La inminente tormenta
Partieron al alba y emprendieron la marcha a través de la tundra como un vendaval enfurecido. Los animales y monstruos como ellos, incluso los feroces yetis, huían aterrorizados a su paso. El suelo helado crujía bajo el impacto de sus pesadas botas y el murmullo del viento en la interminable tundra quedaba apagado bajo la fuerza de su canción, la canción del dios de la Guerra.
Avanzaron hasta bien entrada la noche y se levantaron antes que los primeros rayos de sol iluminaran la tierra: más de doscientos guerreros ansiosos de sangre y victoria.
Drizzt Do’Urden se sentó a media altura en la cara norte de la cumbre de Kelvin, acurrucado bajo el manto para protegerse del viento helado que soplaba por encima de las rocas. El drow había pasado todas las noches en ese observatorio desde que se había celebrado el consejo en Bryn Shander, escudriñando con sus ojos violetas la oscuridad de la llanura en busca de los primeros signos de la inminente tormenta. Por petición de Drizzt, Bruenor había conseguido que Regis le hiciera compañía. Con el viento golpeándole el rostro como un animal invisible, el halfling tiritaba entre dos piedras como toda protección a los inhóspitos elementos.
Puestos a escoger, hubiera preferido hallarse al abrigo de su cálida y cómoda cama de Bosque Solitario, escuchando el suave crujido de las ramas de los árboles más allá de sus caldeadas paredes, pero comprendía que, como portavoz, todo el mundo esperaba de él que colaborara en el curso de acción que había propuesto en el consejo. Pronto fue evidente para los demás portavoces, y también para Bruenor, que se había unido a las siguientes reuniones estratégicas como representante de los enanos, que el halfling no les sería de gran ayuda para organizar las fuerzas o para esbozar ningún plan de batalla, así que, cuando Drizzt le dijo a Bruenor que necesitaba un mensajero que permaneciese vigilando junto a él, el enano pensó rápidamente en el voluntario Regis.
Ahora el halfling se sentía miserable, con los pies y los dedos totalmente entumecidos por el frío y un terrible dolor en la espalda por la postura recostada contra una roca. Era la tercera noche de vigilancia y Regis gruñía y se quejaba continuamente, y de vez en cuando señalaba su incomodidad con estornudos. Pero, a pesar de todo, Drizzt permanecía sentado inmóvil y sin prestar atención a las condiciones externas, con una estoica dedicación a la causa que superaba su incomodidad personal.
—¿Cuántas noches más tendremos que esperar? —gimió Regis—. Un día, tal vez incluso mañana, nos encontrarán aquí muertos por congelación en esta maldita montaña.
—No temas, amigo —respondió Drizzt con una sonrisa—. El viento anuncia el invierno y los bárbaros vendrán dentro de muy poco dispuestos a derrotar a las primeras nieves.
Mientras hablaba, el drow captó un tenue punto de luz por el rabillo del ojo y se levantó a toda prisa, sobresaltando al halfling. Se volvió hacia donde provenía el destello, con los músculos en tensión, pero con reflexiva cautela, y escudriñó el horizonte para confirmar lo que había visto.
—¿Qué…? —empezó Regis, pero Drizzt lo instó a que permaneciese en silencio con un gesto. Un segundo punto de luz destelló en la lejanía.
—Se va a cumplir tu deseo —aseguró.
—¿Están ahí? —susurró Regis. Su vista no era tan aguda como la del drow en la oscuridad.
Drizzt reflexionó unos instantes, intentando estimar la distancia a que se encontraba el campamento y calcular el tiempo que tardarían los bárbaros en completar el viaje.
—Ve a comunicárselo a Bruenor y a Cassius, amigo —murmuró al final—. Diles que la horda llegará al paso de Bremen al alba.
—Ven conmigo. Seguro que no te echarán cuando les des tan importantes noticias.
