VIII

—He perdido a una bella muchacha, una excelente posición social y una hermosa renta —comenzó a decir Mr. Godfrey—; y me he sometido a todo ello sin ofrecer la menor resistencia. ¿Cuál puede ser el motivo de tan extraordinaria conducta? No existe ninguno, preciosa amiga mía.

—¿Ningún motivo? —repetí.

—Permítame recurrir, mi querida Miss Clack, a su experiencia con los niños —prosiguió—. Un niño se conduce, por ejemplo, de cierta manera. A usted le choca su actitud e intenta entonces descubrir el motivo de la misma. Nuestro querido pequeñuelo es incapaz de decírselo. De igual manera hubiera podido usted preguntarle a la hierba por qué crece o a los pájaros por qué cantan. ¡Pues bien!, en este asunto yo vengo a ser como el querido pequeñuelo…, como la hierba… como los pájaros. No sé en verdad por qué le hice mi proposición matrimonial a Miss Verinder. No sé tampoco por qué he descuidado tan vergonzosamente a mis queridas damas. E ignoro por qué he renegado de la Junta Maternal para la Confección de Pantalones Cortos. Si usted le pregunta, por ejemplo, a un niño: «¿por qué eres tan malo?», el angelito habrá de llevarse un dedo a la boca y no sabrá qué responder: ¡ése es, exactamente, mi caso! ¡Me he sentido impulsado a confesárselo a usted!

Yo empecé a recobrarme. Un problema mental significaba lo que acababa de oír. Yo siento un profundo interés por ellos…, y no carezco, según se dice, de cierta habilidad para resolverlos.

—Querida amiga, aguce el entendimiento y ayúdeme —prosiguió él—. Dígame: ¿por qué ocurre que llega un momento en que todos esos planes matrimoniales míos comienzan a parecerme algo como forjado en un sueño? ¿Por qué se me ha ocurrido de manera tan súbita la idea de que mi verdadera felicidad habrá de residir en la ayuda que les preste a mis queridas damas, en el hecho de cumplir modestamente mi útil labor, y de pronunciar unas pocas palabras juiciosas, cada vez que me invite a hacerlo el presidente de la directiva? ¿Para qué quiero yo una posición? Ya he alcanzado una. ¿Para qué una renta? Me hallo en condiciones de pagarme mi pan y mi queso, mi pequeño y hermoso alojamiento y mis dos levitas anuales. ¿Para qué necesito yo a Miss Verinder? Acaba de decirme con sus propios labios (esto, mi querida señora, aquí entre nosotros) que ama a otro hombre y que el único motivo que la impulsó a decirme que se casaría conmigo fue el de exasperar y hacer perder la cabeza a ese otro hombre. ¡Qué horrenda unión! ¡Oh Dios mío, qué horrenda unión sería! ¡Tales son mis reflexiones, Miss Clack, mientras viajo hacia Brighton! Me aproximo a Raquel igual que un criminal que va a escuchar su sentencia. Cuando me enteré de que ella había también cambiado de opinión…, cuando oí decir que se proponía romper el compromiso…, experimenté (no hay la menor duda respecto a ello) una enorme sensación de alivio. Un mes atrás la estrechaba arrobado contra mi pecho. Hace una hora la dicha de saber que nunca más habré de hacerlo me ha embriagado lo mismo que un fuerte licor. Me parece imposible: no puede ser, me digo a mí mismo. Y, sin embargo, allí están los hechos, como ya tuve el honor de darlos a conocer apenas nos sentamos en estas dos sillas. He perdido a una bella muchacha, una excelente posición social y una hermosa renta; y me he sometido a ello sin ofrecer la menor resistencia ¿puede usted explicárselo, mi querida amiga? en cuanto a mí debo decirle que esto se halla fuera del alcance de mi inteligencia.

Su magnífica cabeza se reclinó en su pecho, en tanto abandonaba, desesperado, el problema.

Yo me sentí profundamente conmovida. El caso (si he de hablar en el carácter de un médico espiritual) me pareció enteramente sencillo. No es difícil que en el curso de nuestra vida hayamos podido ver, cualquiera de nosotros, cómo el poseedor de las más poderosas facultades cae ocasionalmente hasta situarse al nivel de las personas más pobremente dotadas que se hallan a nuestro alrededor. Esto, sin duda, tiene por objeto, dentro del plan de la sabia Providencia, recordarle a la grandeza que es mortal y que el poder que le ha sido conferido puede serle también retirado. Se tornó evidente —en mi opinión—, ahora, que las deplorables acciones ejecutadas por nuestro querido Mr. Godfrey y de las cuales fuera yo invisible testigo, constituían otras tantas y saludables humillaciones de esa índole. Y se tornaba igualmente un hecho evidente la bienvenida reaparición de su más fina naturaleza, a través del horror con que rechazaba la idea de casarse con Raquel y de la encantadora vehemencia con que demostraba su deseo de retornar a sus damas y a sus pobres.

