III

Ya en la cena advertí que el personaje más prominente allí, era, para todo el mundo, Mr. Murthwaite.

Al hacer su aparición en Inglaterra, varios meses atrás, el gran mundo había demostrado un gran interés por el viajero teniéndolo por un hombre que había afrontado innumerables y peligrosas aventuras, y escapado de ellas con vida para poder narrarlas. Acababa de anunciar ahora su propósito de retornar al teatro de sus hazañas y de penetrar en regiones aún inexploradas. Esta magnífica indiferencia con respecto a su destino y el hecho de que hubiera decidido poner en peligro por segunda vez su seguridad personal, tuvieron la virtud de reavivar el débil entusiasmo de los adoradores por su héroe. La ley de las probabilidades se hallaba netamente en contra de una segunda escapatoria con vida. No todos los días se nos ofrece la oportunidad de encontrarnos en una cena frente a un eminente personaje y de experimentar la sensación de que es muy razonable esperar que nos llegue la noticia de su asesinato, antes que ninguna otra, respecto de su persona, la próxima vez que oigamos hablar de él.

Cuando quedaron solos los caballeros en el comedor, descubrí que me hallaba sentado junto a Mr. Murthwaite. De más está decir que, siendo como eran todos los huéspedes ingleses, tan pronto como desapareció el saludable obstáculo que implicó la presencia de las señoras, la discusión de los temas de política se convirtió de inmediato en una necesidad de la concurrencia.

En lo que se refiere a este único gran tema nacional, ocurre que soy el más anti-inglés de los ingleses vivientes. Por regla general, las conversaciones políticas son para mí las más aburridas e inútiles de todas las conversaciones. Echándole una ojeada a Mr. Murthwaite, cuando ya las botellas habían cumplido su primera vuelta en torno de la mesa, comprobé que aquél compartía, al parecer mi opinión. Con mucho tacto —y todas las consideraciones posibles, respecto de su anfitrión—, pero no por ello con menos resolución, se disponía a echar una siesta. Se me ocurrió entonces pensar si no sería un experimento digno de ser realizado el de probar si era posible que una juiciosa alusión a la Piedra Lunar fuera capaz de despertarlo y, de confirmarse ello, el de constatar cuál era su opinión respecto de la nueva y reciente complicación originada en el asunto de la conspiración hindú, tal como ésta se me había revelado dentro de los prosaicos límites de mi despacho.

—Si no me equivoco, Mr. Murthwaite —comencé a decirle—, usted fue amigo de la difunta Lady Verinder y demostró cierto interés por esa extraña sucesión de eventos que culminaron con la pérdida de la Piedra Lunar, ¿no es así?

El eminente viajero me concedió el honor de despertarse al instante y de preguntarme quién era.

Lo puse al tanto de los vínculos profesionales que me ligaban a los Herncastle, sin dejar de mencionarle el curioso papel que había desempeñado respecto del Coronel y del diamante, en el pasado.

Mr. Murthwaite se volvió en su silla de manera de darle la espalda a la concurrencia (a conservadores y liberales por igual), con el fin de concentrar toda su atención en el humilde señor Bruff, de Gray’s Inn Square.

—¿Ha oído usted hablar últimamente de los hindúes? —me preguntó.

—Tengo grandes motivos para creer —le respondí— que uno de ellos estuvo ayer en mi bufete y sostuvo allí conmigo una conversación.

Mr. Murthwaite no era un hombre a quien se pudiera asombrar fácilmente; pero esta última respuesta mía lo hizo trastabillar completamente. Le conté lo que le ocurrió a Mr. Luker y lo que me acaeció a mí con las mismas palabras con que se lo he contado a ustedes.

—Es evidente que la última pregunta del hindú encubría algún propósito —añadí—. ¿Por qué se mostró tan ansioso por conocer la extensión del plazo que se le concede a todo prestatario para efectuar la devolución del dinero recibido?

