La Piedra de Cristal
Todo era oscuridad.
Por fortuna, no podía recordar lo ocurrido, ni dónde se encontraba. Sólo había oscuridad, una agradable oscuridad.
De pronto, empezó a sentir una dolorosa quemadura en la mejilla, que lo despojaba de la tranquilidad de la inconsciencia. Gradualmente, se vio obligado a abrir los ojos, pero tuvo que volver a cerrarlos de golpe, ya que la claridad cegadora era demasiado intensa.
Estaba boca abajo sobre la nieve, rodeado de elevadas montañas cuyas cimas desiguales y cubiertas de nieve le recordaron el lugar donde se encontraba. Lo habían abandonado en la Columna del Mundo. Lo habían dejado allí para que muriera.
A Akar Kessell le palpitaba la cabeza cuando por fin consiguió alzarla. El sol brillaba con fuerza, pero el frío brutal y los vientos helados disipaban el calor que pudiesen infundir sus rayos. El invierno era perpetuo en estos lugares elevados y Kessell llevaba ropas demasiado livianas para protegerlo de aquel frío asesino.
Lo habían abandonado para que muriera.
Se incorporó lentamente con las rodillas hundidas en el polvo blanco y observó a su alrededor. Mucho más abajo, en una profunda garganta y en dirección al norte, de regreso a la tundra y al camino que les permitiría bordear la infranqueable cadena de montañas, Kessell vislumbró el punto oscuro que constituía la caravana de brujos que empezaba su prolongado viaje de regreso a Luskan. Lo habían engañado. Ahora comprendía que él no había sido más que un peón en sus taimados designios de librarse de Morkai el Rojo.
Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás.
Nunca habían tenido la más mínima intención de otorgarle el título de hechicero.
—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —gruñó Kessell. Imágenes de Morkai, el único hombre que había demostrado por él cierto respeto, cruzaban por su mente, causándole grandes remordimientos. Recordó todas las alegrías que el brujo le había permitido experimentar y cómo una vez lo había convertido en pájaro para que sintiera la libertad de volar, o en pez, para que pudiese descubrir el oscuro mundo submarino. Y él había matado a aquel hombre maravilloso con una daga.
Mucho más abajo, los brujos escucharon el angustioso grito de Kessell que resonaba como un eco en las montañas.
Eldeluc sonrió satisfecho de que su plan se hubiera ejecutado tan a la perfección, y espoleó a su caballo.
Kessell caminaba con dificultad sobre la nieve. No sabía por qué estaba andando… no tenía adónde ir. No había escapatoria posible. Eldeluc lo había dejado en una depresión en forma de cuenco y repleta de nieve, y con los dedos congelados y sin tacto ninguno no podría trepar para salir.
Intentó de nuevo conjurar una hoguera, manteniendo la maltrecha palma de la mano hacia el cielo y murmurando las palabras entre castañeo y castañeo de dientes.
Nada.
Ni siquiera un hilillo de humo.
Así que volvió a ponerse en marcha. Le dolían terriblemente las piernas e incluso tenía la impresión de que varios dedos de los pies se habían separado ya del resto, pero no se atrevía a quitarse la bota para comprobar una sospecha tan morbosa.
Empezó a andar en círculos por la depresión, siguiendo el mismo sendero que había recorrido con anterioridad. De pronto, se dio cuenta de que se estaba encaminando hacia el centro, sin saber por qué, y en su delirio no se detuvo ni siquiera a reflexionar. Todo el mundo se había convertido en una niebla blanca, una niebla blanca helada. Sintió que caía y volvió a percibir el mordisco gélido de la nieve en el rostro. Empezó a sentir el hormigueo que significaba la paralización definitiva de sus miembros inferiores.
Y luego, de pronto, sintió… calor.
Primero imperceptiblemente, pero luego cada vez con más intensidad. Algo lo estaba atrayendo, algo situado más allá, oculto entre la nieve, aunque a pesar de aquella barrera de hielo Kessell podía sentir la sensación cálida de algo vivo.
