Más que un muchacho
Regis se recostó perezoso sobre su tronco favorito y bostezó con deleite, mientras los rayos de sol que conseguían colarse entre la espesa vegetación iluminaban los hoyuelos querúbicos de su rostro. Su caña de pescar permanecía anclada ante él, aunque hacía ya tiempo que le habían quitado el cebo al anzuelo. Regis raramente pescaba algún pez, pero se vanagloriaba de no gastar más de un gusano al día.
Había acudido a este lugar a diario desde su regreso a Bosque Solitario ya que ahora pasaba el invierno en Bryn Shander, disfrutando de la compañía de su buen amigo Cassius. La ciudad de la colina no tenía ni punto de comparación con Calimport, pero el palacio de su portavoz era el lugar más lujoso de todo el valle del Viento Helado y Regis se consideraba muy inteligente por haber convencido a Cassius de que lo invitara a pasar los duros tiempos del invierno allí.
Una gélida brisa agitaba las aguas de Maer Dualdon y el halfling esbozó una sonrisa. Aunque ya había pasado más de medio mes de junio, aquél era el primer día caluroso del corto verano y Regis estaba dispuesto a sacar el máximo provecho. Por primera vez en casi un año había decidido salir antes de mediodía y planeaba permanecer en aquel lugar, ligero de ropa para que el sol caldeara cada rincón de su cuerpo, hasta que los últimos rayos rojizos desaparecieran por el horizonte.
Un grito de enfado en el lago captó su atención. Alzó la cabeza y entreabrió un pesado párpado. Lo primero que notó, para su completa satisfacción, fue que su vientre había aumentado considerablemente durante el invierno de modo que, desde ese ángulo, no podía verse más que la punta de los pies.
En mitad del lago, cuatro barcos, dos de Termalaine y dos de Targos, luchaban por conseguir una posición, adelantándose con súbitos cambios de rumbo y virajes mientras sus marineros gritaban y escupían a los barcos que ostentaban la bandera de la ciudad contraria. Durante los últimos cuatro años y medio, desde la batalla de Bryn Shander, las dos ciudades habían estado permanentemente en guerra y, aunque sus batallas se reducían más a un cruce de palabras y puños que de armas, algún barco había sido hundido o conducido a las rocas para que embarrancase en aguas poco profundas.
Regis se encogió de hombros y volvió a recostar la cabeza sobre el atadillo de su abrigo. No había habido grandes cambios en Diez Ciudades durante los últimos años. Regis y varios portavoces más habían tenido grandes esperanzas de llegar a conseguir una comunidad unida a pesar de la agria disputa mantenida después de la batalla entre Kemp de Targos y Agorwal de Termalaine, por causa del drow.
Incluso a orillas del lago, el período de buenos propósitos había tenido una vida muy corta entre los rivales irreconciliables. La tregua entre Caer-Dineval y Caer-Konig se había mantenido hasta que uno de los barcos de Caer-Konig había pescado un valioso y raro pescado en la zona del lago Dinneshere que Caer-Dineval reclamaba como propia como compensación de las aguas que había perdido con la expansión de Cielo Oriental.
Además, Good Mead y Dougan’s Hole, dos ciudades que por regla general eran muy independientes y que estaban situadas a orillas de Aguas Rojizas, habían reclamado enérgicamente una compensación de Bryn Shander y de Termalaine, ya que habían sufrido muchas bajas en la batalla de Bryn Shander, aunque nunca habían considerado problema suyo aquel asunto. Aducían que las dos ciudades que más provecho habían sacado de la ciudad entre las comunidades debían pagar a las demás. Por supuesto, las ciudades del norte se habían negado a pagar.
Y, de este modo, la lección de los beneficios que supondría una unificación fue totalmente desatendida. Las diez comunidades continuaron más divididas que nunca.
En verdad, la ciudad que más provecho había conseguido de la batalla fue Bosque Solitario. La población de Diez Ciudades, en su conjunto, permanecía bastante constante y, aunque muchos cazadores de fortuna y canallas fugitivos continuaban filtrándose en la región, la mayoría eran asesinados o acababan por desencantarse con las condiciones brutales del clima y volvían al sur, más hospitalario.
