Epílogo

El invierno que siguió a la batalla fue muy duro para la gente de Diez Ciudades y sus aliados bárbaros, pero, al unir su talento y recursos, consiguieron sobrevivir. Durante aquellos largos meses se celebraron numerosos consejos con Cassius, Jensin Brent y Kemp, como representantes de la población de Diez Ciudades, y Wulfgar y Revjak como portavoces de las tribus bárbaras. La primera orden del día fue reconocer oficialmente la alianza de los dos pueblos, a pesar de que muchos miembros de ambos lados se oponían con firmeza.

Aquellas ciudades que no habían sido dañadas por el ejército de Akar Kessell acogieron a todos los refugiados durante el crudo invierno y, con los primeros indicios de la llegada de la primavera, empezaron las reconstrucciones. Cuando la región empezaba ya a recuperarse, y después de que una expedición bárbara, siguiendo las indicaciones de Wulfgar, regresase con el tesoro del dragón, se celebraron consejos para dividir las ciudades entre la gente que había sobrevivido. Las relaciones entre ambas comunidades estuvieron a punto de romperse en numerosas ocasiones y sólo se mantuvieron unidas por la presencia imponente de Wulfgar y la calma sin límites de Cassius.

Cuando al fin se llegó a una conclusión, a los bárbaros les adjudicaron las ciudades de Bremen y Caer-Konig, para que las reconstruyeran, y los antiguos habitantes de Caer-Konig fueron trasladados a la reconstruida ciudad de Caer-Dineval, mientras que a aquellos ciudadanos de Bremen que no deseaban convivir con las tribus bárbaras se les ofreció la posibilidad de trasladarse a Targos.

Era una situación difícil en la que se obligaba a enemigos acérrimos a dejar de lado sus diferencias y convivir en barrios cercanos. Aunque victoriosos en la batalla, los habitantes de las ciudades no se apodaban a sí mismos vencedores, ya que las pérdidas que habían sufrido todos ellos eran cuantiosas y nadie había salido beneficiado del combate.

Excepto Regis.

El oportunista halfling fue condecorado con el título de Primer Ciudadano y se le concedió la casa más lujosa del Diez Ciudades por su participación en la batalla. Cassius no se opuso en absoluto a ceder su palacio al «destructor de la torre». Regis aceptó el ofrecimiento del portavoz así como todos los demás regalos con que lo obsequiaron en las demás ciudades, ya que, aunque no se había ganado los honores que le dispensaban, justificaba su buena suerte en el hecho de ser compañero de batallas del humilde drow. Y, como Drizzt Do’Urden no iba a ir a Bryn Shander a recoger las recompensas, Regis suponía que era su deber hacerlo en su lugar.

Aquél era el estilo de vida refinado que siempre había deseado el halfling. En realidad adoraba el exceso de lujos, aunque más tarde tendría que aprender que la fama exigía también un alto precio que pagar.

Drizzt y Bruenor habían pasado el invierno realizando los preparativos para su viaje en busca de Mithril Hall. El drow estaba dispuesto a cumplir su palabra, aunque había sido engañado, porque para él la vida no había cambiado demasiado después de la batalla. Aunque él era en realidad el héroe del combate, continuaba siendo tolerado con recelo por la gente de Diez Ciudades, y los bárbaros, salvo Wulfgar y Revjak, lo rehuían abiertamente, murmurando plegarias a sus dioses cada vez que se cruzaban en su camino.

Pero el drow aceptaba aquel desprecio con su acostumbrado estoicismo.

—Hay rumores en la ciudad de que has cedido tu voz en el consejo a Revjak —dijo Catti-brie a Wulfgar durante una de sus frecuentes visitas a Bryn Shander.

Wulfgar asintió.

—Es mayor que yo y mucho más sabio en muchos aspectos.

