31


¿Victoria?

Los hombres de Diez Ciudades, junto con sus aliados enanos y bárbaros, se habían abierto camino a través de la amplia llanura y ahora permanecían agrupados en la puerta norte de Bryn Shander. Mientras que su ejército había mantenido una singular actitud combatiente con todos los grupos separados ahora unidos en un objetivo común de supervivencia, el ejército de Kessell había seguido el camino opuesto. Cuando los goblins se lanzaron por primera vez al ataque a través del paso del valle del Viento Helado, su objetivo común era la victoria para la gloria de Akar Kessell. Pero Kessell había desaparecido, Cryshal-Tirith estaba destruida y el hilo que había mantenido unidos a enemigos tan antiguos y acérrimos, las tribus de orcos y de goblins, había empezado a desenredarse.

Los humanos y enanos observaban la masa de invasores con renovadas esperanzas, ya que en todos los flancos de la vasta fuerza siluetas oscuras continuaban separándose y huyendo del campo de batalla de regreso a la tundra.

Aun así, los defensores de Diez Ciudades estaban rodeados por tres flancos y con las espaldas pegadas a la muralla de Bryn Shander. En aquel momento, los monstruos no hacían intento alguno de lanzarse al ataque, pero miles de goblins mantenían sus posiciones en el campo que rodeaba la ciudad por el norte.

Al principio de la batalla, cuando los ataques iniciales habían pillado por sorpresa a los invasores, los jefes de las fuerzas de defensa hubieran considerado como desastrosa una posición así en el combate, ya que les restaba ímpetu y permitía que sus enemigos se reagruparan en formaciones más favorables.

Sin embargo, ahora, la pequeña pausa cayó sobre ellos como una bendición, puesto que otorgó a los soldados el tiempo de descanso que con tanta desesperación necesitaban y permitió que los goblins y orcos se dieran cuenta de la paliza que les estaban infligiendo. El campo a este lado de la ciudad estaba sembrado de cadáveres, muchos más de goblins que de humanos, y las ruinas a que había quedado reducido Cryshal-Tirith no hacían más que recordarles las terribles pérdidas sufridas. Además, no quedaban gigantes ni ogros que pudiesen volver a reunir a las escasas filas, con lo que a cada segundo se veía desfilar a más miembros que abandonaban la causa.

Cassius tuvo tiempo de reunir a los portavoces que habían sobrevivido para entablar un breve consejo.

A poca distancia de allí, Wulfgar y Revjak estaban conversando con Fender Mallot, el recientemente designado jefe de las fuerzas enanas ante la preocupante desaparición de Bruenor.

—Nos alegramos de que hayas vuelto, poderoso Wulfgar —lo saludó Fender—. Bruenor sabía que regresarías.

Wulfgar observó por el campo de batalla en busca de alguna señal que le indicase que Bruenor todavía seguía luchando en algún rincón.

—¿No habéis tenido ni una sola noticia de Bruenor?

—Tú fuiste el último en verlo —replicó Fender con voz sombría.

Permanecieron en silencio, escudriñando los alrededores.

—Déjame oír de nuevo el silbido de tu hacha —murmuró Wulfgar.

Pero Bruenor no podía oírlo.

—Jensin, ¿dónde están vuestras mujeres y niños? —preguntó Cassius al portavoz de Caer-Dineval—. ¿Están a salvo?

—A salvo en Cielo Oriental —replicó Jensin—. Ahora, ya se habrá unido a ellos la gente de Good Mead y de Dougan’s Hole. Tienen provisiones de sobra y vigilancia. Si los secuaces de Akar Kessell se acercan a la ciudad, la gente lo sabrá con suficiente antelación para volver a embarcarse y así protegerse en el lago Dinneshere.

—Pero, ¿cuánto tiempo podrían sobrevivir en el agua?

Jensin Brent se encogió de hombros con aire evasivo.

—Supongo que hasta la llegada del invierno. Sin embargo, siempre tendrían algún rincón donde desembarcar, ya que no creo que las fuerzas de goblins y orcos pudiesen rodear ni siquiera la mitad del perímetro del lago.

Cassius pareció satisfecho y se volvió hacia Kemp.

—Están en Bosque Solitario —respondió el portavoz de Targos ante la tácita pregunta—. ¡Y me da la impresión de que están mejor que nosotros! Hay suficientes barcos en el muelle para fundar una ciudad en el centro de Maer Dualdon.

