La batalla del valle del Viento Helado
La gente de Bryn Shander oyó el clamor de la batalla en la llanura, pero hasta el amanecer no pudieron ver lo que ocurría. Vitorearon a los enanos con entusiasmo y se quedaron muy confusos al ver cómo el ejército bárbaro se abalanzaba sobre los flancos de Kessell y asesinaba goblins con gran pasión.
Cassius y Glensather, en sus acostumbradas posiciones en lo alto de muralla, comentaron el cambio que había ocurrido en los acontecimientos, sin saber si debían o no enviar a luchar a sus fuerzas.
—¿Bárbaros? —preguntó sorprendido Glensather—. ¿Son amigos o enemigos?
—Matan orcos —fue la tajante respuesta de Cassius—. Por lo tanto, son amigos.
Mientras tanto, en Maer Dualdon, Kemp y los demás también oyeron el sonido inconfundible de la batalla, aunque no podían saber qué bandos tomaban parte en ella. Además, para confundir todavía más las cosas, había empezado una segunda batalla en el suroeste, en la ciudad de Bremen. ¿Habrían salido a atacar los hombres de Bryn Shander? ¿O es que la fuerza de Akar Kessell se estaba destruyendo a sí misma ante ellos?
De pronto, Cryshal-Tirith empezó a oscurecerse y sus paredes, que con anterioridad habían sido de un tono cristalino y vibrante, adquirieron un tono opaco y moribundo.
—Regis —murmuró Cassius, percibiendo la pérdida de poder de la torre—. ¡Es un héroe!
La torre empezó a tambalearse y temblar de improviso y gruesas grietas aparecieron a lo largo de sus muros. A continuación, cayó derrumbada.
Los monstruos observaron con ojos incrédulos y horrorizados cómo se hacía pedazos el bastión del brujo al que habían venido a venerar.
Los cuernos de Bryn Shander empezaron a resonar por los alrededores. Los hombres de Kemp soltaron exclamaciones de entusiasmo y se apresuraron a coger los remos, mientras los exploradores de Jensin Brent transmitían las noticias por medio de señales al lago Dinneshere, de donde a su vez se envió un mensaje a Aguas Rojizas. En todos los refugios temporales que ocultaban a los sobrevivientes de Diez Ciudades se oía la misma orden.
—¡A la carga!
El ejército reunido en el interior de las murallas de Bryn Shander salió por las enormes puertas en dirección al campo abierto, al tiempo que las flotas de Caer-Konig y Caer-Dineval en el lago Dinneshere, y Good Mead y Dougan’s Hole, en el sur, hinchaban las velas para que el viento del este los empujara a través de los lagos. Las cuatro flotas agrupadas en Maer Dualdon remaban con fuerza, ansiosas por obtener la venganza.
Como un revoltijo de caos y sorpresa, la batalla final del valle del Viento Helado acababa de empezar.
Regis se apartó como pudo de las dos bestias, que mantenían una feroz y desesperada lucha con garras y dientes. En condiciones normales, Guenhwyvar no hubiera tenido excesivas dificultades en despachar al perro del infierno, pero, en el estado de debilidad en que se encontraba, estaba luchando por sobrevivir. El cálido aliento del sabueso le quemaba la piel negra y tenía sus colmillos clavados en el musculoso cuello.
Regis deseaba ayudar a la pantera, pero ni siquiera podía acercarse lo suficiente para darle una patada al perro. ¿Por qué habría salido Drizzt tan bruscamente?
Guenhwyvar sentía que su garganta no iba a resistir por más tiempo la opresión de aquellas poderosas fauces, así que empezó a rodar por el suelo, arrastrando con ella al perro, de menos tamaño, pero la presión de las mandíbulas caninas no disminuyó lo más mínimo. Empezó a enviar de regreso su mente a través de las esferas, en dirección a su verdadero hogar, aunque lamentaba haber fallado a su dueño en un momento de apuro.