Catti-brie sometió a Wulfgar a uno de sus incómodos escrutinios con sus ojos oscuros. Sabía que existían otros motivos que impulsaban a Wulfgar a ceder su puesto como rey.

—Piensas ir con ellos —dijo lisa y llanamente.

—Se lo debo al drow —fue la única explicación de Wulfgar, antes de dar media vuelta. No estaba de humor para discutir con la vehemente joven.

—Otra vez eludes la pregunta —se burló Catti-brie—. ¡No vas para pagar ninguna deuda! ¡Vas porque ése es el camino que has elegido!

—¿Qué sabes tú de eso? —gruñó Wulfgar, enojado porque la observación de la muchacha daba de nuevo en el clavo—. ¿Qué sabes tú de aventuras?

Un destello pasó por los ojos de Catti-brie.

—Lo sé —respondió sin más—. Cada día que transcurre en un lugar es una aventura, pero tú aún no lo has aprendido. Y es por eso que vas en busca de lejanos caminos, intentando satisfacer el ansia de emociones que arde en tu corazón. ¡Ve, Wulfgar del valle del Viento Helado! ¡Sigue los impulsos de tu corazón y sé feliz!

»Tal vez cuando vuelvas comprendas la emoción de estar simplemente vivo.

Le dio un beso en la mejilla y echó a andar hacia la puerta.

Wulfgar la detuvo, agradablemente sorprendido por aquel beso.

—¡Tal vez entonces nuestras discusiones sean más agradables!

—Sí, pero menos interesantes —respondió ella, antes de salir.

Una agradable mañana a principio de la primavera llegó por fin el momento de partir para Drizzt y Bruenor. Catti-brie los ayudó a cargar con los pesados sacos que llevaban.

—En cuanto descubramos el lugar, te llevaré allí —dijo Bruenor a la muchacha una vez más—. ¡Tus ojos van a brillar de entusiasmo al ver los ríos de plata de Mithril Hall!

Catti-brie esbozó una indulgente sonrisa.

—¿Estás segura de que te encontrarás bien aquí? —inquirió Bruenor en tono más serio. En realidad, estaba convencido de que la muchacha no tendría problemas en absoluto, pero su corazón se enternecía con preocupación paternal.

La sonrisa de Catti-brie se ensanchó. Durante el invierno, habían discutido el tema en multitud de ocasiones. La muchacha se alegraba de que Bruenor se marchara, aunque sabía que lo echaría muchísimo de menos, porque era evidente que Bruenor no estaría contento del todo hasta que al menos hiciese el intento de encontrar el hogar de sus antepasados.

Y sabía, mejor que nadie, que Bruenor iría en buena compañía.

El enano estaba satisfecho. Había llegado la hora de partir.

Los compañeros se despidieron de los demás enanos y echaron a andar hacia Bryn Shander para decir adiós a sus amigos más queridos.

Llegaron a casa de Regis a última hora de la mañana y se encontraron a Wulfgar sentado en los escalones de la entrada, esperándolos, con Aegis-fang y un saco de provisiones a su lado.

Drizzt observó con recelo las posesiones del bárbaro a medida que se acercaban, adivinando a medias las intenciones de Wulfgar.

—Me alegro de verte, rey Wulfgar —dijo—. ¿Piensas partir hacia Bremen o Caer-Konig para ver los progresos que está haciendo tu pueblo?

Wulfgar negó con la cabeza.

—Ya no soy rey —replicó—. Los consejos y los discursos conviene dejarlos en manos de la gente mayor y he tenido que soportar más de los que hubiera deseado. Ahora Revjak es el portavoz de los hombres de la tundra.

—¿Y tú? —intervino Bruenor.

—Voy con vosotros para saldar mi última deuda.

—No me debes nada —declaró Bruenor.

—A ti no —admitió Wulfgar—. También he saldado mi deuda con la gente de Diez Ciudades y con mi propia gente, pero existe todavía una deuda que no he pagado. —Se volvió para observar a Drizzt directamente a los ojos—. Contigo, querido elfo.

