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El asedio

La flota de Caer-Dineval patrullaba por la zona meridional del lago Dinneshere, en un intento de aprovechar la zona que la gente de Cielo Oriental había dejado libre al huir a Bryn Shander.

Los barcos de Caer-Konig estaban pescando sus raciones diarias por la ribera septentrional del lago y fueron los primeros en divisar la perdición que se acercaba.

Como un enjambre de abejas enfurecidas, el ejército de Kessell bordeó la orilla norte del lago Dinneshere y se lanzó rugiendo por el paso del Viento Helado.

—¡Leva anclas! —gritó Schermont, al igual que muchos otros capitanes de barco, en cuanto se repuso del primer impacto. Sin embargo, ya entonces sabían que no podrían regresar a tiempo.

El brazo de vanguardia del ejército de goblins cayó sobre Caer-Konig.

Los hombres del lago vieron cómo se alzaban las llamas de los edificios mientras oían los aullidos de alegría de los invasores, mezclados con los gritos de muerte de los suyos.

Las mujeres, niños y ancianos que habían quedado en Caer-Konig no pensaron ni siquiera en oponer resistencia, sino que echaron a correr para salvar sus vidas, pero los goblins los persiguieron y los asesinaron en medio de las calles.

Los gigantes y ogros se abalanzaron sobre los muelles y mataron sin piedad a los pocos humanos que estaban esperando el regreso de los pescadores, o los obligaron a zambullirse en las mortales y heladas aguas del lago.

Los gigantes llevaban sacos enormes y, cuando los pobres pescadores llegaron al puerto, sus barcos fueron bombardeados y hundidos a pedradas.

Los goblins continuaban entrando en la ciudad destrozada, pero el grueso del vasto ejército pasó de largo y continuó en dirección a la segunda ciudad, Caer-Dineval. En aquel momento, la gente de Caer-Dineval había visto el humo y oído los gritos, de modo que empezaron a salir huyendo desesperados hacia Bryn Shander mientras que algunos se acercaban al puerto para advertir a los pescadores que regresaran.

Pero la flota de Caer-Dineval, a pesar de que el viento del este la empujaba con rapidez por las aguas del lago, estaba a muchos kilómetros de distancia de la orilla. Al ver las columnas de humo que emergían de Caer-Konig, los pescadores adivinaron lo que ocurría y comprendieron que su carrera, incluso con el viento a favor, sería inútil. Gruñidos de rabia y de incredulidad resonaron en todos los barcos cuando la nube negra empezó su embestida por el norte de Caer-Dineval.

En aquel momento, Schermont tomó una decisión de cortesía. Al ver que su propia ciudad había quedado derruida, ofreció su ayuda a sus vecinos.

—¡No podemos llegar! —gritó a un capitán de un barco cercano—. ¡Pasa la voz: vamos hacia el sur! Los muelles de Dineval están por el momento despejados.

Desde un parapeto en la muralla de Bryn Shander, Regis, Cassius, Agorwal, y Glensather observaban horrorizados cómo las fuerzas perversas descendían por el camino que separaba las dos ciudades saqueadas en persecución de la gente que huía de Caer-Dineval.

—¡Abre las puertas, Cassius! —gritó Agorwal—. ¡Tenemos que salir a ayudarlos! ¡No tienen la más mínima posibilidad de llegar a la ciudad si no distraemos a sus perseguidores!

—No —replicó Cassius con voz sombría, consciente de sus mayores responsabilidades—. Necesitamos a todos los hombres de que dispongamos para defender la ciudad, y salir al campo abierto contra un ejército que nos sobrepasa en número sería inútil. ¡Las ciudades del lago Dinneshere están condenadas!

—¡No pueden defenderse! —le espetó Agorwal—. ¿Qué respeto nos merecemos si no podemos ayudar a nuestros semejantes? ¿Qué derecho tenemos a permanecer observando cómo asesinan a nuestra gente desde detrás de estas murallas?

Cassius sacudió la cabeza, ya que su decisión de proteger Bryn Shander era inalterable.

