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Cryshal-Tirith

Drizzt pronto se encontró con el suelo pisoteado por donde había pasado el ejército, pero las huellas no fueron una sorpresa para él, porque la visión de las ciudades en llamas había sido mucho más elocuente de lo que estaba ocurriendo. La única pregunta que todavía le quedaba en mente era saber si alguna de las ciudades había conseguido hacerles frente, así que echó a correr hacia la montaña, preguntándose si aún tendría un hogar adonde regresar.

De pronto, percibió una presencia, una emanación de otro mundo que, sin saber por qué, le recordó sus años jóvenes. Se arrodilló para examinar una vez más la tierra. Algunas de las huellas eran muy frescas, de trolls, pero había además una especie de cicatriz que no podía ser la huella de ningún ser mortal. Drizzt observó nervioso a su alrededor, pero el único sonido que lograba percibir era el susurro del viento y las únicas siluetas que se destacaban en el horizonte eran los picos de la cumbre de Kelvin ante él y la Columna del Mundo, hacia el sur. Drizzt se detuvo a reflexionar sobre la presencia que intuía, intentando convertir en algo real aquello que le parecía familiar.

Empezó a avanzar con cautela. Ahora comprendía la fuente de sus sensaciones, aunque los detalles todavía se le escapaban. Sabía con exactitud lo que andaba buscando.

Un demonio había aparecido en el valle del Viento Helado.

La cumbre de Kelvin proyectaba una sombra mucho más alargada cuando Drizzt se topó con la banda. Su sensibilidad para percibir criaturas de esferas inferiores, desarrollada por los siglos de contacto de Menzoberranzan, le indicó que se estaba acercando al demonio antes de que éste apareciera ante él.

Luego, vislumbró las formas distantes de media docena de trolls que avanzaban en estrecha formación y, en el centro, sobresaliendo por encima de ellos, la silueta del enorme monstruo del Abismo. Al instante se dio cuenta de que no se trataba de una deidad menor sino de un demonio mayor. ¡Kessell debía de ser muy poderoso para mantener bajo control a tan formidable monstruo!

Drizzt se dispuso a seguirlos a una cautelosa distancia. Sin embargo, la banda tenía un destino fijo y la cautela era innecesaria. Pero Drizzt no estaba dispuesto a arriesgarse en absoluto, ya que en más de una ocasión había sido testigo del poder de esos demonios. Era habitual su presencia en las ciudades de los drow, prueba que no hacía sino confirmar a Drizzt Do’Urden que el estilo de su gente no era para él.

Se acercó un poco más porque algo había atraído su atención. El demonio llevaba en sus manos un objeto que irradiaba una magia tan poderosa que incluso el drow podía percibirla con toda claridad. Pero estaba demasiado mezclada con las propias emanaciones del demonio para que Drizzt pudiera obtener una percepción nítida del objeto, así que volvió a ocultarse con cuidado.

Las luces de miles de campamentos aparecieron de pronto a lo lejos a medida que el grupo, y Drizzt, se acercaba a la montaña. Los goblins habían montado una buena vigilancia en la zona y Drizzt se dio cuenta de que había llegado tan al sur como le era posible, de modo que dejó de lado la persecución y se encaminó a un punto en la montaña que le ofreciera una mayor ventaja.

La hora del día que mejor se adaptaba a la visión subterránea del drow eran las primeras luces del alba y, aunque se encontraba cansado, decidió llegar a su posición para entonces. Empezó a saltar de roca en roca, ascendiendo lentamente por el extremo sur de la montaña.

De pronto, vislumbró las hogueras que rodeaban Bryn Shander y, más hacia el este, los rescoldos todavía humeantes de lo que habían sido Caer-Konig y Caer-Dineval. En Termalaine resonaban gritos salvajes y comprendió que la ciudad de Maer Dualdon estaba en manos del enemigo.

Luego, con las primeras luces del alba, las cosas se hicieron más claras y observó hacia el extremo sur en primer lugar. Suspiró aliviado al ver que los muros del valle de los enanos estaban derrumbados. Al menos, el pueblo de Bruenor estaba a salvo y supuso que también Regis estaría con ellos.

