Ya los primeros habían desparramado la noticia antes de que nosotros llegáramos. Hallamos a la servidumbre poseída por el pánico. Al pasar frente a la puerta del ama, aquélla fue abierta violentamente desde adentro. Y vimos salir al ama, seguida por Mr. Franklin, quien se esforzaba en vano por calmarla, completamente fuera de sí ante la horrenda noticia.
—¡Usted es el responsable de esto! —gritó, amenazando violentamente al Sargento con su mano—. ¡Gabriel!, páguele a este miserable…, y sáquelo de mi vista.
El Sargento era el único que podía haber contendido con el ama…, siendo también el único que tenía pleno dominio sobre sí mismo.
—Soy tan responsable de esta terrible calamidad, señora, como lo puede ser usted misma —dijo—. Si dentro de media hora insiste usted aún en que debo abandonar la casa, lo haré, pero sin aceptar el dinero de Su Señoría.
Las palabras fueron dichas con mucho respeto, pero muy firmemente a la vez, y surtieron efecto no sólo en mi ama, sino también en mí. Aquélla consintió en volver a su habitación, acompañada por Mr. Franklin. En cuanto la puerta se hubo cerrado, el Sargento, al dirigir su vista hacia la servidumbre femenina, según su manera inquisidora, advirtió que, mientras las demás se hallaban simplemente espantadas, había lágrimas en los ojos de Penélope.
—Una vez que su padre se haya cambiado las ropas mojadas —le dijo—, venga a hablar con nosotros en el cuarto de su padre.
Antes de que expirase la media hora ya me hallaba yo vestido con la ropa seca y había provisto al Sargento Cuff de las prendas requeridas. Penélope se presentó entonces ante nosotros, para saber qué es lo que quería el Sargento. No creo que jamás haya yo visto conducirse a mi hija de manera tan respetuosa como en ese instante. Sentándola sobre mis rodillas, le pedí a Dios su bendición para ella. Con la cabeza hundida en mi pecho, Penélope me rodeó el cuello con sus brazos… y aguardamos durante un rato en silencio.
La pobre muchacha muerta debía, sin duda, estar gravitando sobre nosotros. El Sargento se dirigió hacia la ventana y se quedó allí mirando hacia afuera. Yo consideré oportuno agradecerle esa deferencia tenida para con nosotros, y así lo hice.
Las gentes mundanas pueden permitirse todos los lujos… entre otros, el de dar rienda suelta a sus propios sentimientos. Los pobres no disfrutan de tal privilegio. La necesidad, que no cuenta para los ricos, se muestra inflexible hacia nosotros. La vida nos enseña a ocultar nuestros sentimientos y a proseguir con nuestro trabajo, en la forma más paciente posible. No me quejo de ello…, simplemente lo hago notar. Penélope y yo nos encontramos listos, tan pronto como el Sargento lo estuvo por su parte. Al preguntársele si sabía qué es lo que había impulsado a su compañera a quitarse la vida, mi hija respondió, como ustedes habrán ya previsto, que su amor por Mr. Franklin Blake. Al preguntársele si le comunicó tal cosa a alguna otra persona, contestó Penélope:
—No he hablado de ello, para no perjudicar a Rosanna.
Yo consideré necesario añadir a lo dicho una palabra. Y dije:
—Y para no perjudicar, tampoco, querida, a Mr. Franklin. Si Rosanna ha muerto por él, él lo ignora y no tiene culpa alguna. Dejémoslo abandonar la casa, si es que se va, evitándole la inútil congoja de saber la verdad.
El Sargento Cuff dijo:
—Muy bien —y volvió a quedarse silencioso, tal como si estuviera comparando, según me pareció, lo que Penélope acababa de decirle, con alguna opinión propia que guardaba para sí mismo.
Al expirar la media hora, sonó la campanilla del ama.
Mientras acudía al llamado di con Mr. Franklin que abandonaba en ese instante el aposento de su tía. Me dijo que Su Señoría se hallaba lista para recibir al Sargento Cuff en mi presencia, como anteriormente, añadiendo que él, por su parte, necesitaba primero hablar dos palabras con el Sargento. En el trayecto hacia mi cuarto se detuvo para consultar el horario de trenes colocado en el vestíbulo.
—¿Piensa usted, realmente, abandonar la casa, señor? —le pregunté—. Miss Raquel volverá con toda seguridad en sí. Sólo es cuestión de tiempo.
