Mi mano soltó la cortina. ¡Pero no crean ustedes —¡oh, no crean!— que el azoramiento espantoso provocado por la situación en que me hallaba era la idea central que albergaba en mi mente! Tan fervoroso seguía siendo el interés fraternal que sentía por Mr. Godfrey, que en ningún momento me detuve para preguntarme a mí misma por qué razón no se encontraba aquél escuchando el concierto en ese instante. ¡No! Sólo reparé en las palabras —las alarmantes palabras— que acababan de surgir de sus labios. Lo haría hoy. En un tono terriblemente decidido había dicho que lo haría hoy. ¿Qué? ¡Oh! ¿Qué es lo que haría él hoy? ¿Algo aún más lamentablemente indigno de su persona que lo que ya había hecho? ¿Renegaría de su fe? ¿Nos abandonaría a nosotras, las de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos? ¿Había sido, la que viéramos últimamente, la postrera sonrisa angelical que habríamos de ver en la sala de reuniones, y la que oyéramos hacía poco, la última demostración de su elocuencia sin paralelo, en Exeter Hall? Tan grande fue la excitación que experimenté ante la mera sospecha de estas horribles eventualidades relacionadas con un hombre de semejante talla, que creo hubiera sido capaz de lanzarme precipitadamente fuera de mi escondite para implorarle en nombre de todas las Juntas Femeninas de Londres que se explicara…, de no haber sido porque, repentinamente, se oyó otra voz en el cuarto. La voz atravesó las cortinas; era ruidosa, atrevida y carente de todo encanto femenino ¡Era la voz de Raquel Verinder!
—¿Por qué has subido aquí, Godfrey? —le preguntó—. ¿Por qué no fuiste a la biblioteca?
Él se rio suavemente y respondió:
—Miss Clack se halla en la biblioteca.
—¡Clack en la biblioteca!
E instantáneamente se dejó caer ella sobre la otomana que se encontraba en la antesala.
—Tienes razón, Godfrey. Mucho mejor será aquí. Un momento antes me había sentido poseída por un ardor febril y por la duda respecto a lo que me correspondía hacer de inmediato. Ahora me había enfriado y no dudaba en absoluto. Tornarme visible, luego de lo que escuchara allí era imposible. Toda retirada —como no fuera hacia el interior de la chimenea— debía ser también desechada. El martirio me aguardaba. Para hacerme justicia a mí misma, arreglé silenciosamente las cortinas de manera de poder ver y escuchar. Y me dispuse entonces a afrontar el martirio con el mismo valor de un cristiano primitivo.
—No te sientes en la otomana —prosiguió la joven—. Arrima una silla, Godfrey. Me agrada ver a la gente sentada enfrente de mí cuando converso con ella.
Él echó mano de la silla más próxima. Se trataba de un asiento bajo. Era muy alto y de una talla varias veces mayor que la que exigía la silla. Jamás observé sus piernas en más desventajosa posición.
—¿Y bien? —prosiguió ella—. ¿Qué les has dicho?
—Exactamente lo que tú me dijiste a mí, querida Raquel.
—¿Qué mamá no se encuentra del todo bien hoy? ¿Y que yo no deseaba de ninguna manera abandonarla para asistir al concierto?
—Esas fueron mis palabras. Lamentaron tu ausencia en la velada, pero supieron comprenderla. Todos te envían cariños y todos también expresaron la alentadora creencia de que la indisposición de Lady Verinder habrá de ser pasajera.
—Tú no crees que sea nada serio, ¿verdad Godfrey?
—¡Absolutamente! Dentro de pocos días, estoy seguro, se hallará enteramente bien.
—Yo también creo lo mismo. Al principio me asusté un poco, pero ahora creo lo mismo. Ha sido una buena acción de tu parte el ir a excusarme ante personas que te son casi desconocidas. Pero, ¿por qué no has ido con ellos? Me parece injusto que hayas perdido tú también el concierto.