Pero la visión de Bryn Shander fue menos confortante. Drizzt había escuchado las confesiones del orco cautivo y había visto las huellas del ejército y sus hogueras de acampada, pero en ningún momento había podido concebir una reunión tan enorme de monstruos como la que apareció ante él cuando el cielo comenzó a iluminarse.

La visión era aterrorizadora.

—¿Cuántas tribus de goblins has reunido, Akar Kessell? —murmuró—. ¿Y cuántos gigantes te llaman amo?

Sabía que la gente de Bryn Shander sobreviviría sólo hasta que Kessell quisiera. No tenían la más mínima esperanza de hacer frente a semejante fuerza. Desalentado, se volvió para buscar un rincón donde reposar un rato, puesto que no podía prestar una ayuda inmediata y el cansancio no hacía sino incrementar su desesperación e impedirle reflexionar de forma constructiva.

De improviso, cuando estaba a punto de apartarse de su mirador, una súbita actividad en la lejanía captó su atención. Aunque no podía distinguirlo bien desde esa distancia y el ejército parecía una masa oscura, supo que el demonio había aparecido en escena. Vio la mancha negra de su presencia diabólica a pocos cientos de metros de distancia de las puertas de Bryn Shander y, al igual que antes, percibió una emanación sobrenatural de magia poderosa, como el corazón vivo de una forma desconocida de vida, que latía en las garras del demonio.

Los goblins se apiñaban alrededor para observar el espectáculo, pero manteniendo una respetable distancia entre ellos y el peligroso e imprevisible general de Kessell.

—¿Qué es eso? —preguntó Regis, aplastado por la multitud que se había congregado en las murallas de Bryn Shander.

—Un demonio —fue la respuesta de Cassius—. Uno de los grandes.

—Parece una burla a nuestras pobres defensas —se quejó Glensather—. ¿Cómo podemos esperar resistir lo más mínimo ante un enemigo como éste?

El demonio se inclinó hacia el suelo, concentrado en el ritual de invocar al alma del objeto cristalino. Colocó la Piedra de Cristal sobre la hierba y, tras dar un paso atrás, empezó a murmurar las palabras de un antiguo hechizo y fue subiendo poco a poco el tono de voz a medida que el cielo empezaba a alumbrarse con la inminente aparición del sol.

—¿Es una daga de cristal? —preguntó Regis, intrigado por el palpitante objeto.

De pronto, el primer rayo del alba rompió el horizonte. El cristal centelleó y, atrayendo los rayos de sol, absorbió su energía.

Luego, volvió a brillar y los latidos parecieron intensificarse a medida que el sol se alzaba en el horizonte y permitía que su luz alimentase la hambrienta imagen de Crenshinibon.

Los espectadores de la muralla sofocaron un grito de horror, preguntándose si Akar Kessell podría también dominar al propio sol. Únicamente Cassius tuvo el suficiente sentido común para asociar el poder de la piedra con la luz del sol.

De improviso, el cristal empezó a crecer. Se hinchaba cuando el pulso llegaba a su cima y se encogía un poco mientras se preparaba el siguiente latido. A su alrededor, todo eran sombras, porque consumía toda la luz del sol. Poco a poco, e inevitablemente, la circunferencia se ampliaba y el extremo superior se iba alzando en el aire. La gente situada en las murallas y los monstruos de la llanura tuvieron que apartar la vista ante el poder resplandeciente de Cryshal-Tirith. Sólo el drow, desde su distante posición, y el demonio, que era inmune a aquellas visiones, fueron testigos de la creación de otra imagen de Crenshinibon. El tercer Cryshal-Tirith acababa de nacer. Al completarse el ritual, la torre dejó de acaparar la luz del sol y toda la región volvió a recibir los cálidos rayos de la mañana.

El demonio soltó un gruñido de satisfacción al ver su obra completa y se dirigió con porte orgulloso a la espejada puerta de la nueva torre, seguido de los trolls, que constituían la guardia personal del brujo.