Luego, de pronto, la torre se oscureció y el sorprendido sabueso aflojó ligeramente el mordisco, momento que aprovechó Guenhwyvar, rápida como el rayo, para empujar al animal con una pata y, una vez libre de sus garras, perderse en la oscuridad.
El perro del infierno observó a su alrededor en busca de su enemigo, pero el sigilo con que se movía la pantera era mayor que su capacidad de percepción. Pero, de repente, el perro vio a otra posible víctima y, de un salto, se plantó ante Regis.
Sin embargo, Guenhwyvar estaba jugando ahora a un juego que conocía mejor. La pantera era una criatura de la noche, un predador que emergía de la oscuridad y mataba a su presa antes de que ésta percibiera siquiera su presencia. El perro del infierno se abalanzó sobre Regis, pero cayó al suelo cuando la pantera aterrizó pesadamente sobre su espalda, con las garras clavadas en profundidad en la piel rojiza.
El perro no tuvo tiempo de gritar más de una vez antes de que las mortíferas fauces se hundieran en su garganta.
Los espejos se resquebrajaban y estallaban en pedazos, y, de repente, se abrió en el suelo un agujero que engulló el trono de Kessell. Trozos de cristal empezaron a caer por todas partes a medida que la torre se tambaleaba en sus últimos estertores. Al oír gritos procedentes de la sala del harén, Regis comprendió que estaba sucediendo lo mismo en toda la estructura y, aunque se alegró de ver cómo Guenhwyvar liquidaba al perro del infierno, se dio cuenta de que la heroicidad de la pantera había sido inútil. No tenían adónde ir, no había vía de escape posible a la muerte de Cryshal-Tirith.
Llamó al felino para que permaneciese a su lado.
Aunque no podía ver la silueta de Guenhwyvar en la oscuridad, sí que distinguía los ojos, que estaban fijos en él y que daban vueltas en sus órbitas, como si la pantera lo estuviera acechando.
—¿Qué? —preguntó, sorprendido y temiendo que la tensión y las heridas que le había infligido el perro la hubieran conducido a la locura.
Un pedazo de pared que se rompió justo a su lado lo lanzó rodando por el suelo, y vio que los ojos del gato se alzaban en el aire. Guenhwyvar había dado un poderoso salto.
El polvo le irritaba la garganta y presintió que se acercaba el final de la torre de cristal. Luego, llegó una oscuridad mayor en la que el negro felino lo zambullía.
Drizzt sintió que estaba cayendo.
La luz era demasiado brillante y no podía distinguir ni oír nada, ni siquiera el sonido del viento a su alrededor. Sin embargo, era plenamente consciente de que estaba cayendo.
Y, de pronto, la luz se convirtió en una niebla grisácea, como si estuvieran atravesando una nube. Todo parecía tan onírico, tan irreal, que no podía recordar cómo había llegado allí. Ni siquiera podía recordar su propio nombre.
Luego, cayó sobre un profundo montículo de nieve y se dio cuenta de que no estaba soñando. Hasta sus oídos llegaba el murmullo del viento y sintió que se le helaba la piel. Intentó ponerse de pie para hacerse una idea de lo que le rodeaba.
Entonces oyó, en la lejanía, los gritos procedentes de la feroz batalla. Recordó Cryshal-Tirith y recordó también dónde había estado. Sólo podía haber una respuesta.
Estaba en la cima de la cumbre de Kelvin.
Los soldados de Bryn Shander y Cielo Oriental, luchando codo a codo con Cassius y Glensather a la cabeza, se precipitaron por la ladera de la colina y embistieron con todas sus fuerzas en las confundidas filas de goblins. Deseaban escindir las filas de los monstruos y unirse por el otro lado con las fuerzas de Bruenor. Poco rato antes, desde la muralla, habían visto que los bárbaros practicaban la misma estrategia y suponían que, si los tres ejércitos lograban juntarse y ayudarse mutuamente, sus míseras posibilidades aumentarían considerablemente.
