Campos ensangrentados
La horda se introdujo en el paso de Bremen poco antes del mediodía. Hubieran deseado anunciar su glorioso ataque con cantos de guerra, pero comprendían que una cierta cautela era necesaria para llevar a buen fin el plan de batalla de DeBernezan.
DeBernezan, por su parte, suspiró aliviado al ver el familiar espectáculo de multitud de velas que salpicaban las aguas de Maer Dualdon, mientras avanzaba al lado del rey Haalfdane. Estaba convencido de que los iban a pillar a todos por sorpresa y sonrió con ironía al darse cuenta de que en algunos de los barcos ondeaba ya la bandera roja indicadora de que habían pescado.
—Más riqueza para los vencedores —murmuró para sus adentros.
Los bárbaros todavía no habían empezado a cantar cuando la tribu del Oso se separó del grupo y se encaminó hacia la ciudad de Termalaine, aunque la columna de polvo que alzaban a su paso podría haber servido de advertencia a algún observador atento de que algo fuera de lo corriente estaba ocurriendo. Continuaron avanzando hacia Bryn Shander y entonaron las primeras notas de su canto cuando apareció ante sus ojos la bandera de la ciudad principal.
Las fuerzas combinadas de las cuatro ciudades de Maer Dualdon permanecían ocultas en Termalaine. Su objetivo era realizar un ataque rápido y severo a la pequeña tribu que se disponía a invadir la ciudad, acabar con ellos lo antes posible y luego prestar ayuda a Bryn Shander, atrapando al resto de la horda entre dos ejércitos. Kemp de Targos estaba al mando de esta operación, pero había concedido el primer golpe a Agorwal, portavoz de la ciudad en cuestión.
Las antorchas prendieron fuego a los primeros edificios de la ciudad al hacer su entrada el salvaje ejército de Haalfdane. Termalaine era la segunda ciudad pesquera, después de Targos, en población, pero era una ciudad dispersa y desordenada, con casas desperdigadas en una amplia zona, separadas por anchas avenidas. Sus habitantes eran amantes de la vida privada y de la amplitud, lo cual otorgaba a la ciudad un aire de soledad que contrarrestaba con la cantidad de gente que allí vivía. Sin embargo, DeBernezan se dio cuenta de que las calles parecían inusualmente desiertas y, aunque mencionó su preocupación al rey bárbaro que caminaba a su lado, Haalfdane le aseguró que las ratas habían optado por esconderse ante la llegada de los Osos.
—¡Hacedlos salir de sus agujeros e incendiad sus casas! —gritó el rey bárbaro—. ¡Aseguraos de que los pescadores del lago oyen los gritos de sus mujeres y ven el humo de su ciudad en llamas!
Pero, de pronto, una flecha cruzó los aires y fue a clavarse en el pecho de Haalfdane, donde se enterró en dirección al corazón. El atónito bárbaro bajó la vista horrorizado para ver la hiriente flecha, pero apenas pudo lanzar un último grito antes de que la oscuridad de la muerte se cerrara en torno a él.
Con su arco de madera de fresno, Agorwal de Termalaine había silenciado para siempre al rey de la tribu del Oso y, como si de una señal se tratase, los cuatro ejércitos de Maer Dualdon surgieron a la vida.
Aparecieron en los tejados de todos los edificios, en las avenidas y detrás de todas las puertas. Ante el feroz ataque de la multitud, los confusos y atónitos bárbaros comprendieron al instante que la batalla finalizaría pronto y muchos de ellos fueron heridos de muerte antes de poder siquiera preparar sus armas.
Varios de los invasores, acostumbrados a la batalla, se las arreglaron para unirse en grupos, pero la gente de Diez Ciudades, que luchaba por sus hogares, sus vidas y las de sus seres queridos, armados con arcos y escudos forjados por enanos, contraatacaron al instante y, sin temor alguno, los defensores consiguieron diezmar a los invasores restantes por ser mucho más numerosos.
