Algún día
Bruenor avanzó por la escarpada pendiente con gran cautela, colocando los pies sobre las huellas que siempre seguía al ascender hacia el punto más alto del extremo sur de aquel minúsculo valle. La gente de Diez Ciudades, acostumbrados a ver al enano de pie y con aspecto meditabundo en la cima, había acabado por apodar a aquella columna de piedras situada en la pendiente rocosa que rodeaba el valle La Escalada de Bruenor. Justo por debajo del enano, hacia el oeste, se distinguían las luces de Termalaine y, más allá incluso, las oscuras aguas de Maer Dualdon, salpicadas de vez en cuando por las móviles luces de los barcos de pesca cuya tripulación se negaba en redondo a atracar antes de pescar una trucha.
El enano se encontraba a gusto en la tundra, bajo las incontables estrellas que iluminaban la noche. La bóveda celeste aparecía completamente nítida gracias a la suave brisa helada que había estado soplando desde el crepúsculo y Bruenor se sentía totalmente libre de todos sus vínculos con la tierra.
En aquel lugar encontraba sus sueños, que invariablemente lo conducían a su antiguo hogar, Mithril Hall, cuna de sus padres y también de él mismo, en donde ríos de un brillante color metalizado fluían ricos y profundos y los martillos de los herreros enanos repicaban en honor de Moradin y Dumathoin. Bruenor no era más que un muchacho imberbe cuando su gente había ahondado en las profundidades de las entrañas de la tierra y había sido expulsada por aquellas cosas oscuras que emergieron de los agujeros negros. Ahora él constituía el superviviente de mayor edad de su pequeño clan y el único entre ellos que había visto con sus propios ojos los tesoros de Mithril Hall.
Habían construido su hogar en el rocoso valle situado entre los dos lagos más septentrionales de los tres, mucho antes de que cualquier humano, salvo los bárbaros, pisara el valle del Viento Helado y ahora constituían los únicos restos de lo que en su día fuera una próspera ciudad enana: una banda de refugiados humillados y destrozados por la pérdida de su hogar y de su herencia. Continuaban disminuyendo en número ya que los mayores morían tanto de pena como de avanzada edad y, aunque las minas subterráneas eran buenas, los enanos parecían condenados a perderse en el olvido.
Sin embargo, con la creación de Diez Ciudades, la suerte de los enanos creció considerablemente. Su valle estaba situado un poco más al norte de Bryn Shander, tan cerca de la ciudad principal como cualquiera de las poblaciones pesqueras, y los humanos, que solían pelear entre ellos y contrarrestar las invasiones externas, se alegraban de comerciar para obtener los maravillosos escudos y armas que forjaban los enanos.
Pero, aun con la mejora de su nivel de vida, Bruenor en particular soñaba con recuperar la antigua gloria de sus antepasados y consideraba la llegada de Diez Ciudades como un aplazamiento temporal de un problema que no quedaría resuelto hasta que pudieran recuperar y reconstruir Mithril Hall.
—Es una noche demasiado fría para estar en un lugar tan alto, querido amigo —sonó una voz a sus espaldas.
El enano se volvió hacia Drizzt Do’Urden, aunque se dio cuenta de que el drow era casi invisible con el fondo oscuro de la cumbre de Kelvin. Desde ese punto aventajado, la montaña era la única silueta que rompía con la línea del horizonte y recibía ese nombre por parecer un montículo de piedras apiladas a propósito. Según la leyenda de los bárbaros, se decía que en realidad había sido utilizado como sepulcro. Y, en verdad, el valle donde se habían instalado los enanos no parecía un fenómeno natural. En todas direcciones se extendía la tundra, llana y terrosa, pero en el valle sólo había unas esparcidas áreas de tierra entre rocas partidas y muros de piedra sólida. Junto con la montaña de la frontera del norte, eran los únicos lugares en todo el valle del Viento Helado en que podía encontrarse cierta cantidad de rocas, como si algún dios las hubiera colocado adrede en los primeros días de la creación.
Drizzt detectó la mirada vidriosa de su amigo.
—Buscas con la mirada cosas que sólo tu mente puede encontrar —afirmó, consciente de la obsesión del enano por su antiguo hogar.
—¡Cosas que algún día volveré a ver! —insistió Bruenor—. Conseguiremos llegar, elfo.
—Pero ni siquiera sabéis el camino.
—Siempre puede hallarse una ruta, pero sólo si se busca con empeño.
—Algún día, amigo mío —replicó, indulgente. Desde que se habían conocido, hacía ya algunos años, el enano había insistido constantemente para que Drizzt lo acompañara en la aventura de encontrar Mithril Hall. El elfo consideraba una locura la idea, ya que no había hablado nunca con nadie que pudiese darle el más mínimo indicio de dónde podía encontrarse aquel hogar perdido y Bruenor recordaba sólo imágenes inconexas de salas repletas de plata, pero aun así intentaba mostrarse comprensivo ante el deseo más profundo de su amigo y siempre respondía a la insistencia de Bruenor con la promesa de «algún día».
