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Por derechos de sangre o por méritos

El calor de una pequeña hoguera retornó la conciencia a Wulfgar, que se despertó totalmente aturdido sin poder comprender, en un principio, lo que veía a su alrededor. Se apartó la manta que lo cubría y que no recordaba haber traído y luego, de pronto, reconoció a Muerte de Hielo, que yacía muerto a pocos metros de distancia, con el enorme carámbano clavado con firmeza en su espalda. La nube de oscuridad se había disipado y Wulfgar observó embobado con qué precisión había lanzado las flechas el drow. Una de ellas sobresalía del ojo izquierdo del dragón y otras dos habían quedado clavadas en la boca.

Wulfgar estiró el brazo para recuperar la seguridad que sentía con Aegis-fang en las manos, pero no pudo ver el martillo por ningún lado. Tras intentar desentumecer las piernas, el bárbaro se las arregló para ponerse de pie y empezó a buscar frenéticamente su arma. Entonces se le ocurrió preguntarse dónde estaría el drow.

De repente, oyó ruidos en la habitación contigua y con las piernas agarrotadas empezó a andar con cautela hacia allí. Al llegar a la entrada, vio a Drizzt, de pie sobre un montón de monedas de oro, intentando romper la capa de hielo que las cubría con el arma de guerra de Wulfgar.

Drizzt advirtió que el bárbaro se estaba acercando y lo saludó con alegría.

—Buenos días, Matador de Dragones.

—Buenos días, amigo elfo —respondió Wulfgar, contento de ver de nuevo al drow—. Has hecho un largo camino para seguirme.

—No demasiado largo —replicó Drizzt al tiempo que conseguía romper otro trozo de hielo del tesoro—. Como había poca diversión en Diez Ciudades y no podía dejar que me llevaras ventaja en nuestra competición… Diez y medio a diez y medio —declaró, con una ancha sonrisa—. Y ahora un dragón compartido entre los dos. ¡Reclamo la mitad de la honra!

—Es tuya y te la has ganado con mérito —admitió Wulfgar—. ¡También puedes reclamar la mitad del botín!

Drizzt le enseñó una pequeña bolsa que llevaba colgada del cuello con una fina cadena de plata.

—Unas cuantas chucherías —le explicó—. No necesito riquezas y, en cualquier caso, dudo que pueda sacar demasiadas cosas de aquí, así que unas cuantas chucherías serán suficientes.

Escarbó en la pila que había acabado de separar del hielo y descubrió un mango de espada con incrustaciones de gemas y en cuya negra empuñadura de diamante estaba esculpido el hocico de un gato de caza. Aquel intrincado trabajo de pedrería atrajo la atención de Drizzt que, con dedos trémulos, extrajo el resto del arma de la pila dorada.

Una cimitarra cuya hoja curva era de plata y los extremos de diamante. Drizzt la alzó por delante de él, maravillado por su ligereza y su perfecto equilibrio.

—Bueno, unas cuantas chucherías… y esto —corrigió.

Mucho antes de enfrentarse al dragón, Wulfgar ya se había estado preguntando cómo iba a salir de aquellas cavernas subterráneas.

—La corriente es demasiado fuerte y la cascada demasiado alta para pensar en volver por Evermelt —le dijo a Drizzt, aunque sabía que el drow debía de haber llegado ya a la misma conclusión—. Incluso si consiguiéramos remontar la corriente, no me queda grasa de reno para poder resistir el frío de la superficie.

—Yo tampoco tengo intención de volver por las aguas de Evermelt —le aseguró Drizzt—. ¡Sin embargo, confío siempre en mi experiencia para meterme preparado en situaciones como ésta! Así que traje la madera para la hoguera y la manta que eché sobre ti, todo ello envuelto en piel de foca. Y también traje esto —dijo mostrando un garfio de tres puntas y una cuerda ligera pero resistente que llevaba en la cintura. Ya había descubierto una ruta de salida.

Drizzt señaló un pequeño agujero que había en el techo sobre sus cabezas. El carámbano que Aegis-fang había lanzado sobre el dragón había arrancado parte del techo al caer.

—No creo que pueda lanzar y afianzar la cuerda tan arriba, pero para tus poderosos brazos eso será un reto de poca importancia.