En una avenida situada en un extremo de Termalaine, Regis avanzaba oculto en una pequeña carreta cuando vio pasar a dos bárbaros huyendo de la batalla. El halfling titubeó ante el dilema: no quería ser tildado de cobarde, pero tampoco tenía intención de participar en la guerra de los humanos. Cuando pasó el peligro, bajó del carro y reflexionó sobre cuál sería el paso siguiente.
De pronto, un hombre de cabellos oscuros, que supuso sería miembro del ejército de Diez Ciudades, se introdujo en la avenida y descubrió al halfling. Regis supo que se había acabado el juego de ocultarse y consideró que había llegado el momento de dar el primer paso.
—¡Dos de esos canallas acaban de pasar por aquí! —gritó al sureño de cabellos oscuros—. ¡Ven, si nos apresuramos podremos alcanzarlos!
Sin embargo, DeBernezan tenía otros planes. En un desesperado intento de salvar su propia vida, había decidido escabullirse por una avenida y aparecer en otra como miembro de las fuerzas de Diez Ciudades, pero no tenía intención de dejar vivo ningún testigo del cambio. Echó a andar hacia Regis, con la espada a punto.
Regis presintió que había algo peculiar en los gestos del hombre que se acercaba.
—¿Quién eres? —preguntó aunque, en cierto modo, sabía que no obtendría respuesta. Creía conocer de vista a todas las personas de la ciudad y, en cambio, aquel rostro no recordaba haberlo visto nunca. Al instante, empezó a sospechar que quizá fuera aquél el traidor que Drizzt le había descrito a Bruenor.
—¿No te he visto llegar con ellos hace un rato…?
DeBernezan estiró el brazo para clavarle la espada en el rostro, pero Regis, diestro y siempre alerta, logró apartarse, aunque la afilada hoja le rozó la cabeza y su propio impulso lo hizo caer al suelo. Con una calma impasible y completa sangre fría, el hombre de cabellos oscuros volvió a abalanzarse hacia adelante.
Regis se puso en pie de un salto y fue caminando hacia atrás, paso a paso, atento a los movimientos de su asaltante, pero entonces topó con el costado de la pequeña carreta. Vio que DeBernezan continuaba avanzando y comprendió que no había escapatoria posible.
Desesperado, Regis extrajo el rubí que llevaba colgado al cuello.
—Por favor, no me mates —suplicó mientras dejaba que la piedra danzara seductoramente ante él—. Si me dejas con vida, te daré esto y te mostraré dónde puedes encontrar muchos más. —Se sintió esperanzado al ver el ligero gesto de vacilación de DeBernezan al ver la piedra—. Está muy bien tallada y podrías conseguir una fortuna por ella.
DeBernezan permanecía con la espada alzada, pero Regis fue contando los segundos que pasaban y vio que el hombre observaba la gema sin pestañear. El halfling mantuvo quieta la mano izquierda mientras con la derecha, oculta en la espalda, intentaba aferrar la pequeña pero pesada maza que Bruenor le había construido personalmente.
—¡Ven, mírala más cerca! —sugirió con suavidad.
DeBernezan, rendido ante el hechizo de la piedra preciosa, se inclinó ligeramente para observar mejor aquel fascinante baile de luz.
—Sé que no es justo —se lamentó Regis en voz alta, convencido de que DeBernezan estaría demasiado abstraído para fijarse en lo que decía, al tiempo que dejaba caer con todas sus fuerzas la maza en la nuca del hombre.
Luego, echó un vistazo al trabajo sucio que acababa de realizar y se encogió de hombros. Había hecho lo que debía.
Los sonidos de la batalla que se debatía en las calles parecieron acercarse a aquella avenida solitaria y Regis volvió de nuevo a la realidad. Una vez más, actuó por puro instinto. Se deslizó debajo del cuerpo caído de su enemigo y dio media vuelta como para dar la impresión de que había caído bajo el peso de aquel hombre mayor que él. Al examinar el daño que le había producido la primera acometida de DeBernezan, se alegró de no haber perdido la oreja y esperó que la herida pareciese suficientemente seria como para dar credibilidad a la imagen de una batalla a muerte.
