro era que habría de ser llamado desde lo alto de la escalera que conducía a la cocina, por mi mujer, quien me anunciaba que no tenía fuerzas para cocinar mi comida, luego de mi brutal conducta para con ella. Yo toleré tal situación durante un tiempo…, de la misma manera que usted la tolera con respecto a Miss Raquel. Por último perdí la paciencia. Bajé un día la escalera y tomando a Mrs. Betteredge en mis brazos —cariñosamente, se entiende—, la conduje de inmediato a su sala principal, donde recibía ella a las visitas. Y le dije luego: «Este es el sitio donde te corresponde estar, querida mía», y dicho esto regresé a la cocina. Me encerré allí, me quité la chaqueta y, arremangándome las mangas de la camisa, comencé a preparar mi comida. Cuando se halló lista me la serví a mí mismo de la mejor manera y disfruté de ella de todo corazón. Luego fumé mi pipa, eché un trago de grog y, levantando la mesa, procedí de inmediato a lavar la vajilla, a limpiar los cuchillos y los tenedores, a colocar cada cosa en su sitio y a barrer la cocina. Cuando todo se halló tan limpio y brillante como era posible que se hallara, abrí la puerta y dejé entrar a Mrs. Betteredge. «Ya he comido, querida», le dije; «y espero que hallarás que te he dejado la cocina en el mejor estado en que pudieras desear encontrarla». ¡Por el resto de la vida de esa mujer, Mr. Franklin, jamás tuve que volver a hacerme yo mismo la comida! Moraleja: usted la toleró a Miss Raquel en Londres; no la tolere en Yorkshire. Entre en la casa.
¡Incontestable argumento! Sólo pude asegurarle a mi buen amigo que aun su poder persuasivo era una cosa inútil, en mi caso.
—Es una tarde hermosa —le dije—. Caminaré hasta Frizinghall y me alojaré en el hotel y tú podrás venir mañana a la mañana y desayunarte conmigo. Tengo algo que comunicarte.
Betteredge sacudió con ademán grave la cabeza.
—Lo siento de todo corazón —me dijo—. Yo esperaba, Mr. Franklin, que las relaciones entre usted y Miss Raquel hubieran vuelto a deslizarse en un plano agradable y cordial. Si está dispuesto a salirse con la suya, señor —prosiguió, luego de reflexionar brevemente—, no tiene usted por qué ir a Frizinghall en busca de una cama esta noche. Puede usted conseguirla en un lugar más próximo. La granja de Hotherstone está a dos millas escasas de aquí. Difícilmente podrá usted negarse a ello a causa de Miss Raquel —añadió el anciano astutamente—. Hotherstone vive, Mr. Franklin, en propia heredad.
Yo me acordé del lugar, en cuanto Betteredge se refirió a él. La granja se hallaba en un abrigado valle interior, sobre las márgenes de la más hermosa corriente de agua que existe en esa parte de Yorkshire y el granjero disponía de una alcoba y de un locutorio, que acostumbraba alquilarse a los artistas, los pescadores o turistas en general. Ningún otro lugar más agradable podía haber deseado yo para morar durante mi estancia en el vecindario.
—¿Están desalquiladas dichas habitaciones? —inquirí.
—Mrs. Hotherstone en persona me pidió ayer, señor, que le recomendara alguna persona.
—Las tomaré con el mayor placer, Betteredge.
Regresamos al patio trasero, donde había dejado yo mi saco de viaje. Luego de haber hecho pasar un palo a través de su asa y de columpiar el saco sobre su hombro, Betteredge se sintió poseído, al parecer, por un asombro igual al que le provocó mi súbita aparición, cuando se hallaba sentado en su silla colmenera. Miró con ojos incrédulos hacia la casa, y después de girar sobre sus talones, me miró a mí con unos ojos aún más incrédulos.
—Llevo ya en este mundo un cierto y prolongado número de años —me dijo éste, el mejor y más querido de cuanto viejo criado hay en el mundo—, pero jamás pensé que podría llegar a ver una cosa semejante. He ahí la casa y he aquí a Mr. Franklin Blake…, y ¡demonios!, ¿no está él dispuesto a darle la espalda a ella, para ir a dormir en un hospedaje?
Tomando la delantera echó a andar meneando la cabeza y gruñendo de manera fatalista.
—Un solo milagro queda ahora por cumplir —me dijo por sobre el hombro—. La próxima cosa que deberá usted hacer, Mr. Franklin, será la de devolverme los siete chelines y seis peniques que me pidió prestados cuando era muchacho.
Esta salida sarcástica lo puso de mejor humor respecto de su persona y de la mía. Abandonamos la casa y transpusimos la entrada del pabellón de guarda. Una vez fuera de las tierras de la finca, los deberes que le imponía la hospitalidad (según su código moral particular) cesaron para Betteredge, y comenzaron los privilegios de la curiosidad.