—Tengo una tarea más importante entre manos —fue la respuesta—. ¡Ahora, vete! Dile a Bruenor, sólo a él, que lo esperaré en el paso de Bremen con las primeras luces del amanecer.
Y, tras decir esto, el drow se esfumó en la oscuridad. Tenía un largo viaje ante él.
—¿Adónde vas? —preguntó Regis.
—A buscar el horizonte del horizonte —le replicó la voz en la noche.
Y luego el murmullo del viento ocultó cualquier otro sonido.
Los bárbaros habían acabado de montar el campamento cuando Drizzt se acercó a su perímetro exterior. Por encontrarse tan cerca de Diez Ciudades, los invasores habían dispuesto una estricta vigilancia y lo primero que descubrió Drizzt fue que habían colocado a muchos hombres de guardia. Pero, como tenían que actuar con cautela, las hogueras ardían mortecinas y aquella semioscuridad era ideal para el drow. Los vigilantes, que por regla general eran muy efectivos, tenían que vérselas con un elfo procedente de un mundo que no conocía la luz, un elfo que podía moverse en una oscuridad mágica sin que los ojos más atentos pudieran captar y penetrar el manto tangible que lo envolvía. Invisible como una sombra en la noche, y tan silencioso al andar como si de un gato se tratara, Drizzt atravesó la guardia y se introdujo en el círculo interno del campamento.
Poco menos de una hora antes, los bárbaros habían estado cantando y charlando sobre la batalla que tendría lugar al día siguiente, pero ni siquiera la excitación y la adrenalina que fluía por sus venas podían disipar la fatiga de su dura marcha. Ahora, la mayoría dormía roncando sonoramente, y su rítmica y profunda respiración tranquilizaba a Drizzt mientras se deslizaba entre ellos en busca de sus líderes que, sin duda alguna, estarían acabando de ultimar los planes de la batalla.
En el centro del campamento se destacaba un grupo de tiendas montadas en grupo, pero sólo en una de ellas había vigilancia. Aunque la solapa de la puerta estaba echada, Drizzt alcanzaba a ver el brillo de las velas en el interior y hasta sus aguzados oídos llegaba el ruido de bruscas voces, que a menudo sonaban encolerizadas. El drow se deslizó hacia la parte de atrás. Por fortuna, no habían permitido que ningún guerrero montara su lecho cerca de esta tienda, con lo que Drizzt quedaba apartado de todos. Como medida de precaución, extrajo la figura de pantera de la bolsa y luego, tras sacar una fina daga, hizo un pequeño agujero en la tienda de piel de reno y se inclinó a ver.
Había ocho hombres en el interior: los siete jefes bárbaros y un hombre más pequeño y de cabellos oscuros que, según adivinó enseguida Drizzt, no podía provenir del norte. Los jefes estaban sentados en semicírculo en el suelo, alrededor del extranjero, que permanecía de pie, y a quien estaban haciendo preguntas sobre el terreno y las fuerzas con que se encontrarían al día siguiente.
—Tenemos que destrozar la ciudad en el primer ataque —insistía el hombre más corpulento de la estancia, posiblemente el hombre más grande que había visto nunca Drizzt, y que llevaba el símbolo del Elk—. Luego podremos seguir tu plan con la ciudad llamada Bryn Shander.
El hombre de menor estatura parecía encolerizado y fuera de sí, pero Drizzt se dio cuenta de que el miedo que sentía por el corpulento jefe bárbaro iba a suavizar su respuesta.
—Gran rey Heafstaag —replicó vacilante—, si las flotas pesqueras presienten el conflicto antes de que lleguemos a Bryn Shander, nos encontraremos con un ejército que sobrepasa en número al nuestro esperándonos tras los sólidos muros de la ciudad.
—¡No son más que débiles sureños! —gruñó Heafstaag, hinchando el pecho con orgullo.
—Poderoso rey, os aseguro que mi plan calmará con creces vuestra sed de sangre sureña —insistió el hombre de cabellos oscuros.