Los asediados habitantes de Bryn Shander y Targos observaban la increíble estructura con una confusa mezcla de respeto, reconocimiento y terror. No podían resistirse a la belleza sobrenatural de Cryshal-Tirith pero conocían las consecuencias de la aparición de la torre: Akar Kessell, amo de goblins y gigantes, había llegado.

Los goblins y los orcos cayeron de rodillas al tiempo que todo el vasto ejército entonaba el canto de «¡Kessell! ¡Kessell!», rindiendo homenaje al brujo con una devoción tan fanática que produjo escalofríos a los testigos humanos del espectáculo.

Drizzt también se sintió intimidado al ver la amplitud de la influencia y devoción que el brujo ejercía sobre las tribus de goblins, por general tan independientes, y en aquel instante comprendió que la única posibilidad que tenía el pueblo de Diez Ciudades de sobrevivir radicaba en la muerte de Akar Kessell. Incluso antes de considerar las posibles opciones que tenía, supo que tendría que llegar hasta el hechicero. Pero, por el momento, necesitaba descansar, así que buscó un rincón sombreado en el otro extremo de la cumbre de Kelvin y dejó que el sueño se apoderara de él.

Cassius también estaba cansado. El portavoz había permanecido junto al muro durante la gélida noche, examinando los campamentos para determinar qué quedaba de la natural enemistad entre las tribus, pero, aunque había detectado algunos desacuerdos menores y peleas verbales, no pudo ver nada que le hiciera concebir esperanzas de que el ejército se dividiera durante el asedio. No podía comprender cómo había conseguido el brujo una unidad tan perfecta entre acérrimos enemigos, pero la aparición del demonio y la creación de Cryshal-Tirith le habían demostrado el increíble poder que manejaba Kessell, y pronto había llegado a las mismas conclusiones que el drow.

Sin embargo, a diferencia del elfo, el portavoz de Bryn Shander no se retiró cuando la tranquilidad se extendió por el campamento, a pesar de las quejas de Regis y Glensather, que temían por su salud. Cassius acarreaba sobre sus hombros la responsabilidad por los varios miles de personas aterrorizadas que permanecían entre los muros de la ciudad y no había descanso posible para él. Necesitaba información, necesitaba encontrar un punto débil en las defensas, al parecer inexpugnables, del brujo.

Así que el portavoz montó guardia, con gran diligencia y paciencia, durante todo el primer largo y tranquilo día del asedio, tomando nota de los límites que había entre cada tribu de goblins y del orden de jerarquía que determinaba la distancia de cada grupo con respecto al núcleo de Cryshal-Tirith.

Mucho más lejos de allí, hacia el este, las flotas de Caer-Konig y Caer-Dineval permanecían amarradas en el muelle desierto de Cielo Oriental. Algunos tripulantes habían bajado a tierra para buscar provisiones, pero la mayoría permanecía en los barcos, sin saber hasta dónde llegaba el oscuro y poderoso brazo de Kessell.

Jensin Brent y su colega de Caer-Konig habían tomado bajo su control la situación inmediata de la cubierta del Mist Seeker, el buque insignia de Caer-Dineval. Todas las disputas entre las dos ciudades se habían silenciado… al menos temporalmente, aunque en todas las cubiertas de los barcos del lago Dinneshere podían oírse promesas de perpetua amistad. Ambos portavoces estaban de acuerdo en permanecer en las aguas del lago y no huir, porque se daban cuenta de que no tenían lugar adonde ir. En todo el territorio de Diez Ciudades estarían bajo la amenaza de Akar Kessell y Luskan no sólo estaba a más de seiscientos kilómetros de distancia, sino que para llegar a ella había que atravesar las filas del brujo. Estaban mal equipados y no podían esperar llegar a la ciudad del sur antes de que llegaran las primeras nieves del invierno.

Los marineros que habían desembarcado no tardaron en regresar al muelle con las buenas noticias de que Cielo Oriental aún no había sido arrasada por la oscuridad, así que se enviaron tripulantes a tierra para recoger más comida y mantas, aunque Jensin Brent actuaba con gran cautela y tenía la mayor parte de la tripulación a bordo, fuera del alcance de Kessell.

