La Sala de Aguamiel
Muchos kilómetros al norte de Diez Ciudades, desde la tundra impenetrable hasta el rincón más septentrional de todos los Reinos, los hielos del invierno ya habían endurecido la tierra con una gruesa capa de vidrio blanco. No había montañas ni árboles que pudiesen servir de obstáculo al mordisco helado del incansable viento del este, que acarreaba el aire gélido del glaciar Reghed. Los grandes montículos del mar de Hielo Movedizo iban lentamente a la deriva y el viento bramaba sobre los picos como un inexorable recuerdo de la estación venidera. Sin embargo, las tribus nómadas que acampaban allí en verano con los renos no habían iniciado el viaje con las manadas migratorias en dirección al oeste, bordeando la costa, hacia un mar más acogedor en el sur de la península.
La línea inalterable del horizonte se veía rota en un rincón por un campamento solitario, la mayor congregación de bárbaros en estas tierras norteñas desde hacía más de un siglo. Para alojar a los jefes de las respectivas tribus, se habían alzado varias tiendas con pieles de ciervo en forma circular, cada una de ellas rodeada por su propio anillo de hogueras. En el centro del círculo, se había construido una gran sala, también con pieles de ciervo, para alojar a todos los guerreros de las tribus. Los hombres la llamaban Hengorot, la «Sala de Aguamiel», y para los bárbaros del norte aquel lugar merecía un profundo respeto, porque en él se compartía la comida y la bebida con Tempos, el dios de la Batalla.
En las hogueras del exterior de la sala brillaba aquella noche un mortífero fuego, ya que se esperaba la llegada antes del alba del rey Heafstaag y la tribu del Elk, los últimos en llegar. Todos los bárbaros presentes ya en el campamento se habían reunido en Hengorot y habían comenzado las fiestas del consejo preliminar. Se habían dispuesto grandes jarras de aguamiel en cada una de las mesas y las muestras de fuerza se sucedían con creciente frecuencia. A pesar de que las tribus solían luchar entre ellas, en Hengorot se olvidaban todas las diferencias.
El rey Beorg, un hombre robusto de rubios cabellos rizados y despeinados, barba cada vez más blanquecina y profundas líneas de experiencia en su rostro bronceado, se puso de pie con expresión solemne en la cabecera de la mesa. En representación de su pueblo, permaneció completamente erguido y con los hombros henchidos de orgullo. Los bárbaros del valle del Viento Helado eran una cabeza y media más altos que la media de los habitantes de Diez Ciudades, como si de esta forma quisieran sacar ventaja a las amplias y espaciosas extensiones de la tundra desierta.
Por otra parte, eran muy semejantes a su tierra y, al igual que el suelo que pisaban, sus rostros barbudos estaban bronceados por el sol y estropeados por el viento constante, como cubiertos por una máscara de cuero, de aspecto fiero, poco amistoso e inexpresivo que no constituía ni mucho menos una bienvenida para los extraños. Despreciaban a los habitantes de Diez Ciudades, a los que consideraban débiles buscadores de riquezas que no poseían valor espiritual alguno.
Y, sin embargo, uno de esos cazadores de fortuna permanecía ahora junto a ellos en la sala de reuniones más reverenciada. Al lado de Beorg se sentaba DeBernezan, el sureño de cabellos oscuros y el único hombre de toda la estancia que no había nacido ni se había criado en las tribus bárbaras. El hombre de aspecto ratonil permanecía con los hombros erguidos y a la defensiva, mientras observaba a toda la concurrencia. Era plenamente consciente de que los bárbaros no apreciaban demasiado a los intrusos y que cualquiera de ellos, incluso los asistentes más jóvenes, podían partirlo en dos sin utilizar más que las manos.
—¡Permanece tranquilo! —eran las instrucciones que le había dado Beorg—. Esta noche compartirás las jarras de aguamiel con la tribu de los Lobos. Si perciben miedo en tus movimientos… —dejó la frase sin concluir, pero DeBernezan conocía demasiado bien lo que hacían los bárbaros con los débiles. El pequeño hombre inhaló profundamente e hinchó todavía más los hombros.