—¡No digas eso, Raquel! ¡Si supieras cuánto más dichoso soy aquí, contigo!
Entrelazó sus manos y la miró en la cara. Al hacerlo se volvió en mi dirección. ¿Podrá acaso palabra alguna expresar la sensación de angustia que experimenté al advertir en su rostro, exactamente, el mismo gesto patético con que me hechizara durante sus alegatos en favor de los millones de semejantes desvalidos, desde la plataforma del Exeter Hall?
—Mucho es lo que cuesta abandonar los malos hábitos, Godfrey. Pero haz lo posible por desechar tu costumbre de dirigir cumplidos…, hazlo por mí.
—Jamás te he dirigido a ti cumplido alguno, Raquel, en toda mi existencia. Admito que un amante afortunado recurra algunas veces a la lisonja. Pero el amante desdichado dice siempre la verdad.
Acercó su silla y le tomó la mano, cuando dijo lo de «amante desdichado». Hubo un momento de silencio. Él, que a tantas gentes conmoviera, acababa, sin duda, de conmoverla a ella también. Se me ocurrió entonces que comprendía ahora las palabras que lo oí decir cuando se encontraba solo en la sala. «Lo haré hoy mismo.» ¡Ay!, difícilmente podría el más rígido de los intérpretes dejar de convenir en que lo estaba haciendo ahora.
—¿Te has olvidado, Godfrey, de lo que convinimos cuando me hablaste allá en el campo? Convinimos en que habríamos de seguir siendo primos y nada más que eso.
—Violo ese pacto, Raquel, cada vez que te veo.
—¡Entonces no vuelvas a verme!
—¡Será completamente inútil! Rompo el convenio cada vez que pienso en ti. ¡Oh Raquel!, ¡qué buena has sido al decirme el otro día que el lugar que ocupo en tu estimación es el más elevado que haya ocupado jamás anteriormente! ¿Soy un loco al fundar vanas esperanzas como lo hago, en esas amadas palabras tuyas? ¿Soy un loco cuando sueño que llegará el día en que habrá de ablandarse tu corazón con respecto a mí? ¡Si lo soy, no me lo digas! ¡Déjame con mi ilusión, mi bienamada! ¡Si no habré de contar con otra cosa, déjame, al menos, eso, para que me sostenga y me conforte!
Su voz temblaba; se llevó el blanco pañuelo a los ojos. ¡Exeter Hall, otra vez! Nada faltaba para completar el paralelo, excepto la audiencia, los aplausos y el vaso con agua.
Hasta la inflexible naturaleza de ella se sintió conmovida. La vi inclinarse un tanto en la dirección de él. Y percibí un nuevo matiz, que expresaba cierto interés, en las palabras que pronunció en seguida.
—¿Estás completamente seguro, Godfrey, de que es tan grande la pasión que sientes por mí?
—¡Absolutamente! Tú sabes, Raquel, cómo era yo. Permíteme que te describa lo que soy actualmente. He perdido todo interés por lo que me rodea, excepto por ti. Una transformación se ha operado en mi vida, que no sé cómo explicármela. ¿Quieres creer? Mi labor de beneficencia se ha convertido para mí en una insoportable carga, y cada vez que me encuentro ante una Junta de Señoras desearía hallarme en los últimos confines de la tierra.