—En otros tiempos, quizá sí —replicó Wulfgar—. Pero ya no me queda fuerza para intentarlo. —El bárbaro había estado más cerca de la muerte de lo que creía cuando el aliento del dragón lo había alcanzado y, con la adrenalina que había gastado durante la batalla, ahora sentía un frío punzante en su interior—. Creo que con las manos heladas y entumecidas no podré siquiera agarrar la cuerda.

—¡Entonces, ponte a correr! —le sugirió el drow—. Deja que tu cuerpo helado se caliente a sí mismo.

Wulfgar se puso a correr al instante dando vueltas por la habitación y forzando a la sangre a que circulara por las piernas y los brazos entumecidos. Al poco rato, empezó a sentir que la calidez interna de su cuerpo regresaba poco a poco.

No tuvo que hacer más de dos intentos para poder lanzar la cuerda y clavar el gancho en un pedazo de hielo de la superficie. Drizzt fue el primero en subir y, gracias a su agilidad, no tuvo el más mínimo problema en llegar al exterior.

Wulfgar acabó de arreglar las cosas en la caverna, recogiendo varias joyas y otras cosas que sabía que iba a necesitar, y, aunque tuvo más dificultades que el drow para ascender por la cuerda, con la ayuda de Drizzt desde la superficie consiguió llegar al exterior antes de que el sol se deslizara por detrás del horizonte.

Acamparon junto a Evermelt, y, tras festejar su éxito con carne de venado, disfrutaron de un merecido descanso junto a los vapores cálidos de la charca.

Antes del alba, se pusieron de nuevo en marcha y empezaron a avanzar en dirección oeste. Caminaron juntos durante un par de días, con paso rápido, como el que les había conducido tan al este. Cuando volvieron a encontrar las huellas de las tribus que se estaban reuniendo, ambos sabían ya que había llegado el momento de separarse.

—Que tengas suerte, querido amigo —se despidió Wulfgar mientras se inclinaba a examinar las huellas—. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

—Hasta pronto, Wulfgar —respondió Drizzt con voz sombría—. ¡Deseo que tu martillo de guerra aterrorice a tus enemigos durante años! —Se alejó sin volver la vista atrás, pero no pudo evitar preguntarse si volvería a ver a su compañero con vida de nuevo.

Wulfgar se olvidó un instante de la urgencia de su misión para detenerse y reflexionar sobre sus emociones al ver por primera vez el gran campamento de las tribus que se habían reunido. Cinco años antes, el joven Wulfgar se había encaminado a una reunión semejante, llevando con orgullo el estandarte de la tribu del Elk, cantando a voz en grito la canción de Tempos y compartiendo el aguamiel con los hombres que iban a luchar y que probablemente murieron a su lado. Por aquel entonces, se había enfrentado a la batalla de un modo distinto, como si fuera una prueba gloriosa de un guerrero.

—Inocente salvajismo —murmuró, consciente de la contradicción entre las dos palabras, al pensar en su ignorancia de aquellos días. Sus ideas habían sufrido un cambio considerable. Bruenor y Drizzt, al hacerse amigos suyos y enseñarle las complejidades de su mundo, habían dado existencia real a la gente que un día él había considerado simplemente como enemigos, con lo que lo habían obligado a afrontar las brutales consecuencias de sus actos.

La bilis le subió a la garganta al pensar en que las tribus estaban preparando otra ofensiva contra Diez Ciudades, y que, además, esta vez su orgullosa gente iba a marchar a la guerra al lado de goblins y gigantes.

Mientras se acercaba al campamento, vio que no se había levantado ningún Hengorot, ninguna Sala de Aguamiel. En el centro habían instalado una serie de pequeñas tiendas, cada una de ellas con su correspondiente estandarte, rodeadas de hogueras y de soldados comunes. Al echar un vistazo a los estandartes, vio que, aunque estaban presentes casi todas las tribus, su fuerza combinada no debía de ser ni la mitad de la que habían ostentado cinco años antes. Las observaciones de Drizzt, según las cuales los bárbaros todavía no se habían recuperado de la masacre de Bryn Shander, eran dolorosamente ciertas.

Dos guardias se acercaron a recibir a Wulfgar. El bárbaro no se había tomado molestia alguna para entrar a escondidas, así que dejó a Aegis-fang en el suelo y alzó los brazos para indicar que sus intenciones eran honorables.