Drizzt no supo qué responder así que se limitó a dar unos golpecitos en la corpulenta espalda del bárbaro y sonreír con cariño.

—Ven con nosotros, Panza Redonda —propuso Bruenor en cuanto acabaron de saborear una comida excelente en el palacio—. Cuatro aventureros en la llanura… Te hará bien y podrás reducir un poco esa barriga enorme.

Regis se sujetó la panza con ambas manos y sonrió.

—Me gusta mi barriga y pretendo mantenerla tal como está, gracias. ¡Si puedo, incluso le añadiré algunos centímetros!

»Además, no puedo entender por qué insistís tanto en que vaya con vosotros —prosiguió con más seriedad. Se había pasado muchas horas aquel invierno intentando convencer a Bruenor y Drizzt de que no iniciaran el viaje—. Aquí disfrutamos de una vida cómoda. ¿Por qué queréis marcharos?

—La vida es algo más que buena comida y suaves cojines, querido amigo —intervino Wulfgar—. El ansia de aventuras nos enciende la sangre y, mientras haya paz en la región, Diez Ciudades no puede ofrecernos el riesgo del peligro o la satisfacción de la victoria.

Drizzt y Bruenor asintieron al unísono, pero Regis sacudió la cabeza.

—Por otro lado, ¿cómo eres capaz de llamar rico a un lugar miserable como éste? —se burló Bruenor haciendo un gesto con la mano—. Cuando regrese de Mithril Hall, te construiré un hogar el doble de grande y repleto de piedras preciosas.

Pero Regis estaba decidido a que la aventura vivida pasara a ser la última. En cuanto acabaron de comer, acompañó a sus amigos a la puerta.

—Si volvéis…

—Tu casa será nuestra primera parada —le aseguró Drizzt.

Cuando salían al exterior, se encontraron con Kemp, de Targos, que permanecía de pie junto al camino, aparentemente buscándolos a ellos.

—Me está esperando —explicó Wulfgar, sonriendo al saber que Kemp se apartaría del camino para no enfrentarse a él.

—¡Saludos, portavoz! —gritó Wulfgar con una profunda reverencia—. Prayne de crabug ahm keike rinedere be-yogt iglo kes gron.

Kemp hizo un gesto obsceno al bárbaro y se alejó. Regis parecía a punto de morirse de risa.

Drizzt reconoció las palabras, pero no comprendía por qué Wulfgar se las había dicho a Kemp.

—Una vez me dijiste que esa frase era un antiguo grito de guerra de la tundra. ¿Por qué se la dices al hombre que más desprecias?

Wulfgar estaba a punto de inventar una explicación que lo sacase del apuro, pero Regis se le adelantó.

—¿Grito de guerra? —repitió el halfling—. Es una antigua maldición de las mujeres bárbaras, reservada por regla general para los maridos adúlteros. —Los ojos de color lavanda del drow observaron de reojo al bárbaro, mientras Regis proseguía—: Significa: «Que las moscas de mil renos aniden en tus genitales».

Bruenor soltó al instante una carcajada y Wulfgar no tardó en unirse a él, con lo que Drizzt no pudo resistirse y acabó también a carcajada limpia.

—Vamos, nos espera un largo día —dijo el drow—. Empecemos esta aventura que seguro que será interesante.

—¿Adónde iréis? —preguntó Regis con voz triste. Una pequeña parte de su interior envidiaba en verdad a sus amigos, y tenía que admitir que los iba a echar de menos.

—Primero, a Bremen —contestó Drizzt—. Allí completaremos nuestras provisiones y echaremos a andar hacia el suroeste.

—¿A Luskan?

—Tal vez, si así lo dispone el destino.

—Buena suerte —les deseó Regis mientras los tres compañeros se ponían en camino sin más dilación.