—Volverá en sí —replicó Mr. Franklin— cuando se entere de mi partida y de que no habrá de volverme a ver jamás.
Yo pensé que era el resentimiento por la forma en que lo había tratado mi joven ama el que le dictaba esas palabras. Pero no se trataba de eso. Mi ama había advertido, desde el primer momento en que se halló la policía en la casa, que la mera mención del nombre de él bastaba para poner fuera de sí a Miss Raquel. Demasiado enamorado de ésta para aceptar la verdad, se vio forzado a abrir los ojos cuando aquélla partió hacia la casa de su tía. Abiertos sus ojos en la forma cruel que ustedes ya conocen, Mr. Franklin resolvió —adoptando la única resolución que un hombre que posea un mínimo de temple puede adoptar— abandonar la finca.
Las palabras que tenía que decirle Mr. Franklin al Sargento fueron dichas en mi presencia. Afirmó que Su Señoría se hallaba dispuesta a reconocer que obró precipitadamente. Y le preguntó al Sargento si aceptaría —en tal caso— su paga y si se hallaba dispuesto a abandonar el asunto del diamante, tal como se encontraba en ese instante. El Sargento respondió:
—No, señor. Si se me paga, es por mi trabajo. Declino tomar el dinero hasta no haberlo realizado.
—No lo entiendo —dijo Mr. Franklin.
—Me explicaré, señor —dijo el Sargento—. Yo vine aquí para aclarar en forma conveniente la cuestión de la pérdida del diamante. Y ahora me hallo listo y a la espera del momento en que pueda cumplir mi palabra. Una vez que haya puesto al tanto a Lady Verinder del estado actual de este asunto y le haya indicado, en forma sencilla, el plan de acción a seguir para recobrar la Piedra Lunar, abandonaré la responsabilidad que pesa actualmente sobre mis hombros. Que Su Señoría decida ahora si debo proseguir o abandonar mi labor. Recién entonces habré efectuado lo que me propuse hacer… y aceptaré la paga.
Con estas palabras el Sargento Cuff nos hizo recordar que aun en la Policía de Investigaciones puede tener un hombre una reputación que perder.
Su punto de vista resultaba tan palmariamente convincente, que no había una sola objeción que hacerle.
Al levantarme para conducirlo hasta el cuarto del ama, le preguntó a Mr. Franklin si deseaba hallarse presente.
—No —respondió éste—, a menos que Lady Verinder lo desee.
Y mientras avanzábamos en pos del Sargento, añadió en un cuchicheo, dirigiéndose a mí:
—No sé lo que este hombre habrá de decir con respecto a Raquel; estoy demasiado enamorado de ella para poder oírlo y conservar la calma. Déjenme solo.
Lo dejé allí, recostado con aspecto miserable contra el alféizar de mi ventana y con la cara oculta entre las manos… Penélope lo atisbaba desde la puerta, deseando poder confortarlo. De haber estado yo en el lugar de Mr. Franklin, la hubiera hecho entrar. Cuando se sufre por una mujer, nada hay más estimulante que recurrir a otra…, ya que, la mayor parte de las veces, habrá la última de ponerse de nuestra parte. ¿La llamó, otra vez, cuando les di yo la espalda? En tal caso no hago más que ser justo con mi hija, cuando afirmo que hizo todo lo posible para consolar a Mr. Franklin Blake.
Mientras tanto, el Sargento Cuff y yo nos dirigimos hacia el cuarto de mi ama.
Durante la última entrevista no había ella demostrado grandes deseos de levantar la vista del libro que tenía sobre la mesa. Ahora se produjo un cambio favorable. Enfrentó la mirada del Sargento con unos ojos tan firmes como los de él. La energía de la familia se reveló en cada línea de su rostro y yo pensé que el Sargento Cuff encontraría su igual, ahora que una mujer como mi ama se hallaba dispuesta a oír las cosas más graves que pudieran serle anunciadas.
Las primeras palabras dichas allí lo fueron por boca de mi ama.
—Sargento Cuff —dijo—, quizá haya tenido algún motivo para hablarle en la forma desconsiderada en que le hablé hace media hora. Sin embargo no tengo la intención de echar mano de ninguna excusa. Sólo he de decirle con la mayor sinceridad que lamento cualquier clase de injusticia que haya podido cometer con usted.