Poco rato después, volvieron a recibir noticias esperanzadoras.

—¡Hemos recibido señales de Aguas Rojizas, portavoz Brent! —le gritó el vigilante situado en el mástil principal de Mist Seeker—. La gente de Good Mead y Dougan's Hole está ilesa. —Mantenía alzado el transmisor de noticias, un pequeño aparato de vidrio forjado en Termalaine y creado para concentrar los rayos de sol y poder mandar señales a través de los lagos, utilizando un intrincado aunque limitado lenguaje de signos—. ¡He recibido respuesta a mis llamadas!

—Entonces, ¿dónde están? —inquirió Brent con gran excitación.

—En la orilla este —respondió el vigilante—. Salieron de sus ciudades en barco, pensando que era imposible defenderlas. Los monstruos no se han acercado allí por el momento, pero el portavoz cree que el borde más alejado del lago será más seguro hasta que se marchen los invasores.

—Mantén abierta la comunicación —le ordenó Brent—. Y, cuando recibas más noticias, házmelo saber.

—¿Hasta que se marchen los invasores? —repitió Schermont con voz incrédula mientras se situaba al lado de Jensin Brent.

—Me temo que es una visión muy esperanzadora de la situación —asintió Brent—. Pero me alegro de que nuestros vecinos del sur permanezcan con vida.

—¿Nos uniremos a ellos? ¿Reuniremos nuestras fuerzas?

—Todavía no —fue la respuesta de Brent—. Creo que estaríamos en una posición demasiado vulnerable en la extensión de tierra abierta entre los lagos. Antes de emprender ninguna acción eficaz, necesitamos más información. De momento, mantengamos abierta la comunicación entre los dos lagos y, mientras, reúne voluntarios para llevar mensajes a Aguas Rojizas.

—Los enviaremos de inmediato —respondió Schermont mientras daba media vuelta.

Brent asintió y miró en dirección contraria, a la frágil columna de humo que se alzaba por encima de su hogar.

—Más información —murmuró para sí.

Aquella misma tarde salieron otros voluntarios hacia el oeste para explorar la situación de la ciudad principal.

Brent y Schermont habían hecho un buen trabajo para sofocar el pánico de sus hombres, pero, incluso con los beneficios que les proporcionaba una buena organización, el impacto inicial ante la invasión súbita y mortal había dejado a la mayoría de supervivientes de Caer-Konig y Caer-Dineval en un estado de desesperación absoluta. Jensin Brent era la honrosa excepción. El portavoz de Caer-Dineval era un intrépido luchador que se negaba con firmeza a rendirse mientras le quedara aliento en el cuerpo, y navegaba con su buque insignia entre los demás barcos, intentando animar a la gente con gritos que prometían venganza contra Akar Kessell.

Ahora vigilaba y esperaba en el Mist Seeker las noticias críticas procedentes del oeste y, a media tarde, oyó las palabras que había rezado por escuchar.

—¡Permanece en pie! —gritó el vigilante del buque principal con gran excitación cuando la noticia le llegó a través del transmisor de noticias—. ¡Bryn Shander permanece en pie!

De pronto, el optimismo de Brent pareció ganar credibilidad. El pobre grupo de víctimas sin hogar empezó a llenarse de furia de venganza. Al instante se despacharon más mensajeros para llevar a Aguas Rojizas la noticia de que Kessell no había conseguido todavía la victoria completa.

En ambos lagos, se emprendió la tarea de separar a los guerreros de los civiles con gran ansiedad, trasladando a las mujeres y niños a los barcos más pesados y menos manejables y colocando a los hombres en los veleros más rápidos. Empezaron a llevar a los barcos diseñados para la guerra a los amarraderos, para que pudieran salir con gran velocidad a través de los lagos, y se revisaron y afianzaron las velas en previsión de la loca carrera que tendría que conducir a las valientes tripulaciones a la guerra.

O, según las entusiastas palabras de Jensin Brent:

—¡La loca carrera que conduciría a las valientes tripulaciones a la victoria!