Sin embargo, Bosque Solitario había crecido considerablemente. Maer Dualdon, con su importante reserva de truchas de cabeza de jarrete, continuaba siendo el lago más provechoso de los tres y, con la lucha constante entre Termalaine y Targos y la situación precaria de Bremen, a orillas del río Shaengarne, de riadas frecuentes e impredecibles, Bosque Solitario se convirtió en la ciudad más atractiva de las cuatro. La gente de la pequeña comunidad había lanzado incluso una campaña para atraer a nuevos ciudadanos, en la que citaban a Bosque Solitario como el «Hogar del héroe halfling» y como el único lugar en kilómetros a la redonda con árboles que daban sombra.
Regis había abandonado su posición de portavoz poco después de la batalla, de mutuo acuerdo entre él y sus conciudadanos. Como Bosque Solitario estaba cobrando importancia poco a poco y se estaba acabando su reputación como refugio de todos los pícaros, necesitaba un representante de más empuje en el consejo y Regis simplemente no quería volver a molestarse con semejante responsabilidad.
Por supuesto, el halfling había hallado el modo de que su fama le resultara provechosa. Los nuevos habitantes de Bosque Solitario estaban obligados a pagar con una parte de sus primeras pescas a cambio del derecho a ostentar la bandera de la ciudad y Regis había convencido al nuevo portavoz y los demás líderes de la ciudad de que, ya que su nombre era utilizado para atraer a nuevos colonos, él merecía una parte de estos tributos.
El halfling no podía dejar de sonreír cada vez que pensaba en su buena fortuna. Pasaba sus días en paz, yendo y viniendo a su placer y la mayor parte del día recostado en el tronco de su árbol favorito, con la caña echada en el agua y dejando que transcurriera el tiempo.
Su vida había experimentado un cambio muy agradable, aunque el único trabajo que ejercía ahora era la talla de marfil. Sus piezas talladas habían multiplicado por diez su valor; en parte, el precio estaba parcialmente inflado por la pequeña fama que había conseguido, pero, sobre todo, porque había convencido a varios entendidos que visitaban Bryn Shander de que su estilo único y su forma de trabajar otorgaban a sus piezas un valor artístico y estético especial.
Acarició el rubí que llevaba colgado al cuello. Parecía que últimamente podía «convencer» casi a todo el mundo.
El martillo caía una y otra vez sobre el metal incandescente y multitud de chispas saltaban de la superficie del yunque formando arcos en el aire para ir a morir en la oscuridad de la habitación de piedra. El pesado martillo moldeaba sin cesar, guiado casi sin esfuerzo por un brazo enorme y musculoso.
El herrero no llevaba más que unos pantalones y un delantal de cuero atado a la cintura en aquella calurosa y pequeña habitación. Oscuras líneas de hollín habían quedado marcadas en las hendiduras entre los músculos de los hombros y el pecho, y estaba cubierto de sudor por el calor que despedía la forja. Sus movimientos iban marcados por una facilidad tan rítmica e incansable que parecía casi sobrenatural, como si en realidad fuera el dios creador del mundo antes de que apareciera el hombre mortal.
Una sonrisa de aprobación se dibujó en su rostro cuando sintió que la rigidez del hierro cedía por fin a la fuerza de sus golpes. Nunca hasta ahora se había encontrado con un metal tan difícil, un metal que probaba su habilidad hasta los límites de su propia resistencia. Se estremeció al sentir que en el fragor de la batalla había demostrado ser él el más fuerte.
«Bruenor estará contento.»
Wulfgar se detuvo un momento y reflexionó sobre el significado de sus pensamientos, sonriendo a pesar suyo al recordar sus primeros días de trabajo en las minas de los enanos. Qué joven más tozudo e iracundo había sido entonces, después de que un enano malhumorado le negara el derecho a morir en el campo del honor, justificando aquel acto de compasión no solicitada con un escueto «será un buen negocio».
Aquélla iba a ser su quinta primavera en compañía de los enanos en túneles tan bajos que obligaban a sus dos metros diez de estatura a ir continuamente inclinado. Soñaba con recuperar algún día la libertad de la tundra abierta, donde podría extender los brazos al calor del sol o al tacto intangible de la luna. O permanecer echado con las piernas estiradas mientras el viento incansable le helaba la piel y las estrellas cristalinas le llenaban la mente de misteriosas visiones de horizontes desconocidos.