Pero en aquel momento aparecieron más refugiados corriendo desde el segundo paso, el de Bremen, huyendo aterrorizados de la ciudad indefensa de Termalaine después de haber visto arder a las otras dos ciudades. Desde Bryn Shander podían verse ahora más de dos mil refugiados y, a juzgar por la velocidad con que corrían y por la distancia que les quedaba, Cassius calculó que los dos grupos se unirían en el campo abierto que se extendía ante las puertas del norte de la ciudad.

Lugar en donde los alcanzarían los goblins.

—Ve —le dijo a Agorwal—. Bryn Shander va a necesitar a todos los hombres, pero los campos pronto se teñirán de la sangre de mujeres y niños.

Agorwal condujo a sus abnegados hombres al camino del noreste, en busca de algún lugar en el que poder ocultarse para atacar. Escogieron una pequeña sierra, que parecía más una cumbre, donde el camino ascendía ligeramente. Atrincherados y dispuestos a luchar y morir, esperaron a que pasara el último de los refugiados, aterrorizados y gritando porque creían que no tenían la más mínima oportunidad de llegar a la ciudad antes de que los alcanzaran los duendes.

Olfateando sangre humana, los corredores más rápidos del ejército invasor avanzaban a poca distancia de los refugiados más rezagados, la mayoría mujeres que llevaban en brazos a sus niños pequeños. Embobados con la visión de aquellas víctimas tan fáciles, los monstruos no se dieron cuenta de la presencia de las fuerzas de Agorwal hasta llegar a su altura.

Pero entonces era demasiado tarde.

Los bravos hombres de Termalaine obstaculizaron el paso de los goblins con un fuego cruzado de flechas y, después, siguieron a Agorwal a un furibundo ataque cuerpo a cuerpo. Lucharon sin temor alguno, como hombres que habían aceptado su destino, y pronto docenas de monstruos yacían muertos en el suelo y más iban cayendo a medida que los enfurecidos guerreros proseguían su ataque.

Sin embargo, aquel ejército parecía interminable y, cuando caía un goblin, dos más llegaban para sustituirlo. Pronto los hombres de Termalaine se vieron sumergidos en un mar de goblins.

Agorwal consiguió llegar a una pequeña cumbre y observó la distancia que los separaba de la ciudad. Aunque las mujeres habían conseguido separarse de sus perseguidores un buen trecho, avanzaban con mucha lentitud. Si hacía que sus hombres rompieran las filas y huyeran, alcanzarían a los refugiados antes de llegar a las pendientes de Bryn Shander, y los monstruos irían pisándoles los talones.

—¡Tenemos que salir a apoyar a Agorwal! —gritó Glensather a Cassius, pero esta vez el portavoz de Bryn Shander fue inflexible.

—Agorwal ha cumplido su misión —respondió—. Los refugiados llegarán pronto a las murallas y no estoy dispuesto a mandar a una muerte segura a más hombres. ¡Incluso con la ayuda de todas las fuerzas combinadas de Diez Ciudades, no podríamos derrotar al enemigo que tenemos ante nosotros!

El sabio portavoz ya había comprendido que no podían derrotar a Kessell ni siquiera en términos de igualdad.

El bondadoso Glensather parecía a punto de perder los estribos.

—Llévate a varias tropas a la colina —concedió Cassius— y ayuda a los refugiados más fatigados a que lleguen a la ciudad.

En aquel momento, los hombres de Agorwal recibían presiones por todas partes. El portavoz de Termalaine volvió a desviar la vista hacia la ciudad y suspiró aliviado: las mujeres y niños estaban a salvo. Escudriñó con la vista la parte superior de la muralla, consciente de que Regis, Cassius y los demás podían estar viéndolo, como una figura solitaria en la cima de la colina, pero no pudo distinguirlos entre la multitud de espectadores que se aglomeraban en los parapetos de Bryn Shander.

Aparecieron más goblins por el camino, esta vez acompañados de ogros y verbeegs, y Agorwal envió un saludo a sus amigos de la ciudad. Luego, con una sincera sonrisa en los labios, dio media vuelta y descendió por la colina para unirse a sus victoriosas tropas en sus últimos momentos.