Le explique todo esto en unas pocas y simples frases fraternales. ¡Qué bello espectáculo fue el de su alegría! Se comparó a sí mismo, en cuanto yo proseguí hablando, con un ser perdido que emergía de la sombra a la luz. Cuando le aseguré que habría de dispensársele una cariñosa acogida en la J. Maternal para la Confección de Pantalones Cortos, el agradecido corazón de nuestro Héroe Cristiano desbordó de alegría. Alternativamente se llevó a los labios y oprimió contra ellos mis manos. Abrumada por la espléndida victoria de haberlo hecho retornar a nuestro campo, dejé que hiciera con mis manos lo que quisiese. Cerré los ojos. Y sentí que mi cabeza, olvidándose de sí misma, se apoyaba sumida en el éxtasis, en su hombro. Un momento más y me hubiera desvanecido en sus brazos, de no haber sido por una interrupción proveniente del mundo exterior y que me hizo recobrarme. Un horrendo rechinar de cuchillos y tenedores llegó hasta nosotros desde la puerta y vimos entrar al lacayo, quien se disponía a tender la mesa para el almuerzo.

Mr. Godfrey se puso de pie, de repente, y dirigió su vista hacia el reloj que se encontraba sobre el manto de la chimenea.

—¡Cómo vuela el tiempo a su lado! —exclamó—. Apenas si llegaré a tiempo para tomar el tren.

Yo me aventuré a preguntarle a qué se debía esa prisa por retornar a la ciudad. Su respuesta me trajo a la memoria las dificultades domésticas que debían ser aún salvadas y las desavenencias aún por surgir.

—He recibido noticias de mi padre —me dijo—. Sus negocios lo obligan a abandonar Frizinghall para dirigirse a Londres y se propone llegar allí esta noche o mañana. Debo ponerlo al tanto de lo ocurrido entre Raquel y yo. Ha puesto su corazón en este asunto del matrimonio…, y mucho habrá de costar, me temo, el hacerle aceptar la idea del rompimiento. Debo detenerlo, en beneficio de todos nosotros, para que no venga aquí antes de que haya logrado yo hacerlo aceptar tal cosa. ¡Queridísima amiga mía, la mejor que poseo, ya nos volveremos a ver!

Con estas palabras salió del cuarto precipitadamente. Con igual prisa corrí yo escalera arriba en dirección de mi aposento para arreglarme antes de enfrentar a tía Ablewhite y a Raquel junto a la mesa del almuerzo.

Sé muy bien —para volver de nuevo a la persona de Mr. Godfrey— que la opinión general y profana del mundo exterior lo ha acusado de tener razones privadas para liberar a Raquel de su compromiso, en la primera ocasión que ella le ofreció para ello. También ha llegado a mis oídos la afirmación de que su celo por recobrar mi estimación ha sido atribuido en ciertos círculos al mercenario anhelo de hacer las paces (por mi intermedio) con cierta venerable dama de la Junta Directiva de la Maternal para la Confección de Pantalones Cortos, abundantemente provista de bienes materiales y que es una muy amada e íntima amiga mía. Si me detengo en estos odiosos infundios es sólo para hacer constar que tales influencias no gravitaron en ningún instante en mi espíritu. De acuerdo con las instrucciones recibidas, he ido reflejando las fluctuaciones de mi pensamiento en lo que atañe a nuestro Héroe Cristiano, tal como se hallan registradas en mi diario. Haciéndome justicia a mí misma debo agregar que, una vez reinstalado en el sitio que ocupara anteriormente en mi estimación, no volvió mi talentoso amigo a perderlo nunca más. Escribo estas líneas con lágrimas en los ojos y consumida por el deseo de decir algo más. Pero no…, se me ha impuesto la cruel limitación de atenerme a mi experiencia real de las personas y las cosas. Antes de que hubiese transcurrido un mes de los sucesos que acabo de narrar, la situación del mercado monetario, que determinó una disminución aun en el monto de mi renta escasa y miserable, me obligó a partir hacia el exilio en el extranjero, sin dejarme otra cosa que un amable recuerdo de la persona de Mr. Godfrey, imagen que la malevolencia mundana ha atacado una y otra vez aunque en vano.

Permítanme ahora enjugarme los ojos y retomar el hilo de mi historia.

Bajé la escalera para ir a almorzar, naturalmente ansiosa por conocer la reacción de Raquel ante la noticia de la anulación de su compromiso matrimonial.

Me pareció —aunque debo reconocer que soy un mal juez en tal materia— que la recuperación de su libertad hizo que su pensamiento se volviera hacia el otro hombre, hacia aquél a quien ella amaba, y de que se hallaba furiosa consigo misma por no haber sabido controlar ese cambio repentino operado en sus sentimientos, cambio del cual se hallaba íntimamente avergonzada. ¿Quién era ese hombre? Yo tenía mis sospechas…, pero era innecesario malgastar el tiempo en tan ociosa especulación. Una vez que la hubiera convertido, era seguro que ella no habría de tener secreto alguno para mí. Me enteraría de cuanto concernía a tal hombre y cuanto se refería a la Piedra Lunar. Aunque para estimular su espíritu y elevarlo a un más alto plano espiritual no hubiera tenido yo otro motivo más digno que el de aliviar su mente de sus culpables planes, hubiera éste bastado para alentarme a llevar adelante mi labor.