—Entonces, habla, DeBernezan de Diez Ciudades. Demuestra tu valor a mi gente.
Drizzt se dio cuenta de que aquellas palabras habían desconcertado al hombre llamado DeBernezan, ya que a la vista estaba el desprecio que sentía el rey por el hombre del sur. Consciente de lo poco que apreciaban los bárbaros a los extraños, el drow comprendió que el más mínimo error que cometiera aquel hombre durante el desarrollo del plan probablemente le costaría la vida.
DeBernezan se inclinó y extrajo un rollo de papel de la bota. Lo extendió y se lo pasó al rey bárbaro para que lo ojeara. Era un sencillo mapa, pintado a grandes trazos y con las líneas un poco confusas por el temblor del pulso del sureño, pero Drizzt distinguió enseguida algunos puntos característicos de Diez Ciudades.
—Al oeste de la cumbre de Kelvin —explicó DeBernezan, señalando con el dedo la orilla oeste del lago de mayor tamaño— hay una llanura despejada y ligeramente elevada, a la que llaman paso de Bremen, que se dirige hacia el sur entre la montaña y Maer Dualdon. Desde nuestra posición, ésta es la ruta más directa a Bryn Shander y, por tanto, el camino que creo que deberíamos seguir.
—La ciudad situada a orillas del lago debería ser la primera que destrocemos —razonó Heafstaag.
—Es Termalaine —replicó DeBernezan—. Todos sus habitantes son pescadores y, cuando pasemos, estarán probablemente en el lago. No sería una batalla interesante para vosotros.
—¡No dejaremos un solo enemigo vivo a nuestras espaldas! —gritó Heafstaag, y varios jefes bárbaros le hicieron coro.
—No, claro que no —continuó DeBernezan—. Pero no necesitarás muchos hombres para derrotar a Termalaine mientras sus habitantes están pescando. Deja que el rey Haalfdane y la tribu del Oso saquee la ciudad mientras el resto de las fuerzas, dirigidas por ti y por el rey Beorg, se encaminan a Bryn Shander. Al ver fuego en la ciudad, toda la flota pesquera, incluso la de otras ciudades de Maer Dualdon, acudirá a Termalaine y el rey Haalfdane puede destruirlos en el muelle. Es importante que los mantengamos alejados de la fortaleza de Targos. La gente de Bryn Shander no recibirá ayuda alguna de los demás lagos a tiempo y tendrá que resistir sola vuestro ataque. La tribu del Elk rodeará la base de la colina por debajo de la ciudad para cortar cualquier vía de escape o de entrada de refuerzos.
Drizzt escuchaba con atención al hombre que describía ahora la segunda división de las fuerzas bárbaras en el mapa y al mismo tiempo iba trazando mentalmente planes de defensa. La colina sobre la que se asentaba Bryn Shander no era muy alta pero la base era extensa y los bárbaros que tuvieran que encaminarse a la parte de atrás de la ciudad se separarían mucho de las fuerzas principales.
Lejos de todo tipo de refuerzos.
—¡La ciudad caerá antes del crepúsculo! —declaró DeBernezan triunfalmente—. Y tus hombres podrán saquear el botín más importante de Diez Ciudades.
Un grito de entusiasmo se alzó entre los jefes bárbaros al oír la declaración de victoria de aquel hombre del sur.
Drizzt apoyó la espalda en la tienda mientras consideraba lo que acababa de escuchar. El hombre de cabellos oscuros llamado DeBernezan conocía a la perfección las ciudades y era consciente de sus fuerzas y debilidades. Si Bryn Shander caía, no podría organizarse defensa alguna para afrontar el ataque bárbaro y, además, si los bárbaros llegaban a ocupar la ciudad amurallada, podrían atacar a su gusto a cualquiera de las demás ciudades.