—¿Será posible que no pueda ver usted el motivo, Mr. Bruff?

—Estoy avergonzado de mi propia estupidez, Mr. Murthwaite…, pero, ciertamente, no logro verlo.

El gran viajero sintió un notable interés en sondear la inmensa vacuidad de mi estupidez hasta sus más remotos confines.

—Permítame hacerle una pregunta —me dijo—. ¿En qué grado de desarrollo se encuentra actualmente la conspiración tramada para echar mano de la Piedra Lunar?

—No me hallo en condiciones de informarlo —le respondí—. El complot de los hindúes es un misterio para mí.

—El complot hindú, Mr. Bruff, sólo puede ser un misterio para usted, porque no ha meditado sobre él seriamente. ¿Qué le parece si echamos una ojeada sobre el mismo, desde la época en que redactó usted el testamento del Coronel Herncastle hasta el momento en que recibió en su despacho la visita del hindú? Por la posición que usted ocupa sería muy importante, en interés de Miss Verinder, que se hallara en condiciones de tener una clara visión del asunto, en caso de que las circunstancias así lo exigieran. Dígame ahora, y reténgalo bien en la memoria: ¿quiere usted descubrir el móvil de los hindúes por sí mismo o desea que yo le ahorre el trabajo de hacer alguna investigación en tal sentido?

Innecesario es que diga que supe apreciar en todo su valor el práctico punto de vista que acababa de darme a conocer, y que escogí la primera de las dos alternativas.

—Muy bien —dijo Mr. Murthwaite—. Consideraremos primero la cuestión que se refiera a la edad de cada uno de los hindúes. En cuanto a mí, puedo afirmar que los tres me parecen de la misma edad…, usted decidirá por sí mismo si es que el hombre que fue a visitarlo se halla o no en la flor de la vida. ¿Menos de cuarenta, dice usted? Exactamente lo que opino yo. Diremos, pues, que tiene menos de cuarenta. Volvamos ahora a la época en que regresó a Inglaterra el Coronel Herncastle y en que usted se vio implicado en el plan proyectado para salvaguardar la vida de aquél. No le exijo que cuente los años. Sólo diré que es evidente que los hindúes actuales, por su edad, tienen que ser los sucesores de los otros tres hindúes (¡brahmanes de alta jerarquía los tres, Mr. Bruff, en el momento de abandonar su tierra natal!) que siguieron al Coronel hasta estas playas. Muy bien. Estos individuos actuales han sucedido a aquellos otros que estuvieron aquí con anterioridad. Si todo se concretara a esto, no valdría entonces la pena inquirir más allá. Pero han hecho algo más que eso. Han sucedido a la organización que aquéllos dejaron establecida en este país. ¡No se espante! De acuerdo con nuestras ideas, dicha organización no es más que un mero engaño, sin duda. Y estaría aun dispuesto a admitir que incluye en sí como fuerza propulsora al dinero; los servicios, cuando son considerados útiles, de esa especie de inglés sospechoso que vive en contacto con los más bajos círculos extranjeros de Londres, y finalmente la secreta simpatía de cuanto individuo de su propio país y (anteriormente, al menos) de su propia religión que colaboran en la tarea de ayudar en algunas de las múltiples necesidades materiales de esta gran ciudad. ¡Nada del otro mundo, como puede usted comprobar! Pero algo digno de ser mencionado, no obstante, porque nos permitirá referirnos a la pequeña y modesta organización hindú, a medida que vayamos avanzando en nuestro análisis. Limpio ya el terreno pasaré de inmediato a hacerle una pregunta, y espero que su experiencia le permitirá contestarla. ¿Cuál fue el hecho que dio a los hindúes la primera oportunidad de echar mano del diamante?

Yo percibí el sentido que encerraba esa alusión a mi experiencia.