Regis se reunió con Cassius en el muro cuando se acababan de observar las señales luminosas de un transmisor de noticias en la orilla suroccidental del lago Dinneshere. El halfling había estado durmiendo durante la mayor parte del día y de la noche, convencido de que, si tenía que morir, no importaría que estuviese haciendo lo que más amaba. Al despertarse, se sorprendió de seguir todavía con vida, ya que esperaba pasar a la eternidad durante el sueño.

Cassius había empezado a ver las cosas de otro modo y había redactado una larga lista de potenciales puntos débiles en el indisciplinado ejército de Akar Kessell; los orcos intimidaban a los goblins y, a su vez, los gigantes intimidaban a los dos grupos. Si tan sólo pudiese encontrar el modo de enfrentarlos durante el tiempo necesario para que el odio entre las razas de goblins se apoderara de las fuerzas de Kessell…

Luego, la señal procedente del lago Dinneshere y los siguientes informes de que se habían captado destellos similares en el extremo más alejado de Aguas Rojizas habían sembrado en el portavoz esperanzas sinceras de que el asedio podía ser roto y de que Diez Ciudades tenía aún posibilidades de sobrevivir.

Pero en aquel momento entró en escena el brujo y las esperanzas de Cassius se desvanecieron.

Empezó como un latido de luz roja que giraba alrededor de las paredes de cristal de Cryshal-Tirith y continuó con un segundo latido, esta vez azul, que se destacó en la cima y empezó a dar vueltas en sentido contrario. Poco a poco, ambos rodearon el diámetro de la torre y, al encontrarse, viraron a un tono verdoso, para volver a separarse y continuar cada uno su camino. Todos los que pudieron ver el espectáculo hipnotizante, lo observaron con aprensión, inseguros de lo que ocurriría a continuación pero convencidos de que se avecinaba una muestra de poder increíble.

Las luces circulares fueron ganando velocidad al tiempo que iban aumentando de intensidad y, al poco rato, la base completa de la torre quedó rodeada de un aro verdoso tan brillante que los espectadores tuvieron que apartar la mirada. De pronto, dos enormes trolls salieron del resplandor, cada uno de ellos con un vistoso espejo en las manos.

Las luces fueron disminuyendo la velocidad hasta detenerse al unísono.

La visión de los dos desagradables trolls provocó un sentimiento de repulsa en la gente de Bryn Shander, pero, dominados por la curiosidad, ninguno de ellos se apartó. Los monstruos caminaron hasta la base de la colina donde se alzaba la ciudad y se detuvieron para colocarse frente a frente y enfocar los espejos en diagonal, uno con otro, pero sin perder el reflejo de Cryshal-Tirith.

De improviso, delgados rayos de luz empezaron a emerger de la torre en dirección a cada uno de los espejos y, tras reflejarse en ellos, salían despedidos hacia el otro hasta encontrarse a medio camino entre los dos trolls. Luego, un súbito latido de la torre, como el destello de un relámpago, cubrió de humo el espacio existente entre los trolls y, cuando se disipó, en el lugar en que habían convergido los dos rayos de luz apareció un hombre enjuto y encorvado, vestido con una túnica de satén rojo.

Los goblins cayeron postrados de rodillas al suelo y ocultaron el rostro en la tierra. Akar Kessell había llegado.

El brujo desvió la vista hacia Cassius, situado en lo alto de la muralla, y una engreída sonrisa apareció en sus labios delgados.

—¡Saludos, portavoz de Bryn Shander! —se burló—. ¡Bienvenido a mi ciudad! —Soltó una siniestra carcajada.

Cassius no dudó un solo instante de que aquel hombre debía de conocerlo, aunque no recordaba haberlo visto nunca. Se volvió hacia Regis y Glensather en busca de una explicación, pero ambos se encogieron de hombros.

—Sí, te conozco, Cassius —continuó Kessell—. Y a ti también, portavoz Glensather, te mando mis saludos. Debí haber sabido que te encontraría aquí, ya que la gente de Cielo Oriental se une siempre a cualquier causa, por desesperada que sea.

