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Derechos de victoria

Wulfgar se recostó en su asiento en la cabecera de la mesa principal de la recientemente construida Sala de Aguamiel, golpeando impaciente el suelo con los pies por los largos retrasos que exigía la propia tradición. Creía que su gente habría debido estar ya en marcha, pero había sido precisamente la restauración de las ceremonias tradicionales y las celebraciones lo que había destituido al tirano Heafstaag —para colocarlo a él en su lugar— a los ojos de los bárbaros, escépticos y siempre recelosos.

En fin de cuentas, Wulfgar se había introducido entre ellos tras una ausencia de cinco años y había desafiado al que había sido rey durante muchos años. Un día después, había ganado la corona y, al siguiente, había sido coronado como el rey Wulfgar de la tribu del Elk.

Y él estaba decidido a que su reinado, por breve que pretendiese que fuera, no estaría marcado por las amenazas y las tácticas intimidantes de sus predecesores. Solicitaría a los guerreros de las tribus reunidas que lo siguieran a la batalla, pero no se lo exigiría, ya que sabía que un guerrero bárbaro era un hombre que seguía casi exclusivamente su valiente orgullo y, si le quitaban su dignidad, como Heafstaag había hecho al negarse a reconocer la soberanía de cada rey individual, el bárbaro en plena batalla no destacaba por encima de los hombres corrientes. Wulfgar sabía que tendrían que recobrar todo su orgullo si quería tener al menos una oportunidad de luchar contra las fuerzas del brujo, que los sobrepasaban en número.

Por ello se había alzado Hengorot, la Sala de Aguamiel, y por primera vez en casi cinco años volvieron a escucharse las notas del Desafío de la Canción. Fue un rato breve pero agradable, de bienintencionada competencia entre las tribus que habían sido sometidas bajo la incesante dominación de Heafstaag.

La decisión de construir la sala de pieles de reno había sido difícil para Wulfgar. Convencido de que todavía tenía tiempo antes del ataque del ejército de Kessell, había evaluado los beneficios de recobrar la tradición contra la necesidad evidente de actuar con rapidez y ahora sólo esperaba que, ante los preparativos de la batalla, Kessell no se diera cuenta de la ausencia del rey bárbaro, Heafstaag. Si, por el contrario, el brujo era suficientemente astuto, lo iban a pasar mal.

Ahora aguardaba con gran tranquilidad y paciencia, mientras veía cómo el fuego retornaba a los ojos de sus hombres.

—¿Como en los viejos tiempos? —preguntó Revjak, que estaba sentado junto a él.

—Buenos tiempos aquéllos.

Satisfecho, Revjak se recostó en la pared de piel de la tienda, para proporcionar al nuevo rey el momento de soledad que parecía evidente que deseaba. Y Wulfgar continuó a la espera de encontrar el momento adecuado para hacer su propuesta.

En el extremo más alejado de la sala, se había entablado una competición de tiro con hacha. De forma parecida a las tácticas empleadas por Heafstaag y Beorg para sellar un pacto entre las tribus durante el último Hengorot, el reto era lanzar un hacha desde la distancia máxima posible y hundirla en un barril de aguamiel con la suficiente profundidad para abrir un agujero. El número de jarras que podían llenarse sin esfuerzo durante un tiempo determinado determinaba el éxito del tiro.

Wulfgar vio de pronto su oportunidad. Se levantó de su asiento y solicitó, por ser el anfitrión, que le dejaran efectuar el primer lanzamiento. Los hombres que habían sido elegidos para formar el jurado aceptaron ese derecho y lo invitaron a que probara desde la primera distancia seleccionada.

—Desde aquí —declaró Wulfgar, sosteniendo a Aegis-fang contra el hombro.

Murmullos de incredulidad y excitación empezaron a oírse por la sala. El uso de un martillo de guerra para este tipo de juegos no tenía precedentes, pero nadie osaba quejarse ni citar las reglas. Todos aquellos que habían oído contar historias, pero que nunca habían sido testigos presenciales de la fuerza con que Heafstaag lanzaba su hacha, estaban ansiosos por ver el arma en acción. Se colocó un barril de aguamiel sobre un taburete en el extremo más alejado de la sala.

—¡Poned otro tras éste! —pidió Wulfgar—. ¡Y otro detrás!

A continuación, se concentró en la tarea que tenía entre manos y no se tomó la molestia de prestar atención a los comentarios que oía a su alrededor.