—La primera oportunidad que se les presentó —repliqué— les fuera ofrecida sin ninguna duda por la muerte del Coronel Herncastle. Supongo que consideraban a la misma un hecho indefectible, ¿no le parece?

—Así es. Y su muerte, como dice usted, les ofreció esa primera oportunidad. Hasta ese instante la Piedra Lunar se había hallado a salvo, dentro de la caja fuerte del banco. Usted fue quien redactó el testamento del Coronel; en él constaba que le legaba la gema a su sobrina; luego fue abierto y hecho público de acuerdo con lo acostumbrado. Como abogado no le costará a usted mucho trabajo imaginar la acción emprendida por los hindúes, asesorados por algún inglés a continuación de eso.

—Deben de haberse provisto de alguna copia del testamento en el Colegio de Abogados —le dije.

—Exactamente. Alguno de esos ingleses sospechosos a los cuales ya he aludido, les habrá proporcionado la copia de que usted ha hablado. Mediante esa copia debieron enterarse de que la Piedra Lunar le era legada a la hija de Lady Verinder, y que Mr. Blake, padre, o alguna persona designada por él, habría de colocar la gema en las manos de ella. Convendrá usted conmigo en que no es difícil obtener información alguna relacionada con personajes de la categoría de Lady Verinder y Mr. Blake. La única dificultad que tenían que resolver los hindúes consistía en el hecho de si debían intentar apropiarse del diamante mientras era retirado del banco o aguardar a que fuese transportado a la casa de Lady Verinder en Yorkshire. La segunda alternativa era la más segura…, y allí tiene usted la explicación de la presencia de los hindúes en Frizinghall, disfrazados de juglares, aguardando el momento oportuno. En Londres, innecesario es que lo diga, contaban con el pleno apoyo de la organización para hallarse al tanto de los acontecimientos. Dos hombres bastarían para llevar a cabo los planes. Uno le seguiría los pasos a quienquiera que se dirigiese desde la casa de Mr. Blake al banco. Y el otro convidaría con cerveza a los criados inferiores para obtener noticias de la casa. Mediante estas simples precauciones deben de haberse enterado fácilmente de que Mr. Franklin Blake fue quien concurrió al banco y de que este mismo habría de ser la única persona de la casa que iría a visitar a Lady Verinder. Lo que ocurrió, realmente, luego de este descubrimiento, lo recordará usted, sin duda, tan bien como yo.

Yo sabía que Franklin Blake había descubierto a uno de los espías en la calle —que anticipó, por lo tanto, su llegada a Yorkshire en varias horas— y que, gracias al excelente consejo que le diera el viejo Betteredge, dejó en custodia el diamante en el banco de Frizinghall, antes de que los hindúes se hallaran siquiera en condiciones de sospechar su presencia en el vecindario. Hasta aquí todo era muy claro. Pero, ¿cómo fue entonces que los hindúes, ignorando como ignoraban tal precaución, no intentaron efectuar indagación alguna en casa de Lady Verinder (donde debían haber supuesto que se hallaba el diamante) durante todo el lapso que transcurrió hasta el día de cumpleaños de Raquel?

Al hacerle presente esta objeción a Mr. Murthwaite, me pareció atinado añadir lo que había oído yo decir en torno al muchachito, a la gota de tinta y todo lo demás, manifestándole al mismo tiempo que toda explicación basada en la teoría de la clarividencia no lograría convencer a mi mente.