Se detuvo para permitir que yo lo alcanzara.
—Hermosa tarde para pasear, Mr. Franklin —me dijo, como si acabáramos de encontrarnos accidentalmente en ese momento—. Suponiendo que hubiera ido usted a ese hotel de Frizinghall, señor…
—Sí.
—Hubiera yo tenido el honor de desayunarme mañana por la mañana con usted.
—Ven a desayunarte conmigo, entonces, a la granja de Hotherstone.
—Mucho le agradezco su bondad, Mr. Franklin. Pero no era el desayuno a lo que yo aspiraba. Creo que usted me dijo que tenía algo que decirme, ¿no es así? No es un secreto, señor —dijo Betteredge, abandonando de súbito sus maneras sinuosas para adoptar un tono directo—, que ardo en deseos por saber el motivo que lo ha traído aquí de manera tan repentina, si no le es molesto.
—¿Qué es lo que me trajo aquí anteriormente? —le pregunté.
—La Piedra Lunar, Mr. Franklin. Pero ¿qué es lo que lo ha traído ahora, señor?
—La Piedra Lunar nuevamente, Betteredge.
El anciano se quedó repentinamente callado y me miró, en el gris crepúsculo, como si desconfiara de sus propios oídos.
—Si se trata de una broma, señor —me dijo—, mucho me temo que me estoy volviendo un tanto estúpido con la edad. No capto su sentido.
—No es una broma —le respondí—. He venido para retomar el hilo de esta encuesta que fue abandonada al partir yo de Inglaterra. He venido aquí para descubrir lo que nadie ha descubierto aún…, o sea, quién fue la persona que se apoderó del diamante.
—¡Deje usted en paz al diamante, Mr. Franklin! ¡Siga usted mi consejo: olvídese del diamante! Esa maldita gema hindú se ha burlado de cuantos se le han aproximado. No malgaste usted su dinero y su tranquilidad —en la flor de la vida, señor—, entremetiéndose con la Piedra Lunar. ¿Cómo puede usted triunfar (con perdón de usted), cuando el propio Sargento Cuff no hizo más que enredarse en este asunto? ¡El Sargento Cuff, nada menos! —repitió Betteredge agitando severamente su índice frente a mi rostro—. ¡El más grande detective de Inglaterra!
—Estoy ya resuelto a ello, mi viejo amigo. Ni aun el fracaso del Sargento Cuff logrará desanimarme… Y, entre paréntesis, quizá tenga que hablar con él tarde o temprano. ¿Has oído hablar de él últimamente?
—El Sargento no habrá de ayudarlo, Mr. Franklin.
—¿Por qué no?
—Porque durante su ausencia, señor, ha ocurrido determinado suceso en las esferas policiales. El gran Cuff se ha retirado del servicio. Ha adquirido una pequeña casa de campo en Dorking y se halla enfrascado hasta los ojos en la tarea de cultivar rosas. Lo he sabido de su puño y letra, Mr. Franklin. Ha logrado cultivar la rosa musgosa, sin necesidad de injertarla en el escaramujo. Y Mr. Begbie, el jardinero, se halla a punto de dirigirse hacia Dorking para reconocer frente al Sargento que éste lo ha vencido, al fin.
—No importa —le dije—. Deberé hacerlo sin la ayuda del Sargento Cuff. Y deberé confiarme a ti en el principio.
Muy probable es que se lo haya dicho con un tono un tanto negligente. Sea como fuere, Betteredge se irritó, al parecer, por algo que advirtió en mi réplica.
—Podría usted haber confiado en alguien aún peor que yo, Mr. Franklin…, puedo asegurárselo —me dijo, un tanto mordazmente.
El tono de su réplica y cierto desasosiego que advertí en sus maneras, después que hubo hablado, provocaron en mí la creencia de que se hallaba en el secreto de algo que vacilaba en comunicarme.
—Espero que me ayudes —le dije— a recoger los fragmentos de las pruebas que el Sargento Cuff abandonó tras sí. Tú sabes que puedes hacerlo. Pero ¿no podrías hacer algo más?
—¿Qué más podría usted esperar de mí, señor? —me preguntó Betteredge con aire humilde.
—Espero más…, respecto de lo que acabas de decirme.
—Mera jactancia, Mr. Franklin —replicó obstinadamente el anciano—. Hay gentes que son fanfarronas de nacimiento y que no consiguen librarse de tal defecto hasta la hora de su muerte. Yo soy una de ellas.
Sólo un procedimiento cabía adoptar frente a él. Apelé a su sentimiento amistoso hacia la persona de Raquel y hacia la mía.
—Betteredge, ¿te agradaría oír decir que Raquel y yo fuéramos buenos amigos otra vez?
—¡De poco me habrá valido servirle a su familia, señor, si puede usted poner en duda tal cosa!
—¿Recuerdas de qué manera se condujo conmigo Raquel antes de que abandonara yo Inglaterra?