Empezó a excavar, guiando con los ojos unas manos que no sentían absolutamente nada, a excavar para sobrevivir. Y, de pronto, topó con algo sólido y al instante percibió que la sensación de calor se intensificaba. Escarbó para apartar los restos de nieve que aún quedaban y al final consiguió desenterrarlo. No podía creer lo que veían sus ojos, pero le echó la culpa al delirio y cogió con manos congeladas lo que parecía ser un carámbano de lados cuadrados. Sin embargo, el calor que despedía fluyó por sus venas y pronto volvió a sentir aquella especie de hormigueo, que esta vez significaba el retorno de sus extremidades.
Kessell no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero tampoco le importaba. Por ahora, había recuperado la esperanza de vida, y aquello era ya suficiente. Apretó la Piedra de Cristal contra su pecho y regresó hacia la pared rocosa que rodeaba el valle, en busca del rincón más protegido.
Bajo un pequeño alero, acurrucado en un rincón en el que se había fundido la nieve gracias al calor del cristal, Akar Kessell sobrevivió durante su primera noche en la Columna del Mundo. Su compañero de cama era la Piedra de Cristal, Crenshinibon, una antigua reliquia dotada de sensibilidad que había estado esperando durante años a que alguien como él apareciese en el valle. Despierto de nuevo, permanecía ahora analizando el método que utilizaría para controlar al débil Kessell. Era una reliquia encantada creada durante los primeros días de existencia del mundo, una perversión que había permanecido perdida durante siglos, para consternación de aquellos señores del mal que perseguían su poder.
Crenshinibon era un enigma, una fuerza de los demonios más oscuros que obtenía su poder de la luz del día. Era un instrumento de destrucción, una herramienta de espionaje, un refugio y un hogar para aquellos que lo poseyesen. Pero, entre los poderes de Crenshinibon, el que más destacaba era la increíble fuerza que otorgaba a su dueño.
Akar dormía apaciblemente, sin saber lo que le había ocurrido. Tan sólo era consciente —y era lo único que le importaba— de la vida. Pronto descubriría las consecuencias de aquel suceso. Pronto comprendería que nunca más volvería a ser el hombre de paja de perros pretenciosos como Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás.
Se convertiría en el Akar Kessell de sus propias fantasías, y todo el mundo se postraría ante él.
—Respeto —murmuró desde lo más profundo de su sueño, un sueño que controlaba Crenshinibon.
Akar Kessell, el Tirano del valle del Viento Helado.
Kessell se despertó al alba de aquel nuevo día que nunca había esperado llegar a ver. La Piedra de Cristal había velado su sueño durante toda la noche, aunque había hecho bastante más que evitar que muriera congelado. Kessell se sintió misteriosamente cambiado aquella mañana. La noche anterior había estado preocupado tan sólo por su vida, preguntándose hasta cuándo podría sobrevivir, pero ahora estaba analizando su calidad de vida. Ya no se cuestionaba la supervivencia: sentía fluir la fuerza dentro de él.
Un reno blanco se paseaba por la cornisa que rodeaba al valle.
—Carne de venado —murmuró Kessell en voz alta mientras señalaba con el dedo en dirección a la presa y evocaba las palabras del hechizo, temblando de pura excitación al sentir cómo fluía la fuerza a través de su sangre. Un rayo blanco abrasador emergió de su mano y mató al ciervo en un instante.
—Carne de venado —volvió a repetir mientras alzaba con la mente al animal y lo acercaba a él. Todo le salía a la perfección aunque la telekinesia era un hechizo que no había figurado en el amplio repertorio de Morkai el Rojo, el único maestro que había tenido Kessell. Aunque la piedra no se lo hubiera permitido, Kessell el vanidoso no se detuvo a preguntarse siquiera por la súbita aparición de unas habilidades que nunca había poseído.