—Ni a la mía tampoco —dijo Mr. Murthwaite—. La clarividencia en este caso no constituye más que un recurso destinado a satisfacer la faceta romántica que existe en el carácter hindú. Contribuirá sin duda a vivificarla y estimular a esos hombres —algo enteramente inconcebible, lo admito, para la mentalidad inglesa— y para rodear su árida y peligrosa misión en este país de cierto halo maravilloso y sobrenatural. Su muchachito es incuestionablemente sensible a la influencia de las fuerzas mesmerianas…, y bajo su influjo no ha hecho más que repetir lo que ya existía en la cabeza de la persona que lo hipnotizó. Por mi parte, he puesto a prueba la teoría de la clarividencia sin lograr jamás percibir que tales manifestaciones avanzaran más allá de ese punto. Esos hindúes no escudriñan como nosotros; consideran a su muchacho como a un vidente capaz de ver cosas que son invisibles para ellos…, y repito que ese elemento maravilloso constituye para ellos la fuente de un nuevo atractivo en la ejecución del propósito que los mantiene unidos. Sólo hago mención de ello para ofrecerle a usted una curiosa faceta del carácter humano, quizá enteramente desconocida para usted. Nada tenemos que hacer nosotros con la clarividencia, el mesmerismo o cualquiera otra cosa tan inverosímil como éstas, para la mente de un hombre práctico, en el asunto que intentamos aclarar. El objeto que persigo al referirme al complot hindú, paso a paso, es el de relacionar retrospectivamente, y de manera racional, los efectos con las causas originales. ¿He logrado acaso satisfacer, hasta aquí, sus deseos?

—¡Sin duda alguna, Mr. Murthwaite! No obstante estoy esperando con cierta ansiedad escuchar alguna explicación racional relacionada con la objeción que he tenido el honor de someter a su consideración.

Mr. Murthwaite se sonrió.

—Es ésa, de todas, la objeción más fácil de destruir —me dijo—. Permítame que comience por admitir que su punto de vista es enteramente correcto. Los hindúes ignoraban, sin duda, lo que Mr. Franklin Blake había hecho con el diamante…, ya que los vemos dar su primer paso en falso la primera noche que se encontró Mr. Franklin en la casa de su tía.

—¿Su primer paso en falso? —repetí yo.

—¡Seguramente! Cometieron el error de permitir ser sorprendidos por Mr. Betteredge mientras atisbaban esa noche en la terraza. No obstante, hay que reconocerles el mérito de haberse dado cuenta por sí mismos de que cometieron un yerro, puesto que, como usted dice, por otra parte, dejaron pasar tan largo lapso como ese que se hallaba a su disposición, sin volver a poner los pies en la casa en ningún momento durante varias semanas.

—¿Por qué, Mr. Murthwaite? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué?

—Porque ningún hindú, Mr. Bruff, corre jamás un riesgo innecesario. La cláusula redactada por usted en el testamento del Coronel Herncastle les aclaró (¿sí o no?) que la Piedra Lunar habría de pasar a ser de absoluta propiedad de Miss Verinder, el día de su cumpleaños. Muy bien. Dígame ahora: ¿cuál le parece a usted que era el procedimiento más seguro, de todos los que se les ofrecían a esos hombres, en la situación en que se hallaban? ¿Intentar apropiarse del diamante mientras éste se hallaba aún bajo el control de Mr. Franklin Blake, el cual había demostrado que sospechaba de ellos y que era más listo también que los hindúes, o aguardar hasta el momento en que el diamante se hallara a la disposición de una joven que se deleitaría inocentemente con su magnífica gema y que habría de lucirla cuantas veces se le presentara la oportunidad de hacerlo? Quizá quiera usted una prueba que venga a corroborar la exactitud de mi teoría. Considere usted la propia conducta de los hindúes como la prueba requerida. Aparecieron en la casa, luego de dejar transcurrir todas esas semanas, el día del cumpleaños de Miss Verinder y vieron premiada la paciente y exacta ejecución de sus planes por el espectáculo de verle lucir sobre la pechera de su vestido la Piedra Lunar. Cuando oí, más avanzada la noche, la historia del Coronel y del diamante, no me quedó la menor duda respecto del riesgo corrido por Mr. Franklin Blake (de no haber venido acompañado por otras personas a su regreso a la casa de Lady Verinder, habría sido seguramente atacado por ellos) y me convencí tan plenamente de los riesgos aún más graves que habría de correr en el futuro Miss Verinder, que les aconsejé llevar a la práctica el plan del Coronel y destruir la identidad de la piedra mediante su desintegración en varias gemas distintas. De qué manera vino la extraordinaria circunstancia de la desaparición de la gema, ocurrida esa noche, a invalidar mi consejo y a desbaratar totalmente el complot de los hindúes —y cómo toda acción posterior de éstos se vio paralizada, al ser confinados al día siguiente en la prisión por embaucadores y vagabundos—, es algo de lo que usted está tan bien enterado como yo. El primer acto de la conspiración se cierra allí. Antes de proseguir con el segundo, ¿me permitirá usted que le pregunte si he rebatido su objeción con una explicación que puede ser considerada satisfactoria por el criterio de un hombre práctico?