La gracia del tono y el ademán con que efectuó este desagravio a la persona del Sargento produjo el efecto deseado. Aquél le pidió permiso para justificarse… dándole a su justificación el carácter de una muestra de respeto hacia mi ama. Era imposible, dijo, que pudiera ser él la causa de la calamidad que acababa de sacudirnos a todos nosotros por la evidente razón de que el éxito de su investigación dependía del hecho de no decir ni hacer nada que pudiese haber alarmado a Rosanna Spearman. Apeló a mi testimonio para demostrar si había o no actuado de esa manera. Yo me hallaba en condiciones de certificarlo y así lo hice. Con esto, según pensó, el asunto habría de llegar a un fin juicioso.
No obstante, el Sargento Cuff dio un paso más allá, con la evidente intención (como podrán ustedes comprobarlo ahora) de provocar la más dolorosa de las explicaciones que pudiera haber entre ambos.
—He oído decir algo respecto al motivo del suicidio de la joven —dijo el Sargento—, motivo que me parece el más probable. Es algo que no tiene nada que ver con la causa que estoy investigando aquí. Tengo el deber de añadir, sin embargo, que mi opinión personal apunta hacia otra parte. Una agitación insoportable y vinculada a la pérdida del diamante ha sido, según lo que yo creo, lo que ha impulsado a esa joven hacia su propia destrucción. No pretendo saber nada respecto a la misma. Pero creo, con licencia de Su Señoría, que me hallo en condiciones de señalar a la persona capaz de decidir si estoy en lo cierto o equivocado.
—¿Se encuentra esa persona actualmente en la casa? —preguntó mi ama, luego de una pequeña pausa.
—Dicha persona ha abandonado la casa, señora mía.
La respuesta no podía señalar en forma más directa hacia la persona de Miss Raquel. Sobre nosotros descendió un silencio que yo creí que no se interrumpiría jamás. ¡Dios mío!, ¡cómo ululaba el viento y golpeaba la lluvia en la ventana, mientras yo esperaba allí sentado que alguno de los dos tomase nuevamente la palabra!
—Le ruego que tenga la bondad de expresarse claramente —dijo mi ama—. ¿Se refiere usted a mi hija?
—Así es —dijo el Sargento Cuff, sin emplear más palabras que ésas.
Cuando entramos pudimos ver el talonario de cheques de mi ama sobre la mesa…, indudablemente para pagarle sus honorarios al Sargento. Ahora lo había vuelto a guardar en la gaveta. Yo me sentí morir al ver temblar su mano…, esa mano que tantos beneficios había prodigado a su viejo criado; esa mano que, Dios lo quiera, habrá de posarse en la mía cuando me llegue la hora y deba abandonar este mundo para siempre.
—Yo esperaba —dijo mi ama, muy lenta y calmosamente— premiar sus servicios y despedirme de usted, sin que hubiera llegado a mencionarse abiertamente entre nosotros el nombre de Lady Verinder, como ha ocurrido ahora. ¿Le ha dicho acaso mi sobrino algo referente a este asunto, antes de venir usted a mi cuarto?
—Mr. Blake me dio su mensaje, señora mía. Y yo le di a Mr. Blake una explicación…
—Es innecesario que me la dé usted a conocer. Luego de lo que acaba de decirme, sabe usted tan bien como yo que ha ido ya demasiado lejos para retroceder. Por mí misma y por mi hija, estoy en la obligación de insistir en que permanezca usted en la casa y en que se explique.
El Sargento miró su reloj.
—De haber tenido tiempo, señora mía —le respondió—, hubiese preferido presentarle mi informe por escrito en lugar de hacerlo verbalmente. Pero, si esta investigación ha de seguir adelante, el tiempo adquiere entonces un valor demasiado grande para emplearlo en escribir. Estoy listo para entrar en materia de inmediato. Es para mí muy doloroso tener que referirme y para usted tener que escuchar…
Aquí fue interrumpido nuevamente por mi ama.
—Creo que yo puedo hacer que el asunto se torne menos doloroso no sólo para usted, sino también para mi viejo amigo y criado aquí presente —dijo—, si por mi parte le doy el ejemplo a usted de hablar abiertamente. ¿Sospecha usted que Miss Verinder nos ha engañado a todos al ocultar el diamante por algún motivo personal? ¿Es eso cierto?
