Una muerte dentro de otra mentira
Cuando Regis consiguió centrar de nuevo la vista tras el destello cegador de los espejos, se encontró otra vez ante el brujo. Kessell permanecía sentado en un trono de cristal, recostado en uno de los brazos y con las piernas cruzadas. Estaban en una habitación cuadrada, de cristal, que proporcionaba una extraña impresión visual pero que parecía sólida como una piedra. Regis se dio cuenta al instante de que estaba en el interior de la torre. La estancia estaba repleta de espejos, muy adornados y con extrañas formas. Uno de ellos, el más grande y el más decorado, captó de inmediato la atención del halfling, porque una especie de fuego parecía latir en su interior. Regis desvió la vista en dirección opuesta al espejo en busca del objeto cuya imagen quedaba proyectada en él, pero entonces advirtió que las llamas no eran un reflejo sino algo palpable que ocurría en las profundidades del propio espejo.
—Bienvenido a mi hogar —se burló el brujo—. ¡Debes considerarte persona afortunada por poder observar este esplendor!
Pero Regis observaba con mirada fija a Kessell, estudiando a fondo su actitud, ya que el tono de su voz no se parecía al de las demás personas que había hipnotizado con el rubí.
—Tendrás que perdonar mi sorpresa cuando nos vimos por primera vez —prosiguió Kessell—. ¡No esperaba que los hombres de Diez Ciudades enviaran a un halfling a hacer el trabajo! —Volvió a soltar una carcajada y Regis comprendió que algo había interrumpido el proceso de hipnosis que había empezado con el brujo en el exterior.
No le era difícil saber lo que había ocurrido, ya que podía percibir el poder que emanaba de aquella habitación y era evidente que Kessell se alimentaba de ese poder. Con la mente en el exterior, el brujo había quedado vulnerable a la magia del rubí, pero en el interior de la torre su fuerza era mucho mayor que la influencia de la gema.
—Dijiste que tenías una información que ofrecerme —dijo Kessell de repente—. ¡Habla ahora, claro y conciso! ¡O haré que tu muerte se convierta en algo muy desagradable!
Regis empezó a tartamudear, en un intento de improvisar una historia diferente de la planeada. Las mentiras insidiosas que había pensado decir hubieran tenido una influencia muy limitada sobre el no hipnotizado brujo y, de hecho, en su propia debilidad revelarían muchos datos ciertos de las estrategias de Cassius.
Kessell se incorporó en el trono y se inclinó sobre el halfling, clavando la vista en él.
—¡Habla! —ordenó.
Regis percibió que una voluntad de hierro se imponía sobre todos sus pensamientos y lo impelía a obedecer todas las órdenes de Kessell. Sin embargo, sintió que la fuerza dominadora no provenía del brujo, sino que parecía proceder de una fuente externa, tal vez de un objeto invisible que el hechicero pudiese llevar oculto en algún bolsillo de su túnica.
No obstante, los halflings en general poseían una resistencia natural a ese tipo de influencias y, además, la fuerza de la gema ayudaba a Regis a contrarrestar la voluntad que se insinuaba, de modo que acabó por apartarla. Pero, en aquel momento, una idea acudió a la mente del halfling. Había visto a demasiada gente caer rendida ante la hipnosis del rubí para ser capaz de imitar muy bien los síntomas. Empezó a moverse con actitud desgarbada, como si de pronto se encontrara muy a gusto, y centró la vista vacía en una imagen de un rincón de la estancia, por encima del hombro de Kessell. Al poco rato, empezó a sentir que se le secaban las pupilas, pero resistió la tentación de parpadear.
—¿Qué información deseas? —inquirió mecánicamente.
Kessell se echó hacia atrás con una sonrisa confiada en los labios.
—Dirígete a mí como a tu maestro Kessell —ordenó.
—¿Qué información deseas, maestro Kessell?
—Bien —la sonrisa se ensanchó—. Admite la verdad, halfling, la historia que venías a contarme era una mentira.
«¿Por qué no? —pensó Regis—. Una mentira disfrazada de verdad tiene un impacto mucho mayor.»
—Sí —respondió—. Pretendía hacerte creer que tus aliados más acérrimos planeaban traicionarte.
—¿Y con qué propósito? —hostigó Kessell, satisfecho de sí mismo—. Seguramente la población de Bryn Shander sabe que puedo destruirlos con la ayuda de mis aliados o sin ella. Me parece una idea poco práctica.
—Cassius no tiene intención alguna de derrotarte, maestro Kessell.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Y por qué Cassius no ha decidido enviar su rendición incondicional tal como exigí?