Era imposible negar que había enfrentado mi objeción de una manera eficaz, gracias a su hondo conocimiento del carácter hindú, ¡y gracias, también, al hecho de no haber tenido que habérselas con otros cientos y cientos de testamentos, desde los tiempos del Coronel Herncastle!

—Hasta aquí todo va bien —resumió Mr. Murthwaite—. La primera oportunidad que se les presentó a los hindúes de apropiarse del diamante fue la que perdieron desde el instante en que se los encerró en la prisión de Frizinghall. ¿Cuándo se presentó la segunda? La segunda se les presentó —y me hallo en condiciones de probarlo— mientras se hallaban encarcelados.

Extrayendo de su bolsillo su libreta de apuntes, la abrió en determinada página y prosiguió con su relato.

—Yo me hospedaba —continuó diciendo— en casa de unos amigos míos, en Frizinghall. Un día o dos antes de que los hindúes recobraran su libertad (un lunes, creo), se presentó ante mí el gobernador de la prisión con una carta. Había sido dejada allí por una tal Mrs. Macann, en cuya casa se alojaban aquéllos y en cuya puerta había sido entregada, la víspera por la mañana, por el correo ordinario. Las autoridades de la prisión advirtieron que el sello postal decía «Lambeth» y que la dirección, aunque escrita correctamente en inglés, difería de manera extraña, por su disposición, de la habitual manera de dirigir una carta. Al abrirla habían descubierto que el contenido se hallaba escrito en un idioma extranjero, que acertadamente consideraron el indostánico. El motivo que los llevó a visitarme fue naturalmente, el de que les tradujera la carta. Yo copié en mi libreta de apuntes el contenido del original y de mi traducción…, los cuales pongo a su disposición.

Y me alargó la libreta de apuntes abierta. La dirección de la carta era lo que figuraba en primer término. Estaba escrita en una sola línea y sin la menor puntuación, de esta manera: «Para los tres hindúes que viven con la señora llamada Macann en Frizinghall en Yorkshire.» A continuación seguían los caracteres indostánicos y por último la traducción inglesa, cuyo texto se hallaba constituido por las siguientes y misteriosas palabras:

«En nombre del Señor de la Noche, cuyo trono se halla sobre el Antílope y cuyos brazos ciñen los cuatro puntos del mundo.»

«Hermanos, volved vuestros rostros hacia el Sur y venid hacia mí por la calle de los ruidos múltiples que baja en dirección del río fangoso.»

«La razón es ésta: mis ojos la han visto.»

Allí terminaba la carta que no tenía fecha ni firma, Se la devolví a Mr. Murthwaite y le confesé que ese extraño espécimen de correspondencia indostánica me había dejado perplejo.