Se colocaron los barriles y la multitud se apartó de la línea de tiro del rey. Wulfgar agarró a Aegis-fang con firmeza y respiró profundamente para calmarse. Los incrédulos espectadores observaron perplejos cómo el nuevo rey se puso súbitamente en movimiento y lanzó el poderoso martillo con una armonía y una fuerza impropias de cualquier humano.

Aegis-fang salió disparado, con la cabeza por delante, y cruzó como una flecha la sala entera para ir a estrellarse contra el primer barril, y luego el segundo y el tercero. Pero no se limitó a dar en los tres objetivos, sino que continuó su camino hasta arrancar un trozo de piel de la pared de la Sala de Aguamiel. Los guerreros que estaban más cerca de la puerta, salieron a toda prisa para ver el final de la trayectoria, pero el martillo se había perdido en la noche.

Se disponían a salir a buscarlo cuando Wulfgar los detuvo. El bárbaro se subió a una mesa y alzó los brazos por encima de la cabeza.

—¡Escuchadme, guerreros de las llanuras del norte! —empezó a voz en grito. Pero los hombres se quedaron boquiabiertos y varios cayeron de rodillas al ver que Aegis-fang retornaba de pronto a las manos del joven rey—. ¡Soy Wulfgar, hijo de Beornegar y rey de la tribu del Elk! Sin embargo, ahora me dirijo a vosotros no como vuestro rey sino como guerrero igual que vosotros, horrorizado por el deshonor que Heafstaag pretendía imponernos. —Alentado al darse cuenta de que había conseguido atraer su atención y ganarse su respeto, así como por la confirmación de que las suposiciones que había hecho sobre sus verdaderos deseos no habían estado erradas, Wulfgar reflexionó unos instantes. Estos guerreros habían deseado que alguien los librara del tiránico reinado del rey tuerto, habían sido diezmados casi hasta la extinción durante su última campaña y ahora habían estado a punto de luchar al lado de goblins y gigantes. Estaban ansiosos por tener un héroe que les hiciera recuperar su orgullo perdido.

—¡Soy el matador de dragones! —prosiguió—. Y, por derecho de victoria, poseo los tesoros de Muerte de Hielo.

Los murmullos volvieron a interrumpirlo, ya que el tesoro sin vigilancia se había convertido en uno de los temas de conversación. Wulfgar dejó que continuaran con sus charlas durante un breve instante, para aumentar su interés en el oro del dragón.

Cuando se acallaron las voces, continuó:

—¡Las tribus de la tundra no luchan haciendo causa común con goblins y gigantes! —bajó la voz ante las exclamaciones de aprobación que resonaron a su alrededor—. ¡Luchamos contra ellos!

La multitud se calló de improviso y un guardia entró precipitadamente en la tienda, pero no se atrevió a interrumpir al nuevo rey.

—Al alba, partiré hacia Diez Ciudades —afirmó Wulfgar—. Lucharé contra el brujo llamado Kessell y contra la horda de monstruos que ha traído de la Columna del Mundo.

La multitud no respondió. Aceptaban de buen grado la idea de luchar contra Kessell, pero nunca hasta ahora se les había ocurrido pensar en la posibilidad de regresar a Diez Ciudades a ayudar a quienes prácticamente los habían destruido hacía cinco años.

Pero en aquel momento intervino el guardia.

—Me temo que tu empeño será en vano, joven rey —declaró. Wulfgar desvió la vista hacia el hombre, adivinando de antemano las noticias que traía—. En las llanuras del sur se alzan ya humaredas de grandes hogueras.

Wulfgar meditó sobre las dolorosas noticias. Había pensado que dispondría de más tiempo.

—¡Entonces, partiré esta misma noche! —rugió ante la atónita asamblea—. ¡Venid conmigo, amigos, fieles guerreros del norte! ¡Os enseñaré el camino que conduce a las perdidas glorias del pasado!

La multitud parecía dividida e indecisa, así que Wulfgar decidió jugar su última baza.

—¡Para todos aquellos que me sigan, o para sus supervivientes en el caso de que cayeran en la batalla, ofrezco un reparto equitativo del tesoro del dragón!

Había llegado como una tempestad del mar de Hielo Movedizo y había sabido capturar la imaginación y el corazón de todos y cada uno de los guerreros bárbaros. Además, ahora les prometía un retorno a las riquezas y a la gloria de tiempos pasados.

Aquella misma noche, el ejército mercenario de Wulfgar levantó el campamento y salió a toda velocidad por la llanura abierta.

Ni un solo hombre se quedó atrás.