—¿Quién eres tú para venir sin escolta y sin que te inviten al consejo de Heafstaag? —preguntó uno de los guardias. Observó al extraño de arriba abajo y se quedó impresionado por la corpulencia de Wulfgar así como por la maravillosa arma que había dejado a sus pies—. No tienes cara de mendigo, pero tu rostro no nos es conocido.

—En cambio yo sí que te conozco, Revjak, hijo de Jorn el Rojo —replicó Wulfgar al reconocer a uno de sus antiguos compañeros—. Soy Wulfgar, hijo de Beornegar, guerrero de la tribu del Elk. Os perdí hace cinco años, cuando atacamos Diez Ciudades —le explicó, eligiendo con cuidado las palabras para no mencionar la derrota que habían sufrido allí. Los bárbaros nunca hablan de recuerdos tan poco agradables.

Revjak estudió al joven con atención. Había sido amigo de Beornegar y recordaba al chico, a Wulfgar. Calculó mentalmente los años que habían transcurrido, comparando la edad en que había conocido al muchacho con la edad que aparentaba aquel extraño y pareció satisfecho de que las similitudes no eran pura coincidencia.

—¡Bienvenido a casa, joven guerrero! —exclamó alegre—. ¡Sé bienvenido!

—Gracias —replicó Wulfgar—. He visto cosas grandes y maravillosas y he aprendido gran sabiduría. En realidad, tengo muchas historias que contaros, pero no dispongo de mucho tiempo. He venido a ver a Heafstaag.

Revjak asintió y al instante condujo a Wulfgar a través de las hileras de hogueras.

—Heafstaag se alegrará de tu regreso.

—No demasiado —respondió Wulfgar en un murmullo.

Una multitud de curiosos se aglomeró alrededor del corpulento guerrero a medida que se acercaba a la tienda central del campamento. Revjak se introdujo en el interior para anunciar a Wulfgar y volvió al instante con el permiso de Heafstaag para que entrara.

Wulfgar agarró a Aegis-fang y se lo apoyó en el hombro, pero permaneció inmóvil ante la puerta que Revjak mantenía abierta para que entrase.

—Lo que tengo que decir tiene que hacerse abiertamente y delante de la gente —dijo, con tono lo bastante alto para que Heafstaag lo oyera—. ¡Dile a Heafstaag que salga!

Confusos murmullos empezaron a resonar a su alrededor ante aquellas palabras de desafío, ya que, según los rumores que habían circulado por la multitud, Wulfgar, hijo de Beornegar, no era un descendiente de sangre real.

Heafstaag salió al instante de la tienda y se acercó unos pasos a la persona que lo había desafiado, con el pecho erguido y la mirada de un solo ojo fija en Wulfgar. La multitud se apartó, a la espera de que el rudo rey abofeteara al impertinente joven, pero Wulfgar le devolvió la peligrosa mirada a Heafstaag y no se movió un centímetro.

—Soy Wulfgar —declaró con orgullo—. Hijo de Beornegar, y, antes que él, hijo de Beorne; guerrero de la tribu del Elk y participante en la batalla de Bryn Shander; dueño de Aegis-fang, el Gigante Enemigo. —Mantuvo el martillo alzado ante él—. Amigo de los herreros enanos y discípulo de Gwaeron Tormenta de Viento; matador de gigantes e invasor de guaridas; asesino del jefe de los gigantes, el gigante de escarcha, Biggrin. —Se detuvo un instante y esbozó una amplia sonrisa al pensar en el impacto de su siguiente revelación. Cuando estaba seguro de tener a todo el auditorio pendiente de sus palabras, prosiguió—: ¡Soy Wulfgar, matador del Dragón!

Heafstaag parpadeó. Ningún hombre vivo de la tundra había reclamado nunca un título tan noble.

—Reclamo el Derecho al Desafío —concluyó Wulfgar en un tono de voz bajo y amenazador.

—Te mataré —replicó Heafstaag con toda la calma que fue capaz de simular. No temía a ningún hombre, pero observaba con cautela los corpulentos hombros de Wulfgar y sus poderosos músculos. El rey no tenía la más mínima intención de poner en peligro su posición esta vez, a las puertas de una aparente victoria sobre los pescadores de Diez Ciudades. Si conseguía desacreditar al joven guerrero, la gente no permitiría nunca que se celebrase la batalla. Obligarían a Wulfgar a retirar su desafío o lo matarían al instante—. ¿Bajo qué derecho de sangre te atreves a hacer semejante desafío?