Tía Ablewhite realizó su ejercicio esa tarde, en una silla para inválidos. Raquel la acompañó.

—Me gustaría arrastrar la silla —estalló en forma temeraria—. ¡Quisiera cansarme hasta caer rendida!

A la noche seguía con el mismo humor. Yo di, en una de las valiosas publicaciones que me entregara mi amiga —Vida, Obra y Epístolas de Jane Ann Stamper, cuadragésimoquinta edición—, con algunos pasajes que se prestaban maravillosamente para ser aplicados a la situación actual en que se encontraba Raquel. En cuanto le propuse su lectura se dirigió hacia el piano. ¡Imagínense cuán inexperta debía ser, respecto de las personas graves, para suponer que mi paciencia habría de agotarse en esa forma! Con mi Miss Jane Ann Stamper al alcance de mi mano, aguardé el curso de los sucesos con una inconmovible confianza en el futuro.

El viejo Mr. Ablewhite no apareció en ningún momento esa noche. Pero bien sabía yo la importancia que su voraz apetencia terrenal le atribuía al matrimonio de su hijo con Miss Verinder…, y me hallaba completamente persuadida (hiciera lo que hiciere Mr. Godfrey para evitar tal cosa) de que habríamos de verlo al día siguiente. Su intervención en el asunto daría lugar, seguramente, a la tormenta que yo había vaticinado como cosa segura, la cual habría de ser seguida, con toda seguridad, también, por un saludable agotamiento de la capacidad de resistencia de Raquel. No ignoro que el viejo Mr. Ablewhite tiene fama (sobre todo entre sus inferiores) de ser un hombre notablemente bonachón. De acuerdo con mi propia observación debo decir que se hace acreedor a tal fama mientras puede salirse con la suya, pero no más allá.

Al día siguiente, tal como yo lo previera, tía Ablewhite experimentó lo que, de acuerdo con su naturaleza, es lo que más se parece al asombro, al ver aparecer súbitamente en la casa a su esposo. Apenas llevaba éste un minuto en ella cuando fue seguido, ante mi asombro esta vez, por una inesperada complicación en la forma humana de Mr. Bruff.

No recuerdo que jamás me haya parecido más inoportuna que en esa ocasión la presencia del abogado entre nosotros. Parecía hallarse listo para hacer cualquier cosa que representara un obstáculo en el camino… y para demostrar que era capaz de establecer la paz, pese al hecho de ser Raquel uno de los contendientes.

—Es una agradable sorpresa para mí, señor —dijo Mr. Ablewhite, dirigiéndose con engañosa cordialidad a Mr. Bruff—. Al dejar su despacho ayer, no esperaba que habría de tener el honor de recibirlo hoy en Brighton.

—He estado dándole vueltas en mi cabeza a lo que conversamos, luego que usted se fue —replicó Mr. Bruff—. Y se me ha ocurrido pensar que quizá podría serles útil en algo. Apenas si tuve tiempo para alcanzar el tren; pero no tuve la oportunidad de descubrir el compartimiento en el cual usted viajaba.

Luego de dar esta explicación se sentó junto a Raquel. Yo me retiré modestamente a un rincón…, con mi Miss Jane Ann Stamper sobre el regazo, a la expectativa. Mi tía se sentó junto a la ventana y empezó a abanicarse con su calma acostumbrada. Mr. Ablewhite, que se hallaba de pie sobre el centro de la habitación, con su calva más rosada de lo que yo la viera jamás anteriormente, se dirigió a su sobrina de la manera más afectuosa.

—Raquel, querida mía —le dijo—, acabo de enterarme, por intermedio de Godfrey, de una noticia de lo más extraordinaria. Y he venido aquí para informarme respecto a ella. Tú tienes tu propio gabinete en esta casa. ¿Me harás el honor de conducirme hasta él?

Raquel permaneció completamente inmóvil. Que se hubiese propuesto provocar una crisis en el asunto o que obedeciera a una oculta señal de Mr. Bruff es algo que escapa a lo que yo sé. Sólo puedo afirmar que declinó el honor de conducir al viejo Mr. Ablewhite hasta su gabinete.

—Sea lo que fuere lo que tenga que decirme —le respondió—, puede comunicármelo en presencia de mis parientes y de (y dirigió su mirada hacia Mr. Bruff) este viejo amigo que mereció la confianza de mi madre.

—Como te parezca, querida mía —dijo el amable Mr. Ablewhite, y echó mano de una silla.

Los demás clavaron la vista en su rostro…, como si aguardasen que éste, luego de setenta años de experiencia mundana, fuera a decir la verdad. Yo, por mi parte, dirigí mi vista hacia la cúspide de su cabeza calva, por haber notado en anteriores ocasiones que su estado de ánimo tenía la costumbre de hacerse visible allí.