Ahora le tocó el turno a Glensather de mirar incrédulo a sus compañeros, pero, una vez más, no pudieron sacar nada en claro.

—Veo que nos conoces —replicó Cassius a la aparición—. Pero tú en cambio nos eres por completo desconocido. Nos llevas una injusta ventaja.

—¿Injusta? —protestó el brujo—. ¡Tengo todas las ventajas! —Volvió a soltar una risita—. Vosotros sí que me conocéis… al menos, Glensather.

El portavoz de Cielo Oriental volvió a encogerse de hombros ante la inquisitiva mirada de Cassius, y el gesto pareció enojar a Kessell.

—Viví durante varios meses en Cielo Oriental —le espetó—. ¡Bajo el disfraz de un aprendiz de brujo de Luskan! Muy inteligente, ¿verdad?

—¿Lo recuerdas? —preguntó Cassius a Glensather por lo bajo—. Puede ser un detalle de máxima importancia.

—Tal vez haya residido en Cielo Oriental —replicó Glensather en el mismo tono—, aunque hace varios años que no nos visita ningún grupo de la Torre de Huéspedes. Sin embargo, somos una ciudad abierta y muchos extranjeros acuden a nuestra ciudad en caravanas de paso. Te digo la verdad, Cassius, no recuerdo a este hombre.

Kessell se sentía indignado y empezó a dar golpes impacientes con el pie en el suelo, al tiempo que la sonrisa se convertía en una mueca de niño contrariado.

—¡Tal vez mi regreso a Diez Ciudades os haga recuperar la memoria, amigos! —dijo con brusquedad mientras alargaba los brazos como si fuera a proclamar algo muy importante—. ¡Arrodillaos ante Akar Kessell, el Tirano del valle del Viento Helado! ¡Pueblo de Diez Ciudades, vuestro dueño ha llegado!

—Tus palabras son un poco prematuras… —empezó a decir Cassius, pero Kessell lo cortó con un grito histérico.

—¡No me interrumpas nunca! —chilló el brujo al tiempo que empezaban a sobresalir las venas del cuello y su rostro adquiría un tono rojo de sangre.

Pero, al ver que Cassius le respondía con un gesto de incredulidad, Kessell pareció recobrar la compostura.

—Pronto aprenderás a tratarme, orgulloso Cassius —lo amenazó—. ¡Pronto aprenderás!

Se volvió hacia Cryshal-Tirith y pronunció una única orden. La torre se tiñó de negro de improviso, como si se negara a reflejar los rayos del sol, y luego empezó a brillar, desde lo más profundo de su interior, con una luz que parecía más propia que el mero reflejo del sol. Segundo a segundo, el color empezó a cambiar mientras la luz subía en círculo por las extrañas paredes.

—¡Arrodillaos ante Akar Kessell! —proclamó el brujo, con el entrecejo todavía fruncido—. ¡Observad el esplendor de Crenshinibon y abandonad toda esperanza!

Más luces empezaron a destellar entre las paredes de la torre. Subían y bajaban al azar, rodeando la estructura en una danza frenética que ponía en tensión. Gradualmente, los rayos empezaron a llegar al pináculo puntiagudo, que empezó a brillar como si estuviera ardiendo, y fue pasando por todos los colores del espectro hasta que se convirtió en una llama blanca que rivalizaba con el brillo del propio sol.

Kessell no paraba de gritar como un hombre en pleno éxtasis.

De pronto, el fuego salió disparado como un proyectil en dirección norte, hacia la desafortunada ciudad de Targos. Multitud de espectadores se alineaban en lo alto de la muralla de esta ciudad, aunque la torre estaba mucho más lejos de ellos que de Bryn Shander y no distinguían más que un punto resplandeciente en la distante llanura. No tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo junto a la ciudad principal, pero vieron cómo se acercaba a ellos el rayo de fuego.

Aunque, para entonces, era demasiado tarde.