—Vas a conducir a nuestro pueblo a los pies de un brujo —le espetó mientras intentaba aguzar al máximo el oído para saber si la multitud aprobada o desaprobaba su acusación—. ¡Harás que alcen sus armas en una causa común con goblins y orcos!

Aunque nadie se atrevió a protestar en voz alta, Wulfgar percibió que varios de los demás guerreros no estaban de acuerdo con la inminente batalla. Aquello explicaba la ausencia de una Sala de Aguamiel, ya que Heafstaag era lo suficientemente listo para saber que en una reunión semejante podía aparecer ese desacuerdo de una forma violenta.

Revjak intervino antes de que Heafstaag pudiese responder, de palabra o con sus armas.

—Hijo de Beornegar —dijo con firmeza—, todavía no te has ganado el derecho a cuestionar las órdenes de nuestro rey. Has reclamado abiertamente un desafío y las leyes de la tradición exigen que justifiques, por derecho de sangre o por méritos propios, el derecho que te ampara para pedir semejante combate.

Las palabras de Revjak revelaron su excitación y Wulfgar supo al instante que el antiguo amigo de su padre había intervenido para evitar una pelea no reconocida y, por lo tanto, no oficial. Era obvio que el anciano confiaba en que el soberbio joven pudiese cumplir con las exigencias, y Wulfgar en cierto modo percibía que tanto Revjak como varios otros esperaban que el desafío se llevara a cabo con éxito.

Wulfgar echó los hombros hacia atrás y sonrió con confianza a su oponente, cada vez más convencido de que su gente estaba siguiendo el innoble proceder de Heafstaag tan sólo porque estaban atados al rey tuerto y no podían desafiarlo para derrotarlo.

—Por méritos —declaró con el rostro sereno. Sin dejar de observar a Heafstaag, extendió la manta que llevaba en la espalda y, extrayendo dos objetos en forma de espada, los lanzó a los pies del rey. Aquellos que estaban suficientemente cerca para verlos soltaron una exclamación al unísono, e incluso el impasible Heafstaag palideció y dio un paso atrás.

—¡No puede negarse el desafío! —gritó Revjak.

Eran los cuernos de Muerte de Hielo.

El sudor frío que se deslizaba por el rostro de Heafstaag demostraba su nerviosismo mientras limpiaba las últimas manchas de la cabeza de su enorme hacha.

—¡Matador de dragones! —murmuró entre dientes al portador de su estandarte, que acababa de entrar en la tienda—. ¡Seguro que fue a topar con un dragón dormido!

—Perdone, gran rey —exclamó el joven—. Revjak me ha mandado para que le diga que ha llegado el momento.

—Bueno —se burló Heafstaag al tiempo que deslizaba el pulgar por el canto afilado del hacha—. ¡Tengo que enseñarle al hijo de Beornegar cómo se debe demostrar respeto a su rey!

Los guerreros de la tribu del Elk formaron un círculo alrededor de los adversarios. Aunque aquél era un acontecimiento privado de los hombres de Heafstaag, las demás tribus lo observaban con gran interés desde una prudente distancia. El ganador no iba a sostener ningún tipo de autoridad sobre ellos, pero sería el rey de la tribu más poderosa y dominante de la tundra.

Revjak dio un paso para introducirse en el círculo y se situó entre los dos oponentes.

—¡Presento a Heafstaag! —gritó—. ¡Rey de la Tribu del Elk! —y siguió con la larga lista de méritos heroicos del rey tuerto.

Heafstaag pareció recobrar la confianza a medida que iban recitando su lista, aunque se sentía un poco confundido y furioso porque Revjak hubiera elegido presentarlo primero a él. Colocó las manos en jarras y paseó una amenazadora mirada por los observadores de primera fila, sonriendo cuando conseguía que apartaran la mirada, uno a uno. Intentó hacer lo mismo con su adversario, pero de nuevo sus tácticas de tirano no consiguieron intimidar en absoluto a Wulfgar.

—¡Y presento a Wulfgar! —continuó Revjak—. ¡Hijo de Beornegar y aspirante al trono de la tribu del Elk!

Por supuesto, la lista de las hazañas de Wulfgar fue mucho más breve que la de Heafstaag, pero el mérito final pareció equilibrar la balanza entre los dos.