Y, sin embargo, a pesar de todos sus inconvenientes, tenía que admitir que echaría de menos el calor de la forja y los martilleos constantes de las minas de los enanos. Durante el primer año de servidumbre, había trabajado según el código brutal de su gente —que definía el caer preso como una desgracia—, recitando la canción de Tempos como una letanía de fuerza contra la debilidad que lo acosaba al vivir en compañía de los civilizados y pacíficos sureños.
Pero Bruenor había demostrado ser más sólido que el metal que golpeaba. El enano no amaba abiertamente la batalla pero manejaba su hacha con mortal precisión y soportaba impasible golpes que hubieran hecho caer a un ogro.
Durante los primeros días de relación, el enano había sido un enigma completo para Wulfgar. El joven bárbaro se sentía obligado a demostrar a Bruenor cierto grado de respeto, ya que el enano lo había vencido en el campo de batalla. Incluso en aquel momento, cuando las líneas de batalla los definían a ambos como acérrimos enemigos, Wulfgar había detectado un afecto genuino y muy arraigado en los ojos del enano, que lo había dejado confuso. Él había venido con su gente a saquear Diez Ciudades y, sin embargo, la actitud fundamental de Bruenor se parecía más a la preocupación de un padre que a la del dueño de un esclavo. No obstante, Wulfgar también tenía siempre muy presente su posición en las minas, porque Bruenor a menudo se mostraba brusco e insultante y lo obligaba a realizar tareas menores y, a veces, degradantes.
La rabia de Wulfgar había ido desapareciendo con el paso del tiempo y acabó por aceptar su castigo con estoicismo, obedeciendo las órdenes de Bruenor sin preguntar y sin quejarse. Poco a poco, sus condiciones habían ido mejorando.
Bruenor le había enseñado a trabajar en la forja y, posteriormente, a moldear el metal en armas de gran precisión y demás instrumentos. Y, por fin, un día, que Wulfgar recordaría siempre, le habían concedido su propia forja y su yunque, donde podía trabajar en solitario y sin que lo supervisaran, aunque Bruenor asomaba la cabeza por allí con frecuencia para protestar por algún golpe inexacto o para dar algunos consejos. Más que la relativa libertad, el taller había conseguido devolver a Wulfgar su orgullo. Desde el mismo instante en que alzó el martillo que consideraba propio, el estoicismo metódico de un sirviente se había convertido en la devoción ansiosa y meticulosa de un verdadero herrero. El bárbaro fue descubriendo que se impacientaba cuando las cosas salían mal y que en más de una ocasión había acabado por rehacer una pieza entera para corregir una ligera imperfección. Wulfgar estaba contento con aquel cambio en su manera de juzgar las cosas y lo consideraba un atributo que podía serle de gran utilidad en el futuro, aunque aún no había comprendido muy bien cómo.
Bruenor lo llamaba «carácter».
El trabajo también le producía beneficios físicos. La talla de piedras y el moldeo de metales habían endurecido los músculos del bárbaro, cambiando la frágil estructura de su juventud en una corpulencia de envidiable fuerza. Además, poseía una gran resistencia, ya que el ritmo de aquellos incansables enanos le había fortalecido el corazón y ampliado los pulmones hasta límites desconocidos.
Wulfgar se mordió el labio avergonzado al revivir su primer pensamiento consciente después de la batalla de Bryn Shander. Se había prometido hacer pagar a Bruenor con sangre todos los años que durara su aprendizaje. Ahora había acabado por comprender, para sorpresa suya, que se había convertido en un hombre mejor bajo la tutela de Bruenor Battlehammer, y el mero pensamiento de levantar un arma contra él le producía náuseas.
Volvió a concentrarse en el trabajo y golpeó con el martillo el hierro, agachando su increíblemente dura cabeza sobre lo que empezaba a parecer una hoja de cuchillo. Aquella pieza se convertiría en una espada de gran calidad.
Bruenor estaría contento.