Si los anales de la apostasía registran algo que pueda compararse con esta declaración, sólo me cabe a mí decir que tal cosa no figura para nada en el conjunto global de mis lecturas. Me acordé entonces de la Maternal de los Pantalones para Niños; de la Supervisora de los Amantes Dominicales, y de las otras agrupaciones, demasiado numerosas para ser mencionadas aquí, y sostenidas por la acción de este hombre como por una fuente de energía. Me acordé de la batalladora Junta Femenina, que, por así decirlo, aspiraba el aire que nutría su vida laboriosa a través de las ventanas de la nariz de Mr. Godfrey, de ese mismo Mr. Godfrey que acababa de injuriar nuestra misión, al considerarla como una «carga…», y que acababa también de afirmar que hubiese deseado hallarse en los últimos confines de la tierra, cuando se encontraba en nuestra compañía. Mis jóvenes amigas se habrán de sentir sin duda estimuladas, a perseverar, cuando les diga que aun mi disciplina personal pasó por un instante de prueba antes de que me hallara yo en condiciones de devorar mi propia y muy justa indignación, en silencio. Al mismo tiempo, no hago más que hacerme justicia a mí misma, cuando añado que no perdí por eso una sola sílaba de la conversación. Raquel habló a continuación.
—Ya me has hecho tu confesión —le dijo—. Me pregunto ahora si no serviría para curarte de esa infortunada pasión que sientes por mí el hecho de que yo te hiciera llegar a mi vez la mía.
El se estremeció. Y confieso que yo también me estremecí. Pensó él y pensé yo que se hallaría a punto de revelarle el misterio de la Piedra Lunar.
—¿Serías capaz de imaginar, al mirarme —prosiguió ella—, que soy la más infortunada de todas las muchachas? Esa es la verdad. Godfrey. ¿Qué mayor desdicha puede haber que la de vivir teniendo conciencia de la propia degradación?
—¡Mi querida Raquel…! ¡Es imposible que tengas motivo alguno para hablar de ti misma en esa forma!
—¿Cómo sabes que no tengo motivo?
—¡Y me lo preguntas a mí! Lo sé, porque te conozco bien. Tu silencio, amada mía, no te ha hecho descender en el grado de estimación de tus verdaderos amigos. La desaparición de tu valioso regalo de cumpleaños puede haber parecido una cosa extraña; tu inexplicable conexión con ese hecho puede aparecer, también, como algo extraño…
—¿Te refieres a la Piedra Lunar, Godfrey?
—En verdad creía que te referías…
—No me refería a nada de eso. Puedo oír hablar de la pérdida de la Piedra Lunar a quienquiera que sea, sin que por ello me sienta degradada ante mí misma. Si la historia del diamante llega a ver alguna vez la luz, se comprobará entonces que acepté una espantosa responsabilidad; se sabrá que me vi complicada en la preservación de un secreto miserable, ¡pero surgirá también más clara que la luz del sol a mediodía, la evidencia de que no he cometido ninguna bajeza! Me has interpretado mal, Godfrey. La culpa es mía, por no haberme expresado más claramente. Cuésteme lo que me cueste, hablaré ahora con claridad. Imagínate que no me amas. Imagínate que te hallas enamorado de otra mujer.
—Sí.
—Imagínate que acabas de descubrir que esa mujer es enteramente indigna de ti. Y que te hallas completamente convencido de que sería una desgracia el malgastar un nuevo pensamiento en su persona. Imagínate que la simple idea de llegar a casarte con esa mujer te hace arder la sangre.
—Sí.
—E imagínate que, a pesar de todo esto…, no pudieras arrancarla de tu corazón. Imagínate que el sentimiento que había despertado en ti, cuando aún creías en ella, era un sentimiento que no tenías por qué ocultar. Imagínate que el amor que esa desdichada te ha inspirado… ¡Oh!, ¿dónde hallar palabras para expresar lo que siento? ¿Cómo podré hacerle comprender a un hombre que el sentimiento que me horroriza a mí misma me fascina al mismo tiempo? ¡Es el aire que respiro, Godfrey, y el veneno que me mata…, las dos cosas a la vez! ¡Vete! Debo estar loca para hablar como lo estoy haciendo. ¡No!, no debes irte…, no debes llevarte una impresión equivocada. Debo decir lo que corresponde decir en defensa de mí misma. ¡Recuerda! Él no sabe…, jamás sabrá lo que acabo de decirte a ti. No lo volveré a ver jamás…, pase lo que pasare…, ¡jamás, jamás, jamás volveré a verlo! ¡No me preguntes su nombre! ¡No me preguntes más nada! Cambiemos de tema. ¿Sabes acaso lo suficiente de medicina, Godfrey, para poder explicarme por qué razón siento ahora que me asfixió igual que si me faltara el aire? ¿Existe acaso alguna forma de histeria que nos hace estallar en palabras en lugar de hacernos estallar en lágrimas? ¡Me atrevo a afirmarlo! ¿Qué importa eso? Ahora te será más fácil pasar por alto cualquier molestia que te haya ocasionado. He descendido hasta el lugar que me corresponde en tu estimación, ¿no es así? ¡Olvídate de mí! ¡No te apiades de mí! ¡Por amor de Dios, vete!