Los goblins no detuvieron el ataque. Desesperados y sorprendidos por el súbito cambio en los acontecimientos, los monstruos fueron incapaces de organizarse en nada parecido a una línea defensiva.
Cuando las cuatro flotas de Maer Dualdon amarraron en el extremo norte de las ruinas de Targos, se encontraron con la misma desorganización y resistencia desorientada. Kemp y los demás cabecillas habían supuesto que podrían conquistar con facilidad un pedazo de tierra, pero su mayor preocupación era que la enorme fuerza de goblins que ocupaba Termalaine pudiese hacer un barrido a sus espaldas si atacaban desde la costa y cortar su única vía de escape.
Sin embargo, no tenían por qué preocuparse. En las primeras etapas de la batalla, los goblins de Termalaine se habían dispuesto a apoyar en todo momento al brujo, pero, luego, tras el derrumbamiento de Cryshal-Tirith, se habían vuelto más escépticos, en parte porque durante toda la noche habían estado escuchando rumores de que Kessell había enviado una fuerza poderosa a acabar con los orcos de la Lengua Dividida en la conquistada ciudad de Bremen. De modo que, al ver la torre, el pináculo de la fuerza de Kessell, rota en pedazos por los suelos, habían vuelto a considerar sus alternativas, evaluando las consecuencias de las opciones que tenían ante ellos, y, al final, habían decidido huir hacia el norte, hacia la seguridad de la llanura abierta.
El viento no cesaba de depositar nieve sobre el manto blanco que cubría la montaña. Drizzt mantenía los ojos bajos, aunque apenas podía distinguir sus propios pies mientras los iba colocando uno delante del otro. Todavía llevaba la cimitarra mágica, que brillaba con una luz pálida, como si le sentara bien la gélida temperatura.
El cuerpo entumecido del drow le impedía descender con rapidez la montaña, aunque avanzaba deprisa en dirección a uno de los picos adyacentes. El viento le traía el eco de un sonido muy desagradable para él… una especie de risa enloquecida.
Y, luego, de pronto, vislumbró la confusa silueta del brujo, inclinado sobre el precipicio del sur e intentando echar una ojeada a lo que estaba ocurriendo en el campo de batalla de la llanura.
—¡Kessell! —gritó Drizzt. Vio que la forma se alzaba bruscamente y comprendió que el brujo lo había oído, a pesar del murmullo continuo del viento—. En nombre de la población de Diez Ciudades, te pido que te rindas a mí. Ya mismo, antes de que el aliento gélido del viento nos congele.
Kessell esbozó una despectiva sonrisa.
—¿Todavía sigues sin comprender lo que tienes ante tus narices? —preguntó, atónito—. ¿Crees en verdad que has ganado esta batalla?
—No sé si la gente de ahí abajo conseguirá ganar —replicó Drizzt—, pero tú estás derrotado. ¡Tu torre ha quedado destruida, Kessell, y sin ella no eres más que un tramposo de poca categoría! —Había continuado andando mientras hablaba y ahora permanecía a pocos metros del brujo, aunque su oponente continuaba siendo una simple sombra oscura en un campo gris.
—¿Quieres saber qué posibilidades tienes, drow? —preguntó Kessell—. ¡Entonces, mira! ¡Contempla la derrota de Diez Ciudades! —Rebuscó entre sus ropas y extrajo un objeto muy brillante, una piedra de cristal. Las nubes parecían alejarse de él y el viento se agitaba en su radio de influencia. Drizzt percibió al instante su increíble poder y sintió que el calor le retornaba a las entumecidas manos al exponerlas a su luz. Luego, de pronto, el manto grisáceo desapareció y el cielo quedó despejado.
—¿La torre destruida? —se burló Kessell—. ¡Lo que tú rompiste fue una de las incontables imágenes de Crenshinibon! ¿Un saco de harina? ¿Pensabas derrotar así a la reliquia más poderosa del mundo? ¡Mira a esos locos hombres que osan oponerse a mí!