—Enteramente cierto, señora.
—Muy bien. Ahora y antes de que usted comience, deseo informarle, en mi carácter de madre de Miss Verinder, que ésta es absolutamente incapaz de hacer lo que usted le atribuye. El conocimiento que usted tiene de su persona data de uno o dos días. El mío desde que nació. Puede usted sospechar de ella todo lo que quiera…, pero no podrá usted ofenderme en absoluto. De antemano estoy convencida de que pese a toda su experiencia las circunstancias lo han llevado a usted, fatalmente, por un camino errado en este asunto. ¡Escuche! No poseo información privada alguna. Ignoro, en la misma medida que usted, los secretos de mi hija. La única razón que tengo para hablarle en forma tan categórica es la que le he dado a conocer. Conozco a mi hija.
Volviéndose hacia mí, me dio la mano. Yo se la besé en silencio.
—Puede usted continuar —dijo—, enfrentando al Sargento con más seguridad que nunca.
El Sargento Cuff le hizo una reverencia. Las palabras del ama influyeron sobre él sólo en cierto sentido. Su enjuto rostro se suavizó por un instante, como si se compadeciera de ella. En lo que respecta a su opinión, era evidente que no lo había conmovido ni logrado desviarlo una sola pulgada de la misma. Acomodándose en la silla, inició su vil ataque contra Miss Raquel, de esta manera:
—Antes que nada debo pedirle a Su Señoría —dijo— que enfoque este asunto, no sólo desde su punto de vista personal, sino también desde el mío. ¿Me hará usted el favor de imaginarse a sí misma llegando aquí por primera vez, en lugar mío? ¿Y me permitirá que le relate en forma muy sucinta en qué ha consistido tal experiencia?
Mi ama le indicó con un ademán que podía hacerlo. Y el Sargento prosiguió:
—Durante estos últimos veinte años —dijo— he empleado la mayor parte de mi tiempo en la dilucidación de escándalos familiares, actuando en el carácter de agente confidencial. La única experiencia extraída de esa práctica doméstica, que tiene alguna relación con el asunto entre manos, es la que especificaré en dos palabras. Mi experiencia me ha demostrado plenamente que las jóvenes de categoría y posición suelen contraer deudas en privado que no se atreven a reconocer ante sus más próximos parientes y amigos. Unas veces se trata de la modista, otras del joyero. En algunas ocasiones necesitan el dinero para algo que no creo haya ocurrido en este caso, y que no habré de mencionar aquí para no escandalizarla. ¡Tenga en cuenta, señora, lo que acabo de decirle…, y veamos ahora cómo fue que los hechos acaecidos en esta casa me forzaron a retornar al camino de mi propia experiencia, me gustara o no hacerlo!
Luego de reflexionar durante un momento, prosiguió hablando con tan horrenda claridad que nos obligó a comprenderlo y en una forma abominablemente precisa que no favorecía a nadie.
—La primera noticia relativa a la pérdida de la Piedra Lunar —dijo el Sargento— llegó a mí por intermedio del Inspector Seegrave. Ante mi entera satisfacción comprobé que éste era completamente incapaz de solucionar el problema. La única cosa que me comunicó, digna de ser escuchada, y que llamó mi atención, fue ésta: que Lady Verinder se había rehusado a ser interrogada por él y que su respuesta había sido inexplicablemente áspera y desdeñosa. A mí me pareció esto algo extraño…, pero lo atribuí, más que nada, a alguna torpeza que, cometida por el Inspector Seegrave, agravió a la joven. Después tomé el asunto en mis manos y me dediqué por mi cuenta a resolver el caso. El resultado fue que, como usted se halla enterada, dimos con la mancha de la puerta y tuve yo la satisfacción de comprobar, mediante el testimonio de Mr. Franklin Blake, que tanto esa mancha como la desaparición del diamante constituían dos piezas del mismo rompecabezas. Hasta aquí, si algo sospechaba yo, era que la Piedra Lunar había sido robada y que alguno de la servidumbre era el ladrón. Muy bien. ¿Qué ocurre entonces? Miss Verinder sale precipitadamente de su cuarto para venir a hablar conmigo. Yo observo en su apariencia tres detalles sospechosos. Primero: sigue siendo presa de la más violenta agitación, pese a que han transcurrido ya más de veinticuatro horas desde el momento en que desapareció el diamante. Segundo: se conduce conmigo como se condujo antes con el