La maldición de Akar Kessell penetró en la orgullosa ciudad y provocó al instante una ola de devastación. El fuego brotó al paso mortífero del rayo y la gente que pilló por el camino no tuvo ni siquiera la oportunidad de soltar un grito antes de disolverse en el aire. Pero todos aquellos que sobrevivieron al primer asalto —las mujeres y niños y los hombres duros como la tundra, que se habían enfrentado a la muerte en multitud de ocasiones—, sí que empezaron a chillar aterrorizados. Y sus gritos fueron transportados por el viento a través del lago tranquilo hasta Bosque Solitario y Bremen, hasta los goblins que estaban saqueando Termalaine, y atravesaron la llanura hasta los horrorizados espectadores de Bryn Shander.

Kessell hizo un gesto con la mano y alteró ligeramente el ángulo del rayo del fuego, ampliando de ese modo la destrucción a toda la ciudad de Targos. De inmediato, empezaron a arder todos los edificios de la ciudad y cientos de personas cayeron al suelo, muertos o moribundos, arrastrándose dolorosamente por el suelo en un intento de extinguir las llamas que devoraban sus cuerpos o luchando con desesperación para coger aire en el ambiente cargado de humo.

Kessell parecía disfrutar del espectáculo.

Pero, de pronto, sintió que un escalofrío le recorría la espalda y vio que la torre también parecía temblar. El brujo observó la reliquia, todavía oculta entre sus ropas, y comprendió que había forzado hasta el límite el poder de Crenshinibon.

En aquel preciso instante, en la Columna del Mundo, la primera torre que había construido Kessell se desplomó, y lo mismo ocurrió con la segunda, que habían erigido en la tundra abierta. La piedra, forzada hasta el límite de sus fuerzas, destruía las imágenes de las torres que la debilitaban.

Kessell también se sentía mareado por el esfuerzo, y las luces del Cryshal-Tirith que quedaba empezaron a calmarse y, luego, a decaer al tiempo que el rayo se agitaba y moría.

Pero habían acabado su tarea.

Cuando la invasión había comenzado, Kemp y los demás orgullosos jefes de Targos habían prometido a su gente que la ciudad resistiría hasta que hubiera caído el último hombre, pero incluso el tozudo portavoz comprendió que no le quedaba otra alternativa que huir. Por fortuna, el centro de la ciudad, que había recibido el fulminante ataque de Kessell, estaba sobre una pequeña colina desde la que se dominaba la bahía. La flota permanecía amarrada y los pescadores sin hogar de Termalaine ya estaban en los muelles, subidos en sus barcos después de amarrar en Targos. En cuanto se dieron cuenta del increíble poder de destrucción que arrasaba la ciudad, empezaron a prepararse para la inminente afluencia de los últimos refugiados de guerra. La mayoría de barcos de ambas ciudades zarparon varios minutos después del ataque, en un intento desesperado de alejar a sus vulnerables barcos de las chispas que arrastraba el viento y de los escombros, mientras unos cuantos se quedaban en el muelle para rescatar a los últimos refugiados que acudían al puerto.

La gente que se apiñaba en las murallas de Bryn Shander lloraba al oír los gritos continuos de los moribundos. Sin embargo, Cassius, muerto de curiosidad por comprender la aparente debilidad que Kessell acababa de demostrar, no tenía tiempo para lágrimas. En realidad, los gritos lo afectaban tan profundamente como a cualquiera, pero, dispuesto como estaba a que el lunático Kessell no viese signos de debilidad en él, transformó la expresión de dolor de su rostro en una máscara impasible de rabia.

Kessell se estaba burlando de él.

—No pongas mala cara, pobre Cassius —se rió—. Es impropio de ti.

—¡Eres un perro! —replicó Glensather—. Y los perros indisciplinados deben ser apaleados.

Cassius contuvo a su colega con un gesto.

—Tranquilízate, amigo —susurró—. Kessell se alimenta de nuestro miedo. Déjalo hablar y nos revelará más de lo que cree.

—Pobre Cassius —repitió Kessell con sarcasmo, pero de pronto en su rostro apareció una expresión de furia, un cambio muy brusco del que Cassius se apresuró a tomar nota y a guardarlo junto a la restante información que había recogido.