—Perfecto —repuso Cassius—. Eso nos deja otra posibilidad a nosotros. Tal vez pudiésemos mantenernos en nuestra posición durante un rato y, luego, retirarnos al interior de la ciudad. Aunque nos sobrepasan en número, los goblins y orcos no pueden aspirar a conquistarnos detrás de estas murallas.

La idea pareció agradar a Jensin Brent, pero Kemp esbozó una mueca de desaprobación.

—Nuestras gentes están quizás a salvo —protestó—, pero ¿qué pasa con los bárbaros?

—Sus mujeres son fuertes y capaces de sobrevivir sin ellos —repuso Cassius.

—No me preocupa en absoluto lo que les ocurra a sus malolientes mujeres —le espetó Kemp, alzando a propósito la voz para que Wulfgar y Revjak, que mantenían su propio consejo cerca de allí, lo oyeran—. ¡Hablo de esos perros asquerosos! ¡Supongo que no pensarás abrir las puertas de par en par e invitarlos a que pasen!

El orgulloso Wulfgar echó a andar en dirección al portavoz y Cassius también se volvió enojado hacia él.

—¡Asno tozudo! —susurró con voz áspera—. ¡Nuestra única esperanza radica en la unidad!

—¡Nuestra única esperanza radica en el ataque! —replicó Kemp—. Los tenemos aterrorizados y nos pides que huyamos y nos ocultemos.

El enorme rey bárbaro se detuvo junto a los portavoces y tuvo que inclinar la cabeza para dirigirse a ellos.

—Saludos, Cassius de Bryn Shander —exclamó con gran educación—. Soy Wulfgar, hijo de Beornegar y jefe de las tribus que han venido a unirse a tu noble causa.

—¿Qué podéis saber vosotros de una causa noble? —lo interrumpió Kemp.

Pero Wulfgar no hizo el más mínimo caso de él.

—He oído por encima la mayor parte de vuestra conversación —prosiguió, impertérrito—. Y creo que tu maleducado y desagradecido consejero… —se detuvo para que su voz sonara pausada— ha propuesto la única solución posible.

Cassius, que había supuesto que Wulfgar se enfurecería ante los insultos de Kemp, se quedó en un principio confundido.

—Atacar —explicó Wulfgar—. Los duendes están ahora indecisos sobre las ganancias que pueden obtener de todo esto. Se están preguntando por qué siguieron a un brujo loco a este combate, pero, si dejamos que recuperen el ansia de lucha, nos demostrarán que son un enemigo formidable.

—Te agradezco tus palabras, rey bárbaro —respondió Cassius—. Sin embargo, yo creo que esta chusma no será capaz de resistir un asedio y que habrá abandonado la zona antes de una semana.

—Tal vez —admitió Wulfgar—. Pero, aun así, tu gente tendrá que pagar un alto precio. Los goblins que decidan abandonar por voluntad propia no van a retornar a sus cuevas con las manos vacías. Todavía hay muchas ciudades sin proteger y que podrían ser saqueadas de regreso al valle del Viento Helado. Y, lo que es peor, no se marcharán con el miedo clavado en los ojos, Cassius. Quizá con esta retirada conseguirás salvar la vida de algunos de tus hombres, pero no impedirás que en el futuro puedan decidir intentarlo de nuevo.

—¿Así que estás de acuerdo en que deberíamos atacar? —preguntó el portavoz.

—Nuestros enemigos tienen que aprender a temernos. Deben observar a su alrededor y ver la ruina que les hemos causado. El miedo es un arma poderosa, en especial contra los cobardes goblins. Acabemos la tarea, tal como tu gente hizo con la mía hace cinco años… —Cassius vio que una sombra de tristeza cruzaba por la mirada de Wulfgar al recordar el incidente—. ¡Y enviemos a estas bestias inmundas de regreso a sus hogares de la montaña! Así conseguiremos que tengan que pasar muchos años antes de que se atrevan a volver a atacar de nuevo vuestras ciudades.

Cassius observó al joven bárbaro con profundo respeto y también con curiosidad. No podía creer que esos orgullosos guerreros de la tundra, que tan vivamente recordaban la carnicería que habían sufrido de manos de los habitantes de Diez Ciudades, hubieran acudido a ayudar a las comunidades de pescadores.

—Mi gente hizo precisamente eso con vosotros, noble rey. ¿Por qué, entonces, habéis venido?