El cuerpo principal de las fuerzas bárbaras alcanzó la prolongada y baja colina que conducía a Bryn Shander sin tener noticias de la derrota de sus camaradas en Termalaine. En este punto volvieron a separarse; por un lado Heafstaag, al mando de la tribu del Elk, se encaminó a la parte oriental de la colina; y Beorg, con el resto de la horda, se dirigió hacia la ciudad amurallada. Ahora volvieron a entonar su canto de batalla, confiando en que aquello pusiera todavía más nerviosos a los sorprendidos y aterrados habitantes de Diez Ciudades.
Sin embargo, detrás de los muros de Bryn Shander se sucedía una escena muy diferente de como se la imaginaban los bárbaros. El ejército de la ciudad, junto con las fuerzas de Caer-Konig y Caer-Dineval, estaban dispuestos con sus arcos y flechas y marmitas de aceite hirviendo.
Como detalle irónico y morboso, la tribu del Elk, que desde donde estaba no podía ver la parte frontal del muro, estalló en aclamaciones al oír los primeros gritos de agonía, pensando que las víctimas eran los sorprendidos habitantes de Diez Ciudades. Pocos segundos después, mientras Heafstaag conducía a sus hombres al lado más oriental del muro, también ellos se encontraron con el desastre. Los ejércitos de Good Mead y Dougan’s Hole estaban firmemente apostados esperándolos y los bárbaros fueron atacados antes de que ni siquiera se dieran cuenta de que los habían visto.
Sin embargo, tras los primeros instantes de confusión, Heafstaag consiguió recobrar el control de la situación. Sus guerreros habían presenciado muchas guerras juntos y eran hombres acostumbrados a la lucha y que no conocían el miedo. Incluso con las bajas del primer ataque, la fuerza que tenían ante ellos no los sobrepasaba en número y Heafstaag confiaba en que podrían vencer con rapidez a los pescadores y que aún quedaría con hombres disponibles.
Pero en aquel momento el ejército de Cielo Oriental apareció en la carretera del este, cantando a voz en grito como lo habían hecho los bárbaros, y atacó a los invasores por el flanco izquierdo. Y cuando Heafstaag, todavía ileso, acababa de ordenar a sus hombres que realizaran los ajustes necesarios para protegerse contra esa nueva fuerza, noventa aguerridos y bien armados enanos aparecieron a sus espaldas. La horda de enanos, con el semblante ceñudo, atacaron en una formación en ángulo, con Bruenor a la cabeza, y derribaron bárbaros como si segaran hierba alta con guadañas.
Los bárbaros luchaban con valentía y muchos pescadores murieron en la ladera oriental de Bryn Shander, pero la tribu del Elk era inferior en número y era acosada por los cuatro flancos, con lo que se derramó mucha más sangre bárbara que la de sus enemigos. Heafstaag puso su empeño en conseguir reunir a sus hombres, pero todo asomo de formación u orden se desintegraba a su alrededor. Horrorizado, el rey se dio pronto cuenta de que todos sus hombres iban a morir a menos que pudieran encontrar una vía de escape hacia la relativa seguridad de la tundra.
Heafstaag mismo, que nunca se había batido en retirada en una batalla, hizo un último intento a la desesperada. Junto con todos los guerreros que pudo reunir se precipitó contra la horda de enanos, buscando un camino entre ellos y el ejército de Cielo Oriental, y, aunque muchos bárbaros fueron derribados por las afiladas espadas de la gente de Bruenor, varios consiguieron escapar del círculo enemigo y salir huyendo en dirección a la cumbre de Kelvin.
En un principio, Heafstaag logró pasar indemne, matando dos enanos a su paso, pero de pronto el gigante se vio envuelto por una impenetrable nube de oscuridad absoluta. Con un postrer esfuerzo, consiguió atravesar la nube y volver de nuevo a la luz, para encontrarse frente a frente con un elfo oscuro.