La batalla estaba en pleno apogeo, y el drow alcanzó a ver las velas blancas, henchidas por el viento, de los barcos de Caer-Dineval y Caer-Konig, a medida que se acercaban a la orilla del lago Dinneshere.
En el sur, las flotas de Good Mead y Dougan’s Hole ya habían amarrado y, como los marineros no encontraron ninguna resistencia inicial, se adentraron en la llanura. Los goblins y orcos que habían formado parte del flanco sur de Kessell no habían presenciado la caída de Cryshal-Tirith, pero, como percibían la falta de poder y de guía, muchos de ellos permanecieron donde estaban, otros desertaron, abandonando a sus camaradas, y algunos más echaron a correr por la colina de Bryn Shander para unirse a la batalla.
Las tropas de Kemp habían llegado también a tierra firme y se encaminaban con cautela hacia el norte. Aquel grupo había ido a parar al punto en que se concentraba el mayor número de fuerzas de Kessell, pero también en la zona que permanecía a la sombra de la torre y en la que la caída de Cryshal-Tirith había tenido un impacto mayor, con lo que los pescadores se encontraron con goblins más interesados en salir huyendo que en luchar.
En el centro del campo, donde tenía lugar la mayor batalla, los hombres de Diez Ciudades y sus aliados parecían estar manejando bien la situación. Los bárbaros casi habían conseguido unirse a los enanos. Instigados por el poder del martillo de Wulfgar y la valentía sin igual de Bruenor, las dos fuerzas estaban salvando poco a poco la escasa distancia que las separaba. Además, les llegaba también ayuda desde el otro extremo, ya que Cassius y Glensather se acercaban a ellos a buen ritmo.
—Por lo que puedo ver, tu ejército no tiene demasiadas posibilidades —replicó Drizzt—. Los «locos» hombres de Diez Ciudades todavía no están derrotados.
Kessell alzó por encima de su cabeza la Piedra de Cristal, cuya luz resplandecía cada vez con más poder. Abajo, en el campo de batalla, a pesar de la distancia que los separaba, los guerreros comprendieron al instante que había resurgido la poderosa presencia que conocían con el nombre de Cryshal-Tirith. Humanos, enanos y goblins, incluso aquellos que estaban en el momento crítico de un ataque a muerte, se detuvieron un instante para observar la cima de la montaña. Los monstruos, percibiendo el retorno de su dios, soltaron exclamaciones de júbilo y abandonaron su postura defensiva. Entusiasmados por la reaparición de Kessell, se concentraron en el ataque con renovadas energías.
—¿Ves cómo mi sola presencia los incita? —alardeó Kessell.
Pero Drizzt no prestaba atención ni al brujo ni a la batalla que se sucedía en la llanura. Ahora permanecía de pie en un charco de agua, ya que el calor de la reliquia había derretido la nieve a su alrededor. Estaba concentrado en un sonido que habían captado sus finos oídos más allá del fragor de la lejana batalla. Un quejido de protesta de las cimas heladas de la cumbre de Kelvin.
—¡Someteos a la gloria de Akar Kessell! —gritó el brujo, con la voz ampliada a unas proporciones increíbles por el poder de la reliquia que sostenía—. ¡Qué fácil será destruir los barcos del lago ahora!
Drizzt se dio cuenta de que Kessell, en su arrogante despreocupación por los peligros que crecían a su alrededor, estaba cometiendo un grave error. Lo único que tenía que hacer era conseguir que el brujo aplazara unos instantes cualquier acción. Tras reflexionar un instante, agarró la daga que llevaba en la espalda y la lanzó contra Kessell, aunque sabía que el brujo estaba unido a Crenshinibon por una especie de simbiosis y que la pequeña arma no tenía posibilidad alguna de dar en el blanco. Lo único que pretendía el drow era distraer y enfurecer al brujo para que alejara su furia del campo de batalla.
La daga cortaba el aire en dirección a su presa. Drizzt dio media vuelta y echó a correr.