—Ése es un punto que discutiremos después de completar la tarea —respondió Wulfgar—. ¡Ahora, empecemos a cantar! ¡Sembremos el terror en el corazón de nuestros enemigos y golpeemos sin piedad!

Se volvió hacia Revjak y varios de los demás jefes.

—¡Cantad, orgullosos guerreros! —ordenó—. ¡Hagamos que la canción de Tempos acompañe a la muerte a esos goblins!

Las fuerzas bárbaras empezaron a entonar las primeras notas y pronto alzaron sus voces con orgullo a su dios de la guerra.

Cassius percibió el efecto inmediato que aquella canción provocaba en los monstruos más cercanos, que dieron un paso atrás y sujetaron con fuerza sus armas, y una sonrisa cruzó por su rostro. Todavía no podía comprender la presencia bárbara, pero veía que las explicaciones tendrían que esperar.

—¡Uníos a los aliados bárbaros! —gritó a sus soldados—. ¡Hoy es un día de gloria!

Los enanos, por su parte, empezaban ya a entonar el sombrío canto de guerra de su antiguo hogar mientras los pescadores de Diez Ciudades seguían las palabras de la canción de Tempos, primero indecisos, pero luego con más seguridad, hasta que la melodía y las frases empezaron a fluir con facilidad de sus labios. Y, luego, se incorporaron en cuerpo y alma, proclamando la gloria de sus ciudades individuales, tal como los bárbaros proclamaban la de sus tribus.

El ritmo se aceleraba y el volumen iba aumentando. Los goblins empezaron a temblar ante el ímpetu creciente de sus mortales enemigos y un torrente de desertores empezó a desfilar por los campos, dejando cada vez más reducido el grueso del ejército.

Y, luego, de pronto, como una gran oleada de muerte, los aliados humanos y enanos se lanzaron a la carga por la colina.

Drizzt había conseguido subir lo suficiente por la pendiente del sur para escapar a la furia de la avalancha, pero se hallaba en una situación peligrosa. La cumbre de Kelvin no era una montaña elevada, pero la cima estaba cubierta a perpetuidad por una gruesa capa de nieve y brutalmente expuesta al viento helado que daba nombre a esa tierra.

Además, los pies se le habían humedecido por el charco de agua creado por Crenshinibon y ahora, a medida que el líquido se convertía en hielo alrededor de su piel, le resultaba más doloroso caminar.

Decidió continuar avanzando, ocultándose en la cara oeste que ofrecía una mayor protección contra el viento. Sus movimientos eran violentos y exagerados, ya que intentaba gastar el máximo de energía para mantener la circulación fluyendo por sus venas. Cuando alcanzó la cima de la montaña y empezó el descenso, tuvo que moverse con más precaución, por temor a que un súbito alud le concediera el mismo destino que a Akar Kessell.

Ahora sentía las piernas totalmente entumecidas, pero continuaba moviéndolas, forzando al máximo sus reflejos automáticos.

Pero, de pronto, resbaló.

Los feroces guerreros de Wulfgar fueron los primeros en abalanzarse contra la línea de goblins y consiguieron hacer recular a la primera hilera de monstruos. Ningún goblin u orco osaba enfrentarse al poderoso rey, pero, en la confusión de la batalla, muy pocos pudieron apartarse de su camino y uno tras otro fueron cayendo al suelo.

El miedo había casi paralizado a los goblins y su ligera indecisión había anunciado la muerte a los primeros grupos que se enfrentaban con los salvajes bárbaros.

Sin embargo, la derrota del ejército dio comienzo en las líneas de retaguardia. Las tribus que no habían participado en la batalla empezaron a cuestionarse sobre la prudencia de continuar con la campaña, ya que eran conscientes de que habían ganado una amplia ventaja sobre sus rivales vecinos debilitados por las pérdidas, que les permitiría extender sus territorios cuando estuvieran de regreso en la Columna del Mundo. Poco después de que hubiera empezado la segunda etapa del combate, una nube de polvo se alzó de nuevo por el paso de Viento Helado, mientras docenas de orcos y goblins se encaminaban de regreso a su hogar.

Y el efecto de esas deserciones en masa sobre aquellos que no podían huir fue fulminante. Incluso los goblins más tontos comprendían que la única posibilidad que tenía su gente de ganar a aquellos tozudos defensores de Diez Ciudades radicaba en que sus fuerzas eran mucho más numerosas.