Volviéndose súbitamente comenzó a golpear salvajemente con ambas manos sobre la parte trasera de la otomana. Su cabeza descendió hasta los cojines y estalló en sollozos. Antes de que hubiese tenido yo tiempo de horrorizarme por esto, vino a escandalizarme una acción completamente inesperada de parte de Mr. Godfrey. ¿Querrán creer ustedes que cayó de rodillas a sus pies…? ¡Sobre ambas rodillas, declaro solemnemente! ¿Me permitirá mi modestia decir ahora que extendió sus brazos en torno a ella? ¿Y podrá acaso mi forzada admiración reconocer que la electrizó con dos palabras?
—¡Noble criatura!
¡Nada más que eso! Pero lo hizo en uno de esos arranques que lo han hecho famoso en el campo de la oratoria. Ella permanecía en su asiento completamente paralizada o fascinada —no podría afirmarlo—, sin intentar siquiera el esfuerzo necesario para hacer que los brazos de él volvieran a estar donde correspondía. En cuanto a mí, mi sentido del decoro se encontraba enteramente desconcertado. Me hallaba tan penosamente insegura respecto a si mi más inmediato deber habría de consistir en cerrar los ojos o detener las lágrimas, que no hice ninguna de las dos cosas.
Atribuyo enteramente a la represión de mi histeria mi capacidad para seguir asiendo la cortina en la posición exacta para poder seguir viendo y escuchando, en ese instante. Hasta los médicos admiten que para vencer la histeria debe uno echar mano de algo.
—Sí —dijo él, poniendo en juego todo el poder evangélico y fascinante de su voz y sus maneras—, ¡eres una noble criatura! Una mujer capaz de decir la verdad, por la verdad en sí misma —una mujer dispuesta a sacrificar su orgullo antes que sacrificar al hombre honesto que la ama— es el más preciado de los tesoros. Cuando una mujer así se casa, con sólo que gane su esposo su estima y consideración, ha ganado lo suficiente para ennoblecer toda su existencia. Te has referido recién, mi bienamada, al lugar que ocupas en mi estimación. Podrás hacerte una idea del mismo…, cuando te implore de rodillas que me permitas ser el custodio de tu pobre corazón herido. ¡Raquel!, ¿me concederás el honor, la bendición de convertirte en mi esposa?
A esta altura habría yo ciertamente dejado de oír, de no haber sido porque Raquel me alentó a seguir escuchando al responderle con las primeras palabras sensatas que jamás oí brotar de sus labios.
—¡Godfrey! —le dijo—, ¡debes de estar loco!
—Jamás hablé más razonablemente, queridísima mía…, en tu beneficio y en el mío propio. Mira por un instante hacia el futuro. ¿Habrás de sacrificar tu felicidad por un hombre que no sabrá nunca lo que sientes por él y a quien has resuelto no ver nunca más? ¿No te obliga un deber hacia ti misma echar en el olvido tan funesto y nocivo sentimiento de cariño? ¿Y podrás hallar el olvido en la vida que llevas actualmente? Has probado esa vida y ya estás cansada de ella. Rodéate de cosas más nobles que las mezquinas cosas de este mundo. Un corazón que te ame y te venere, un hogar cuyas pacíficas reclamaciones y dichosos deberes te vayan ganando dulcemente día a día…; prueba esas cosas, Raquel, y verás el consuelo que te deparan las mismas. No te pido que me ames…; me contentaré con tu afecto y estima. Deja lo demás, con entera confianza, librado a la devoción de tu esposo y al tiempo, que sabe curar heridas aun tan profundas como las tuyas.