—Se me envió para que sembrara la duda —replicó Regis, improvisando a ciegas para mantener a Kessell intrigado y ocupado. Para sus adentros, intentaba idear un nuevo plan—. Para dar a Cassius más tiempo para llevar a cabo su verdadera estrategia de acción.
Kessell volvió a inclinarse hacia adelante.
—¿Y cuál es esa estrategia de acción?
Regis permaneció un instante en silencio, buscando con desesperación una respuesta.
—¡No puedes resistirte a mí! —gritó Kessell—. ¡Mi voluntad es demasiado grande! ¡Responde, o extraeré de ti la verdad a la fuerza!
—Escapar —murmuró Regis y, después de decirlo, un abanico de posibilidades se abrió en su mente.
Kessell se recostó de nuevo en su asiento.
—Imposible —replicó con indiferencia—. Mi ejército es demasiado fuerte y compacto para que los humanos encuentren ningún hueco por donde huir.
—Tal vez no sea tan fuerte como crees, maestro Kessell —insinuó Regis. Ante él veía ahora con toda seguridad el camino que debía seguir. Una mentira dentro de otra mentira. Sí, le gustaba la fórmula.
—¡Explícate! —le ordenó Kessell al tiempo que una sombra de preocupación cruzaba por su engreído rostro.
—Cassius tiene aliados entre tus filas.
El brujo se incorporó, temblando de rabia, y Regis se quedó maravillado por lo bien que funcionaba su interpretación. Por un instante, no pudo dejar de preguntarse si alguna vez una de sus víctimas habría hecho el mismo truco con él, pero apartó aquel pensamiento desagradable de su mente para considerarlo en otro momento.
—Los orcos han vivido entre la gente de Diez Ciudades durante muchos meses —prosiguió—. De hecho, una de las tribus entabló una relación comercial con los pescadores y, aunque ellos también responden a tu dominio, todavía le deben cierta lealtad a Cassius, si es que se puede hablar de lealtad en el caso de los orcos. Apenas tu ejército empezó a acampar en los alrededores de Bryn Shander, se entablaron las primeras comunicaciones entre ésta y el jefe de los orcos, que envió a un mensajero a escondidas a la ciudad.
Kessell se apartó un mechón de cabellos del rostro y se frotó con nerviosismo el rostro. ¿Sería posible que su ejército, aparentemente invencible, poseyera un punto débil?
¡No, nadie podía atreverse a oponer resistencia a Akar Kessell!
Aun así, si varios estaban urdiendo un plan en contra suya… Si todos ellos estaban en contra suya, ¿quién iba a enterarse? Además, ¿dónde diablos estaba Errtu? ¿Sería posible que el demonio estuviese detrás de todas estas maquinaciones?
—¿Qué tribu? —preguntó con suavidad a Regis, quien por el tono de su voz comprendió que había dado en el clavo.
El halfling aprovechó para sembrar del todo la duda en la mente del brujo.
—El grupo que enviaste a saquear la ciudad de Bremen, los orcos de la Lengua Dividida —respondió, observando con gran satisfacción cómo los ojos del brujo se abrían de par en par—. Mi misión era únicamente conseguir que no tomaras ninguna resolución antes del anochecer, ya que los orcos tenían planeado regresar antes del alba, en teoría para reagruparse en la posición que les tenías asignada en el campo, pero en la práctica para abrir una vía de escape en el flanco oeste. Cassius tenía que conducir a la gente de Bryn Shander por la colina hasta la tundra abierta. Lo único que pretendían era que la desorganización les diera tiempo suficiente para sacarte una amplia ventaja. ¡Luego, te hubieras visto forzado a perseguirlos hasta Luskan!
El halfling era consciente de que en el plan había muchos puntos débiles, pero en general parecía razonable para gente que se encontraba en una situación tan desesperada. Kessell golpeó con el puño cerrado el brazo del trono.
—¡Locos! —gruñó.
Regis respiró más aliviado. Había convencido al brujo.
—¡Errtu! —gritó de pronto, sin saber que el demonio había desaparecido del mundo material.
No hubo respuesta.
—¡Oh, maldito demonio! —se quejó—. Nunca estás cerca cuando te necesito. —Desvió la vista hacia Regis—. Espera aquí. Más tarde, tendré que hacerte una serie de preguntas. —El fuego de su ira crecía por momentos—. Primero, tengo que hablar con algunos de mis generales. ¡Ya enseñaré yo a esos orcos de la Lengua Dividida que osan oponérseme!
En realidad, las observaciones de Cassius indicaban que los orcos de la Lengua Dividida eran los seguidores más acérrimos y fanáticos de Kessell.
Una mentira dentro de otra mentira.