—¡Recordad lo que habéis visto, gente de Bryn Shander! —se burló Kessell—. Arrodillaos ante vuestro dueño o el mismo destino os perseguirá. Y vosotros no tenéis agua detrás de la ciudad ni tenéis ningún lugar adonde huir.

Volvió a soltar una salvaje carcajada y paseó la vista por la colina, como si estuviera buscando algo.

—¿Qué vais a hacer? —les espetó—. No tenéis lago.

»Te he advertido, Cassius. ¡Escúchame bien! Mañana enviaréis un emisario a buscarme, un emisario para que me traiga la noticia de vuestra rendición incondicional. Y, si vuestro orgullo os lo impide, recordad los gritos de los habitantes de Targos. Mirad la ciudad a orillas de Maer Dualdon para que os sirva de ejemplo y pensad que el fuego todavía no se habrá extinguido con las primeras luces del alba.

En aquel momento, un mensajero se acercó al portavoz.

—Hemos localizado a muchos barcos en movimiento bajo la nube de humo de Targos y los transmisores de noticias han empezado a emitir señales procedentes de los refugiados.

—¿Y Kemp? —inquirió Cassius con ansiedad.

—Vive, y ha prometido venganza.

Cassius soltó un suspiro de alivio. Aunque no estaba muy de acuerdo con su colega de Targos, sabía que el portavoz de esa ciudad, razonable estratega, proporcionaría una inestimable ayuda a la causa de Diez Ciudades antes de que todo acabara.

Kessell, que había escuchado la conversación, hizo un gesto de desprecio.

—¿Y adónde van a ir? —preguntó a Cassius.

El portavoz, ocupado en estudiar a su imprevisible y desequilibrado adversario, no respondió, pero el brujo lo hizo en su lugar.

—¿A Bremen? ¡No pueden! —Chasqueó los dedos y el mensaje fue pasando a través de sus filas hasta que, en el extremo más alejado, un enorme grupo de goblins se separó del grueso del ejército y empezó a avanzar hacia el oeste.

Hacia Bremen.

—¿Lo ves? Bremen caerá antes de que acabe la noche y pronto otra flota zarpará a su querido lago. La escena se repetirá con la ciudad de los bosques con los resultados previstos. Pero, ¿qué protección podrán ofrecer los lagos a esa gente cuando empiece a soplar el viento helado? —gritó—. ¿Hasta dónde podrán alejarse los barcos de mí cuando el agua empiece a congelarse a su alrededor?

Volvió a soltar una carcajada, pero esta vez de un modo mucho más serio y peligroso.

—¿Qué protección tiene ninguno de vosotros contra Akar Kessell?

Cassius y el brujo intercambiaron una mirada de odio y el hechicero pronunció unas palabras en voz apenas perceptible, pero que llegó a oídos de Cassius con toda claridad.

—¿Qué protección?

Mientras, en Maer Dualdon, Kemp se mordía los labios para sofocar su ira al ver su ciudad en llamas. Los rostros manchados de hollín observaban las ardientes ruinas con una expresión de incredulidad y temor, gritando venganzas imposibles y llorando abiertamente por la pérdida de sus amigos y hermanos.

Sin embargo, al igual que Cassius, Kemp convirtió su desesperación en una rabia constructiva. En cuanto se enteró de que había partido un ejército de goblins en dirección a Bremen, envió a su barco más veloz a advertir a la gente de la lejana ciudad y a informarles de lo ocurrido en Targos. Luego, envió un segundo barco a Bosque Solitario para solicitar comida y vendas y quizás una invitación a amarrar en sus muelles.

A pesar de sus obvias diferencias, los portavoces de Diez Ciudades eran parecidos en muchos aspectos. Al igual que Agorwal, que se había alegrado de poder sacrificarlo todo por el bien de la gente, y Jensin Brent, que rehusaba caer en la desesperación, Kemp de Targos se disponía a unir a su gente para un contraataque. Todavía no sabía cómo iba a cumplir su tarea, pero sabía que no había dicho aún la última palabra en la guerra del brujo.

Y, en lo alto de la muralla de Bryn Shander, Cassius también era consciente de eso.