Bruenor llevaba ya siete muescas en el mango de su hacha y se disponía a contabilizar la octava en un joven bárbaro, alto y desgarbado que, a pesar de ser demasiado joven para mostrar el más mínimo indicio de pelo en el rostro bronceado, sostenía el estandarte de la tribu de los Elk con la compostura de un guerrero experto. Bruenor examinó con curiosidad aquel rostro impasible y tranquilo mientras se acercaba al joven y se quedó sorprendido al notar que no había en las facciones del joven aquel fuego salvaje y ansia de sangre propia de su raza, sino que parecía más un observador de profunda comprensión. El enano se dio cuenta de que en el fondo lamentaba tener que matar a una persona tan joven y peculiar y su pena lo hizo vacilar ligeramente cuando ambos se encontraron en el campo de batalla.
Sin embargo, valiente como dictaba su herencia, el joven no tenía miedo de nada y la indecisión de Bruenor le había concedido la primera ventaja. Con mortífera precisión, dejó caer la vara del estandarte sobre la cabeza de su enemigo. El tremendo impacto abolló el casco de Bruenor y dejó al enano medio atontado. Pero, duro como la piedra que estaba acostumbrado a minar, Bruenor se colocó ambas manos en las caderas y alzó la vista hacia el bárbaro, quien estuvo a punto de dejar caer la vara al ver que el enano todavía seguía en pie.
—Niño tonto —gruñó Bruenor mientras de un golpe de hacha le dañaba ambas piernas—. ¿No te ha dicho nunca nadie que no debes golpear a un enano en la cabeza?
El joven intentó a la desesperada ponerse de nuevo en pie pero Bruenor lo golpeó con todas sus fuerzas en el rostro con el escudo de hierro.
—¡Ocho! —exclamó el enano mientras echaba una ojeada a su alrededor en busca de la novena víctima. Sin embargo, durante un instante, miró por encima del hombro hacia atrás para examinar de nuevo al joven muerto y sacudió la cabeza al pensar en la pérdida de uno tan alto y erguido, con ojos inteligentes además de fuerza física, una combinación poco habitual entre los salvajes y feroces nativos del lago del Viento Helado.
La rabia que sentía Heafstaag se duplicó al ver que su nuevo enemigo era un elfo oscuro.
—¡Perro embrujado! —aulló al tiempo que alzaba su hacha enorme hacia el cielo.
Pero, mientras él hablaba, Drizzt chasqueó los dedos y el alto bárbaro se vio cubierto de llamas púrpuras de la cabeza a los pies. Heafstaag empezó a gritar horrorizado ante aquel fuego mágico, aunque las llamas no le quemaban la piel. Drizzt se abalanzó hacia adelante, haciendo girar sus dos cimitarras con más rapidez de la que el rey bárbaro podía captar.
La sangre le fluía en abundancia por multitud de pequeñas heridas, pero Heafstaag apenas si pareció percatarse. La gran hacha cayó en picado y, aunque Drizzt pudo desviar el golpe, el esfuerzo le dejó entumecido el brazo. El bárbaro volvió a alzar el hacha, pero esta vez Drizzt consiguió apartarse de aquel barrido mortal y, ante el rápido giro del elfo, Heafstaag perdió el equilibrio por el impulso del arma y, por un momento, quedó indefenso. Drizzt no titubeó y clavó una de las afiladas hojas en un costado del bárbaro.
Heafstaag aulló de dolor y lanzó un golpe con el brazo al aire. Drizzt, que creía que su último ataque había sido fatal, se quedó totalmente sorprendido cuando el manotazo del bárbaro lo golpeó en la cara y lo lanzó por los aires. El bárbaro se abalanzó sobre él a toda prisa intentando acabar con aquel peligroso oponente antes de que recobrara el pie.
Pero Drizzt era ágil como un gato. Rodó por el suelo y se dispuso a resistir el ataque de Heafstaag con una de sus cimitarras firmemente sujeta. El hacha pasó por encima de la cabeza del elfo, sin rozarlo y el sorprendido bárbaro, sin poder detener su impulso, cayó sobre la afilada hoja de su adversario. La cimitarra se le clavó en el vientre, pero todavía le quedaron fuerzas para observar al drow y empezar a balancear el hacha. Drizzt, convencido ya de la fuerza sobrehumana del bárbaro, había permanecido esta vez en guardia. Clavó de nuevo su arma en la panza de su enemigo, y le abrió de lado a lado el abdomen.