Al poco rato, Regis y Cassius vieron cómo la marea negra se tragaba a todos y cada uno de los bravos hombres de Termalaine.

Por debajo de ellos, los pesados portalones se cerraron con gran lentitud. El último de los refugiados estaba dentro.

Mientras los hombres de Agorwal ganaban una batalla de honor, la única fuerza que aquel día se enfrentó al ejército de Kessell y consiguió sobrevivir fue la de los enanos. El clan de Mithril Hall había tardado varios días en llevar a cabo los difíciles preparativos para la invasión, y por poco no tuvieron que utilizarlos. El ejército de Kessell, al que la fuerza de voluntad del brujo mantenía en estricta disciplina —algo desconocido entre los goblins, en especial de tribus tan variadas y rivales—, tenía planes directos y concluyentes sobre lo que había que conquistar en un primer ataque, y los enanos no estaban incluidos.

Sin embargo, los muchachos de Bruenor tenían otros planes y no pensaban enterrarse en sus minas sin haber tumbado al menos algunas cabezas de goblins o sin haber destrozado las rodillas de uno o dos gigantes.

Varios de los hombres barbudos ascendieron hasta el extremo sur más elevado de su valle y, cuando los últimos miembros del demoníaco ejército pasaron junto a ellos, empezaron a burlarse de ellos y a soltar amenazas e insultos contra sus madres. De cualquier modo, los insultos no eran necesarios, ya que los orcos y duendes odian a los enanos más que a nada en el mundo y los planes directos de Kessell se esfumaron en sus mentes ante la sola visión de Bruenor y sus hombres. Siempre hambrientos de sangre enana, una parte sustancial del ejército se separó del grueso.

Los enanos dejaron que se acercaran, incitándolos con sus insultos, hasta que prácticamente los alcanzaron. En aquel momento, Bruenor y sus hombres se deslizaron por el rocoso saliente y descendieron por la escarpada pendiente.

—¡Venid a jugar, perros estúpidos! —les espetó Bruenor con sorna al tiempo que desaparecía de la vista. Al instante, extrajo una cuerda de su bolsa. Había estado pensando en un pequeño truco y estaba ansioso por probarlo.

Los goblins se abalanzaron por el rocoso valle. Sobrepasaban en número a los enanos en una proporción de cuatro a uno, pero, además, los seguían una veintena de ogros enfurecidos.

No obstante, los monstruos no tuvieron la más mínima oportunidad.

Los enanos continuaron incitándolos hasta conducirlos por la parte más escarpada del valle con dirección a los salientes del precipicio que cruzaba por delante de las numerosas entradas a las cavernas de los enanos. Era un lugar demasiado obvio para una emboscada, pero los estúpidos goblins, ciegos ante la visión de sus más acérrimos enemigos, los siguieron sin pensar en que podían estar en peligro.

Cuando la mayoría de monstruos estaba en los salientes y el resto iniciaba el descenso al valle, se dispuso la primera trampa. Catti-brie, bien armada pero situada en la parte de atrás de los túneles internos, tiró de una palanca que estaba conectada a un poste en la cima superior del valle. Toneladas de rocas y grava fueron a caer sobre el grueso del ejército de monstruos, y aquellos que consiguieron mantener el precario equilibrio y escapar a la avalancha, se encontraron con que el camino de regreso había quedado enterrado y que no había huida posible.

Las ballestas empezaron a disparar desde sus posiciones ocultas y un grupo de enanos se apresuró a enfrentarse a los goblins que iban en cabeza.

Pero Bruenor no estaba con ellos. Había decidido esconderse en un rincón del camino de regreso, desde donde veía cómo los goblins, al encontrarse con tal desafío ante ellos, pasaban de vuelta ante él. Habría podido interceptarles el paso entonces, pero iba tras una presa más grande y esperaba ver aparecer a los ogros. Había medido y atado la cuerda con gran cuidado. Se pasó uno de los cabos alrededor de la cintura y el otro lo ató a una roca enorme. A continuación, desenfundó un par de hachas de tiro de su cinturón.