Un débil rayo emergió de Crenshinibon y fundió el arma antes de que llegara a su objetivo, pero Kessell estaba enfurecido.
—¡Tienes que inclinarte ante mí! —gritó a Drizzt—. Perro blasfemo, te has ganado el premio de ser la primera víctima de este día.
Apartó la piedra del precipicio para apuntar con ella al drow que huía, pero, al dar media vuelta, se hundió en la nieve medio derretida hasta la rodilla.
En aquel momento oyó también él los quejidos de la montaña.
Drizzt consiguió salir de la esfera de influencia de la reliquia y, sin detenerse a mirar atrás, continuó corriendo para alejarse lo máximo posible del lado sur de la cumbre de Kelvin.
Inmerso ahora hasta el pecho, Kessell se debatía con todas sus fuerzas para liberarse de la nieve medio derretida. Intentó invocar el poder de Crenshinibon de nuevo, pero perdió la concentración ante la conmoción del inminente peligro.
Por primera vez en muchos años, Akar Kessell volvió a sentirse débil. Ya no se sentía el Tirano del valle del Viento Helado, sino el aprendiz tartamudo que había asesinado a su maestro.
Como si la Piedra de Cristal lo hubiera rechazado.
Luego, de improviso, la cima entera de nieve empezó a caer. Un profundo temblor sacudió la tierra en un radio de muchos kilómetros y los hombres, orcos, goblins y hasta los ogros cayeron al suelo.
Kessell asió con todas sus fuerzas la Piedra de Cristal cuando empezó a caer, pero Crenshinibon le quemaba las palmas de las manos para apartarlo de él. Kessell había fracasado demasiadas veces y la reliquia no estaba ya dispuesta a aceptarlo de nuevo como dueño.
Kessell empezó a gritar al sentir que el objeto se escurría entre sus dedos, pero sus chillidos quedaron amortiguados por el estruendo de la avalancha. La oscuridad fría de la nieve se cernió a su alrededor mientras caía en picado junto con él. Kessell creía desesperadamente que, si lograba sostener la Piedra de Cristal, podría sobrevivir a la caída. Se sintió aliviado al detenerse en uno de los picos inferiores de la cumbre de Kelvin.
Pero la mitad de la cima de la montaña cayó sobre él.
El ejército de monstruos había visto fracasar de nuevo a su dios. El hilo que los había mantenido unidos empezó pronto a aflojarse. Sin embargo, durante la breve reaparición de Kessell, se inició cierta actividad de coordinación y dos gigantes de escarcha, los dos únicos gigantes verdaderos que quedaban entre las fuerzas del brujo, tomaron el mando. Reunieron a la guardia de elite de ogros e hicieron un llamamiento a las tribus de orcos y goblins para que se agruparan a su alrededor y siguieran sus instrucciones.
Aun así, la consternación que reinaba en el ejército era evidente. Las rivalidades entre tribus, que habían permanecido latentes durante el período de dominación de hierro de Kessell, resurgieron en forma de recelo agresivo. Únicamente el temor a sus enemigos los mantenía luchando y el temor a los gigantes los mantenía unidos a las demás tribus.
—¡Me alegro de verte, Bruenor! —exclamó Wulfgar, mientras aplastaba el cráneo de un goblin, en cuanto la horda bárbara logró abrirse paso hasta el clan de los enanos.
—¡Lo mismo digo, muchacho! —replicó el enano, clavándole el hacha a su oponente en el pecho—. ¡Hace ya mucho tiempo que te fuiste! Pensé que tendría que matar también tu parte de esta escoria.
Sin embargo, Wulfgar tenía la mente ocupada en otro asunto. Había localizado a los dos gigantes que comandaban las fuerzas.
—Gigantes de escarcha —le dijo a Bruenor, indicándole con un gesto dónde se encontraban—. ¡Son ellos quienes mantienen unidas a las tribus!
—¡Tenemos trabajo! —se rio Bruenor—. ¡Vamos!
Y así fue como, con sus principales lugartenientes y Bruenor a su lado, el joven rey consiguió abrirse camino entre las filas de goblins.