Inspector Seegrave. Y, por último, se siente mortalmente ofendida hacia Mr. Franklin Blake. Muy bien, otra vez. He aquí —me digo— a una joven que acaba de perder una joya valiosa… y a una joven, también, que, según lo que me dicen mis ojos y oídos, posee un carácter impetuoso. Teniendo en cuenta tales circunstancias y el carácter de la joven, ¿cómo reacciona ésta? Demostrando un inexplicable resentimiento hacia Mr. Blake, hacia el Inspector Seegrave y hacia mí…, quienes somos, por otra parte, cada uno a su manera, las tres únicas personas que nos hemos esforzado por hallar la gema perdida. A esta altura de la investigación…, sólo ahora, señora, y no antes, comienzo yo a echar una mirada retrospectiva hacia mi pasada experiencia. Y allí encuentro la explicación de la conducta de Miss Verinder, que no hubiese podido hallar de ninguna otra manera. Mi experiencia la relaciona con aquellas otras jóvenes que me son conocidas. Me dice que tiene deudas que no se atreve a dar a conocer y que deben ser pagadas. Y me impulsa a preguntarme a mí mismo si la pérdida del diamante no puede significar… que el diamante ha sido empeñado secretamente para pagarlas. Esta es la conclusión que mi experiencia extrae, sencillamente, de lo ocurrido. ¿Qué réplica le dicta a Su Señoría su propia experiencia en contra de esto?
—La que ya le he dado a conocer —respondió mi ama—. Las circunstancias lo han llevado a usted por un camino errado.
Por mi parte, yo no dije nada. Robinsón Crusoe —sólo Dios sabe cómo— volvió a hacerse presente en mi vieja y desordenada cabeza. Si el Sargento Cuff se hubiera hallado en ese instante en una isla desierta, sin contar con la ayuda de ningún hombre llamado Viernes ni de barco alguno que viniera a salvarlo, se habría encontrado en el sitio exacto en que yo deseé que se encontrara. (Nota bene: debo hacer constar que soy lo que generalmente se llama un buen cristiano, siempre que no se le exija demasiado a mi cristianismo. Esto me asemeja, sin duda —lo cual es un gran consuelo—, a la mayor parte de ustedes, en tal sentido.)
El Sargento Cuff prosiguió:
—Acertado o no, señora —dijo—, extraje mis propias conclusiones; y el próximo paso debía consistir en ponerlas inmediatamente a prueba. Le sugerí, pues, a Su Señoría, efectuar el registro de todos los guardarropas de la casa. Esa habría de ser la manera de dar con la prenda que, según todas las apariencias, debió de ser la causa de la mancha y de poner al mismo tiempo a prueba mis deducciones. ¿Qué ocurrió entonces? Su Señoría consintió; Mr. Blake consintió y Mr. Ablewhite también consintió. Sólo Miss Verinder se opuso categóricamente a ello, interrumpiendo en esa forma el procedimiento. Si Su Señoría y Mr. Betteredge insisten en discrepar conmigo, es porque se hallan ciegos y no han sido capaces de percibir lo acaecido hoy ante sus propios ojos. Delante de ustedes le dije a la joven que, tal como estaban las cosas, su abandono de la casa obstaculizaría mi labor de dar con la gema. Con sus propios ojos han podido ustedes observar que partió en su carruaje, haciendo caso omiso de tal indicación. Y han podido, a la vez, comprobar cómo lejos de perdonar a Mr. Blake por haber contribuido más que nadie en la tarea de colocarme a mí sobre la pista, lo ha insultado públicamente, sobre los peldaños de la casa de su madre. ¿Qué significa todo esto? Si no se halla Miss Verinder complicada en la desaparición del diamante, ¿qué sentido tienen entonces tales hechos?
Esta vez dirigió su vista hacia mí. Era horrible estar oyendo cómo acumulaba pruebas y más pruebas contra Miss Raquel y saber que, pese al gran anhelo que sentía uno por defenderla, era imposible desconocer la verdad de lo que él decía. ¡Gracias a Dios soy yo un ser que reacciona orgánicamente por encima de la razón! Esto me capacitó para apoyar firmemente el punto de vista sustentado por mi ama, que era el mío propio. Esto sirvió también para levantar mi espíritu y hacer que enfrentara osadamente al Sargento Cuff. Aprovéchense mis buenos amigos, se lo ruego, de este ejemplo. Se evitarán así muchas molestias enojosas. Cultiven la supremacía de los sentimientos sobre la razón y verán entonces cómo le cortan las garras a todo ser cuerdo que intente arañarlos, por el propio bien de ustedes.