Aegis-fang golpeaba una y otra vez mientras Wulfgar, que se había lanzado solo a la carga, dejaba un rastro de desolación a sus espaldas. Incluso los hombres de Diez Ciudades se apartaban de él, nerviosos por su fuerza salvaje. Pero su propia gente lo observaba con respeto y se esforzaba en seguir a su glorioso jefe.

Wulfgar se abalanzó contra un grupo de orcos balanceando su mazo. Aegis-fang dio en el blanco contra uno de ellos que cayó al suelo y arrastró con él a los que estaban detrás. En su balanceo de retorno, el martillo produjo los mismos resultados en su otro flanco, de modo que, de un solo golpe, más de la mitad del grupo de orcos estaban muertos o inconscientes en el suelo.

Y los que quedaban no sentían el más mínimo deseo de enfrentarse al poderoso humano.

Glensather de Cielo Oriental también se había abalanzado contra un grupo de goblins, esperando poder incitar a su gente con la misma furia que su compañero bárbaro. Pero Glensather no era un gigante imponente como Wulfgar, ni poseía un arma tan poderosa como Aegis-fang. Atravesó con la espada al primer goblin que encontró y luego se volvió con destreza y tumbó a otro. En verdad, lo estaba haciendo bien, pero en su ataque faltaba un elemento capital… el factor crítico que ponía a Wulfgar por encima de los demás hombres. Glensather había matado dos goblins, pero no había provocado en sus filas el caos que necesitaba para seguir adelante y, en vez de huir, como habían hecho con Wulfgar, los goblins que quedaban empezaron a lanzarse sobre él.

Glensather había llegado justo al lado del rey bárbaro cuando el extremo cruel de una espada se introdujo en su espalda y, tras atravesarlo, salió por el pecho.

Al observar el horrible espectáculo, Wulfgar lanzó a Aegis-fang por encima del portavoz y hundió la cabeza del goblin atacante hasta el pecho. Glensather oyó cómo golpeaba el martillo a sus espaldas y todavía tuvo aliento para darle las gracias en voz baja antes de caer muerto sobre la hierba.

Los enanos, por su parte, trabajaban de forma diferente que sus aliados. Una vez colocados de nuevo en estrecha formación, atacaban por la vida de sus mujeres y niños, combatían y morían sin miedo.

En menos de una hora, todos los grupos de goblins habían sido hechos pedazos y, media hora después, el último de los monstruos cayó muerto sobre el campo teñido de sangre.

Drizzt rodó junto con la ola blanca de nieve blanda por la pendiente de la montaña, agitándose frenéticamente en un intento de asirse a alguna de las rocas que aparecían en su camino. Mientras se acercaba a la base de la cima nevada, dejó de deslizarse de pronto y fue rodando por la pendiente, ahora cubierta de arbustos y rocas, como si los picos orgullosos e independientes de la montaña lo hubieran expulsado por ser un invitado no deseado.

Su agilidad, junto con una buena dosis de buena suerte, lo salvó y, tras conseguir detenerse e incorporarse, descubrió que sus numerosas heridas eran superficiales: un arañazo en la rodilla, la nariz ensangrentada y una muñeca torcida, que era lo que peor aspecto tenía. Si miraba ahora hacia atrás, tenía que considerar casi como una bendición la pequeña avalancha, porque había descendido un buen trecho en unos segundos y porque no podía estar seguro de si habría sido capaz de escapar sin ella al terrible destino de Kessell.

En esos momentos, acababa de empezar la batalla del sur y, mientras a sus oídos llegaba el fragor de la lucha, Drizzt observó cómo miles de goblins atravesaban el otro extremo del valle de los enanos en dirección al paso del Viento Helado, la primera etapa de su viaje. El drow no sabía con exactitud lo que ocurría, pero conocía la fama de cobardes de que gozaban los goblins.

De cualquier forma tampoco le dio demasiada importancia, porque la batalla ya no era asunto suyo. Ahora tenía la vista fija en un pequeño sendero que conducía a la pila de piedras negras que había sido Cryshal-Tirith. Acabó de descender la cumbre de Kelvin y se dirigió al paso de Bremen, hacia la pila de escombros.

Tenía que averiguar si Regis y Guenhwyvar habían conseguido huir.

Victoria.

En realidad, les servía de poco consuelo a Cassius, Kemp y Jensin Brent mientras observaban el mar de cuerpos que cubría el campo de batalla. Ellos eran los únicos portavoces que habían sobrevivido al combate, ya que los otros siete habían caído.