Los ogros se apiñaron alrededor de sus nuevos comandantes para detener el avance del bárbaro.
Pero Wulfgar estaba ya demasiado cerca.
Aegis-fang salió volando por encima de las cabezas de los ogros y fue a incrustarse en la cabeza de un gigante, que cayó sin vida al suelo. El otro, atónito al ver que un humano era capaz de lanzar un tiro mortal como éste contra uno de los suyos desde tal distancia, titubeó un breve instante antes de salir huyendo de la batalla.
Sin inmutarse, el grupo de ogros se lanzó contra el de Wulfgar, instigándolos a retroceder, pero el joven rey estaba ya satisfecho y se alejó de la zona sin rechistar, ansioso por unirse al grueso del ejército de humanos y enanos.
Bruenor, sin embargo, no estaba tan dispuesto a retirarse. Aquél era el tipo de lucha caótica con la que más disfrutaba, así que desapareció entre las largas piernas de la línea frontal de ogros y se introdujo sin ser visto, gracias a la confusión y el polvo, entre sus filas.
Wulfgar vio cómo se marchaba el enano por el rabillo del ojo.
—¿Adónde vas? —le gritó.
Pero Bruenor, ansioso por continuar luchando, no oyó lo que decía, aunque, de haberlo oído, tampoco le habría hecho caso.
Wulfgar no podía ver el avance del salvaje enano, pero tenía una idea aproximada de la posición de Bruenor o, al menos, del rastro que dejaba a sus espaldas, ya que ogro tras ogro caían al suelo en atónita agonía con la ingle rota o una rodilla destrozada.
Por encima de toda aquella conmoción, aquellos orcos o goblins que no estaban enfrascados en combate directo, vigilaban constantemente la cumbre de Kelvin, a la espera de ver reaparecer de nuevo a su dueño.
Pero en las pendientes inferiores de la montaña no había más que nieve.
Hambrientos de venganza, los hombres de Caer-Konig y Caer-Dineval navegaron hacia la orilla con gran rapidez y llevaron imprudentemente los barcos hasta aguas poco profundas para evitar los retrasos que hubiera acarreado el amarrarlos más lejos de la costa. Bajaron a los botes a gran velocidad y remaron hasta la playa para unirse a la batalla con una arrogancia y entusiasmo que hicieron recular a sus enemigos.
En cuanto se instalaron en tierra firme, Jensin Brent los reunió en estrecha formación y los condujo hacia el sur. El portavoz había oído el fragor de la batalla en aquella dirección y sabía que los hombres de Good Mead y Dougan’s Hole estaban abriéndose camino hacia el norte para unirse a los suyos. Sus planes consistían en encontrarse en Cielo Oriental y luego conducir a todo el ejército hacia Bryn Shander para ofrecerse como refuerzos.
Muchos de los goblins de este lado de la ciudad habían huido ya hacía rato y otros se habían encaminado hacia el noroeste en dirección a las ruinas de Cryshal-Tirith, donde se libraba la batalla principal. El ejército del lago Dinneshere se dirigió a gran velocidad hacia su objetivo y consiguió llegar a la carretera del este con muy pocas bajas. Una vez allí, los hombres se dispusieron a esperar a sus compañeros.
Kemp esperaba ansioso la señal del único barco que navegaba por aguas de Maer Dualdon. El portavoz de Targos, nombrado comandante de las fuerzas de las cuatro ciudades del lago, se había alejado con cautela a aquella distancia por miedo a recibir un ataque sorpresa desde el norte. Mantenía a sus hombres parados, permitiéndoles únicamente luchar con los monstruos que llegaban hasta ellos, a pesar de que aquella inactividad, con los sonidos que llegaban desde el distante combate, estaba poniendo a prueba su carácter emprendedor.
A medida que transcurrían los minutos sin ver indicio alguno que indicara la llegada de refuerzos de goblins, el portavoz había enviado un pequeño bote explorador para que patrullara la costa y averiguase qué estaba retrasando a las fuerzas enemigas que habían ocupado Termalaine.