—¡Tan bien como si hubiera ocurrido ayer! Mi propia ama le escribió a usted una carta sobre este asunto, y usted fue tan bueno como para mostrármela. Decía en ella que Raquel se sentía mortalmente ofendida con usted, por el papel que desempeñara en los esfuerzos hechos para recuperar su gema. Y ni mi ama, ni usted, ni ninguna otra persona en el mundo lograron averiguar el motivo.
—¡Exacto, Betteredge! Y al regresar ahora de mis correrías me encuentro con que ella sigue mortalmente ofendida conmigo. Hace un año yo sabía que el diamante jugaba un gran papel en la cuestión y ahora sé que el diamante se halla también en el fondo del asunto. He tratado de hablar con ella y se ha negado a recibirme. He probado con una carta y no ha querido contestarme. ¿Cómo, en nombre del cielo, habré de aclarar este asunto? ¡La oportunidad de hacerlo a través de la cuestión de la pérdida de la Piedra Lunar es la única que me ha sido dejada por la propia Raquel!
Estas palabras sirvieron, evidentemente, para hacerle ver las cosas de una manera distinta. La pregunta que me hizo en seguida me convenció de que lo había impresionado.
—¿No hay ninguna mala intención, Mr. Franklin, de parte suya?… ¿No es cierto que no?
—Hubo cierta cólera en mí —le respondí— cuando abandoné Londres. Pero ella se ha disipado por completo. Necesito llegar a un entendimiento con Raquel: eso es todo.
—¿No teme usted, señor —suponiendo que efectuara algún descubrimiento—, dar con algo que pueda estar relacionado con Miss Raquel?
Yo advertí que una celosa confianza en la persona de su ama lo había impulsado a proferir esas palabras.
—Estoy tan seguro respecto de su persona como lo estás tú —le respondí—. La más amplia revelación de su secreto no habrá de mostrarnos nada que venga a desplazarla del lugar que ocupa en tu estimación o la mía.
Los postreros escrúpulos de Betteredge se desvanecieron al oírme hablar así.
—Si hago mal al ayudarlo, Mr. Franklin —exclamó—, sólo puedo decir que… ¡soy tan inocente de ello como pueda serlo un niño que no ha abierto aún sus ojos a la vida! Lo puedo poner a usted sobre la pista, con tal de que prosiga luego a solas su camino. ¿Se acuerda de aquella pobre muchacha, de Rosanna Spearman?
—Naturalmente.
—Usted siempre creyó que ella necesitaba confesarle cierta cosa vinculada con la Piedra Lunar, ¿no es así?
—Indudablemente no podía pensar de otra manera, dada su extraña conducta.
—Puede usted abandonar tal pensamiento, Mr. Franklin, tan pronto como le parezca conveniente hacerlo.
Me llegó ahora el turno a mí de hacer una pausa. Vanamente me esforcé por distinguir su rostro en la creciente oscuridad que nos rodeaba. Impulsado por mi sorpresa del momento, le pregunté, un tanto impacientado, qué era lo que quería decir.
—¡Calma, señor! —prosiguió Betteredge—. No quiero decir otra cosa que lo que estoy diciendo. Rosanna Spearman ha dejado tras sí una carta sellada…, una carta dirigida a usted.
—¿Dónde está?
—Se halla en poder de una amiga que ella tenía en Cobb’s Hole. Usted debe de haber oído hablar, durante los últimos días de su estancia aquí, señor, de la coja Lucy…, una muchacha inválida que usa una muleta.
—¿La hija del pescador?
—La misma, Mr. Franklin.
—¿Por qué no se me entregó la carta?
—La coja Lucy es muy caprichosa, señor. No quiso entregársela a otras manos que no fueran las suyas. Y usted abandonó Inglaterra antes de que tuviera yo tiempo de escribirle.
—¡Volvamos, Betteredge, para que nos la entreguen de una vez!
—Demasiado tarde, señor, por esta noche. Las gentes de nuestras costas son muy ahorrativas en lo que respecta a las candelas y las de Cobb’s Hole se acuestan temprano.
—¡Absurdo! Podríamos estar allí en media hora.
—Podría, sí, usted, estarlo. Y cuando llegara se hallaría con que la puerta está cerrada.
Apuntó con su mano hacia una luz que temblaba debajo de nosotros y, al tiempo que lo hacía, llegó hasta mis oídos, hendiendo la calma de la noche, el rumor de una corriente.
—¡He ahí la granja, Mr. Franklin! Acomódese en ella por esta noche y venga a verme mañana por la mañana…, si es tan bueno como para hacer tal cosa.
—¿Irás conmigo hasta la cabaña del pescador?
—Sí, señor.
—¿Temprano?
—Tan temprano como usted lo disponga, Mr. Franklin.
Y descendimos por el sendero que llevaba a la granja.