Regis los vio desaparecer por el sendero, preguntándose dónde habría encontrado él amigos tan diferentes. Se encogió de hombros y volvió hacia su palacio… Había quedado muchísima comida del almuerzo.

Pero, antes de llegar a la puerta, lo detuvieron.

—¡Primer Ciudadano! —lo llamó alguien desde la calle. La voz correspondía al propietario de un almacén del sur de la ciudad, el sector donde cargaban y descargaban las caravanas de mercaderes. Regis esperó a que se acercara.

—Un hombre, Primer Ciudadano —explicó entre grandes reverencias por tener que molestar a un personaje tan importante—, ha preguntado por usted. Asegura ser un representante de la Sociedad de Héroes de Luskan y que lo envían para solicitar su presencia en la próxima reunión. Dice que le pagará bien.

—¿Cómo se llama?

—No me dejó nombre alguno, sólo esto. —El hombre abrió un pequeño saquito de monedas de oro.

Aquello era todo lo que Regis necesitaba ver, así que partió de inmediato a la cita con el hombre de Luskan.

Y, una vez más, la fortuna le salvó la vida, ya que divisó al extraño antes de que éste lo viera. Aunque no había visto al hombre en muchos años, lo reconoció al instante por el mango con incrustaciones de esmeralda de la daga que llevaba enfundada en la cadera. Regis a menudo había considerado la posibilidad de robar aquella hermosa arma, pero incluso su temeridad tenía límites. La daga pertenecía a Artemis Entreri.

El asesino a sueldo más conocido del bajá Pook.

Los tres compañeros salieron de Bremen al día siguiente, antes del alba. Como estaban ansiosos por empezar la aventura, marcharon a buen paso, y estaban ya en plena tundra cuando los primeros rayos de sol empezaron a teñir el horizonte a sus espaldas.

Con todo, Bruenor no se sorprendió al divisar a Regis que venía por la desierta llanura para alcanzarlos.

—O se ha vuelto a meter en problemas o soy un gnomo barbudo —comentó el enano.

—Saludos —lo recibió Drizzt—. ¿Pero, no nos habíamos dicho ya adiós?

—He decidido que no podía dejar que Bruenor se metiera en problemas sin estar a su lado para solucionárselos —bromeó Regis, intentando recuperar el aliento.

—¿Vienes con nosotros? —gruñó el enano—. ¡No has traído provisiones, halfling loco!

—No como mucho —suplicó Regis, con un tono de desesperación en la voz.

—¡Bah, comes más que nosotros tres juntos! Pero no te preocupes, nos las arreglaremos.

El rostro del halfling se iluminó con una sonrisa y Drizzt sospechó que había mucho de verdad en la suposición del enano de que Regis se había metido en problemas.

—¡Entonces, vamos los cuatro! —proclamó Wulfgar—. Un representante para cada una de las razas comunes: Bruenor por los enanos, Regis por los halfling, Drizzt Do'Urden por los elfos y yo por los humanos. ¡Un grupo completo!

—Me cuesta creer que los elfos hubieran escogido un drow como representante —señaló Drizzt.

Pero Bruenor se apresuró a replicar.

—¿Crees tú que los halfling escogerían a Panza Redonda como su campeón?

—Estás loco, enano —le espetó Regis.

Bruenor dejó en el suelo su saco, rodeó a Wulfgar y se plantó ante Regis. Tenía el rostro contraído por la ira fingida y, tras coger al halfling por los hombros, lo alzó del suelo.

—¡Tienes razón, Panza Redonda! —gritó con voz salvaje—. ¡Estoy loco! ¡Nunca me he encontrado con nadie más loco que yo!

Drizzt y Wulfgar intercambiaron una sonrisa.

En verdad, iba a ser una aventura interesante.

Así que, con el naciente sol a sus espaldas y sus propias sombras alargadas proyectadas delante de ellos, echaron a andar.

En busca de Mithril Hall.