—Varias semanas atrás —prosiguió el viejo caballero—, mi hijo me comunicó que Miss Verinder le había concedido el honor de comprometerse en matrimonio con él. ¿Es posible, Raquel, que haya mi hijo interpretado mal o se haya jactado de que comprendía tu respuesta?

—Ciertamente, no —replicó ella—. Me comprometí, en verdad, a casarme con él.

—¡Muy bien por tu franca respuesta! —dijo Mr. Ablewhite—. Todo se explica de la manera más satisfactoria hasta aquí, querida mía. En lo que respecta a lo ocurrido hace varias semanas, Godfrey no se ha equivocado, pues. El error radica en lo que me dijo ayer. Comienzo a explicarme ahora las cosas. Tú y él habéis tenido una disputa de amantes…, y el tonto de mi hijo la ha tomado en serio. ¡Ah! Yo habría sabido conducirme mejor a su edad.

La parte débil de la naturaleza de Raquel —la madre Eva resucitando en ella— comenzó a irritarse por estas palabras.

—Le ruego que trate de comprenderme, Mr. Ablewhite —le dijo—. Nada que pueda en lo más mínimo merecer el nombre de disputa ocurrió ayer entre su hijo y yo. Si le ha dicho él que yo he resuelto romper nuestro compromiso matrimonial, y que él por su parte se halla de acuerdo con ello…, no ha hecho más que decirle la verdad.

El termómetro indicador, sobre la cima calva de Mr. Ablewhite, comenzó a registrar un aumento de mal genio. Su rostro se mostraba más amable que nunca…, pero ¡he ahí, sobre la cumbre del rostro, esa coloración rosada un tanto más pronunciada que habitualmente!

—¡Ven, ven, querida! —dijo él, de la manera más suave—, ¡vamos, no seas tan dura y tan mala con el pobre Godfrey! Seguramente te ha dicho alguna cosa inconveniente. Desde chico ha sido siempre un poco torpe…, ¡pero es un muchacho bien intencionado, Raquel, un muchacho bien intencionado!

—Mr. Ablewhite, o bien me he expresado muy malamente o bien se ha propuesto usted interpretar mal lo que le digo. De una vez por todas habré de decirle que de común acuerdo hemos resuelto su hijo y yo no mantener otras relaciones, durante el resto de nuestras vidas, que las de primo y prima. Está claro, ¿no?

El tono con que dijo estas palabras hizo imposible que el viejo Mr. Ablewhite siguiera aún equivocando sus ideas por más tiempo. El termómetro registró otro avance de un grado y su voz, cuando volvió a hablar, dejó de tener el tono que más conviene a un hombre afable.

—Según eso debo dar por sentado, entonces —dijo—, que tu compromiso matrimonial ha quedado anulado.

—Eso es lo que habrá de dar usted por sentado, Mr. Ablewhite, si le place.

—¿Debo también dar por sentado que la proposición de deshacer el compromiso se te ocurrió, desde el primer momento, a ti?

—Se me ocurrió desde el primer instante a mí. Y contó luego, como acabo de decírselo, con la aprobación de su hijo.

El termómetro registró el más alto nivel que era capaz de señalar. Quiero con ello decir que el matiz rosado se convirtió de pronto en escarlata.

—¡Mi hijo es un perro miserable! —gritó con furia el anciano hombre de mundo—. Para hacerme justicia a mí mismo, como padre —y no a él como hijo—, le ruego me permita inquirir, Miss Verinder, qué es lo que tiene usted que decir de Mr. Godfrey Ablewhite.

A esta altura intervino por vez primera Mr. Bruff.

—No está usted obligada a responder a esa pregunta —le dijo a Raquel.

El viejo Mr. Ablewhite se lanzó sobre él inmediatamente.

—No olvide usted, señor —le dijo—, que no es aquí más que un huésped que se ha invitado solo. Su intromisión hubiese contado con una mejor acogida de haber usted aguardado a que se la solicitaran.

Mr. Bruff no se dio por aludido. El suave barniz que recubría su piel jamás se agrietaba. Raquel le dio las gracias por el consejo y se volvió luego hacia el viejo Mr. Ablewhite…, manteniendo su compostura en una forma que, teniendo en cuenta su sexo y su edad, provocaba, simplemente, espanto.

—Su hijo me hizo la misma pregunta que usted acaba de hacerme —le dijo ella—. Una sola respuesta tuve para él y una sola igualmente habré de tener para usted. Le propuse liberarnos del compromiso, porque luego de haber meditado sobre ello, había llegado al convencimiento de que la mejor manera de propender a su felicidad y a la mía habría de ser la de retractarme yo de una imprudente promesa y dejarlo libre a él para que escogiera a una mujer en cualquiera otra parte.

—¿Qué ha hecho mi hijo? —insistió Mr. Ablewhite—. Tengo el derecho de saberlo. ¿Qué ha hecho mi hijo?