Al ver que ni yo ni el ama hacíamos comentario alguno, prosiguió hablando el Sargento Cuff. ¡Dios mío! ¡Cómo me enfureció el advertir que nuestro silencio no lo conmovía en lo más mínimo!
—He aquí el caso, señora, enfocado desde el punto de vista de las pruebas que existen contra Miss Verinder —dijo—. Corresponde ahora hacerlo desde el punto de vista de las pruebas que existen contra Miss Verinder y la extinta Rosanna Spearman en conjunto. Con su permiso, nos retrotraemos, por un instante, al momento en que su hija se rehusó al registro de su guardarropa. Hecha mi composición de lugar, respecto a este asunto, me correspondía en seguida averiguar dos cosas. Primero: cuál habría de ser el método a emplear en la pesquisa. Y segundo: aclarar si Miss Verinder contaba con algún cómplice entre los criados de la casa. Luego de meditar profundamente sobre ello, decidí conducir la investigación siguiendo un método que utilizando las palabras de nuestro oficio denominaremos totalmente irregular. Por el siguiente motivo: me hallaba ante un escándalo familiar y debía no salirme de los límites domésticos. Cuanto menos ruido se hiciera y menos extraños tuviesen ingerencia en el asunto, mejor. En cuanto a la usual práctica de colocar a las gentes bajo custodia por sospechas, de llevarlos ante el juez, etcétera…, ni que pensar había en ello, hallándose como se hallaba su hija, según mi opinión, envuelta de manera principalísima en el asunto. En tal sentido, pensé entonces que Míster Betteredge, por sus condiciones personales y la función que desempeña en la casa —conociendo, como conoce, a toda la servidumbre y respetando, como respeta, a la familia, de todo corazón—, podría constituirse en el mejor auxiliar de que podía echar mano entre cuantas personas me rodeaban. Habría podido hacer la prueba con Mr. Blake…, si no hubiese sido por determinado impedimento. Aquél conocía ya desde el principio el rumbo seguido por la investigación y, por otra parte, su interés personal por Miss Verinder tornaba enteramente imposible todo mutuo entendimiento entre él y yo. Si fatigo con estos detalles a Su Señoría, es sólo para demostrarle que he mantenido este secreto de familia dentro de los límites familiares. Yo soy el único extraño que se halla al tanto del mismo…, y mi carrera profesional depende del hecho de que sepa retener mi lengua.
A esta altura de su exposición sentí yo que mi carrera profesional dependía del hecho de no retener, por mi parte, la lengua. Que se me hiciera aparecer ante el ama, a mis años, como una especie de colaborador de la policía era, una vez más, algo que iba más allá de lo que mi moral cristiana podía tolerar.
—Ruego a Su Señoría me permita informarle —dije— que en ningún momento, que yo sepa, he participado en esta abominable pesquisa, en el sentido que fuere, desde que se inició hasta el instante actual, y desafío al Sargento Cuff a que se atreva a probarme lo contrario.
Luego de dar salida a estas palabras, me sentí enormemente aliviado. Su Señoría me honró con un pequeño y amistoso golpecito en el hombro. Después miré al Sargento justamente indignado para ver cómo reaccionaba ante semejante testimonio. El Sargento volvió la vista como un cordero y pareció simpatizar más que nunca conmigo.
Mi ama le dijo que podía continuar con su exposición.
—Considero —dijo— que ha hecho usted todo lo que honestamente creyó que redundaría en mi beneficio. Me hallo lista para seguir escuchándolo.