El hacha de Heafstaag cayó inútilmente al suelo mientras intentaba impedir que la sangre le saliera a borbotones por la herida del vientre. Balanceó la cabeza de lado a lado, sintió que el mundo estallaba a su alrededor y que estaba cayendo sin remedio.
Varios de sus guerreros llegaron a la carrera, con enanos pisándoles los talones, y consiguieron sujetar a su rey antes de que cayera al suelo. Tal era su devoción por él que dos de ellos lo alzaron y salieron huyendo mientras el resto daba media vuelta para resistir el ataque de los enanos, conscientes de que no podrían aguantar mucho pero deseando que fuera suficiente para que los otros dos lograran llevar a un lugar seguro al rey.
Drizzt se apartó de los bárbaros rodando por el suelo y, tras ponerse en pie, salió en persecución de los dos que transportaban a Heafstaag. Tenía el enfermizo presentimiento de que el terrible rey sobreviviría incluso con heridas tan graves y quería terminar el trabajo, pero, al alzarse, sintió que el mundo también estallaba a su alrededor. Un costado de su manto estaba manchado con su propia sangre y, de pronto, se dio cuenta de que respiraba con gran dificultad. El tórrido sol del mediodía hería sus ojos noctámbulos y estaba bañado en sudor.
Se dejó caer en la oscuridad.
Los tres ejércitos que permanecían a la espera tras las murallas de Bryn Shander despacharon con gran rapidez la primera línea de invasores y luego hicieron batirse en retirada al resto de la horda bárbara. Impertérritos y convencidos de que el tiempo jugaría en su favor, los guerreros se reagruparon alrededor de Beorg y empezaron una cautelosa pero inflexible marcha de regreso a la ciudad.
Al oír la carga que se acercaba por la ladera oriental, creyeron que Heafstaag había finalizado su tarea y que, al enterarse de la resistencia que habían encontrado en la puerta principal, venía a ayudarlos a irrumpir en la ciudad. Luego Beorg vislumbró un grupo de bárbaros que huía hacia el norte, en dirección al paso del Viento Helado, la franja de tierra opuesta al paso de Bremen que transcurría entre el lago Dinneshere y el lado oriental de la cumbre de Kelvin, y comprendió que su gente estaba en peligro. Sin ofrecer más explicaciones que la promesa de clavarle la espada a todo aquel que cuestionase sus órdenes, Beorg mandó a sus hombres dar media vuelta para alejarse de la ciudad, esperando reencontrarse con Haalfdane y la tribu del Oso y salvar el máximo de hombres posible.
Pero, antes de completar el reverso de la marcha, se encontró a Kemp y los cuatro ejércitos de Maer Dualdon tras él, alborozados por la masacre de Termalaine. Por encima del muro se veían los ejércitos de Bryn Shander, Caer-Konig y Caer-Dineval, y por detrás de la colina apareció Bruenor, al mando del clan de los enanos y los tres ejércitos restantes de Diez Ciudades.
Beorg ordenó a sus hombres que se colocaran en círculo cerrado.
—¡Tempos nos está observando! —les gritó—. ¡Haced que se sienta orgulloso de su gente!
Quedaban casi ochocientos bárbaros, que lucharon con empeño seguros de que su dios los premiaría. Mantuvieron la formación durante casi una hora, cantando y muriendo, antes de que se rompieran las líneas y reinara el caos.
Menos de cincuenta lograron escapar con vida.
Después de que finalizaron las últimas batallas, los fatigados guerreros de Diez Ciudades se vieron en la penosa tarea de contabilizar sus bajas. Más de quinientos compañeros suyos habían muerto y otros doscientos podrían morir de resultas de sus heridas, aunque la balanza se inclinaba a su favor si se consideraban los dos mil bárbaros que habían encontrado la muerte en las calles de Termalaine y las laderas de Bryn Shander.