—Yo le explicaré la primera frase —me dijo— la conducta de los mismos hindúes le explicará a usted el resto. El dios de la luna está representado en la mitología indostánica por una deidad de cuatro manos, que se halla sentada sobre un antílope y uno de los títulos que se le otorgan a ese dios es el de Señor de la Noche. He aquí, pues, para comenzar, algo que se halla indirecta, aunque sospechosamente, relacionado con la Piedra Lunar. Ahora bien, veamos en seguida de qué manera procedieron los hindúes luego que las autoridades de la prisión les permitieron recibir la carta. El mismo día en que se vieron libres se dirigieron de inmediato a la estación de ferrocarril y tomaron el primer tren que partió para Londres. Todos los que nos hallábamos en Frizinghall pensamos que era una lástima que no se los vigilara en sus actividades. Pero luego que Lady Verinder decidió despedir al policía e impidió toda encuesta que se relacionara con la desaparición del diamante, nadie se atrevió allí a entrometerse en el asunto. Los hindúes eran libres de ir a Londres si se les ocurría hacerlo y a Londres fue hacia donde se dirigieron. ¿Cuáles fueron las primeras noticias que obtuvimos después de ellos, Mr. Bruff?

—Nos enteramos de que se dedicaron allí a molestar a Mr. Luker —le respondí— y a rondar su casa de Lambeth.

—¿Leyó usted el informe referente al pedido que le hizo Mr. Luker al magistrado?

—Sí.

—En el curso de su declaración, como usted recordará, se refirió a cierto operario extranjero de su establecimiento al que acababa de despedir por sospechar que intentaría robarle y por considerarlo en connivencia con esos hindúes que lo estaban molestando. Fácil es deducir de ello, Mr. Bruff, quién fue la persona que escribió esa carta que acaba de dejarlo a usted perplejo y cuál era, por otra parte, entre los tesoros de Mr. Luker, aquél que intentaría robar el operario.

Su deducción, como me apresuré a reconocerlo, era demasiado evidente para tomarse siquiera el trabajo de hacer mención de ella. En ningún momento había yo dudado que la Piedra Lunar cayó en manos de Mr. Luker en la época a que aludió ahora Mr. Murthwaite. La única pregunta que me había hecho yo siempre era la siguiente: ¿cómo se habían enterado los indúes de tal cosa? Esta pregunta (la más embarazosa de todas, en mi opinión) acababa de recibir ahora, como las demás, su respuesta. Abogado como era, comencé a pensar que podría quizá confiar en Mr. Murthwaite y dejarme guiar ciegamente por él a través de sus últimos recodos de ese laberinto a lo largo del cual acababa de conducirme hasta ese momento. Le hice el cumplido de comunicarle tal cosa y tuve la satisfacción de comprobar que era acogido con la mayor cortesía.

—Deberá usted darme ahora, a su vez, una pequeña formación, antes de que continuemos con nuestro asunto —me dijo—. Alguien tuvo que haberse encargado de transportar la Piedra Lunar desde Yorkshire hasta Londres. Y alguien tuvo que recibir dinero por la gema; de lo contrario no se hubiera hallado aquélla roca en las manos de Mr. Luker. ¿Ha logrado saberse quién fue esa persona?

—No, que yo sepa.

—Existe una historia (¿sí o no?) en torno a Mr. Godfrey Ablewhite. He oído decir que es un eminente filántropo…, lo cual habla, decididamente, en su contra, para comenzar.

Cordialmente convine en ello con Mr. Murthwaite. Al mismo tiempo me sentí en el deber de informarle (sin mencionar, de más está que lo diga, el nombre de Miss Verinder) que Mr. Godfrey Ablewhite había quedado libre de toda sospecha, debido a una prueba de cuya veracidad podía yo responder que se hallaba por encima de toda discusión.