—Lo que tengo que decirle ahora —respondió el Sargento Cuff— se refiere a Rosanna Spearman. Reconocí a la joven, como Su Señoría recordará, cuando la vi entrar con el libro del lavado en esta habitación. Hasta ese momento me hallaba inclinado más bien a dudar de la posibilidad de que Miss Verinder hubiese confiado su secreto a nadie. En cuanto vi a Rosanna, mi actitud varió. Sospeché al punto que se hallaba comprometida en la desaparición del diamante. La pobre ha encontrado una muerte espantosa y no deseo que Su Señoría piense que he procedido con ella de una manera innecesariamente cruel. Si se hubiera tratado de un hurto corriente habría otorgado a Rosanna el beneficio de la duda, con la misma amplitud con que se lo hubiese concedido al resto de la servidumbre de la casa. La experiencia nos enseña que las mujeres procedentes de los reformatorios, al entrar al servicio de alguien —si es que se las trata cordial y razonablemente—, se conducen en la mayoría de los casos como honestas penitentes y demuestran ser dignas del interés que nos han inspirado. Pero en este caso no se trataba de un robo corriente, sino que nos hallábamos, en mi opinión, frente a un engaño cuidadosamente planeado, en el fondo del cual aparecía la mano de la dueña del diamante. Adoptado este punto de vista, la primera idea que surgió naturalmente y por sí misma, en mi cerebro, fue la siguiente: ¿se contentaría Miss Verinder (con perdón de Su Señoría) con hacernos creer que la Piedra Lunar se había simplemente extraviado? ¿O iría más lejos hasta el punto de hacernos creer que fue robada? De decidirse por esto último, he aquí a Rosanna Spearman… —con antecedentes ya como ladrona— al alcance de su mano: la persona ideal para despistar a Su Señoría y para despistarme a mí como un perfume falso.
¿Era acaso posible —me pregunté— que pudiera él presentar de manera más horrenda las cosas, en contra de Miss Raquel y Rosanna? Lo era, como verán en seguida.
—Tenía aún otro motivo para sospechar de la extinta —dijo—, que me parece todavía más convincente. ¿Qué persona era la más indicada para ayudar a Miss Verinder a obtener dinero mediante la piedra?: Rosanna Spearman. Una joven de la condición de Miss Verinder no podía afrontar, sin riesgo, una operación de esa naturaleza. Se necesitaría un intermediario, y ¿quién se adaptaba mejor a ese papel, me pregunto yo, que Rosanna Spearman? La difunta doncella de Su Señoría se hallaba en lo más alto de la escala, dentro de su profesión, cuando oficiaba de ladrona. De acuerdo con mi relativa documentación en tal sentido, tenía vinculaciones con uno de los pocos hombres que en Londres, dentro del campo de los prestamistas, hubiera sido capaz de adelantar una gran suma, recibiendo en prenda tan notable gema como era la Piedra Lunar, sin formular preguntas embarazosas ni presentar exigencias molestas. Tenga bien en cuenta estos detalles, señora, y permítame demostrarle ahora cómo mis sospechas se han visto confirmadas por los propios actos de Rosanna y las claras consecuencias que se pueden extraer de ellos.
Inmediatamente se dedicó a pasar revista a todas las actividades de Rosanna. Ustedes ya conocen, tan bien como yo, cuanto se refiere a las mismas y comprenderán por lo tanto de qué manera incontestable ese trozo del informe hacía recaer la culpa de la desaparición de la Piedra Lunar sobre la persona de la pobre muchacha muerta. Aun el ama se acobardó ahora, ante lo que él dijo. No le respondió una sola palabra cuando terminó su exposición. Al parecer, poco es lo que le importaba al Sargento que le respondiera o no. Siguió adelante en su marcha (¡el demonio se lo lleve!) con mayor tenacidad que nunca.
—Luego de haber planteado el caso según los dictados de mi inteligencia —dijo—, sólo habré de decirle ahora a Su Señoría cuál es el paso que me propongo dar de inmediato. Dos caminos se me ofrecen para llevar esta pesquisa a un desenlace feliz. A uno de ellos lo considero seguro. El otro, admito, es un osado experimento; nada más que eso. Su Señoría será quien decida. ¿Adoptamos primero el que es seguro?
Mi ama le hizo un signo para que escogiera él.
—Muchas gracias —dijo el Sargento—. Comenzaremos con el método seguro, ya que Su Señoría ha sido tan amable como para permitirme elegir. Ya decida Miss Verinder permanecer en Frizinghall, o resuelva regresar aquí, propongo que en cualquiera de los dos casos se mantenga una estricta vigilancia sobre sus actos…, sobre sus entrevistas con otras personas, sus paseos a caballo o los paseos que realice a pie y las cartas que despache o reciba.
—¿Qué más? —preguntó mi ama.