—Una vez más me has demostrado tu valía —oyó que Heafstaag decía al sureño, y un murmullo de asentimiento le confirmó que sus planes habían sido aceptados. A continuación, concentró sus aguzados sentidos en lo que sucedía a su alrededor, en busca del mejor modo de escapar. De pronto, se dio cuenta de que dos guardianes se dirigían hacia donde se encontraba él, conversando tranquilamente. Estaban todavía demasiado lejos para que sus ojos humanos pudiesen ver más que una sombra oscura al lado de la tienda, pero era consciente de que el más mínimo movimiento por su parte podía alertarlos.
Decidió actuar a toda prisa y, tras dejar la figurita negra en el suelo, llamó:
—Guenhwyvar, ven a mí, sombra mía.
En algún lugar recóndito de la vasta esfera astral, la entidad de la pantera empezó a moverse con paso rápido y sutil mientras acechaba la entidad del ciervo. Las bestias de este mundo natural habían representado esta escena en multitud de ocasiones, siguiendo el orden armónico que guiaba las vidas de sus descendientes. La pantera se agachó para emprender la carrera final, presintiendo la dulzura de la inminente muerte. Aquel golpe era la armonía del orden natural, el propósito de la existencia de la pantera, y la carne su recompensa.
Sin embargo, se detuvo al instante, al oír que la llamaban por su verdadero nombre, y dejó de lado cualquier otra cosa para acatar las órdenes de su dueño.
El enorme espíritu felino se lanzó a la carrera al oscuro pasadizo que marcaba la frontera entre las esferas, en busca del solitario punto de luz que era su vida en el mundo material. Y en un momento estuvo al lado del elfo oscuro, su perfecto compañero y dueño, en las sombras de las pieles colgantes de un hogar humano.
Comprendió al instante el tono de urgencia en la voz de su dueño y se apresuró a abrir su mente para recibir instrucciones del drow.
Los dos guardianes bárbaros se acercaban con cautela, intentando averiguar lo que eran aquellas sombras situadas al lado de la tienda de sus reyes. De pronto, Guenhwyvar se abalanzó sobre ellos y dio un poderoso salto que la elevó fuera del alcance de las espadas de los bárbaros. Los guardianes esgrimieron las armas inútilmente y echaron a correr detrás del felino, mientras daban la voz de alarma por todo el campamento.
En la confusión que se sucedió entonces, Drizzt echó a andar con sigilo y paso firme en sentido contrario. Oyó los gritos de alarma mientras Guenhwyvar se deslizaba entre los soñolientos guerreros y no pudo dejar de sonreír al ver la reacción de un grupo de ellos. Al ver a aquel felino, que se movía con tanta gracia y velocidad que parecía sólo el espíritu de una pantera, la tribu del Tigre, en vez de darle caza, cayó de rodillas al suelo y, alzando las manos, dio gracias al dios Tempos.
Drizzt no tuvo demasiadas dificultades para escapar del campamento, ya que todos los guardianes echaron a correr hacia donde provenían los gritos. Cuando el drow alcanzó la oscuridad de la tundra abierta, giró en dirección sur hacia la cumbre de Kelvin y echó a correr a través de la llanura, mientras se concentraba en ultimar los planes de defensa. Las estrellas le indicaron que quedaban menos de tres horas para el alba y comprendió que no podía llegar tarde a su cita con Bruenor si quería preparar correctamente la emboscada.
Los gritos de los bárbaros fueron cesando poco a poco, excepto las plegarias de los de las tribus del Tigre, que continuaron hasta el alba. Pocos minutos después, Guenhwyvar trotaba alegremente al lado de Drizzt.
—¡Me has salvado la vida un centenar de veces, querida amiga! —exclamó el elfo mientras acariciaba el lomo del gran felino—. O tal vez más.
—Han estado discutiendo y peleándose durante dos días —comentó Bruenor, disgustado—. ¡Es casi una bendición que haya llegado por fin el enemigo!
—Será mejor que trates de otro modo la llegada de los bárbaros —replicó Drizzt, aunque una sonrisa afloró a su rostro por lo general impasible. Sabía que su plan era consistente y que la victoria ese día estaría del lado de Diez Ciudades—. Ve ahora y tiende la trampa. No tienes demasiado tiempo.