Sin embargo, también Beorg estaba nervioso aquella noche. El rey Heafstaag era su rival principal en la tundra, al mando de unas fuerzas tan dedicadas, disciplinadas y numerosas como las suyas propias. A diferencia de las acostumbradas incursiones bárbaras, los planes de Beorg incluían la conquista total de Diez Ciudades para convertir en esclavos a los pescadores que sobreviviesen y llevar una buena vida con la riqueza que obtuvieran de los lagos. Beorg había visto una oportunidad para que su pueblo pudiese abandonar la precaria existencia nómada y encontrar unos lujos que nunca hasta ahora habían conocido. Todo ahora estaba pendiente de la aprobación de Heafstaag, un rey brutal interesado únicamente en su gloria personal y en los saqueos que sucedían a los triunfos. Incluso si se conseguía la victoria sobre Diez Ciudades, Beorg era consciente de que finalmente tendría que tratar con su rival, quien no iba a abandonar con facilidad el ferviente gozo por derramar sangre que lo había conducido al poder. Aquél era un puente que el rey de la tribu de los Lobos debería cruzar más adelante. Ahora, el objetivo principal era la conquista inicial y, si Heafstaag rehusaba seguir con los planes, las demás tribus se dividirían entre los dos y la guerra podría empezar a la mañana siguiente, lo cual sería un verdadero desastre para todos, ya que los bárbaros que sobreviviesen a las batallas iniciales deberían afrontar los rigores del invierno. Hacía ya tiempo que los renos habían partido en dirección a los pastos del sur y no se habían llevado provisiones a las cuevas que había a lo largo del camino. Heafstaag era un jefe muy astuto y sabía que a estas alturas las tribus se verían forzadas a seguir el plan inicial, pero Beorg no podía evitar preguntarse en qué términos impondría su acuerdo.
Pensó para tranquilizarse en el hecho de que no habían aparecido mayores conflictos entre las tribus reunidas. Aquella noche, reunidos en la sala comunitaria, la atmósfera que se respiraba era fraternal y alegre, y todas las barbas en Hengorot estaban manchadas de espuma. La jugada de Beorg había sido unir a las tribus ante un enemigo común y ante la promesa de una continua prosperidad. Todo había ido bien… hasta ahora.
Pero el brutal Heafstaag continuaba siendo la clave de todo el asunto.
Las gruesas botas de la columna de Heafstaag golpeaban el suelo a buen ritmo. El enorme rey tuerto encabezaba personalmente la procesión, con pasos largos y decididos, propios de todos los nómadas de la tundra. Intrigado por la propuesta de Beorg y receloso por la ya próxima llegada del invierno, el robusto rey había optado por marchar también de noche, deteniéndose únicamente de vez en cuando para comer y descansar. Aunque desde siempre se lo conocía por su feroz habilidad en la batalla, Heafstaag era un jefe que medía con gran cuidado todos sus movimientos. La impresionante marcha aumentaría el respeto que los miembros de las demás tribus sentían por sus guerreros, y Heafstaag estaba dispuesto a aprovecharse de cualquier ventaja que pudiese obtener.
En principio, no esperaba encontrarse con problemas en Hengorot. Sentía un gran respeto por Beorg ya que en dos ocasiones se había enfrentado al rey de la tribu de los Lobos en el campo de honor sin ostentar la victoria. Si el plan de Beorg era tan prometedor como parecía inicialmente, Heafstaag lo secundaría, insistiendo tan sólo en repartirse el poder a partes iguales con el rey rubio. No le preocupaba en absoluto que, una vez conquistadas las ciudades, los hombres de las tribus abandonaran su estilo de vida nómada y se contentaran con una nueva vida comerciando truchas de cabeza de jarrete, pero estaba dispuesto a dejar que Beorg fantaseara si le dejaban a él la ilusión por la batalla y la victoria fácil. Primero dejar que se llevaran a cabo los saqueos y asegurarse la buena vida para el largo invierno, antes de cambiar el acuerdo original y redistribuir el botín.
Cuando empezó a distinguir en la lejanía el brillo de las hogueras, la columna aceleró el paso.
—¡Cantad, mis orgullosos guerreros! —ordenó Heafstaag—. ¡Cantad de todo corazón y con fuerza! ¡Hagamos que todos esos bárbaros tiemblen ante la llegada de la tribu del Elk!