Era un truco muy arriesgado, tal vez el más arriesgado que había intentado nunca el enano, pero el reto no hacía sino ampliar la enorme sonrisa que lucía el rostro de Bruenor al ver llegar a los ogros. Apenas pudo contener la risa cuando dos de ellos cruzaron por delante de él en dirección al sendero estrecho.

Tras salir bruscamente de su escondite, Bruenor embistió contra los sorprendidos ogros y les lanzó las dos hachas a la cabeza. Los ogros se agacharon y consiguieron esquivar el tiro, pero las armas era únicamente una diversión.

El cuerpo de Bruenor era el arma verdadera de aquel ataque.

Sorprendidos y despistados por las hachas, los dos ogros perdieron el equilibrio. Hasta el momento, el plan se desarrollaba a la perfección. Justo en el momento en que los ogros intentaban ponerse en pie tambaleantes, Bruenor puso en tensión los robustos músculos de las piernas y se lanzó sobre el primer ogro, que al caer arrastró también al segundo.

Y los tres fueron a caer por el precipicio.

Uno de los ogros se las arregló para agarrar a Bruenor del rostro, pero el enano le dio un mordisco rápido y el monstruo retiró la mano. Durante un breve instante, bajaron los tres juntos en un revoltijo de piernas y brazos, pero, de pronto, la cuerda de Bruenor llegó al límite y detuvo la caída del enano.

—Feliz aterrizaje, muchachos —se despidió Bruenor al ver que la cuerda lo sostenía—. ¡Dadle recuerdos a las rocas de mi parte!

La cuerda había hecho descender a Bruenor hasta la entrada de una mina, en un segundo saliente de la montaña, mientras sus desesperadas víctimas seguían cayendo sin remisión. Varios goblins que seguían a los ogros habían observado el espectáculo embobados, pero enseguida se dieron cuenta de que la cuerda podía proporcionarles la oportunidad de entrar por un atajo en las cuevas, así que uno tras otro empezaron a descender.

Sin embargo, Bruenor también había previsto esta situación y los goblins que descendían no comprendieron en un principio por qué parecía tan pegajosa la cuerda.

Cuando Bruenor apareció en el saliente inferior sosteniendo la cuerda con una mano y una antorcha en la otra, se hizo la luz en sus cerebros.

Las llamas empezaron a ascender por la cuerda untada de aceite y tan sólo el goblin de más arriba consiguió regresar a la superficie, mientras los demás tomaban el mismo camino que los desafortunados ogros. Uno de ellos estuvo a punto de escapar a la caída fatal, al aterrizar sobre el saliente, pero, antes de que pudiera ponerse en pie, Bruenor le dio el empujón de gracia.

El enano hizo un gesto de satisfacción al ver que su plan había resultado un éxito. Aquel truco tenía que conservarlo en la memoria. Empezó a batir palmas encantado mientras se introducía en las minas para encontrar el camino de regreso al saliente superior.

En la plataforma de arriba, los enanos seguían luchando pero casi en retirada. Su plan no era librar una batalla a muerte en el exterior sino incitar a los monstruos a que entraran en los túneles. Poseídos por un ansia loca de matar, los engañados invasores cayeron en la trampa, creyendo que su ataque estaba empujando a los enanos a un rincón.

Pronto empezó a resonar en los túneles el entrechocar de espadas, pero los enanos continuaron retirándose para conducir a los monstruos a la trampa final. De improviso, en lo más profundo de las minas resonó un cuerno y, al oírlo, los enanos se apartaron de la batalla y echaron a correr hacia adentro.

Los goblins y ogros, convencidos de que habían derrotado a sus enemigos, se detuvieron un solo instante para soltar exclamaciones de júbilo y, luego, se abalanzaron en pos de los enanos.

Pero en lo más profundo de las minas se habían accionado varias palancas. La trampa final estaba dispuesta y, al poco rato, todas las entradas de los túneles estaban obstruidas. La tierra tembló violentamente bajo el peso de las rocas que caían y que tapaban toda la fachada del precipicio.

Los únicos monstruos que sobrevivieron fueron los que se encontraban en primera fila, pero, desorientados y atontados como estaban por la fuerza de la caída y cegados por el polvo que se había levantado, fueron liquidados al instante por los enanos que permanecían a la espera.