—¡Matador de dragones! —gritó Revjak y la multitud, que hasta el momento había permanecido en respetuoso silencio, empezó a murmurar sobre los rumores que corrían de que Wulfgar había asesinado a Muerte de Hielo.

Revjak observó a los dos adversarios y salió del círculo.

El momento de honor había llegado.

Empezaron a dar vueltas alrededor del círculo, observando y midiendo al otro en busca de indicios de puntos débiles. Wulfgar percibió la impaciencia que reflejaba el rostro de Heafstaag, un defecto propio de los guerreros bárbaros, y comprendió que él hubiera actuado del mismo modo a no ser por las lecciones de Drizzt Do’Urden. Miles de toques humillantes de las cimitarras del drow le habían enseñado que el primer golpe no era ni mucho menos tan importantes como el último.

Al final, Heafstaag soltó un gruñido y atacó. Wulfgar también gruñó en voz alta y pareció prepararse a recibir el golpe, pero en el último momento se echó a un lado, con lo que Heafstaag, impulsado por el peso de sus pesadas armas, pasó por el lado de su adversario y estuvo a punto de tropezar con la primera línea de espectadores.

El rey tuerto se recuperó con rapidez y volvió a la carga, doblemente enfurecido, según le pareció a Wulfgar. Heafstaag había sido rey durante muchos años y había participado en innumerables combates, por lo que era evidente que, si no hubiera sido capaz de adaptar sus técnicas de ataque según su oponente, habría muerto mucho tiempo antes. Volvió a abalanzarse sobre Wulfgar, fingiendo que actuaba fuera de control como la primera vez, pero, cuando el bárbaro se apartó de su camino, se encontró con la enorme hacha de Heafstaag que lo estaba esperando. El rey tuerto, previendo los movimientos del joven, había trazado un movimiento lateral con el arma, con lo que le hizo un corte a Wulfgar desde el hombro hasta el codo.

El guerrero reaccionó con rapidez y lanzó a Aegis-fang a la defensiva para detener posibles ataques similares. Aunque tenía poco espacio para balancear su arma, el objetivo estaba muy cerca y el poderoso martillo hizo dar un paso atrás a Heafstaag. Wulfgar se detuvo un instante para examinar la sangre que le manaba de la herida.

Podría continuar luchando.

—Esquivas bien —gruñó Heafstaag al tiempo que se separaba unos pasos de su oponente—. Nos habrías sido de utilidad en nuestras filas. ¡Es una lástima que tenga que matarte!

El hacha volvió a actuar, golpe tras golpe, en un ataque furioso cuyo objetivo era finalizar pronto la lucha.

Sin embargo, si las comparaba con las escurridizas cimitarras de Drizzt Do’Urden, el hacha del rey parecía moverse con lentitud, así que Wulfgar no tuvo mayores dificultades en esquivar los ataques e incluso en propinar algún golpe de martillo sobre el amplio tórax del rey.

La frustración y el cansancio habían enrojecido el rostro del monarca tuerto.

«Un adversario fatigado actúa empleando toda su fuerza en cada golpe —le había explicado Drizzt a Wulfgar durante las semanas de entrenamiento—. Pero raras veces se moverá en la dirección obvia, la dirección que él cree que tú piensas que va a tomar.»

Wulfgar examinaba a su oponente con atención en busca de su punto débil.

Por su parte, el sudoroso Heafstaag, resignado a ver que no podía romper la hábil defensa de su enemigo, más joven y rápido, alzó la enorme hacha por encima de su cabeza y embistió, al tiempo que soltaba un poderoso alarido para dar más énfasis a su ataque.

Pero los reflejos de Wulfgar habían sido aguzados por el filo de las cimitarras y el exceso de ímpetu que Heafstaag puso en el ataque le advirtió que podía esperar un cambio de dirección, de modo que alzó a Aegis-fang como si fuera a detener el golpe, pero giró la empuñadura justo en el momento en que el hacha descendía e intentaba el ataque con un revés lateral.

Confiando plenamente en el arma que le había forjado el enano, Wulfgar retrocedió un pie y se torció para recibir de frente la hoja del hacha contra el filo de Aegis-fang.

Las cabezas de las dos armas chocaron entre sí con increíble fuerza. El hacha de Heafstaag se rompió en pedazos y la violenta vibración hizo caer al suelo al rey.

