Informe de Mr. Murthwaite (1850)
(De una carta escrita a Mr. Bruff)
¿Recuerda usted, mi querido señor, a cierto personaje semisalvaje con quien se encontró en una comida efectuada en Londres durante el otoño del año mil ochocientos cuarenta y ocho? Permítame recordarle que el nombre del mismo es Murthwaite y que usted y él mantuvieron una prolongada conversación después de la comida. El tema de ella fue cierto diamante hindú denominado la Piedra Lunar y el complot tramado en ese entonces para dar con la gema.
Poco tiempo después me di yo a vagabundear por las regiones del Asia Central. De allí regresé a los lugares que fueron escenario de algunas de mis aventuras en el pasado, situados hacia el norte y noroeste de la India. Hace alrededor de una quincena me hallaba en cierto distrito o provincia (muy poco conocido por los europeos), llamado Kattiawar.
Allí fue donde me ocurrió una aventura que (por increíble que ello parezca) habrá de interesarle de sobremanera a usted, personalmente.
En las bárbaras regiones de Kattiawar (y se dará usted una idea de su salvajismo cuando le diga que los agricultores aran allí la tierra armados hasta los dientes), el pueblo le rinde un culto fanático a la vieja religión indostánica, el antiguo culto de Brahma y de Vichnú. Las escasas familias mahometanas diseminadas en las ralas aldeas del interior jamás prueban, por temor, ninguna clase de carne. Cualquier mahometano del cual se sospeche tan sólo que ha matado a ese animal sagrado que es la vaca, es condenado, sin más ni más, por sus piadosos convecinos indostánicos. Para fomentar el entusiasmo religioso de esas gentes, se hallan dentro de los límites de Kattiawar dos famosos santuarios a los que concurren los peregrinos indostánicos. Uno de ellos es Dwarka, lugar de nacimiento del dios Krishna. El otro es la ciudad sagrada de Somnauth, saqueada y destruida hace mucho tiempo, en el siglo undécimo, por el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni.
Siendo ésa la segunda vez que me encontraba en tan románticas regiones, resolví no abandonar Kattiawar sin echarle antes una nueva ojeada a las magníficas ruinas de Somnauth. Me hallaba, desde el lugar en que planeé la travesía (según mis cálculos más aproximados de ese entonces), a tres días de viaje a pie de la ciudad sagrada.
Poco tiempo llevaba en camino, cuando pude advertir que otras personas —que iban en grupos de a dos y de a tres— marchaban, según parecía, en mi misma dirección.
A aquellos que me dirigieron la palabra les dije que era un indostánico budista de una provincia lejana, en marcha hacia el santuario. Innecesario es que le diga que mi ropa estaba en un todo de acuerdo con mis palabras. Si a ello agrego el dato de que conozco la lengua de esas gentes tan bien como la propia y que soy lo suficientemente delgado y moreno como para hacer difícil la tarea de que se reconozca en mí a un europeo, comprenderá usted por qué motivo no me costó un gran esfuerzo el ser aceptado de inmediato entre esas gentes; no como compatriota, sino como un desconocido procedente de una provincia lejana de su propio país.
En el segundo día de mi marcha el número de indostánicos que viajaba en la misma dirección había aumentado en varios centenares. Al tercer día, eran miles los que componían esa multitud: todos en marcha convergente hacia una meta única: la ciudad de Somnauth.
Un pequeño servicio que le hice a uno de mis compañeros de peregrinación durante el tercer día de la travesía me facilitó el acceso al círculo constituido por ciertos indostánicos pertenecientes a la casta más elevada. Por su intermedio me enteré de que esa muchedumbre tenía el propósito de asistir a una gran ceremonia religiosa que se verificaría sobre una colina situada a corta distancia de Somnauth. El acto sería en honor del dios de la Luna y habría de celebrarse en la noche.
La multitud nos obligó a demorarnos, a medida que avanzábamos hacia el lugar fijado para el acto. Cuando arribamos a la colina, la luna brillaba en lo alto del cielo. Mis amigos indostánicos poseían un cierto privilegio especial que les permitía penetrar en el santuario. Cortésmente me invitaron a que los siguiera. Al llegar al templo advertimos que éste se hallaba oculto tras una cortina que pendía de dos árboles magníficos. Debajo de los árboles un estrato rocoso se proyectaba hacia afuera, a manera de plataforma natural. Debajo de ésta fue donde me situé, en compañía de mis dos amigos indostánicos.