Beorg tenía el oído atento a la llegada de Heafstaag y, como conocía bien la estrategia de su rival, no se sorprendió al oír las primeras notas de la canción de Tempos resonando en la noche. El rey rubio reaccionó al instante subiéndose a una mesa y pidiendo silencio en la sala.
—¡Escuchad, hombres del norte! —gritó—. ¡Oíd el desafío de la canción!
Una gran conmoción hizo presa al instante de Hengorot mientras los hombres se levantaban de sus asientos y corrían a unirse a sus respectivas tribus. Se alzaron todas las voces al unísono en el estribillo del dios de la Batalla, canción que ensalza las hazañas del valor y la gloria de los muertos en el campo de honor. Aquel verso se enseñaba a todos los niños bárbaros desde que empezaban a decir sus primeras palabras, ya que la canción de Tempos era considerada una medida de fuerza de una tribu. La única variación en la letra entre una y otra tribu, era el estribillo que identificaba a los cantantes. En esta ocasión los guerreros cantaban prácticamente a voz en grito, ya que el desafío de la canción era determinar qué llamada al dios de la Batalla llegaba con más claridad a oídos de Tempos.
Heafstaag condujo a sus hombres directamente a la entrada de Hengorot. En el interior de la sala, los gritos de la tribu de los Lobos eran sin duda más fuertes que los del resto, pero los guerreros de Heafstaag igualaban en volumen al canto de los hombres de Beorg.
Poco a poco, las demás tribus fueron quedando en silencio ante el dominio de los Lobos y los Elk, y el desafío continuó durante varios minutos más entre estas dos tribus, porque ninguna de las dos estaba dispuesta a perder superioridad ante los ojos de su divinidad. En el interior de la Sala de Aguamiel, los hombres de las tribus derrotadas echaron mano con gran nerviosismo a sus armas. Más de una guerra había empezado en las llanuras porque el desafío de la canción no había podido determinar un claro vencedor.
Por fin, la solapa de la tienda se abrió para dar paso al portador del estandarte de Heafstaag, un joven alto y orgulloso con ojos observadores que sopesaban cuidadosamente todo lo que había a su alrededor y que parecían desmentir su edad. Se colocó un cuerno de ballena en los labios y sopló una única nota. De acuerdo con la tradición, ambas tribus dejaron de cantar al unísono.
El portador del estandarte caminó a través de la habitación hacia el rey anfitrión, sin parpadear ni apartar la vista del severo rostro de Beorg, aunque éste pudo distinguir que la juventud marcaba la expresión de su rostro. Heafstaag había escogido bien a su heraldo, pensó Beorg.
—Buen rey Beorg —empezó el joven cuando se hizo el silencio en la sala— y demás reyes de la estancia. La tribu del Elk solicita entrada en Hengorot para compartir el aguamiel con vosotros, para unirnos ante Tempos.
Beorg estudió durante unos instantes al joven, intentando averiguar si su serenidad podía alterarse ante un inesperado retraso.
Pero el heraldo no parpadeó ni desvió la penetrante mirada, y la mandíbula permaneció firme y segura.
—Por supuesto —contestó Beorg, impresionado—. Y seréis bienvenidos —luego, murmuró para sus adentros—: Es una pena que Heafstaag no posea tu paciencia.
—Anuncio a Heafstaag, rey de la tribu de los Elk —gritó el heraldo con voz clara—. Hijo de Hrothulf el Poderoso, hijo de Angaar el Bravo; tres veces matador del gran oso; dos veces conquistador de Termalaine en el sur; quien derrotó a Raag Doning, rey de la tribu del Oso, en un único combate y con un solo golpe… —Aquel detalle levantó murmullos incómodos entre los miembros de la tribu del Oso y en especial de su rey, Haalfdane, hijo de Raag Doning.
El heraldo prosiguió durante varios minutos, enumerando todas y cada una de las hazañas, honores y títulos acumulados por Heafstaag durante su prolongada e ilustre carrera.