—Por el momento tenemos empresas más urgentes —le recordó Drizzt. Aquella mañana temprano, durante una reunión con los enanos, el drow les había comunicado sus descubrimientos.
—Así que estás convencido de que vendrán —preguntó Bruenor ahora.
—Su ataque hará temblar las piedras de la cumbre de Kelvin —replicó Drizzt mientras se apartaba de la oscura silueta de la montaña y se unía a su amigo—. Y, si Diez Ciudades no permanece unida contra ellos, estaremos perdidos.
Bruenor se sentó, acurrucado, y volvió la vista hacia el sur, en dirección a las lejanas luces de Bryn Shander.
—No te harán caso esos locos tozudos —murmuró.
—Tal vez sí, si me apoya tu gente.
—No —rezongó el enano—. Si optan por permanecer unidos, lucharemos junto a ellos, y esos bárbaros se van a enterar de quiénes somos. Ve a hablar con ellos, si lo deseas, y te deseo toda la suerte del mundo, pero no inmiscuyas a los enanos. Déjanos ver qué valor y qué agallas tienen esos pescadores.
Drizzt sonrió ante las palabras irónicas de Bruenor. Ambos sabían que los drow no gozaban de confianza, y ni siquiera eran bienvenidos, en ninguna ciudad salvo Bosque Solitario, en donde era portavoz su amigo Regis. Bruenor captó la mirada del drow y se sintió apenado por él, aunque el elfo fingía estoicamente una gran entereza.
—Te deben más de lo que nunca llegarán a saber —sentenció Bruenor con una comprensiva sonrisa.
—No me deben nada.
—¿Por qué te preocupas? —gruñó Bruenor—. ¿Qué te importa lo que les ocurra a unos tipos que no te aprecian? ¿Qué les debes a ellos?
Drizzt se encogió de hombros, ante la imposibilidad de hallar una respuesta. Bruenor tenía toda la razón. Cuando el drow llegó por primera vez a esas tierras, el único que le había demostrado cierto aprecio había sido Regis. A menudo había escoltado y protegido al halfling durante las primeras y peligrosas etapas de sus viajes desde Bosque Solitario, a través de la tundra abierta de Maer Dualdon, en dirección a Bryn Shander, cuando Regis se encaminaba a esa ciudad para tratar de negocios o acudir a las reuniones del consejo. De hecho, se habían conocido en una de aquellas travesías. Regis había intentado huir de Drizzt porque había oído rumores terribles contra él, pero, afortunadamente para los dos, Regis era un halfling de mente abierta y solía hacer sus propios juicios respecto a los demás, así que al poco tiempo se habían convertido en buenos amigos.
Sin embargo, hasta ahora Regis y los enanos eran los únicos en toda la zona que consideraban amigo al drow.
—No sé por qué me preocupo —replicó Drizzt con honestidad al tiempo que recordaba su tierra natal, en la que la lealtad era tan sólo un medio para sacar ventaja al enemigo—. Tal vez me importe porque me esfuerzo en ser diferente de los míos —murmuró, más para su interior que para Bruenor—. Quizá me preocupe porque soy diferente de mi gente, más semejante a las demás razas de la superficie… o al menos eso espero. Me siento implicado porque por algo tengo que preocuparme. Tú tampoco eres diferente de mí, Bruenor Battlehammer. A ambos nos importa que nuestras vidas no estén vacías.
Bruenor ladeó la cabeza y observó a su amigo con curiosidad.
—A mí puedes ocultarme tus verdaderos sentimientos respecto a la gente de Diez Ciudades —confirmó el drow—, pero no a ti mismo.
—¡Bah! —Bruenor soltó un bufido—. ¡Por supuesto que me preocupo por ellos! Mi gente necesita comerciar con los humanos.
—Tozudo —murmuró Drizzt con una amplia sonrisa—. ¿Y Catti-brie? —insistió—. ¿Qué me dices de la niña que se quedó huérfana durante la incursión de hace unos años en Termalaine? ¿Aquella que te quedaste y criaste como si fuera tu propia hija? —Bruenor se alegró de que la oscuridad de la noche le ofreciera cierta protección para que no se notara que se había sonrojado—. Todavía vive contigo, aunque incluso tú debes admitir que es ya lo bastante mayor para volver con los suyos. ¿No será que te preocupas por ella, enano tozudo?
—¡Ahh! ¡Cierra el pico! Es una criada que ayuda a que mi vida sea más cómoda, pero no te pongas melodramático con ella.