Aegis-fang permanecía intacta. Wulfgar podía haber acabado con Heafstaag de un solo golpe.

Revjak cerró con fuerza los puños esperando la inminente victoria de Wulfgar.

«No confundas nunca el honor con la estupidez», le había dicho Drizzt a su alumno tras el error que había cometido con el dragón. Sin embargo, Wulfgar quería algo más de esta batalla que ganar simplemente el liderazgo de su tribu; quería producir un impacto duradero en todos los espectadores, así que dejó caer a Aegis-fang y se acercó a Heafstaag en igualdad de condiciones.

El rey bárbaro, sin plantearse el motivo de su buena fortuna, se abalanzó sobre Wulfgar y rodeó al joven con sus brazos en un intento de lanzarlo al suelo.

Wulfgar se echó adelante para resistir el ataque, afianzando los pies con firmeza en el suelo, y consiguió detener el empuje de su contrincante, más pesado que él.

Empezaron a luchar cuerpo a cuerpo con rabia, intercambiando golpes antes de acercarse demasiado al otro para que los golpes fueran ineficaces. A ambos les brillaban los ojos azules e hinchados y en sus rostros se destacaban cardenales y cortes por doquier.

Heafstaag estaba más cansado y le costaba más esfuerzo respirar por culpa de su voluminoso abdomen. Rodeó a Wulfgar por la cintura e intentó de nuevo tumbar a su infatigable enemigo.

En aquel momento, Wulfgar cogió con las manos la cabeza de Heafstaag. Los nudillos se le pusieron blancos y los músculos de los brazos y los hombros se tensaron, al tiempo que empezaba a apretar.

Heafstaag se dio cuenta al instante de que estaba en un apuro, porque la fuerza con que lo abrazaba Wulfgar era mayor que la de un oso blanco. Empezó a moverse frenéticamente, hundiendo los puños en las costillas de Wulfgar, que estaban al descubierto, con el fin de romper la mortal concentración del joven.

Wulfgar recordó en ese instante uno de los consejos de Bruenor:

«Piensa en la comadreja, muchacho: acepta los golpes menores, pero nunca, dejes de infligir tú los mayores».

Los músculos del cuello y la espalda se hincharon cuando consiguió poner al rey tuerto de rodillas.

Horrorizado por la fuerza del abrazo, Heafstaag intentó tirar de los antebrazos de hierro del joven, en un vano intento de aliviar la presión cada vez más intensa.

Wulfgar se dio cuenta de que estaba a punto de matar a uno de su propia tribu.

—¡Ríndete! —le gritó a Heafstaag, deseando encontrar una alternativa más aceptable.

El orgulloso rey respondió con un puñetazo final.

Wulfgar alzó la mirada al cielo.

—¡No soy como él! —gritó, impotente, justificándose ante cualquiera que quisiera escucharlo. No le dejaba otro camino.

Los corpulentos hombros del joven adquirieron un tono púrpura a medida que la sangre se aglomeraba en ellos. Vio que el terror en el rostro de Heafstaag se convertía en incomprensión en el preciso instante en que oía el crujido de los huesos y sentía que sus enormes manos aplastaban el cráneo.

En aquel momento, Revjak hubiera tenido que introducirse en el círculo para anunciar al nuevo Rey de la Tribu del Elk, pero, al igual que los demás testigos, permaneció inmóvil y boquiabierto observando la escena.

Con ayuda del viento helado que lo empujaba desde atrás, Drizzt se apresuró a recorrer los últimos kilómetros que lo separaban de Diez Ciudades y, la misma noche del día en que se separara de Wulfgar, alcanzó a ver la cima nevada de la cumbre de Kelvin. La visión de su hogar lo hizo avanzar todavía con más rapidez, pero sus aguzados sentidos captaron algo que era por completo inusual.

Un ojo humano nunca habría podido percibirlo, pero la vista de halcón del drow consiguió adivinar qué era: una columna de oscuridad que empañaba las estrellas situadas más bajas en el horizonte al sur de la montaña y otra, más pequeña, al sur de la primera.

Drizzt se detuvo de pronto y aguzó la vista para comprobar sus sospechas. Luego, se puso de nuevo en marcha, con más lentitud, pensando en qué otra ruta podía tomar.

Caer-Konig y Caer-Dineval estaban ardiendo.