Ella se obstinó, por su parte, de la misma manera.

—Le he dado ya la única explicación que creo necesario deba darle a usted o a su hijo —respondió.

—Hablando vulgarmente, Miss Verinder, son su deseo y su voluntad soberanos el darle calabazas a mi hijo, ¿no es así?

Raquel permaneció en silencio un instante. Sentada, como me hallaba, muy próxima a sus espaldas, pude oír el suspiro que lanzó. Mr. Bruff tomó su mano y le dio un leve apretón. Recobrándose aquélla le replicó a Mr. Ablewhite tan atrevidamente como lo había hecho antes.

—Me he expuesto anteriormente a sufrir mayores malentendidos que éste —le dijo—. Y los he sobrellevado pacientemente. Ha pasado ya el tiempo en que hubiera podido usted mortificarme llamándome coqueta.

La acritud de su tono me convenció de que en una u otra forma se la había obligado a recordar el escándalo de la Piedra Lunar.

—No tengo más nada que decir —añadió con un tono cansado sin dirigirse a nadie en particular y pasándonos por alto para mirar hacia afuera, a través de la ventana que se hallaba más próxima a ella.

Mr. Ablewhite se puso de pie y arrojó lejos de sí su silla con tanta violencia, que ésta se volcó y cayó sobre el piso.

—Por mi parte, tengo algo que decir —anunció, dejando caer ruidosamente la palma de su mano sobre la mesa—. ¡Y es que si mi hijo no considera esto un insulto, yo sí lo considero tal cosa!

Raquel se estremeció y lo miró sorprendida.

—¿Insulto? —replicó—. ¿Qué quiere usted decir?

—¡Insulto! —reiteró Mr. Ablewhite—. ¡Conozco el motivo, Miss Verinder, que la ha impulsado a usted a romper con mi hijo! Lo percibo tan claramente como si me lo hubiera usted confesado con sus propias palabras. Su maldito orgullo de familia es quien está ultrajando ahora a Godfrey, de la misma manera que me ultrajó a mí antes, cuando me case con su tía. Su familia —su miserable familia— le volvió la espalda cuando se hubo casado con un hombre honesto que se hizo a si mismo y se labró su propia fortuna. No sé de ningún hatajo de pillos y degolladores que hubieran vivido del crimen y del robo. No podía, tampoco, referirme a ninguna época en que los Ablewhite no hubiesen tenido una camisa con que cubrir su espalda y en que no hubiesen sido capaces de escribir sus propios nombres. ¡Ah!, ¡ah! No me hallaba a la altura de los Herncastle cuando me casé. Y ahora, vuelven ustedes a la carga; tampoco mi hijo se halla a la altura de usted. Lo sospeché desde el principio. ¡Ha heredado usted, mi jovencita, la sangre de los Herncastle! Lo sospeché desde el principio.

—Es ésta una indigna sospecha —observó Míster Bruff—. Me asombra que tenga usted el coraje de afirmar tal cosa.

Antes de que Mr. Ablewhite hubiera podido hallar palabras con qué responderle, habló Raquel, con un tono de lo más exasperante por lo desdeñoso.

—Tiene usted razón —le dijo al abogado—; es algo que no tiene precedentes. Si es capaz de pensar en esa forma, dejémoslo que piense lo que quiera.

Del escarlata comenzó a pasar, ahora, Mr. Ablewhite, al púrpura. Jadeó en procura de aire; y empezó a dirigir su vista, ya hacia atrás, ya hacia adelante, de Raquel a Mr. Bruff, tan furioso y frenético contra ambos, que no sabía a quién atacar primero. Su esposa, quien se había estado abanicando imperturbablemente en su asiento hasta ese instante, trató, aunque sin resultado alguno, de calmarlo. Yo había sentido, durante el curso de esta penosa entrevista, más de un llamado interior que instigaba a intervenir con unas pocas palabras juiciosas, pero me contuvo el temor de un posible desenlace completamente indigno de una cristiana inglesa cuyas miras se hallan puestas, no sobre lo que aconseja una mezquina prudencia, sino sobre lo que es moralmente justo. Al advertir la gravedad de la situación me elevé por encima de toda mera contemplación de las conveniencias. Si me hubiera yo dispuesto a intervenir mediante alguna amonestación de mi propia y humilde creación, es posible que hubiera aún vacilado. Pero la infortunada querella doméstica que se ofrecía ahora a mi vista contaba con una solución maravillosa y bellamente descrita en la correspondencia de Miss Jane Ann Stamper…, Carta número mil uno, titulada: «Paz en el Hogar». Me levanté, pues, en mi modesto rincón y abrí el precioso libro.

—Mi querido Mr. Ablewhite —dije—, ¡una sola palabra!

En el primer momento y al atraer por vez primera la atención de todos al levantarme, pude advertir que estaba a punto de decirme alguna cosa fuerte. Pero mi fraternal manera de dirigirle la palabra, lo retuvo. Clavó en mí sus ojos con un asombro pagano.