—Empezamos a subir a mujeres y niños a los barcos en cuanto Panza Redonda nos trajo la noticia —le explicó Bruenor—. Echaremos a esas sabandijas de nuestras fronteras antes de que acabe el día. —El enano golpeó el suelo con el pie y balanceó el hacha en el aire para dar énfasis a sus palabras—. Tienes mente de estratega, elfo. Tu plan pillará por sorpresa a los bárbaros y, además, dará gloria a todos aquellos que la necesitan.
—Incluso Kemp de Targos estará contento —añadió Drizzt.
Bruenor dio unos golpecitos a su amigo en el brazo y se volvió para marcharse.
—Lucharás a mi lado, ¿verdad? —preguntó por encima del hombro, aunque ya sabía la respuesta.
—Como tiene que ser —le aseguró Drizzt.
—¿Y el gato?
—Guenhwyvar ya ha cumplido su papel en la lucha. Pronto devolveré a mi amigo a casa.
A Bruenor le agradó la respuesta, ya que no confiaba en aquella extraña bestia amiga del drow.
—No es natural —se dijo a sí mismo mientras salía del paso de Bremen en dirección a Diez Ciudades.
Bruenor estaba demasiado lejos de Drizzt para que éste captara sus últimas palabras, pero el drow conocía al enano lo suficiente para comprender el significado general de sus murmullos. Comprendía por qué Bruenor y muchos otros se sentían incómodos junto al mágico felino. La magia era una parte importante de la gente que vivía bajo tierra, un hecho necesario de su existencia cotidiana, pero era más rara y menos comprendida entre los habitantes de la superficie, en especial por los enanos, que por regla general se sentían incómodos ante ella, salvo en el caso de las armas y escudos mágicos que ellos mismos construían.
El drow, en cambio, no se había sentido incómodo ante Guenhwyvar ni aun el día en que la había conocido. La figura había pertenecido a Masoj Hun’ett, un drow rico perteneciente a una prominente familia de la gran ciudad de Menzoberranzan, quien la había recibido como regalo de un demonio a cambio de la ayuda que Masoj le había prestado en un asunto de conflictos con los gnomos. Los caminos de Drizzt y la pantera se habían cruzado en numerosas ocasiones durante los años pasados en la oscura ciudad, a menudo en encuentros planeados. Ambos sentían una amistad por el otro que superaba la relación que el gato tenía por aquel entonces con su dueño.
Guenhwyvar había incluso rescatado a Drizzt de una muerte segura sin que la llamaran, como si el felino hubiese estado vigilando con los ojos protectores al drow que todavía no era su dueño. Drizzt había partido solo de Menzoberranzan de viaje a una ciudad vecina cuando cayó preso de un pescador de las cuevas, un individuo con aspecto de cangrejo que habitaba en las cuevas oscuras y por regla general esperaba en alguna hornacina en lo alto de los túneles y lanzaba una invisible red de pesca sobre sus presas. En aquella ocasión había estado esperando como un paciente pescador y, como un pescado, había caído Drizzt en su trampa. La resistente red de pesca lo había inmovilizado por completo, haciendo inútiles todos sus esfuerzos por liberarse mientras lo alzaban hacia lo alto del pasadizo.
No veía escapatoria posible y tembló al pensar en la muerte horrorosa que le esperaba.
Pero de improviso llegó Guenhwyvar, deslizándose por las piedras rotas y las hendiduras de la pared al mismo nivel que el monstruo. Sin pensar en su propia seguridad y sin obedecer orden alguna, el felino atacó al pescador y lo tumbó del primer salto. El monstruo intentó huir para salvar su vida, pero Guenhwyvar lo persiguió como para castigarlo por atacar a Drizzt.