—Hemos ganado —declaró Cassius con pesar, mientras observaba impotente cómo más soldados caían muertos, hombres que habían sufrido heridas mortales durante la contienda pero que se habían negado a caer y morir hasta ver finalizada la batalla. Más de la mitad de los hombres de Diez Ciudades yacían allí, muertos, y muchos más iban a morir posteriormente, ya que casi la mitad de los que habían quedado con vida sufrían heridas de gravedad. Cuatro ciudades habían ardido hasta los cimientos y otra había sido saqueada y destrozada por los goblins.

Habían pagado un precio muy alto por la victoria.

Los bárbaros, por su parte, también contaban numerosas pérdidas. La mayoría de ellos eran jóvenes y sin experiencia, que habían luchado con la tenacidad propia de su raza y habían muerto aceptando su destino como un final glorioso de sus vidas.

Únicamente los enanos, luchadores disciplinados al máximo, habían salido relativamente bien parados. Varios habían muerto, otros estaban heridos, pero la mayoría estaban preparados para incorporarse de nuevo a la lucha si se hubieran encontrado frente a un nuevo grupo de goblins. Aun así, su gran preocupación era que Bruenor había desaparecido.

—Id con vuestra gente —propuso Cassius a los demás portavoces—. Y, luego, regresad para celebrar un consejo esta tarde. Kemp hablará por boca de la población entera de las cuatro ciudades de Maer Dualdon y Jensin Brent por la gente de las demás comunidades.

—Tenemos muchas cosas por decidir y poco tiempo para hacerlo —intervino Jensin Brent—. El invierno se acerca inexorablemente.

—¡Sobreviviremos! —declaró Kemp con su arrogancia característica, pero enseguida, al ver las miradas que le dirigían sus compañeros, añadió, con más realismo—: Aunque no sin esfuerzo.

—Lo mismo ocurrirá con mi gente —dijo otra voz. Los tres portavoces se volvieron para ver al gigantesco Wulfgar que avanzaba a grandes zancadas por el campo sembrado de cadáveres. El bárbaro estaba cubierto de polvo y llevaba la ropa salpicada de la sangre de sus enemigos, pero tenía el aspecto de un rey de gran nobleza.

—Quisiera hacer una invitación a vuestro consejo, Cassius. Nuestra gente puede ofreceros muchas cosas en estos tiempos difíciles.

Kemp soltó un gruñido.

—Si necesitamos bestias de carga, compraremos bueyes.

Cassius dirigió a Kemp una enojada mirada y luego se volvió hacia su inesperado aliado.

—Por supuesto, puedes unirte al consejo, Wulfgar, hijo de Beornegar. Por la ayuda que nos habéis prestado en el día de hoy, mi gente os queda en deuda. Y, de nuevo, te pregunto: ¿por qué vinisteis?

Por segunda vez en aquel mismo día, Wulfgar hizo caso omiso de los insultos de Kemp.

—Para reparar una deuda —contestó a Cassius—. Y, tal vez, para mejorar las condiciones de vida de nuestros dos pueblos.

—¿Asesinando goblins? —inquirió Jensin Brent, suponiendo que el bárbaro tenía algo más en mente.

—Es un principio, pero nuestra tarea va mucho más allá. Mi gente conoce la tundra mejor que los propios yetis. Conocemos sus costumbres y sabemos cómo sobrevivir. Vuestro pueblo puede beneficiarse de nuestra amistad, en especial ante los tiempos difíciles que os esperan.

—¡Bah! —se burló Kemp, pero Cassius lo hizo callar con un gesto. El portavoz de Bryn Shander sentía curiosidad por esas nuevas posibilidades.

—¿Y qué obtendrá tu pueblo de una unión semejante?

—Una comunicación —respondió Wulfgar—, una relación con un mundo de lujos que nunca hemos conocido. Las tribus poseen el tesoro de un dragón, pero el oro y las piedras preciosas no proporcionan calor en las gélidas noches de invierno, ni comida cuando escasea la caza.

»Por otra parte, a vuestras poblaciones les espera una tarea de reconstrucción muy importante y nosotros tenemos riquezas para ayudaros a llevarla a cabo. A cambio, Diez Ciudades proporcionará unas condiciones de vida mejores para los míos.

Cassius y Jensin asentían con gestos de aprobación a medida que Wulfgar detallaba sus planes.