Ahora, gracias a la piedra, tenía comida y calor. Sin embargo, un brujo debía tener un castillo, pensó, un lugar donde pudiese practicar sus secretos más oscuros sin ser molestado. Observó la piedra en busca de una respuesta a su dilema y encontró un cristal duplicado junto al primero. Instintivamente, o así lo creyó él (aunque en realidad se trataba de otra sugerencia inconsciente de Crenshinibon), Kessell comprendió cómo podía llegar a conseguir lo que quería. Conocía la piedra original por su calor y por la fuerza que desprendía, pero el segundo también le intrigaba, ya que parecía tener una aureola propia de poder intangible. Cogió la copia de la piedra y la condujo al centro del diminuto valle para ocultarla entre la nieve.
—Ibssumm dal abdur —murmuró, sin saber por qué ni lo que significaba.
Se echó hacia atrás al sentir que se expandía la fuerza de la imagen de la reliquia. Cogía los rayos de sol y los conducía a lo más profundo de su ser, de tal modo que la zona que rodeaba al valle se quedó unos instantes en penumbra, al serle robada la luz del sol. Luego empezó a latir con una luz rítmica interior.
Y, de pronto, empezó a crecer.
Se amplió en la base hasta llenar casi por completo el diminuto valle, de modo que, por un instante, Kessell temió quedar aplastado contra la pared de roca, y a medida que la superficie de cristal se extendía, crecían las paredes hasta la dimensión que permitía su poderosa fuente de energía. Al final, acabó el proceso y se convirtió en una imagen exacta de Crenshinibon, pero ahora de gigantescas proporciones.
Una torre cristalina. De algún modo, el mismo día en que Kessell comprendió la naturaleza de la Piedra de Cristal, conoció el nombre de la torre. Cryshal-Tirith.
Kessell se habría contentado con permanecer en Cryshal-Tirith durante el resto de sus días, alimentándose de los desafortunados animales que vagaban por las cercanías. Provenía de un mundo pobre de campesinos con pocas ambiciones y, aunque se jactaba de tener aspiraciones de mejorar su situación, se sentía intimidado por las consecuencias que acarreaba el poder. No podía comprender cómo o por qué aquellos que se habían ganado un puesto de relevancia habían conseguido destacarse de la multitud, e incluso se mentía a sí mismo justificando el éxito de los demás —y, por consiguiente, su propio fracaso— como una elección al azar del destino.
Ahora que poseía el poder en sus manos, no sabía qué hacer con él.
Sin embargo, Crenshinibon había esperado demasiado tiempo su regreso a la vida para perderlo como refugio de un humano insignificante. Por el momento, el carácter insípido de Kessell le convenía a la reliquia y, tras un corto período de tiempo, lo persuadiría de que siguiera la línea de acción que él creyese más conveniente a través de sus mensajes oníricos.
Por supuesto, Crenshinibon tenía tiempo suficiente. La reliquia estaba ansiosa por saborear de nuevo la emoción de la conquista, pero unos cuantos años más no significaban nada para un artefacto creado en el amanecer del mundo. Amoldaría al dúctil Kessell en un representante adecuado del poder, convertiría al hombre débil en un guante de hierro que pudiese entregar su mensaje de destrucción. Durante las primeras batallas del mundo, había actuado de ese modo en multitud de ocasiones, creando y educando a algunos de los oponentes a la ley más formidables y crueles de todos los planos universales.
Y así podría hacerlo una vez más.
Aquella misma noche, mientras Kessell dormía en el segundo piso de Cryshal-Tirith, en una sala confortablemente adornada, tuvo un primer sueño de conquista. No se trataba de violentas campañas contra una ciudad como Luskan, ni siquiera una batalla contra un puesto fronterizo, como las poblaciones de Diez Ciudades, sino un principio menos ambicioso pero más realista para su reino. Soñó que conseguía someter hasta la esclavitud a una tribu de duendes, utilizándolos como personal a su servicio, dispuestos a cumplir con sus más mínimos deseos. Cuando se despertó, a la mañana siguiente, recordaba todavía el sueño y se dio cuenta de que le agradaba la idea.