—Muy bien —respondió Mr. Murthwaite, calmosamente—; dejemos que el tiempo lo aclare por sí mismo. Mientras tanto, Mr. Bruff, debemos retornar a nuestros hindúes, en honor de usted. Su viaje a Londres culminó en una nueva derrota para ellos. La pérdida de la segunda oportunidad que se les presentó de echar mano del diamante debe serle atribuida principalmente, en mi opinión, a la astucia y previsión de Mr. Luker…, quien por algo se halla a la cabeza de cuantos cultivan esa próspera y antigua profesión que se llama la usura. Mediante el rápido despido de su empleado privó a los hindúes de la ayuda que su compinche les hubiera prestado al entrar en la casa. Y mediante el rápido traslado de la Piedra Lunar a la casa de su banquero tomó de sorpresa a los complotados antes de que los mismos tuvieran tiempo de preparar un nuevo plan destinado a robarla. Cómo fue que los hindúes sospecharon, respecto de esto último, el procedimiento seguido por él y cómo se las arreglaron para apoderarse del recibo bancario, son hechos estos últimos demasiado recientes para que nos detengamos en ellos. Bástenos decir que sabían ahora que la Piedra Lunar se hallaba, una vez más, fuera de su alcance y depositada (bajo la denominación general de «gema valiosa») en la caja fuerte de un banquero. Ahora bien, Mr. Bruff, ¿cuál será la tercera oportunidad que se presente de apoderarse del diamante, y cuándo ocurrirá tal cosa?

¡En tanto esta pregunta trasponía sus labios, descubrí, al fin, el motivo que impulsó a los hindúes a visitarme en mi despacho!

—¡Ya lo tengo! —exclamé—. Los hindúes dan como cosa segura, igual que nosotros, el hecho de que la Piedra Lunar ha sido empeñada y necesitan saber de buena fuente cuál es la fecha más temprana en que puede ser retirada la prenda…, porque esa habrá de ser también la más próxima fecha en que pueda ser retirado el diamante de la caja fuerte del banco.

—Ya le he dicho que lo descubriría usted por sí mismo, siempre que yo le brindara una buena oportunidad para hacerlo. Cuando haya transcurrido un año desde la fecha en que fue empeñada la Piedra Lunar, volverán los tres hindúes a acechar, a la espera de que se produzca la tercera oportunidad. Por boca del propio Mr. Luker se han enterado respecto del tiempo que tendrán que aguardar para ello y la respetable y autorizada palabra suya, Mr. Bruff, los ha convencido de que Mr. Luker les dijo la verdad. ¿En qué fecha le parece a usted, así, a ojo de buen cubero, que fue puesto el diamante en las manos del prestamista?

—Hacia los últimos días del pasado mes de junio —le respondí— de acuerdo con mis mejores cálculos.

—Y nos hallamos ahora en el año cuarenta y ocho. Muy bien. Si esa persona desconocida que empeñó la Piedra Lunar se halla en condiciones de rescatarla dentro de un año, la gema se encontrará nuevamente en su poder hacia las postrimerías del mes de junio del cuarenta y nueve. Yo estaré en esa fecha a cientos de millas de distancia de Inglaterra y de todo rumor que se refiera a Inglaterra. Pero quizá valga la pena que tome usted nota de ello y disponga las cosas de manera de encontrarse en Londres para esa fecha.

—¿Cree usted que ocurrirá algo grave? —le dije.

—Creo que me hallaría más a salvo —me respondió— en medio de los más feroces fanáticos del Asia Central que cruzando el umbral del banco con la Piedra Lunar en el bolsillo. Los hindúes han sido ya burlados en dos ocasiones, Mr. Bruff. Creo firmemente que no lo serán por tercera vez.

Estas fueron las últimas palabras sobre el asunto. En ese instante fue servido el café; los huéspedes se levantaron y se dispersaron por la habitación; nosotros nos reunimos con las señoras del dinner-party, arriba.

Yo tomé nota de la fecha y creo que no estaría de más que cerrara mi relato transcribiendo aquí la misma:

«Junio de mil ochocientos cuarenta y nueve. Esperar noticias de los hindúes, hacia las postrimerías del mes.»

Hecho esto le entrego la pluma, que no tengo ya el derecho de seguir utilizando un solo instante más, al narrador siguiente.