Incluso la gente de Bryn Shander pudo percibir el impacto de la tremenda avalancha. Todos desviaron la vista hacia la pared norte y, al ver la enorme nube de polvo, pensaron que los enanos también habían sido destruidos.

Pero Regis sabía más que ellos. El halfling envidiaba a los enanos, que permanecían enterrados en sus largos túneles. Desde el momento en que vio las llamas alzándose por encima de Caer-Konig, había comprendido que su retraso en la ciudad por esperar a su amigo de Bosque Solitario, le había quitado la única oportunidad de escapar.

Ahora observaba impotente y desesperado la masa oscura que avanzaba hacia Bryn Shander.

Las flotas que surcaban los lagos de Maer Dualdon y Aguas Rojizas habían puesto rumbo a sus puertos en cuanto se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. Allí encontraron a sus familias, por el momento a salvo, excepto los pescadores de Termalaine, que llegaron a una ciudad desierta. Los desolados pescadores no podían hacer otra cosa que volver reticentes al mar esperando que sus semejantes hubieran podido llegar a Bryn Shander o a algún otro refugio, porque desde donde estaban podían ver al flanco norte del ejército de Kessell que atravesaba la llanura en dirección a la ciudad amurallada.

Targos, la segunda ciudad en importancia y la única, salvo Bryn Shander, que podía albergar esperanzas de resistir al menos durante un tiempo el ataque del vasto ejército, extendió una invitación a los barcos de Termalaine para que amarraran en sus muelles. Y los hombres de Termalaine, que habían perdido sus hogares, aceptaron la hospitalidad de sus más acérrimos enemigos del sur. Las disputas que habían mantenido con la gente de Kemp parecían meras tonterías ante el peso del desastre que se había cernido sobre su ciudad.

Mientras, en la batalla principal, los generales goblins que conducían el ejército de Kessell estaban convencidos de poder vencer a Bryn Shander antes de la llegada de la noche. Obedecían al pie de la letra el plan, con lo que el grueso del ejército se alejó de Bryn Shander para situarse en el camino que unía la ciudad principal con Targos, con el fin de atajar cualquier posibilidad de que las dos poderosas ciudades unieran sus fuerzas.

Varias tribus de goblins se habían separado del grupo principal y se encaminaban a Termalaine con la intención de saquear su tercera ciudad de aquel día, pero, al encontrarse con la ciudad desierta, se abstuvieron de incendiar los edificios. Ahora, parte del ejército de Kessell se dedicaba a preparar el campamento donde permanecerían a la espera de que el asedio diera resultado.

Como si de dos grandes brazos se tratara, miles de monstruos se separaron del grupo principal en dirección al sur. Era tan grande el ejército de Kessell que ocupaba todo el camino entre Bryn Shander y Termalaine y todavía le quedaba gente para rodear la ciudad amurallada con una gruesa fila de tropas.

Todo había sucedido con tanta rapidez que, cuando los goblins detuvieron su frenético avance, el cambio pareció todavía más dramático. Tras unos minutos en que todo el mundo contuvo la respiración, Regis percibió que la tensión empezaba a crecer de nuevo.

—¿Por qué no nos arrasan de una vez? —preguntó a los dos portavoces que permanecían a su lado.

Cassius y Glensather, más conocedores de las estrategias de guerra, comprendieron al instante lo que sucedía.

—No tienen prisa, querido amigo —le explicó Cassius—. El tiempo juega a su favor.

Entonces Regis comprendió. Durante los muchos años que había vivido en las pobladas ciudades del sur había oído contar historias muy vívidas que describían los horrores de un asedio.

La imagen del saludo final de Agorwal acudió entonces a su mente y recordó la expresión alegre que lucía el rostro del portavoz y su disponibilidad para morir como un héroe. Regis no sentía el más mínimo deseo de morir, fuera como fuera, pero tenía una ligera idea de lo que les esperaba, a él y a la acorralada gente de Bryn Shander.

Y, por un momento, sintió envidia de Agorwal.