A partir de aquel día, tanto la pantera como el drow supieron que sus destinos se unirían tarde o temprano, pero ni el felino tenía poder para desobedecer la voluntad de su dueño ni Drizzt tenía derecho a reclamar la figura a Masoj, en especial porque la casa de Hun’ett era mucho más poderosa que la familia de Drizzt en la estructurada jerarquía del mundo subterráneo.
Así pues, el drow y el felino habían continuado manteniendo una relación casual como distantes compañeros.
Pero poco después ocurrió un incidente que Drizzt recordaría siempre. Masoj obligaba a menudo a Guenhwyvar a que lo ayudara en sus ataques a alguna familia enemiga o a otros habitantes del mundo subterráneo y, por regla general, el felino obedecía sus órdenes con gran eficacia, colaborando con su dueño en el campo de batalla. Sin embargo, un día, en una de esas incursiones contra el clan de Svirfnebli, una familia de gnomos mineros que con frecuencia tenían la desgracia de toparse con el drow en su hábitat común, la crueldad de Masoj llegó demasiado lejos.
Tras el asalto inicial sobre el clan, los gnomos que sobrevivieron salieron huyendo por el laberinto de corredores de las minas. La incursión había sido un éxito: los tesoros del botín eran abundantes y habían conseguido expulsar al clan, que obviamente nunca más iba a molestar al drow, pero Masoj tenía más ansias de sangre.
Utilizó a Guenhwyvar, el orgulloso y elegante cazador, como instrumento de sus asesinatos y envió al felino en persecución de los gnomos uno por uno, hasta que todos fueron destruidos.
Drizzt y varios elfos más fueron testigos del espectáculo y, aunque los demás, por su carácter maligno, consideraron la persecución como un deporte, Drizzt se sintió muy disgustado. Además, supo darse cuenta de que la pantera de rasgos orgullosos se sentía muy humillada. Guenhwyvar era un cazador nato, no un asesino, y utilizarlo para tareas semejantes era degradarlo a nivel del criminal, eso sin contar las tácticas horrorosas con que Masoj torturaba a los inocentes gnomos.
Aquélla fue la última atrocidad de una larga lista que Drizzt había tenido que soportar. Desde siempre había sabido que él era distinto de los de su raza en varios aspectos, si bien a menudo había temido parecerse más a ellos de lo que estaba dispuesto a admitir. Sin embargo, raras veces se mostraba insensible y consideraba que la vida de otra persona era más importante que el mero espectáculo que representaba para la gran mayoría de sus congéneres. No podía definir con palabras lo que sentía, porque en el lenguaje de los drow no existía palabra que definiera aquello, pero más tarde supo que entre los habitantes de la superficie se llamaba conciencia.
Un día de la semana siguiente, Drizzt se las arregló para pillar a Masoj solo en el exterior de Menzoberranzan. Sabía que después de asestar el golpe mortal ya no podría echarse atrás, pero no titubeó un solo instante y atravesó con su cimitarra el pecho de su sorprendida víctima. Aquélla fue la única vez en su vida que asesinó a un individuo de su propia raza y, a pesar del sentimiento que le inspiraba su gente, sintió náuseas.
A continuación, cogió la estatuilla y salió huyendo, en busca de algún otro lugar remoto en el vasto territorio subterráneo para fundar su hogar. Pero al fin se vio obligado a dirigirse a la superficie exterior y, luego, perseguido a causa de su procedencia en todas las ciudades que encontró en el sur, había acabado por llegar a la frontera de Diez Ciudades, lugar en donde se mezclaban todos los parias, el último puesto de avanzada de la civilización, donde al menos se lo toleraba.
No le preocupaba demasiado que la gente le volviera la espalda en la superficie, ya que había trabado amistad con el halfling, los enanos y la hija adoptiva de Bruenor, Catti-brie.
Además, tenía a su lado a Guenhwyvar.
Volvió a dar unos golpecitos en el lomo del felino y salió del paso de Bremen en busca de algún agujero donde pudiese descansar un poco antes de la batalla.