Más tarde, aquella misma mañana, exploró el tercer piso de la torre, que se componía de una amplia sala, como las demás construida con cristal suave pero resistente, aunque en ésta en particular encontró diferentes dispositivos de espionaje. De pronto, se vio impelido a hacer un determinado gesto y a pronunciar una palabra de orden en arcano que, supuso, habría oído en presencia de Morkai. Obedeció al deseo y observó divertido cómo de las profundidades de uno de los espejos de la habitación emergía una niebla grisácea que, al disiparse, dejó paso a una imagen.
Reconoció al instante la zona representada como el valle cerca del cual habían pasado cuando Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás lo habían abandonado para que muriera.
La imagen de la región estaba en plena ebullición, con una tribu de goblins trabajando en la construcción de un campamento. Probablemente serían nómadas, ya que los grupos de ataque no solían llevar consigo a mujeres y niños en sus incursiones. Divisó cientos de cuevas en las paredes de las montañas, pero no eran suficientes para alojar a las tribus de orcos, duendes, ogros e incluso monstruos más poderosos. La competencia por conseguir guaridas era terrible y a menudo las tribus menores de goblins eran arrojadas bajo tierra, esclavizadas o masacradas.
—Qué oportuno —murmuró Kessell, preguntándose si el sueño habría sido una coincidencia o una profecía. Siguiendo otro súbito impulso, lanzó su poder de voluntad a través de los espejos en dirección a los goblins y el efecto lo sorprendió incluso a él.
Los goblins se volvieron al unísono, aparentemente confusos, hacia aquella fuerza invisible. Los guerreros, aprensivos, cogieron sus porras y hachas de piedra, y las mujeres y niños se colocaron en la parte posterior del grupo.
Un goblin mayor que los demás, que parecía el jefe, dio unos pasos al frente de sus soldados, sosteniendo la porra ante sí a la defensiva.
Kessell alzó la barbilla, intentó evaluar la amplitud de su reciente poder.
—Ven a mí —ordenó dirigiéndose al cabecilla—. ¡No puedes resistirte!
La tribu llegó al valle poco rato después y permanecieron a cierta distancia mientras intentaban identificar con exactitud de qué poder se trataba y de dónde provenía. Kessell dejó que se quedaran extasiados ante el esplendor de su nuevo hogar, y luego volvió a llamar al jefe de los goblins, instándolo a que se acercara a Cryshal-Tirith.
Contra su voluntad, el goblin mayor se separó unos pasos de la tribu y, luchando en cada paso, se acercó a la base de la torre. No pudo ver puerta alguna, ya que la entrada a Cryshal-Tirith era invisible a todos salvo a los habitantes de esferas exteriores o a aquellos a quienes Crenshinibon, o su poseedor, permitían el acceso.
Kessell condujo al aterrorizado goblin al primer nivel de la estructura y, una vez dentro, el jefe permaneció absolutamente inmóvil, paseando nervioso la vista a su alrededor en busca de algún indicio de aquella fuerza todopoderosa que lo había conducido al interior de aquella deslumbrante torre de cristal.
El brujo (título que por derecho correspondía al poseedor de Crenshinibon, aunque Kessell no había sido capaz de ganarlo por sus propias hazañas), dejó que la criatura miserable esperara durante un rato para acentuar su miedo. A continuación, apareció en lo alto de la escalera desde detrás de una puerta de espejos secreta. Desvió la vista hacia el desdichado goblin y soltó una alegre carcajada.
El goblin tembló visiblemente al ver a Kessell y, una vez más, sintió que la fuerza de voluntad del brujo se imponía sobre él y lo obligaba a arrodillarse.
—¿Quién soy yo? —preguntó Kessell mientras el goblin se humillaba y gemía suavemente.
Una fuerza incontrolable le arrancó la respuesta desde lo más profundo de su ser.
—Mi amo.