Aquella misma noche, en las aguas de Maer Dualdon, la flota conjunta de las cuatro ciudades observaba con ojos recelosos cómo un segundo grupo de monstruos se separaba de la fuerza principal y se encaminaba en dirección a Bremen.
—Curioso —señaló Kemp a Muldoon, de Bosque Solitario, y al portavoz de la ciudad arrasada de Bremen, que permanecían junto a él en la cubierta del buque insignia de Targos.
Toda la población de Bremen estaba embarcada en el lago y, en realidad, el primer grupo de orcos, después de unos cuantos flechazos iniciales, no había encontrado mayor resistencia en la ciudad. Además, Bryn Shander permanecía intacta. ¿Por qué entonces extendía todavía más su línea de poder el brujo?
—Akar Kessell me confunde —exclamó Muldoon—. O su genialidad está por encima de mis posibilidades o comete errores tácticos básicos.
—Confía en que sea lo segundo —respondió Kemp, optimista—, porque todo lo que intentemos será inútil si se trata de lo primero.
Así que continuaron preparando a sus guerreros para cuando llegara el momento oportuno de contraatacar y conduciendo a las mujeres y niños en los barcos restantes hacia la hasta ahora intacta orilla de Bosque Solitario, siguiendo una estrategia similar a la que llevaban a la práctica las fuerzas de los que se refugiaban en los otros dos lagos.
En la muralla de Bryn Shander, Cassius y Glensather observaban la división de las fuerzas de Kessell con más conocimiento de causa.
—Bien hecho, halfling —murmuró Cassius al viento nocturno.
Con una sonrisa, Glensather colocó una mano sobre el hombro del portavoz.
—Iré a informar a nuestros generales de campo —exclamó—. ¡Si llega el momento de atacar, tenemos que estar preparados!
Cassius dio unos golpecitos sobre la mano de Glensather y asintió. Cuando el portavoz de Cielo Oriental se hubo marchado, se inclinó sobre el muro con la vista fija en las oscuras paredes de Cryshal-Tirith y, tras morderse el labio inferior, declaró en voz alta:
—¡Llegará nuestra hora!
Desde lo alto de la cumbre de Kelvin, Drizzt Do’Urden también presenció el brusco cambio en el ejército de monstruos. Había acabado de ultimar los preparativos finales de su osado asalto a Cryshal-Tirith cuando el lejano resplandor de la enorme masa de antorchas tomó de repente rumbo hacia el oeste. Permaneció sentado, junto a Guenhwyvar, y estudió la situación durante un breve instante, en busca de alguna pista que explicara el motivo de aquella súbita acción.
No consiguió sacar ninguna conclusión, pero la noche era cada vez más cerrada y tenía que darse prisa. No estaba seguro de si aquella actividad podía resultar de utilidad, por debilitar las filas del campamento, o, muy al contrario, podía ser perjudicial, porque demostraba que los monstruos se disponían a emprender alguna acción, pero comprendía que la población de Bryn Shander no podía afrontar retraso alguno. Empezó a descender por el sendero de la cumbre, con la pantera.
Llegó a la llanura al poco rato y empezó a avanzar con rapidez por el paso de Bremen. Si se hubiera detenido a estudiar los alrededores o hubiera aguzado el oído, habría podido escuchar un distante rugido en la tundra abierta que indicaba que se estaba aproximando otro ejército.
Sin embargo, el objetivo del drow estaba en el sur y no desviaba la vista de la oscuridad que rodeaba a Cryshal-Tirith mientras seguía avanzando con rapidez. Iba ligero de equipaje, ya que tan sólo había cogido los objetos que creía podían serle útiles en la tarea. Llevaba sus cinco armas: las dos cimitarras enfundadas en sus bolsas de cuero y atadas a las caderas, una daga sujeta con el cinturón en el centro de la espalda y los dos cuchillos ocultos en el interior de las botas. El símbolo sagrado y la bolsa de riquezas seguían colgadas de su cuello y todavía llevaba atado al cinturón un saco con el resto de la harina que le había quedado de su batalla en la guarida de los gigantes… un objeto sentimental, recuerdo de las osadas aventuras que había corrido con Wulfgar. Todos los demás objetos que solía acarrear, como el saco, la cuerda y las demás cosas que utilizaba para poder sobrevivir día a día en la hostil tundra, los había dejado en la cueva.
Al pasar por las afueras de Termalaine, oyó gritos de júbilo de los goblins, que celebraban la victoria.
—¡Atacad ahora, pescadores de Maer Dualdon! —exclamó en voz baja. Pero, al pensar en ello, se alegró de que los barcos permanecieran en el lago. Incluso en el caso de que pudiesen deslizarse hasta la ciudad y atacar con rapidez a los monstruos, no podían permitirse las pérdidas que hubieran sufrido. Termalaine podía esperar; existía una batalla más importante que tenía que ser librada sin dilación.