—Por último, y tal vez sea el punto más importante —concluyó el bárbaro—, nos necesitamos mutuamente, al menos por el momento. Ambos pueblos han quedado muy debilitados y somos vulnerables a los peligros de esta tierra. Juntos, la fuerza que nos queda nos ayudará a soportar los rigores del invierno.

—Me intrigas y me sorprendes —confesó Cassius—. Por favor, acepta mi invitación personal de asistir al consejo y pongamos en marcha un plan que beneficie a todos los supervivientes de la batalla contra Kessell.

Mientras Cassius se daba la vuelta, Wulfgar agarró a Kemp del cuello de la camisa con una de sus enormes manos y lo alzó sin dificultad del suelo. Kemp se agitó en el aire, pero pronto se dio cuenta de que no podía hacer nada contra aquella garra de hierro que lo mantenía sujeto.

Wulfgar clavó una mirada poco amistosa en el portavoz de Targos.

—Por el momento —dijo— soy responsable de todo mi pueblo y por eso he hecho caso omiso de tus insultos. Pero cuando deje de ser rey, será mejor que nunca vuelvas a cruzarte en mi camino —y, con un gesto brusco, lanzó al portavoz al suelo.

Kemp, demasiado intimidado para enojarse o sentirse incómodo, se quedó sentado donde había caído y no respondió. Cassius y Brent se dieron un codazo y rieron entre dientes.

Pero guardaron silencio al ver acercarse a una muchacha, con un brazo ensangrentado y el rostro y los cabellos cubiertos de polvo. A Wulfgar, la visión de aquellas heridas le dolió más que las suyas propias.

—¡Catti-brie! —gritó, corriendo a su encuentro. La muchacha lo calmó con un gesto.

—No es una herida importante —le aseguró con estoicismo, aunque para el bárbaro fue evidente que la muchacha había recibido graves heridas—. ¡Aunque no me atrevo ni a pensar lo que me hubiera ocurrido si no llega a aparecer Bruenor!

—¿Has visto a Bruenor?

—En los túneles —le explicó Catti-brie—. Varios orcos encontraron la puerta de entrada… Tal vez tendría que haber derrumbado los pasadizos… Sin embargo, no eran demasiados y, además, me enteré de que los enanos lo estaban haciendo bien en el campo de batalla.

»Entonces llegó Bruenor, pero lo perseguían más orcos. Una de las vigas de sujeción se rompió. Creo que fue él quien lo hizo, pero había demasiado polvo y confusión.

—¿Y Bruenor? —inquirió Wulfgar, ansioso.

Catti-brie observó por encima del hombro el campo abierto.

—Ahí afuera. Ha preguntado por ti.

Cuando Drizzt llegó a la pila de escombros que había sido Cryshal-Tirith, la batalla había finalizado. Aunque por todos lados veía y oía escenas de desolación, su objetivo permanecía inalterable, así que empezó a subir por las piedras rotas.

En verdad, el drow creía que era una locura perseguir una causa tan desesperada. Si Regis y Guenhwyvar no habían conseguido salir de la torre, ¿qué posibilidades tenía de encontrarlos?

Sin embargo, continuaba impertérrito, sin prestar atención al sentido común. En definitiva, aquello era lo que lo diferenciaba de los de su especie, aquello era lo que lo había hecho abandonar la inalterable oscuridad de sus vastas ciudades. Drizzt Do’Urden se permitía sentir compasión.

Se colocó a un lado del montón de piedras y empezó a escarbar con las manos desnudas. Las rocas grandes le impedían llegar a las profundidades de la pila, pero no se dio por vencido, a pesar del precario equilibrio y la inestabilidad de las piedras en las que se sostenía. Utilizaba poco la mano quemada y pronto empezó a sangrarle la derecha por el roce, pero él prosiguió con su trabajo, moviéndose primero alrededor de la pila y, luego, escalando por encima de ella.

Al final, se vio recompensado por su persistencia. Cuando alcanzó la cima de las ruinas, percibió una familiar emanación de poder mágico y, siguiendo la pista, se acercó hasta una pequeña hendidura entre dos piedras. Introdujo la mano, con cautela, esperando encontrar intacto el objetivo, y extrajo la diminuta figura del felino. Le temblaban los dedos mientras examinaba la pieza para descubrir los posibles daños, pero no pudo encontrar ninguno… La magia inherente al objeto lo había protegido del peso de las rocas.