Ahora tenía la vista fija en las blancas velas que habían aparecido ante él. Ondeando en el palo mayor de la embarcación divisó la bandera que más había ansiado ver pero que menos se esperaba: el estandarte rojo de la pesca, aunque en esta ocasión significaba que Termalaine estaba despejada y que los goblins se alejaban huyendo hacia el norte.
Kemp ascendió al punto más alto que pudo encontrar, con el rostro enrojecido ante la promesa de venganza.
—¡Romped filas, muchachos! —gritó a sus hombres—. ¡Vamos directos a la ciudad de la colina! ¡Dejemos que Cassius nos encuentre sentados ante la puerta de su ciudad!
Vítores y exclamaciones empezaron a resonar a su alrededor. A los hombres que habían perdido sus hogares y familiares y que habían visto arder sus ciudades, hombres que ya nada tenían que perder, les quedaba la esperanza de obtener una victoria que al menos les diera cierta satisfacción amarga.
La batalla prosiguió durante el resto de la mañana. Los hombres y los monstruos alzaban escudos y espadas que parecían haber duplicado su peso, aunque el cansancio, si bien hacía más lentos sus reflejos, no enfriaba la rabia que circulaba por la sangre de cada luchador.
Las líneas de batalla dejaron de distinguirse a medida que avanzaba el combate y las tropas empezaron a separarse de sus comandantes. En muchos rincones, luchaban entre sí goblins y orcos, incapaces, incluso ante un enemigo tan cercano, de superar su antiguo odio por rivalidades entre razas. Una espesa nube de polvo envolvía los puntos más conflictivos de la batalla; el clamor ensordecedor del metal golpeando el metal, espadas incrustándose en escudos y los gritos de muerte, agonía y victoria, cada vez más expandidos, habían convertido el enfrentamiento organizado en una batalla campal.
La única excepción era el grupo de acérrimos guerreros de los enanos. Sus filas no flaquearon ni llegaron a desintegrarse, aunque Bruenor no había regresado todavía de su extraña incursión.
Los enanos ofrecían una plataforma sólida desde la que podían atacar los bárbaros y para Wulfgar y su reducido grupo aquello les proporcionaba siempre un punto de retorno. El joven rey estaba de regreso junto a sus hombres cuando Cassius y sus fuerzas se unieron a ellos. El portavoz y Wulfgar intercambiaron penetrantes miradas, sin saber qué pensar del otro, aunque los dos eran lo suficientemente inteligentes para confiar en su alianza por el momento. Ambos comprendían que dos acérrimos enemigos deben dejar a un lado sus diferencias para enfrentarse a un contrincante mayor.
La ayuda mutua era la única ventaja que les proporcionaba aquella nueva alianza. Juntos, sobrepasaban en número al enemigo y podían derrotar a cualquier tribu de orcos o goblins con la que se enfrentaban y, como las tribus de goblins no trabajaban en conjunto, la tribu atacante carecía de protección en los flancos. Wulfgar y Cassius, apoyándose mutuamente en los movimientos del otro, enviaron grupos de guerreros para que defendieran los alrededores mientras la fuerza principal del ejército conjunto se enfrentaba a una tribu tras otra.
Aunque por cada hombre que perdían el ejército enemigo veía caer a diez de los suyos, Cassius estaba realmente preocupado. Miles de monstruos todavía no habían entrado en contacto con los humanos ni alzado todavía un arma mientras que sus hombres empezaban a estar demasiado fatigados. Tenían que volver a la ciudad, así que dejó que los enanos les abriesen camino.
Wulfgar, preocupado también por la habilidad de sus guerreros para mantener el ritmo y consciente de que no había otra vía de escape, ordenó a sus hombres que siguieran a Cassius y a los enanos, aunque sabía que aquello era un riesgo, ya que no podía estar seguro de que la gente de Bryn Shander dejara entrar en la ciudad a sus guerreros.