Mientras que el desafío de la canción suponía una especie de competencia entre las tribus, la lista de títulos y proezas era una competencia personal entre hombres, en especial reyes, cuyo valor y fuerza se reflejaban directamente entre sus guerreros. Beorg había temido aquel momento, ya que la lista de su rival excedía incluso la suya propia, y sabía que uno de los motivos del retraso de Heafstaag era que de este modo la lista de sus hazañas sería escuchada por todos los presentes en la sala, los mismos que habían escuchado al heraldo de Beorg en audiencia privada en el momento de su llegada, días atrás. Era siempre una ventaja que un rey anfitrión pudiese leer su lista ante todas las tribus presentes mientras que los heraldos de los reyes visitantes hablaban sólo ante las tribus que se encontraban presentes en el momento de su llegada. Al llegar tan tarde y en el instante en que estaban todos reunidos, Heafstaag se había apuntado aquella ventaja.
Al final, el portador del estandarte finalizó su discurso y regresó a través de las sala hacia la entrada para recibir a su rey. Heafstaag entró con paso seguro en Hengorot y se encaró a Beorg.
Si los hombres se habían quedado impresionados por la lista de proezas de Heafstaag, su aspecto no los defraudó en absoluto. El rey de barba rojiza medía casi dos metros diez y era más corpulento que Beorg. Además, enseñaba sus cicatrices de guerra con orgullo. Había perdido un ojo de resultas de una cornada de un reno y llevaba inutilizada la mano izquierda por una pelea con un oso polar. El rey de la tribu de los Elk había presenciado más batallas que cualquier otro hombre de la tundra, y por su aspecto podía decirse que estaba dispuesto y ansioso por participar en muchas más.
Las miradas de ambos reyes se cruzaron y permanecieron con los ojos fijos en el otro sin pestañear ni desviar la vista un solo instante.
—¿Los Lobos o los Elk? —inquirió al fin Heafstaag, la pregunta adecuada después de que el desafío de la canción hubiese acabado sin resultado.
Beorg había meditado con gran cuidado la respuesta idónea.
—Se encontraron y pelearon —declaró—. Dejemos que los sabios oídos de Tempos decidan por sí solos, aunque el mismísimo dios tendrá problemas para hacer semejante elección.
Una vez cumplidas satisfactoriamente todas las formalidades, la tensión desapareció del rostro de Heafstaag y éste sonrió a su rival.
—Bienvenido Beorg, rey de la tribu de los Lobos. Es un placer estar frente a ti y que mi propia sangre no tiña el extremo de tu mortal lanza.
Aquellas palabras amistosas de Heafstaag pillaron por sorpresa a Beorg. No podía haber soñado un principio mejor para un consejo de guerra, así que le devolvió el cumplido con parecido fervor.
—Ni para mí tener que agachar la cabeza ante el certero y cruel golpe de tu hacha.
La sonrisa de Heafstaag desapareció bruscamente de su rostro al detectar la presencia del hombre de cabellos oscuros que se sentaba al lado de Beorg.
—¿Con qué derecho, de valor o de sangre, permanece este débil sureño en la sala de aguamiel de Tempos? —inquirió el rey de barba rojiza—. Su lugar está entre los suyos o, como máximo, entre las mujeres.
—Tranquilízate, Heafstaag —le explicó Beorg—. Éste es DeBernezan, un hombre de capital importancia para nuestra victoria. Valiosa es la información que me ha traído, porque ha vivido en Diez Ciudades durante más de dos inviernos.
—Entonces, ¿qué papel desempeña entre nosotros?
—Nos ha dado información —reiteró Beorg.
—Eso es pasado. Ahora, ¿qué valor tiene para nosotros? Es evidente que no puede luchar junto a guerreros como los nuestros.
Beorg desvió la vista hacia DeBernezan, intentando ocultar su propio desprecio hacia un hombre que había traicionado a su gente en un lamentable intento de llenarse de ganancias los bolsillos.
—Defiende tu caso, hombre del sur, y Tempos encontrará un lugar para tus huesos en su campo.
DeBernezan intentó en vano sostener la mirada de hierro de Heafstaag. Se aclaró la garganta e intentó que su voz sonara fuerte y segura.
—Cuando se conquisten las ciudades y se obtenga su riqueza, necesitaréis a alguien que conozca los mercados del sur. Yo soy esa persona.