Los sentimientos del drow ante aquel hallazgo eran confusos. Aunque se sentía aliviado porque Guenhwyvar había conseguido sobrevivir, la presencia de la figura le indicaba que con toda probabilidad Regis no había podido escapar. De pronto, el corazón le dio un vuelco y empezó a latir con rapidez cuando un destello en la misma hendidura captó su atención. Introdujo la mano y extrajo la cadena dorada en cuyo extremo colgaba el rubí. Sus dudas quedaban confirmadas.

—Una tumba adecuada para ti, querido amigo —murmuró con tristeza mientras decidía que a partir de aquel momento llamaría a la pila de rocas el Túmulo de Regis.

Sin embargo, no alcanzaba a imaginar qué había ocurrido para separar al halfling de su colgante, ya que en la cadena no había sangre ni nada que pudiese indicar que la llevaba en el momento de morir.

—Guenhwyvar, ven a mí, sombra mía.

Percibió en la figura las familiares sensaciones mientras la colocaba en el suelo, ante él. Luego apareció la nube oscura y, en su interior, surgió el gran felino, ileso y en parte recuperado por las pocas horas que había conseguido descansar en su esfera.

Drizzt se acercó con rapidez hacia su compañero felino, pero de pronto se detuvo, al descubrir que junto a la pantera aparecía una segunda nube de humo que empezaba a solidificarse.

Regis.

El halfling estaba sentado con los ojos cerrados y la boca completamente abierta, como si estuviera a punto de hundir el diente en alguna exquisitez invisible. Tenía una mano cerrada junto a la boca y la otra extendida ante él.

Cuando su boca se cerró en el vacío, abrió los ojos sorprendido.

—¡Drizzt! —gruñó—. ¡Tendrías que haberme consultado antes de raptarme! ¡Este maravilloso gato tuyo me ha proporcionado una comida deliciosa!

Drizzt sacudió la cabeza y sonrió, con una mezcla de alivio e incredulidad.

—¡Oh, espléndido! Has encontrado mi piedra preciosa. Pensé que la había perdido para siempre. No sé por qué, pero ella no hizo el viaje con el gato y conmigo.

Drizzt le alcanzó el rubí. ¿La pantera podía llevarse a otro ser vivo con él en sus viajes? Decidió explorar más tarde aquella faceta del poder de Guenhwyvar.

Acarició el hocico del felino y luego dejó que se marchara a su mundo para que pudiese recuperarse del todo.

—Ven, Regis —dijo con seriedad—. Vamos a ver dónde podemos echar una mano.

Regis se encogió de hombros con resignación y se puso de pie para seguir al drow. Al llegar a la cima de la pila de ruinas, vieron la carnicería que había tenido lugar en el campo de batalla, y Regis comprendió el alcance de la desolación. Las piernas le fallaban, pero, con ayuda de su ágil amigo, consiguió emprender el descenso.

—¿Ganamos? —preguntó a Drizzt al llegar al nivel de la llanura, sin saber si la población de Diez Ciudades podía catalogar aquello de victoria o derrota.

—Sobrevivimos —lo corrigió Drizzt.

Gritos y exclamaciones empezaron a resonar a su alrededor cuando un grupo de pescadores, al localizar a los dos compañeros, se acercaron a toda prisa a ellos, lanzando vítores.

—¡Verdugo del brujo y destructor de la torre! —gritaban.

Drizzt, siempre humilde, bajó la mirada.

—¡Poderoso Regis! —continuaron los hombres—. ¡Héroe de Diez Ciudades!

Drizzt se volvió con ojos sorprendidos hacia su amigo, pero Regis se limitó a encogerse de hombros, fingiendo ser víctima del error tanto como Drizzt.

Los hombres alzaron a Regis y lo llevaron en hombros.

—¡Te llevaremos con todos los honores al consejo que se celebra en la ciudad! —proclamó uno de ellos—. ¡Tú, más que cualquier otro, tienes que participar de las decisiones que han de tomar! —Luego, tras una pausa, el hombre se dirigió a Drizzt—. Tú también puedes venir, drow.

Pero Drizzt declinó la invitación.

—¡Salve, Regis! —exclamó, con una ancha sonrisa en los labios—. ¡Ah, querido amigo, siempre tienes la fortuna de encontrar oro en el barro donde los demás se revuelcan! —Le dio un golpecito en la espalda y se hizo a un lado para que pasara la procesión.

Regis observó a su amigo por encima del hombro y puso los ojos en blanco como si no fuera a dar más que un paseo.