—En mi carácter de amiga y de persona bien inspirada —proseguí—, de persona que cuenta con una gran experiencia en lo que se refiere a despertar, convencer, preparar, iluminar y fortificar a sus semejantes, permítanme que me tome la más inocente de todas las libertades…, la libertad de apaciguar el ánimo de ustedes.

Él comenzó a recobrarse; se hallaba ya a punto de estallar…, y hubiera sin duda estallado, frente a cualquier otra persona. Pero mi voz, habitualmente dulce, alcanza un rico acento en los instantes de aprieto. En éste, por ejemplo, me sentí llamada a intervenir con un registro más alto que el suyo.

Levantando mi valioso libro frente a él, golpeteé con mi índice de manera impresionante sobre la página en que se hallaba abierto.

—¡No son palabras mías! —exclamé interrumpiéndolo con mi ferviente estallido—. ¡Oh, no supongan que reclamo su atención para que escuchen mis humildes palabras! ¡Maná en el desierto, Mr. Ablewhite! ¡Rocío sobre la tierra calcinada! ¡Palabras de consuelo, de sabiduría, de amor…, las benditas tres veces benditas, palabras de Miss Jane Ann Stamper!

Me detuvo aquí un momentáneo impedimento de índole respiratoria. Antes de que lograra recobrarme, ese monstruo con figura de hombre gritó furiosamente.

—¡Miss Jane Ann Stamper es…!

Me es imposible transcribir aquí la horrenda palabra representada por estos puntos.

Chillé al oírla deslizarse entre sus labios; volé hacia mi pequeño bolso, que se hallaba sobre el trinchero; volqué todo su contenido, así un tratado especial que versaba sobre los juramentos profanos, titulado: «¡Silencio, por amor de Dios!», y se lo tendí con una expresión de agonizante súplica. Él lo desgarró en dos y me lo tiró de vuelta por encima de la mesa. Los demás se pusieron en pie alarmados, ignorando lo que habría de seguir. Yo me senté instantáneamente, de nuevo en mi rincón. En cierta ocasión y en circunstancias un tanto similares, Miss Jane Ann Stamper fue tomada por ambos hombros y lanzada fuera de una habitación. Yo aguardé, inspirada por su ejemplo, la repetición de su martirio.

Pero no… no había de sucederme a mí tal cosa. Su esposa fue la primera persona a quien le dirigió él la palabra.

—¿Quién…, quién…, quién —le dijo, tartamudeando de ira— invitó a esta fanática osada a entrar en esta casa? ¿Fuiste tú?

Antes de que tía Ablewhite hubiera tenido tiempo de pronunciar una sola palabra respondió Raquel por ella:

—Miss Clack se halla aquí —le dijo— como huésped mía.

Estas palabras tuvieron un singular efecto sobre Mr. Ablewhite. Súbitamente transformaron a ese hombre enrojecido por la ira en un ser que emanaba un helado desprecio. Palmariamente percibió todo el mundo que Raquel acababa de decir algo —breve y simple como había sido su respuesta— que lo colocó a él, por fin, en ventaja sobre ella.

—¡Oh! —dijo—. Así que Miss Clack es huésped suya…, aquí, en mi casa, ¿no es así?

Le tocó ahora el turno a Raquel de perder la paciencia. Su color se acentuó y sus ojos brillaron fieramente. Volviéndose hacia el abogado y señalando a Mr. Ablewhite, preguntó altivamente:

—¿Qué quiere él decir?

Mr. Bruff intervino por tercera vez.

—Parece usted olvidar —dijo, dirigiéndose a Mr. Ablewhite— que ha alquilado usted la casa en su carácter de tutor de Miss Verinder y para uso de Miss Verinder.

—No se apresure —lo interrumpió Mr. Ablewhite—. Tengo aún algo que decir; una última palabra que hubiera dicho hace algún tiempo, de no haber sido por esta… —y me miró, deteniéndose a pensar qué abominable calificativo podía aplicarme—, de no haber sido interrumpido por esta atrevida solterona. Permítame que le informe, señor, que si mi hijo no merece ser el esposo de Miss Verinder, presumo que su padre no debe merecer el título de tutor de Miss Verinder. Tenga la bondad de tomar nota de que me rehuso a aceptar el cargo que se me ha ofrecido en el testamento de Lady Verinder. Utilizando su lenguaje forense diré que renuncio a actuar. La casa ha sido, necesariamente, alquilada en mi nombre. Cargo sobre mis hombros con toda la responsabilidad que ello implica. Es mi casa. La habito o la abandono, según me plazca. No deseo apurar a Miss Verinder. Por el contrario, le ruego a ella que aleje a su huésped con su equipaje, cuando lo crea más conveniente.

Luego de hacer una profunda reverencia abandonó el aposento.

¡Así fue como se vengó Mr. Ablewhite de Raquel, por haberse negado ésta a casarse con su hijo!

En cuanto se cerró la puerta, tía Ablewhite realizó una acción tan prodigiosa que nos dejó a todos paralizados. ¡Exhibió la energía suficiente como para atravesar el cuarto!