En un principio, las fuerzas de Kemp habían arrasado al enemigo al lanzarse hacia la colina de la ciudad principal, pero, a medida que se acercaban a su objetivo, se fueron encontrando con concentraciones de humanoides cada vez más numerosas y desesperadas. A menos de ciento cincuenta metros de la colina, se encontraron rodeados y luchando por todos los flancos.
Los ejércitos que se acercaban por el este gozaron de mayor fortuna. Su avance por la carretera del este se había encontrado con poca resistencia y fueron los primeros en llegar a la colina. Habían navegado a toda vela por las aguas del lago y se habían acercado hasta allí luchando sin cesar, pero Jensin Brent, el único portavoz de los cuatro iniciales que había conseguido sobrevivir, ya que tanto Schermont como los otros dos habían caído en el camino del este, no los dejaba descansar. Oía con toda claridad los sonidos que procedían de la encarnizada batalla y era consciente de que los valientes hombres que luchaban en el norte, enfrentándose al grueso del ejército de Kessell, iban a necesitar toda la ayuda que pudiesen prestarles.
Sin embargo, cuando el portavoz llegó con sus tropas a la puerta del norte de la ciudad, se detuvieron todos de golpe para observar el espectáculo de la batalla más brutal que habían presenciado nunca o que habían oído relatar en las más exageradas historias. Los hombres luchaban entre los cuerpos muertos y mutilados y aquellos que habían perdido sus armas se enfrentaban a sus contrincantes con uñas y dientes.
Brent advirtió que Cassius y sus fuerzas podrían abrirse camino de regreso a la ciudad, pero captó enseguida que los ejércitos de Maer Dualdon se enfrentaban a serias dificultades.
—¡Hacia el oeste! —gritó a sus tropas mientras se lanzaba a la carrera hacia las fuerzas que estaban rodeadas.
Aquel espectáculo pareció inyectar una nueva dosis de adrenalina a sus hombres, que se precipitaron a rescatar a sus compañeros. Siguiendo órdenes de Brent, descendieron por la pendiente en una extensa línea, pero, al alcanzar el campo de batalla, únicamente continuó avanzando el cuerpo central. Los grupos de los extremos de la formación se unieron en el centro y la fuerza al completo se situó en forma de cuña y se abrió camino a través del mar de monstruos para alcanzar el ejército atrapado de Kemp.
Los hombres de Kemp aceptaron de buen grado aquella ayuda y las fuerzas unidas pronto pudieron retirarse hacia la cara norte de la colina. Los últimos rezagados consiguieron agruparse en el mismo instante en que el ejército de Cassius, los bárbaros de Wulfgar y los enanos se libraban de las filas más cercanas de goblins y subían por la llanura abierta de la colina.
Ahora, con los humanos y enanos unidos en una única fuerza, los goblins se movían con más cautela. Sus bajas eran abrumadoras: no quedaba un solo gigante ni ogro y tribus enteras de goblins y orcos habían perecido en la batalla. Cryshal-Tirith no era más que un montón de ruinas y Akar Kessell estaba enterrado en una tumba de hielo.
Los hombres de la colina de Bryn Shander estaban magullados y exhaustos, pero la resuelta expresión de sus rostros indicó a los monstruos restantes que pensaban luchar hasta el último aliento. Los habían acorralado y ya no se retirarían.
Las dudas empezaron a acechar a todos los goblins y orcos que quedaban en el campo de batalla. Aunque sus fuerzas eran probablemente suficientes para acabar la tarea, muchos más iban a caer en manos de los valientes hombres de Diez Ciudades antes de finalizar la batalla. Incluso entonces, ¿cuál de las tribus supervivientes podría reclamar para sí la victoria? Sin el liderazgo del brujo, los supervivientes de la batalla serían incapaces de dividirse el botín de forma equitativa sin posteriores combates.
La batalla del valle del Viento Helado no había seguido el curso que Akar Kessell les había prometido.