Pero Drizzt lo conocía bien.

El regocijo del drow duró poco. Apenas había caminado unos metros cuando dos enanos lo detuvieron.

—Por fin te hemos encontrado, amigo elfo —dijo uno de ellos, y el drow supo al instante que le traían malas noticias.

—¿Bruenor?

Los enanos asintieron.

—Está a las puertas de la muerte… Tal vez ahora ya esté muerto, pero quiere verte.

Sin pronunciar una palabra más, los enanos condujeron a Drizzt a través de los campos en dirección a una pequeña tienda que habían montado junto a uno de los pozos de salida, y lo invitaron a entrar.

En el interior, las velas brillaban con suavidad y, junto a la única cama que había en la estancia, estaban Wulfgar y Catti-brie inclinados en actitud reverente.

Bruenor yacía tumbado en la cama, con la cabeza y el pecho envueltos con vendas ensangrentadas. Respiraba con dificultad, de forma entrecortada, como si cada aliento que tomaba fuera a ser el último. Drizzt se acercó solemnemente al lecho, con la firme determinación de resistirse a las poco usuales lágrimas que bailaban en sus ojos de espliego. Bruenor preferiría que se mostrase fuerte.

—¿Es… es el elfo? —carraspeó Bruenor al ver la sombra oscura inclinada sobre él.

—He venido, queridísimo amigo —replicó Drizzt.

—¿Para ver… cómo me voy?

Drizzt no podía responder con honestidad a una pregunta tan directa.

—¿Te vas? —forzó una risa que parecía más un carraspeo—. ¡Has pasado situaciones peores! No quiero ni oír hablar de muerte… ¿quién si no podrá encontrar Mithril Hall?

—Ah, mi hogar… —Bruenor echó la cabeza hacia atrás al oír el nombre y pareció relajarse, casi como si percibiera que sus sueños lo conducirían a través de la oscura travesía que lo esperaba—. Entonces, ¿piensas venir conmigo?

—Por supuesto —respondió Drizzt. Luego, observó a Wulfgar y Catti-brie en busca de apoyo, pero, ausentes en su propio dolor, ambos mantenían la vista baja.

—Pero ahora no…, ahora no —continuó Bruenor—. ¡No podríamos conseguirlo con el invierno tan próximo! —Empezó a toser—. Cuando llegue la primavera. Sí, en la primavera… —su voz se fue apagando y cerró los ojos.

—Sí, amigo mío —asintió Drizzt—. En la primavera. ¡Iré a ver tu hogar la próxima primavera!

Bruenor volvió a abrir los ojos de improviso y en ellos ya no brillaba la mirada mortecina de antes sino un ligero indicio de su anterior fuego. Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro del enano y Drizzt se alegró de haber servido de consuelo a su amigo moribundo.

El drow volvió a observar a Wulfgar y Catti-brie y descubrió que también sonreían, aunque entre ellos.

De pronto, ante la sorpresa y el horror de Drizzt, Bruenor se incorporó y se arrancó los vendajes.

—¡Por fin! —gritó ante las carcajadas de los espectadores que había en la tienda—. ¡Lo has dicho! ¡Tengo testigos!

Drizzt, que había estado a punto de desmayarse por el impacto inicial, desvió la vista hacia Wulfgar, pero el bárbaro y Catti-brie apenas podían aguantarse la risa.

Wulfgar se encogió de hombros y lanzó una risita.

—¡Bruenor dijo que me reduciría al tamaño de un enano si decía una sola palabra!

—Y lo hubiera hecho —añadió Catti-brie.

Ambos salieron de la tienda, no sin que antes Wulfgar les explicara que debía asistir al consejo de Bryn Shander, y, una vez en el exterior, dieron rienda suelta a las carcajadas.

—¡Maldito seas, Bruenor Battlehammer! —le espetó el drow, pero, luego, incapaz de controlarse, echó los brazos alrededor del amplio tórax del enano y lo estrechó con fuerza.

—Empieza a preparar las cosas —gruñó Bruenor, aceptando el abrazo—. Pero date prisa. ¡Tenemos un montón de trabajo que hacer durante el invierno! La primavera llegará antes de lo que imaginas, y el primer día cálido del año partiremos hacia Mithril Hall.

—Dondequiera que esté —bromeó Drizzt, demasiado aliviado para enfadarse por el truco.

—¡Lo conseguiremos, drow! —gritó Bruenor—. ¡Como siempre!