—Querida mía —le dijo a Raquel en tanto la tomaba de la mano—, me avergonzaría de mi esposo, si no supiera, como bien sé, que ha sido su mal genio y no su persona la que te ha dicho esas palabras. Usted —continuó diciendo tía Ablewhite, volviéndose hacia mi rincón y haciendo otro derroche de energía, con su mirada esta vez, no con sus miembro—, usted ha sido la miserable que provocó su cólera. Espero no volver a verla nunca más aquí, como tampoco a sus tratados.

Volviéndose hacia Raquel la besó nuevamente.

—Te pido perdón, querida —le dijo—, en nombre de mi esposo. ¿Qué puedo hacer por ti?

Obstinadamente perversa en todo —caprichosa e irrazonable en todas sus acciones— se deshizo Raquel en lágrimas al oír tan triviales palabras y le devolvió el beso a su tía en silencio.

—Si se me permitiera responder en nombre de Miss Verinder —dijo Mr. Bruff—, me atrevería a pedirle a Mrs. Ablewhite que enviara abajo a Penélope con el gorro y el chal de su ama. Concédanos diez minutos a solas —añadió bajando la voz— y le aseguro que arreglaré las cosas a su entera satisfacción y a la de Raquel también.

La confianza que toda la familia depositaba en este hombre era, en verdad, maravillosa. Sin que hubiera mediado una nueva palabra de su parte, tía Ablewhite abandonó la habitación.

—¡Ah! —dijo Mr. Bruff mirándola con atención—. Admito que la sangre de los Herncastle tiene sus desventajas. ¡Pero algo representa la buena educación, después de todo!

Luego de haber lanzado esta observación puramente mundana, miró con dureza hacia mi rincón, como si aguardase a que yo me fuera. Mi interés por Raquel —infinitamente superior al que sentía él por ella— me clavó en la silla.

Mr. Bruff desistió, como había desistido anteriormente en casa de tía Verinder, en Montagu Square. Condujo a Raquel hasta una silla que se hallaba junto a la ventana y empezó a hablarle.

—Mi querida señorita —le dijo—, la conducta de Mr. Ablewhite la ha horrorizado y tomado, naturalmente, de sorpresa. Si valiera la pena debatir esta cuestión con semejante hombre, habríamos de demostrarle bien pronto que no siempre habrá de salirse él con la suya. Pero no vale la pena. Ha estado usted en lo cierto cuando le dijo lo que acaba de decirle: su conducta no ha tenido precedentes.

Se detuvo y dirigió la vista hacia mi rincón. Yo permanecía allí sentada, inconmovible, con mis tratados junto al codo y mi Miss Jane Stamper sobre el regazo.

—Como usted sabe —prosiguió él, volviéndose nuevamente hacia Raquel—, era privativo de la excelente naturaleza de su madre el ver siempre la faz mejor, jamás la peor, de las gentes que la rodeaban. Nombró tutor suyo a su cuñado porque creía en él y porque sabía que tal cosa habría de agradarle a su hermana. En cuanto a mí, nunca me agradó Mr. Ablewhite e induje a su madre a insertar una cláusula en su testamento mediante la cual se les confería el poder a sus albaceas de consultar conmigo respecto a un nuevo tutor, si lo aconsejaban las circunstancias. Uno de esos eventos acaba de producirse hoy, y yo me hallo en condiciones de poner término a estos áridos detalles legales, espero que de una manera satisfactoria, mediante una carta dirigida a mi esposa. ¿Honrará usted a Bruff convirtiéndose en su huésped? ¿Y permanecerá usted bajo mi techo, como un miembro más de mi familia, hasta que nosotros, los sabios, maduremos nuestros proyectos y decidamos qué deberá hacerse posteriormente?

Al oír esto me puse de pie dispuesta a intervenir. Mr. Bruff acababa de hacer exactamente lo que yo había temido que hiciera cuando le pidió a Mr. Ablewhite que enviara abajo el gorro y el chal de Raquel.

Pero, antes de que hubiera podido intercalar yo una sola palabra, había ya aceptado Raquel la invitación en los términos más cordiales. De haber yo tolerado que este arreglo fuera llevado más adelante —de transponer ella el umbral de la puerta de Mr. Bruff—, ¡adiós entonces al más grande deseo de mi vida, a mi esperanza de hacer volver al redil a mi oveja descarriada! La sola idea de tal calamidad me anonadó. Lanzando al viento la miserable carga que toda discreción mundana implica, le hablé con todo el fervor que me poseía y con las palabras que más pronto vinieron a mis labios.

—¡Alto! —les dije—, ¡alto ahí! Deben escucharme. ¡Mr. Bruff!, usted no se halla emparentado con ella como lo estoy yo. La invito a ella…, y emplazo a sus albaceas para que me designen su tutora. Raquel, mi queridísima Raquel, te ofrezco mi humilde hogar; ven conmigo a Londres en el próximo tren, mi amor, para compartirlo conmigo.