Drizzt y Guenhwyvar se acercaron al perímetro externo del campamento principal de Kessell y el drow se alegró de que los signos de conmoción en el interior del campamento se hubieran calmado. Un orco solitario montaba guardia apoyado sobre su espada, observando sin ver la oscuridad vacía del horizonte del norte. Incluso si hubiera permanecido alerta, no habría detectado la proximidad de las dos sombras, más oscuras que la negra noche.
—¿Cómo va? —preguntó alguien desde algún punto lejano.
—Despejado —replicó el guardia.
Drizzt permaneció a la escucha mientras la pregunta se iba repitiendo en varios puntos. Luego, indicó a Guenhwyvar que se mantuviera inmóvil y se fue arrastrando por el suelo hasta acercarse lo suficiente al guardia.
El orco fatigado no llegó ni siquiera a oír el silbido de la daga que se aproximaba.
Y, de pronto, Drizzt estaba junto a él, para sujetarlo en silencio mientras caía en la oscuridad. El drow extrajo la daga de la garganta del orco y depositó con cuidado a su víctima en el suelo. Luego, él y Guenhwyvar, sombras indetectables de la muerte, entraron en el campamento.
Habían roto la única línea de guardia que habían montado en el perímetro norte, con lo que ahora se deslizaban con facilidad por el campamento dormido. Drizzt habría podido matar entonces a docenas de orcos y goblins, incluso algún verbeeg, pero el cese de sus sonoros ronquidos habría llamado la atención, y, además, no podía aflojar el paso. Cada minuto que pasaba Guenhwyvar iba perdiendo fuerza y ahora los primeros indicios de su segundo enemigo, el alba, asomaban por el cielo, hacia el este.
Las esperanzas del drow habían crecido considerablemente por los progresos que había hecho, pero se sintió defraudado al llegar a Cryshal-Tirith. Un grupo de guardias orcos armados rodeaban la torre, obstruyéndole el paso.
Se agachó junto a la pantera, indeciso de lo que debía hacer. Para poder escapar del campamento antes de que el alba los descubriese, tendrían que pasar por el mismo camino por el que habían llegado, pero Drizzt dudaba de que, Guenhwyvar, en su penoso estado, pudiese intentar siquiera esa ruta. Sin embargo, seguir adelante significaba una lucha a la desesperada con un grupo de ogros. No parecía haber respuesta alguna para el dilema.
Pero, en aquel momento, pareció ocurrir algo en el sector más nororiental del campamento que les abrió un camino a los furtivos compañeros. Empezaron a sonar gritos de alarma y los guardias se alejaron unos pasos de sus puestos. Drizzt pensó en un principio que habían descubierto al orco asesinado, pero los gritos sonaban demasiado hacia el este.
Pronto, los choques entre armas empezaron a resonar en el aire. Se había entablado una batalla. Drizzt supuso que sería entre tribus rivales, pero no podía distinguir a los combatientes desde tanta distancia.
De todas formas, no sentía una gran curiosidad. Los indisciplinados ogros se habían alejado lo suficiente de sus posiciones y Guenhwyvar había localizado la entrada de la puerta, así que no lo dudó un solo instante.
Los ogros no llegaron a darse cuenta de cómo las dos sombras entraban en la torre a sus espaldas.
Una extraña sensación, como una especie de zumbido, se apoderó de Drizzt en cuanto cruzó el umbral de Cryshal-Tirith. Daba la impresión de que se había introducido en las entrañas de una entidad viva. Sin embargo, continuó adelante, a través de la galería oscura que conducía al primer nivel de la torre, apreciando el extraño material cristalino de que estaban formadas las paredes y los suelos de la estructura.
Se encontraba en una habitación cuadrada, la más inferior de la estructura de cuatro plantas. Aquél era el vestíbulo en el que Kessell solía reunirse con sus generales de campo, una sala de audiencia primaria para todos salvo sus comandantes supremos.
Drizzt paseó la vista alrededor, fijándose en las formas oscuras de la habitación y las profundas sombras que creaban. Aunque no podía percibir movimiento alguno, presintió que no estaba solo, y a la vez se dio cuenta de que Guenhwyvar compartía aquella misma sensación, porque tenía el pelo del cuello erizado y había dejado escapar un gruñido en voz baja.
Kessell consideraba aquella estancia como una antesala que servía de amortiguador entre él mismo y el resto del mundo exterior y era la única habitación de la torre que raramente solía visitar. En aquel lugar alojaba también a sus trolls.