—¿A qué precio? —gruñó Heafstaag.
—Una vida acomodada —respondió DeBernezan— y una posición respetable. Nada más.
—¡Bah! —Heafstaag soltó un bufido—. ¡Si es capaz de traicionar a los suyos, puede traicionarnos a nosotros! —El gigantesco rey sacó el hacha de su cinto y avanzó hacia DeBernezan. Beorg esbozó una mueca, consciente de que aquel momento crítico podía echar a perder el plan entero.
Con la mano tullida, Heafstaag cogió la cabellera oscura de DeBernezan y echó la cabeza del hombre hacia atrás, dejando al descubierto el cuello. Luego, balanceó el hacha en dirección a su objetivo, con los ojos fijos en el rostro del sureño. Sin embargo, yendo en contra de las inflexibles reglas de la tradición, Beorg había instruido bien a DeBernezan para ese momento. Le había advertido con claridad que, si trataba de luchar, moriría sin remisión, pero que si aceptaba el ataque y Heafstaag trataba tan sólo de ponerlo a prueba, probablemente salvaría el pellejo. Así que, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, DeBernezan soportó la férrea mirada de Heafstaag sin pestañear siquiera ante la llegada de la muerte.
Justo en el último momento, Heafstaag desvió el arma, y la hoja pasó silbando apenas a un milímetro de la garganta del hombre. Luego lo soltó, aunque continuó manteniendo fija la mirada con su único ojo.
—Un hombre honesto acepta todos los juicios de los reyes que elige —declaró DeBernezan, intentando que su voz sonara lo más serena posible.
Un grito de entusiasmo salió de todos los hombres reunidos en Hengorot y, cuando se restableció el silencio, Heafstaag se volvió a mirar a Beorg.
—¿Quién dirigirá? —Inquirió bruscamente el gigante.
—¿Quién ganó el desafío de la canción? —fue la respuesta de Beorg.
—Bien dicho, buen rey. —Heafstaag saludó a su rival—. Entonces juntos, tú y yo, y no dejaremos que ningún hombre discuta nuestras órdenes.
Beorg asintió.
—¡Aquel que se atreva a hacerlo, sólo encontrará la muerte!
DeBernezan suspiró aliviado y juntó las piernas a la defensiva. Si Heafstaag, o incluso Beorg, percibían el charco que había entre sus piernas, estaba perdido. Volvió a mover las piernas con nerviosismo y miró a su alrededor, horrorizado al encontrarse con la mirada del joven portador del estandarte. DeBernezan palideció ante la inminencia de su humillación y su muerte, pero, inexplicablemente, el heraldo dio media vuelta y sonrió divertido aunque, en un acto de gracia sin precedentes, nada dijo.
Heafstaag alzó los brazos por encima de la cabeza y apuntó con el hacha y la vista hacia el techo. Beorg se apresuró a sacar su hacha del cinto e imitar los movimientos del rey.
—¡Tempos! —gritaron al unísono. Luego, con la vista fija de nuevo el uno en el otro, se hicieron un corte con el hacha en el brazo, mancharon las hojas con su propia sangre y, con movimientos sincronizados, giraron y alzaron las armas, dejando caer gotas de sangre en el mismo barril de aguamiel. Al instante, los hombres que estaban más cerca cogieron jarras y se apresuraron a llenarlas con el aguamiel que había quedado bendecida por la sangre de sus reyes.
—He trazado un plan para someterlo a tu consideración —le dijo Beorg a Heafstaag.
—Más tarde, noble amigo —replicó el rey tuerto—. Dejemos que esta noche se cante y se beba para celebrar nuestra próxima victoria. —Le dio unos golpecitos a Beorg en el hombro y le hizo un guiño con su único ojo—. Alégrate de mi llegada, porque casi no estabais preparados para una reunión semejante. —Soltó una sonora carcajada. Beorg volvió a observarlo con curiosidad, pero Heafstaag le volvió a guiñar el ojo para alejar sus sospechas.
De pronto, el vigoroso gigante chasqueó los dedos para llamar a uno de sus tenientes de campo mientras le daba un codazo a su rival, para que participara también de la broma.
—¡Ve a buscar a las mujeres! —ordenó.