Aquel día se habían descubierto muchos héroes, y Bruenor, aunque estaba ansioso por volver al campo de batalla en busca de compañeros desaparecidos, esperó durante largo rato hasta que se transportó en brazos hasta el último de ellos a Bryn Shander.
—¡Panza Redonda! —exclamó de pronto el enano.
—Mi nombre es Regis —respondió el halfling desde su posición aventajada, mientras se cruzaba de brazos con gesto orgulloso.
—Respeto, querido enano —intervino uno de los hombres que transportaba a Regis—. En combate cuerpo a cuerpo, el portavoz Regis, de Bosque Solitario, mató al traidor que nos había traído la horda de bárbaros, aunque recibió serias heridas en la batalla.
Bruenor se echó a reír, divertido, mientras pasaba la procesión.
—¡Apuesto a que ha contado más de un cuento! —bromeó con sus compañeros, que también reían—. ¡O soy un gnomo barbudo!
Kemp de Targos y uno de sus tenientes fueron los primeros en llegar al cuerpo caído de Drizzt Do’Urden. Kemp le dio un puntapié con la bota manchada de sangre y obtuvo un gemido semiinconsciente como respuesta.
—Vive —le dijo al teniente con una sonrisa divertida—. ¡Qué lástima! —volvió a golpear al drow con el pie, esta vez un poco más fuerte. El otro hombre se echó a reír en actitud aprobatoria y alzó el pie para unirse al juego.
De pronto, un puño emergió de la nada y golpeó a Kemp en la barbilla con tanta fuerza que lo lanzó por encima de Drizzt y lo hizo rodar por el suelo. El teniente dio media vuelta e inclinó la cabeza, justo para recibir el segundo puñetazo de Bruenor en la cara.
—¡Uno también para ti! —gruñó el enojado enano al oír crujir la nariz del hombre bajo sus nudillos.
Cassius de Bryn Shander, que observaba la escena desde lo alto de la colina, lanzó un grito de ira y echó a correr colina abajo hacia Bruenor.
—¡Deberían enseñarte diplomacia! —lo regañó.
—¡Quédate donde estás, hijo de cerda mugrienta! —fue la amenazadora respuesta de Bruenor—. Le debéis al drow vuestras malditas vidas y que vuestras casas estén aún en pie —gritó a todo aquel que quisiera escucharlo—. Y lo tratáis como a un gusano.
—¡Cuida tus palabras, enano! —insistió Cassius, asiendo el mango de su espada. Al instante, los enanos formaron una línea alrededor de su jefe y los hombres de Cassius se apiñaron junto a éste.
De pronto, otra voz terció en la discusión.
—Cuida las tuyas, Cassius —le advirtió Agorwal, de Termalaine—. Yo le habría hecho lo mismo a Kemp si tuviera la valentía del enano. —Señaló al norte—. El cielo está completamente despejado —gritó—. Pero si no hubiera sido por el drow, ahora estaríamos rodeados del humo de la ciudad en llamas de Termalaine.
El portavoz de la citada ciudad y sus hombres se colocaron junto a la línea de Bruenor y dos de ellos alzaron con cuidado a Drizzt.
—No temas por tu amigo, valiente enano —aseguró Agorwal—. Lo atenderemos en mi ciudad. ¡Nunca más lo juzgaremos mal, ni yo ni ningún individuo de Termalaine, por el color de su piel o el pasado de sus semejantes!
Cassius estaba fuera de sí.
—¡Llevaos a vuestros soldados de la ciudad de Bryn Shander! —le ordenó a Agorwal, pero era una amenaza inútil, porque los hombres de Termalaine ya se batían en retirada.
Satisfecho de que el drow estuviera en buenas manos, Bruenor y su clan se marcharon en busca del resto de sus compañeros.
—¡No olvidaré esto! —le gritó Kemp desde lejos.
Bruenor escupió al portavoz de Targos y continuó su camino, impasible.
Y así fue como la alianza entre los habitantes de Diez Ciudades sólo duró mientras tuvieron frente a ellos a su enemigo común.