Corrió bajo la brillante luz del sol. Corrió bajo el reflejo pálido de las estrellas en la noche, incluso con el viento del este azotándole el rostro. Sus largas piernas y grandes zancadas le permitían avanzar sin fatigarse, una mera partícula en movimiento en la llanura desierta. Durante días, Wulfgar se obligó a avanzar hasta los límites de su resistencia, cazando y comiendo a la carrera, y deteniéndose únicamente cuando la fatiga lo hacía caer exhausto.
En la lejanía, hacia el sur, emergiendo de la Columna del Mundo como una nube tóxica de olor nauseabundo, avanzaban las fuerzas de goblins y gigantes de Akar Kessell. Con las mentes deformadas por el poder de la Piedra de Cristal, su único deseo era matar, destruir. Tan sólo para complacer a Akar Kessell.
Tres días después de salir del valle de los enanos, el bárbaro se encontró con las huellas confusas de multitud de guerreros, que se encaminaban a un destino común. Se alegró de haber podido dar con el rastro de su gente con tanta facilidad, pero la presencia de tantas huellas sólo podía indicar que las tribus se estaban reuniendo, lo cual le recordaba la urgencia de su misión. Impelido por la necesidad, volvió a echar a correr.
El peor enemigo de Wulfgar no era la fatiga, sino la soledad. Durante aquellas largas horas, puso todo su empeño en mantener sus pensamientos en el pasado, repitiéndose una y otra vez la promesa que le había hecho a su padre muerto y reflexionando sobre las posibilidades de sus victorias. Intentaba no pensar en el camino que recorría ahora, aunque comprendía bien que la desesperación de su plan podía conducirlo al fracaso.
Sin embargo, era su única posibilidad. No poseía sangre noble en las venas y no tenía Derechos de Desafío contra Heafstaag. Incluso si llegaba a derrotar al rey elegido, ninguno de sus seguidores lo reconocería a él como jefe. La única manera en que alguien como él podía legitimar el derecho a conducir una tribu era a través de un acto de heroicas proporciones.
Siguió avanzando hacia el mismo objetivo que, antes que él, había conducido a la muerte a muchos reyes en potencia. Y, oculto entre las sombras, a sus espaldas, corriendo con la agilidad propia de su raza, lo seguía Drizzt Do’Urden.
Siempre en dirección este, hacia el glaciar Reghed y a un lugar llamado Evermelt.
Hacia la guarida de Ingeloakastimizilian, el dragón blanco que los bárbaros apodaban sencillamente «Muerte de Hielo».