Al dirigir mi vista hacia abajo, pude contemplar el más grande espectáculo que hayan podido ofrecer jamás la naturaleza y el hombre combinados. La vertiente más suave de la colina se transformaba imperceptiblemente en una planicie herbosa en la cual unían sus aguas tres ríos. Hacia un lado, el correr sinuoso y alegre del agua, ya visible, ya oculta entre los árboles, hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el otro, la inmóvil superficie del océano dormido en la calma de la noche. Pueble usted tan hermoso escenario con una muchedumbre de diez mil seres humanos vestidos todos de blanco y diseminados por ambos costados de la colina, inundando la planicie y bordeando las costas más próximas de los tres ríos sinuosos, alumbre usted luego ese punto de llegada de los peregrinos con las locas llamas rojas de los hachones y las antorchas, que serpean a intervalos por encima de esa innumerable multitud; e imagine por último a la luna del Este vertiendo su luz magnífica desde un cielo inmaculado…, y podrá usted tener entonces una idea de la vista que se ofreció ante mis ojos cuando miré hacia abajo desde la cima de la colina.
Un acorde quejumbroso producido por flautas e instrumentos de cuerda hizo que volviera yo a fijar mi atención en el templo escondido.
Al volverme distinguí las figuras de tres hombres de pie sobre la plataforma rocosa. A la figura central la identifiqué como la del hombre a quien le dirigí la palabra en Inglaterra, el día en que se hicieron presentes los hindúes en la terraza de Lady Verinder. Sin duda alguna los dos que lo habían acompañado en aquella ocasión eran también los mismos que lo acompañaban ahora.
Uno de los indostánicos, que se hallaba próximo a mí, pudo advertir que yo me estremecía. En un cuchicheo me explicó el motivo de la aparición de esas tres figuras sobre la plataforma de piedra.
Se trataba de tres brahmanes (me dijo), que renunciaron a su casta por servir a su Dios. Usted les había ordenado que debían purificarse, mediante un viaje de peregrinación. Esa noche habrían de partir los tres hombres. Siguiendo tres rumbos distintos habrían de dar comienzo a su peregrinación por los santuarios de la India. Jamás habrían de volverse a mirar mutuamente a la cara. En ningún instante habrían de detenerse para reposar, desde el momento en que se separaran hasta aquel en que encontraran la muerte.
En cuanto terminó de cuchichearme estas palabras llegó a su término el acorde quejumbroso. Los tres hombres se postraron sobre la roca, ante la cortina del santuario oculto. Después se levantaron, mirándose a la cara mutuamente y se abrazaron. Luego descendieron por caminos distintos, en dirección de la muchedumbre. Las gentes les hicieron lugar en medio de un silencio mortal. Entre tres grupos se dividió la multitud al unísono. Y lentamente volvió la gente, por último, a fundirse en una sola y grande masa blanca. La huella abierta por los tres brahmanes en medio de las filas de sus camaradas mortales se borró totalmente. No volvimos a verlos desde ese entonces.
Un nuevo acorde musical, potente y jubiloso, se alzó desde el templo oculto. La multitud, en torno mío, se estremeció y se aproximaron más los unos a los otros.
La cortina que pendía de los dos árboles fue descorrida y vimos aparecer el santuario ante nuestra vista.
Allí, en lo alto de un tronco elevado y sentado sobre su antílope característico, con sus cuatro brazos desplegados en dirección de los cuatro puntos cardinales; allí, cerniéndose muy por encima de nosotros, envuelto en sombría y terrible majestad e inundado por la mística luz que caía del cielo, se hallaba el dios lunar. ¡Y sobre la frente de la deidad brillaba el mismo diamante que vi fulgurar anteriormente en Inglaterra sobre la pechera de un vestido de mujer!
Sí; luego de un lapso de ocho centurias la Piedra Lunar volvía a brillar sobre los muros de la ciudad sagrada en que comenzó su historia. Cómo logró la gema retornar a su bárbara tierra nativa, y a través de las circunstancias o por medio de qué crímenes consiguieron los hindúes rescatar su piedra sagrada, es algo que quizá usted sepa; yo confieso, por mi parte, que lo ignoro. La perdió usted de vista en Inglaterra y (si es que sé yo algo respecto de esas gentes) no habrá de volverla a ver jamás.
Así es como transcurren los años y se repiten los sucesos de uno y otro; y así es como los mismos eventos vuelven a acaecer una y otra vez en los ciclos del tiempo. ¿Cuáles serán las próximas aventuras de la Piedra Lunar? ¡Quién podría decirlo!