Ella empezó a ceder. ¡Oh, cuánta falta le hacía una buena educación! ¡Oh, cuán distinta habría sido mi actuación de encontrarme en su lugar!
—¡No me tientes, Godfrey! —dijo—; demasiado infortunada y confusa es mi situación actual. ¡No me tientes con una mayor desventura y temeridad!
—Una pregunta, Raquel. ¿Tienes alguna objeción personal a mi respecto?
—¡Yo…! Siempre me gustaste. Y luego de lo que acabas de decirme, sería en verdad insensible si no te respetara y admirara en la misma medida.
—¿Conoces tú acaso, mi querida Raquel, muchas esposas que respeten y admiren a sus esposos? No obstante, unas y otros se llevan muy bien. ¿Cuántas son las novias que van hacia el altar con un corazón susceptible de tolerar un análisis de parte de los hombres que las llevan allí? Y sin embargo, la cosa no tiene un desenlace infortunado…, de una u otra manera la institución nupcial sigue afirmándose lentamente. La verdad es que las mujeres, muchas más de las que se hallan resueltas a admitirlo, buscan en el matrimonio un refugio, y, lo que es más importante, hallan siempre que el matrimonio ha justificado sus esperanzas. Observa tu caso, nuevamente. A tu edad y con tus atractivos, ¿es posible que te condenes a ti misma a vivir una existencia solitaria? Confía en mi experiencia del mundo…; nada podría ser menos factible. Sólo es cuestión de tiempo. Podrás casarte, de aquí a unos años, con algún otro hombre. O puedes casarte, queridísima mía, con el que se halla ahora a tus pies y coloca su respeto y admiración hacia ti por encima del amor de cualquiera otra mujer que viva sobre la faz de la tierra.
—¡Dulcemente, Godfrey, estás haciéndome pensar en algo en que no había reparado hasta ahora! Me tientas con una nueva perspectiva, cuando todos los demás caminos se me cierran. Vuelvo a decirte que es tal mi desdicha y tal mi desesperación que, de agregar tú una sola palabra y lo ya dicho, seré capaz de casarme contigo de acuerdo con tus condiciones. ¡Repara en la advertencia y vete!
—¡No me pondré de pie hasta que me digas que sí!
—¡Si lo hago, habrás de arrepentirte tú y habré de arrepentirme yo también, cuando ya sea demasiado tarde!
—Bendeciremos el día, querida, en que yo insistí y tú cediste.
—¿Es tan grande tu confianza como dices?
—Juzga por ti misma. Hablo por lo que he visto en mi propia familia. Dime lo que opinas respecto a nuestro hogar de Frizinghall. ¿Son acaso mi padre y mi madre desgraciados?
—Lejos de ello…, hasta donde he podido yo comprobarlo.
—Cuando mi madre era una muchacha, Raquel (no es un secreto para nadie en la familia), se enamoró como tú te has enamorado…; le entregó su corazón a un hombre indigno de ella. Se casó luego con mi padre sintiendo sólo, por él, admiración, respeto, nada más que eso. Con tus propios ojos has podido asistir al resultado. ¿No puede ella servirnos de estímulo a ti y a mí?[5]
—¿No me apurarás, Godfrey?
—Mi tiempo será tuyo.
—¿No me exigirás más de lo que pueda darte?
—¡Mi ángel! Sólo te pido que des tu ser.
—¡Tómame!
¡Con esta sola palabra lo aceptó!