—En seguida —replicó el Sargento—, solicitaré permiso de Su Señoría para traer a la casa, y hacerla ocupar el puesto de criada que en la misma desempeñaba Rosanna Spearman, a una mujer experta en investigaciones domésticas de esta índole, de cuya discreción respondo personalmente.
—¿Qué más? —repitió mi ama.
—Luego —prosiguió el Sargento—, y como último pedido le propongo el envío de uno de mis compañeros de profesión a Londres, para que llegue a un arreglo con el prestamista que acabo de citar como viejo conocido de Rosanna Spearman… y cuyo nombre y dirección, puede estar Su Señoría segura, le fueron revelados por Rosanna a Miss Verinder. No niego que la realización del procedimiento que le estoy sugiriendo ahora demandará una cierta suma de dinero y de tiempo. Pero el resultado es seguro. Tenderemos con él una línea en torno de la Piedra Lunar, línea que iremos estrechando más y más, hasta dar con la gema en poder de Miss Verinder, suponiendo que ésta decida conservarla. Si bajo la presión de sus deudas resuelve desprenderse de ella, tendremos ya a nuestro hombre listo para echar mano de la Piedra Lunar a su llegada a Londres.
Al oír las palabras que hacían blanco a su hija de semejante proposición, mi ama, herida, adoptó un tono iracundo por primera vez.
—Considere esa proposición denegada en todos sus detalles —dijo—. Y prosiga, dándome a conocer el otro camino susceptible de llevar a su fin la investigación.
—El otro camino —dijo el Sargento, prosiguiendo con más calma que nunca— consiste en efectuar ese osado experimento al que ya he aludido. Creo que la opinión que me he formado respecto al carácter de Miss Verinder es bastante correcta. La considero muy capaz (de acuerdo con esa creencia) de cometer, por ejemplo, un atrevido fraude. Pero es demasiado ardiente e impetuosa y se halla muy poco acostumbrada al engaño, considerado éste como un hábito, para actuar hipócritamente en las pequeñas cosas y saber refrenarse frente a toda clase de provocaciones. Sus sentimientos, en este caso, han escapado reiteradamente a su dominio en momentos en que era evidente que debía ocultarlos en su propio interés. Sobre esa faceta de su carácter me propongo obrar. Necesito provocar en ella un sacudimiento súbito, bajo circunstancias tales, que harán que lo sienta en carne viva. Hablando vulgarmente, pienso anunciarle a Miss Verinder, sin preámbulos de ninguna especie, la muerte de Rosanna, en la esperanza de que sus mejores sentimientos la impulsen a hacer una precipitada confesión. ¿Acepta Su Señoría esta alternativa?
Mi ama provocó en mí entonces un asombro que elude todo intento descriptivo. Le respondió al punto:
—Sí, acepto.
—El calesín ya se halla listo —dijo el Sargento—. Deseo a Su Señoría muy buenos días.
Mi ama elevó su mano y lo detuvo cuando estaba ya en la puerta.
—Apelaremos, sí, a los buenos sentimientos de mi hija, tal cual usted lo acaba de proponer —dijo—. Pero, en mi carácter de madre, reclamo el derecho que me asiste de ser yo quien la ponga a prueba. Tenga la bondad de aguardar aquí; yo seré quien vaya a Frizinghall.
Por primera vez en su vida el gran Cuff perdió el habla, asombrado, igual que un hombre común.
Mi ama hizo sonar la campanilla y ordenó que le trajeran sus prendas impermeables. Seguía aún lloviendo; el carruaje cerrado había partido, como ustedes saben, con Miss Raquel a Frizinghall. Yo intenté disuadir a Su Señoría de su intención de arrostrar un tiempo tan hostil. ¡Todo fue inútil! Le pedí entonces permiso para acompañarla con el paraguas. Ni oírme quiso. El calesín apareció de pronto, guiado por el caballerizo.
—Puede usted estar seguro de dos cosas —le dijo al Sargento Cuff en el hall—: que ensayaré el procedimiento en Miss Verinder tan osadamente como lo haría usted mismo, y que le comunicaré el resultado, ya sea personalmente o por carta, antes de que parta de aquí el último tren para Londres, esta noche.
Dicho lo cual se introdujo en el calesín y, tomando las riendas con sus propias manos, se lanzó en dirección a Frizinghall.