Mr. Bruff no dijo nada. Raquel me miró con un cruel espanto que no se esforzó por ocultar.

—Eres muy buena, Drusilla —me dijo—. Y espero ir a visitarte cuantas veces vaya a Londres. Pero he aceptado ya la invitación de Mr. Bruff y me parece que lo mejor que puedo hacer ahora es quedar bajo su cuidado.

—¡Oh, no digas eso! —imploré yo—. ¡No puedo separarme de ti, Raquel…, no puedo separarme de ti!

Traté de estrecharla entre mis brazos. Pero ella retrocedió. Mi fervor no logró contagiarla; sólo le causó alarma.

—En verdad —dijo—, ¿no es excesiva tanta agitación? No logro comprenderla.

—Ni yo tampoco —dijo Mr. Bruff.

La dureza de ambos —su mundana y espantosa dureza— me rebeló.

—¡Oh, Raquel! ¡Raquel! —estallé—. ¿Es posible que no hayas aún percibido que mi corazón desfallece por hacer una cristiana de ti? ¿No te ha dicho alguna voz interior que estoy tratando de hacer por ti lo que estaba tratando de hacer por tu querida madre cuando la muerte me la arrebató de las manos?

Raquel avanzó un paso y me miró muy extrañamente.

—No entiendo tu referencia a mi madre —dijo—. Miss Clack, ¿quieres tener la bondad de explicarte?

Antes de que pudiera contestar, llegó Mr. Bruff y ofreciéndole el brazo a Raquel trató de conducirla fuera de la habitación.

—Mejor no siga con el tema, querida —dijo—. Y Miss Clack haría mejor en no explicarse.

Aunque hubiera sido un tronco o una piedra, una interferencia como ésa me hubiera animado a dar testimonio de la verdad. Hice a un lado a Mr. Bruff con mi propia mano, indignada, y, en lenguaje solemne y adecuado, formulé el punto de vista con que la sana doctrina no tiene escrúpulos en referirse a la horrible calamidad de morir sin preparación.

Raquel se apartó de mí —me sonrojo al escribirlo— con un grito de horror.

—¡Vayámonos! —dijo a Mr. Bruff—. ¡Vayámonos, por Dios, antes de que esta mujer pueda decir nada más! ¡Oh, piense en la inocente, útil, hermosa vida de mi madre! Usted estuvo en el funeral, Mr. Bruff; usted vio cómo todos la querían; usted vio a las pobres gentes desvalidas llorando en su tumba la pérdida de su mejor amiga. ¡Y esta miserable se planta aquí y trata de hacerme dudar de que mi madre, que fue un ángel sobre la tierra, sea ahora un ángel en el paraíso! ¡No sigamos hablando de esto! ¡Vayámonos! ¡Me sofoca respirar el mismo aire que ella! ¡Me espanta sentir que estamos juntas en la misma habitación!

Sorda a toda reconvención, corrió hacia la puerta.

En ese mismo instante entraba su doncella con su gorro y su chal. Ella los tomó y los amontonó de cualquier modo.

—Empaca mis cosas —le dijo—, y llévalas hasta el domicilio de Mr. Bruff.

Yo intenté acercarme… Me hallaba afligida y conmovida, pero innecesario será que afirme que no me sentía ofendida. Sólo experimenté el deseo de decirle estas palabras:

—¡Ojalá llegue a ablandarse tu duro corazón! ¡Te perdono con toda el alma!

Ella tiró hacia abajo su velo, me arrancó el chal de las manos y se precipitó cerrándome la puerta en la cara. Yo soporté el ultraje con mi habitual entereza Y lo recuerdo ahora con la misma superioridad con que enfrento siempre todo ultraje.

Mr. Bruff me dirigió una burlona frase de despedida, antes de precipitarse, a su vez, al exterior.

—Más le hubiera valido no explicarse, Miss Clack —me dijo; y haciéndome una reverencia, abandonó el cuarto.

La mujer del gorro con cintas habló a su vez.

—No es difícil determinar quién ha sido la persona que los ha malquistado a los unos con los otros —me dijo—. No soy más que una pobre criada…, pero afirmo, con todo, que estoy avergonzada de usted.

También ella abandonó la estancia, cerrando con estrépito la puerta.

Denigrada, abandonada por todos, quedé librada a mí misma en el cuarto.

¿Puede acaso añadírsele una sola palabra a esta simple exposición de los hechos…, a esta conmovedora pintura de una cristiana perseguida por el mundo? ¡No! Mi diario me recuerda que aquí termina uno de los tantos capítulos variados de mi existencia. Desde ese día no volví a ver jamás a Raquel Verinder. En aquel entonces, cuando me insultó, le otorgué mi perdón. Desde ese día en adelante ha contado con mis más devotos y buenos augurios. Y cuando muera —para completar, por mi parte, el retorno de todo bien por un mal— habré de legarle, según haré constar en mi testamento, la Vida, Obra y Epístolas de Miss Jane Ann Stamper.