El tuvo un nuevo arrebato…, un impío arrebato esta vez. La atrajo más y más hacia sí hasta que el rostro de ella rozó el rostro de él; y entonces… ¡No! No puedo en verdad inducirme a mí misma a llevar adelante la escalofriante revelación de lo ocurrido. Permítanme tan sólo añadir que traté de cerrar los ojos antes de que ello se consumara, pero que llegué tarde por la mínima fracción de tiempo posible. Yo había pensado, como ustedes supondrán, que ella resistiría. Pero se sometió. Para cualquier persona de mi sexo, de sentimientos normales, todo un cúmulo de libros no hubiera podido añadir nada a lo ya visto.
Aun mi propia inocencia en estos asuntos comenzó a percibir que el final de la entrevista no se hallaba muy lejos. Habían llegado a tal entendimiento a esta altura, que yo esperaba, con seguridad, que habría de verlos salir juntos del brazo, para ir a casarse. Al parecer, sin embargo, y a juzgar por las inmediatas palabras de Mr. Godfrey, había otra formalidad baladí que llenar forzosamente. Se sentó —sin que se le prohibiera hacerlo esta vez— en la otomana, junto a ella.
—¿Le hablaré yo a tu querida madre? —preguntó—. ¿O lo harás tú?
Ella rechazó ambas sugestiones.
—No le hagamos saber nada antes de que se halle mejor. Desearía mantenerlo en secreto por el momento, Godfrey. Vete ya y regresa esta noche. Hemos estado solos aquí demasiado tiempo.
Ella se levantó y, al hacerlo, miró por primera vez hacia la pequeña habitación en que yo soportaba mi martirio.
—¿Quién ha corrido esas cortinas? —exclamó—. Bastante cerrado es de por sí el cuarto, para que se impida la entrada de aire en esta forma.
Avanzó hacia las cortinas. Y en el mismo momento en que posaba su mano sobre ellas en el mismo instante en que la revelación de mi persona era, al parecer, un hecho inevitable, la voz del rozagante y joven lacayo, viniendo desde la escalera, suspendió cualquier acción posible de su parte o de la mía. Se trataba indudablemente de la voz de un hombre muy alarmado.
—¡Miss Raquel! —gritó—. ¿Dónde está usted, Miss Raquel?
Ella saltó hacia atrás alejándose de las cortinas y echó a correr en dirección a la puerta.
El lacayo apareció en ese mismo instante en la habitación. Sus vivaces colores habían desaparecido.
—¡Por favor, señorita, venga abajo! La señora se ha desvanecido y no podemos hacerla volver en sí.
Un instante después me hallaba sola y libre para bajar la escalera a mi vez, sin ser observada por nadie.
Mr. Godfrey pasó corriendo a mi lado por el vestíbulo, en busca del médico.
—¡Entre y ayúdeles! —me dijo—, indicándome la habitación. Hallé a Raquel de rodillas junto al sofá y apoyando la cabeza de su madre en el pecho. Una mirada al rostro de mi tía, sabiendo lo que yo sabía, bastó para sugerirme la terrible verdad. Oculté mi opinión, hasta el momento de la llegada del doctor. No tardó mucho éste en arribar. Comenzó por enviar a Raquel fuera del cuarto…, y nos dijo, entonces, a los restantes, que Lady Verinder había dejado de existir. Quizá a alguna persona seria, dedicada a la búsqueda de ejemplos que hablen de un inflexible escepticismo, le interese saber que el doctor no evidenció síntoma alguno de remordimiento al fijar sus ojos en mí.
Más tarde atisbé dentro del cuarto del desayuno y de la biblioteca. Mi tía había muerto sin abrir una sola de las cartas que yo le dirigiera. Tan impresionada me sentí por ello que en ningún momento se me ocurrió pensar entonces, sino varios días más tarde, que también había muerto sin dejarme su pequeño legado.