—Tozudo —volvió a repetir Drizzt, aunque esta vez más alto. Aun así, todavía le quedaba una baza—. Entonces, ¿qué me dices de mí mismo? Los enanos no son aficionados a los elfos claros, y mucho menos a los oscuros. ¿Cómo justificas la amistad que me has demostrado? Yo no puedo ofrecerte nada a cambio, excepto mi propia amistad. ¿Por qué te preocupas por mí?
—Me traes noticias cuando… —Bruenor se detuvo bruscamente, consciente de que Drizzt lo había pillado.
Sin embargo, el drow no insistió más sobre el tema y los dos amigos se quedaron mirando cómo las luces de Bryn Shander se iban apagando, una a una. A pesar de su aparente insensibilidad Bruenor se dio cuenta de que algunas de las acusaciones del drow habían dado en el clavo. Había llegado a preocuparse por la gente que vivía a orillas de aquellos tres lagos.
—Entonces, ¿qué quieres hacer?
—Quiero advertirles. No subestimes a tus vecinos, Bruenor. Están hechos de un material más resistente de lo que crees.
—En eso estoy de acuerdo, pero tengo mis dudas sobre el carácter. Día tras día presenciamos luchas en los lagos y siempre por ese maldito pescado. La gente se aferra a su ciudad y los goblins se encargan de los demás. Ahora tendrán que demostrarme a mí y a los míos que son capaces de luchar juntos.
Drizzt tenía que admitir que había algo de verdad en los comentarios de Bruenor. Los pescadores se habían vuelto más y más competitivos durante los últimos dos años ya que la trucha de cabeza de jarrete se había trasladado a aguas más profundas y era más difícil de pescar. La colaboración entre las ciudades era tan escasa que todas trataban de sacar ventaja a sus vecinos en el lago.
—De aquí a dos días se celebrará consejo en Bryn Shander —prosiguió Drizzt—. Creo que todavía disponemos de un cierto tiempo antes de la llegada de los bárbaros y, aunque me dan miedo los retrasos, no creo que podamos reunir a los portavoces antes de esa fecha. Asimismo, tardaré bastante en instruir correctamente a Regis para que convenza a sus iguales, ya que espero que sea él quien les comunique las noticias de la próxima invasión.
—¿Panza Redonda? —se burló Bruenor, utilizando el nombre con que había bautizado a Regis, por su insaciable apetito—. ¡El único motivo que lo impulsa a actuar como portavoz es mantener el estómago bien alimentado! A él le harán menos caso que a ti, elfo.
—Subestimas al halfling, tanto como subestimas a los habitantes de Diez Ciudades. No olvides que él es el poseedor de la piedra.
—¡Bah! Una gema bien tallada, nada más —insistió—. Yo la he visto con mis propios ojos y puedo afirmar que no me tiene hipnotizado.
—La magia es algo demasiado sutil para los ojos de un enano y tal vez no tenga fuerza suficiente para penetrar en vuestro duro cráneo —bromeó Drizzt—. Pero ahí está, y conozco la leyenda de esa piedra. Regis será capaz de influir en el consejo más de lo que crees… y, por supuesto, más que yo. Al menos, esperemos que así sea, ya que sabes tan bien como yo que muchos portavoces pueden mostrarse reticentes a cualquier tipo de unidad, alegando su arrogante independencia o creyendo que un ataque bárbaro contra algunos de sus rivales puede incluso favorecer sus egoístas ambiciones. Bryn Shander constituye la clave, pero la ciudad principal tan sólo se lanzará a la acción si las demás ciudades pesqueras, y en particular Targos, se unen a ella.
—Ya conoces la ayuda que puede prestar Cielo Oriental para conseguir que se junten todas las fuerzas.
—Y también Bosque Solitario, si Regis es su portavoz. Pero Kemp, de Targos, seguro que cree que su ciudad amurallada tiene fuerza suficiente para resistir el ataque en solitario mientras que su rival, Termalaine, se verá obligada a responder a la horda.
—No creo que acepte unirse a ningún grupo que incluya a Termalaine, y te vas a encontrar con más problemas, elfo, ya que sin Kemp no conseguirás que Caer-Konig y Caer-Dineval se callen.
—Ahí es donde interviene Regis —le explicó Drizzt—. Te aseguro que el rubí que lleva consigo puede hacer milagros.
—Otra vez hablando del poder de esa piedra… —protestó Bruenor—. Sin embargo, Panza Redonda asegura que su antiguo maestro poseía doce iguales. ¡Los objetos mágicos no aparecen a docenas!
—Regis dijo que su maestro poseía doce piedras similares —lo corrigió Drizzt—, y, en verdad, el halfling no tiene medios para saber si las doce, o alguna otra, eran mágicas.
—Entonces, ¿por qué el hombre iba a darle la única con poderes a Panza Redonda?
Drizzt dejó la pregunta sin respuesta, pero su silencio condujo a Bruenor a una ineludible conclusión: Regis era aficionado a coleccionar cosas que no le pertenecían, aunque siempre había dicho que la piedra había sido un regalo…